jueves, 17 de octubre de 2019

Sería una buena broma si no fuera por...

Alfonso Sastre escribió “Ahola no es de leíl” en la cárcel de Carabanchel. Situó la acción en Cuba cuando era colonia española, en agosto de 1896.

Dos soldados conducen a un chino condenado a muerte para su ejecución en La Habana, pero se les escapa, y para ocultar su negligencia eligen en su lugar a otro chino cualquiera ("todos son iguales") que pronuncia esta frase cuando ve que la cosa va en serio.

En cambio, este irlandés sí pensó que ese era un buen momento para reírse. Hay quien muere pronunciando una chuscada como despedida, y abundan los epitafios humorísticos, pero él fue más allá (y nunca mejor dicho):



Uno de los últimos deseos del irlandés Shay Bradley era preparar una broma para el día de su entierro y así lo hizo. Bradley dejó grabado un audio un año antes de morir en el que bromeaba que había resucitado y se oían ruidos que golpeaban el ataúd:  "¿Hola? ¡Dejadme salir, esto está muy oscuro!".
Su hija Andrea Bradley, a través de un mensaje de Facebook, publicó el momento en el que su padre llevó a cabo la divertida broma que consiguió sacar sonrisas en uno de los días más tristes para la familia. "Fue el deseo de mi padre al morir, siempre tan bromista, ¡conseguiste una buena broma y nos reímos todos justo cuando lo necesitábamos! Te querré siempre", escribió.
La mujer, Anne, explicó para el diario 'Bored Panda' que un día antes del funeral sus hijos le contaron lo que Shay Bradley había preparado para su funeral: "Shay era muy bromista y siempre quiso que la familia se riese de todo. Era un gran personaje y muchas personas que lo conocían lo echarán de menos", ha asegurado.
"Es preferible reír que llorar", cantaba Peret, pero la broma de Bradley es realmente triste. Es difícil reírse en estas circunstancias y más bien produce un escalofrío.

Como lo produce el bromazo posmoderno. Sobre todo cuando no puede ocultar tras sus divertidas travesuras (carísimas, generalmente) que está al servicio de los peores excesos del capitalismo terminal. Los estrambóticos rascacielos publicitarios a mayor gloria y negocio de las grandes empresas (véanse las horribles cuatro pirolas de Chamartín o las conflictivas torres Kio, para no salir de cercanías), no están muy lejos de las (¿irónicas?) fantasías del tipo atracción de feria.

De la risa forzada a la mueca sarcástica va poca distancia.



FUERA DE BROMAS


Lo que empezó como un antibiótico contra los héroes modernos y la era de las mayúsculas en el arte acabó, en algunos casos, como arma expresiva en los parques de atracciones. ¿Dónde termina la ironía de la rebelión del posmodernismo y comienza la caricatura?
Peio H. Riaño

arquitectura posmoderna
La sede de Google en Los Ángeles, un edificio nada corriente de Frank Gehry, el autor del Guggenheim de Bilbao, pensado originalmente para albergar la sede de la agencia de publicidad de su amigo Jay Chiat. | Cordon Press

"Frank, no quiero un edificio corriente, quiero uno que fomente la creatividad". Y a Gehry se le ocurrió que nada contentaría mejor a su amigo el publicista Jay Chiat para sus nuevas oficinas que una entrada en forma de prismáticos gigantes. Pura posmodernidad. Una broma infinita, como el propio movimiento que representa. Desde finales de los años setenta hasta bien entrados los noventa, esta corriente alimentó teorías y fachadas como esta que el autor del Guggenheim de Bilbao levantó con los escultores Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen en Los Ángeles (California) en 1991. Se trataba de un lugar de trabajo distinto, para un ambiente laboral familiar y divertido, a unos metros de la inmensa playa de Venice Beach, con 300 días de sol al año.

Veinte años después, este acto de histrionismo salvaje y sublime parecía predestinado a los empleados de Google, que en 2011 se mudaron al edificio. ¿Acaso la empresa que ve todo lo que uno hace, piensa y desea podría habitar un símbolo más elocuente que aquellos binoculares gigantes? El edificio cumplía un papel importante en la carrera de la tecnológica por la captación de talento contra competidores como Facebook.

El invento de Gehry para Chiat resume a la perfección la deriva de la arquitectura posmoderna. A saber: lo extraño, lo sorprendente, lo juguetón, lo decorativo, lo exagerado, la mezcla. Una chimichanga que prometía aliviarnos ese dolor de cabeza llamado modernidad, entendida como el imperio de la razón, la forma y la función. Y el remedio tenía mucho de ambigüedad, nihilismo y sarcasmo.

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El ‘volcán metafórico’ del vienés Hans Hollein para el parque temático Vulcania (Auvernia, Francia, 2002). | Cordon Press

El monumento fallido de Oiza

Los galácticos de la arquitectura posmoderna (Robert Venturi, Michael Graves, Hans Hollein, Philip Johnson o Ricardo Bofill, además del propio Gehry) eran fundamentalistas del eclecticismo. Es decir, no estaban dispuestos a renunciar a nada. Incluso el historicismo les venía bien: la presencia del pasado en sus proyectos era un elemento tanto o más importante que la función del edificio. Es puro onanismo: arquitectura que habla de arquitectura.

El Palacio de Festivales de Cantabria en Santander (1991), un prodigio neofaraónico de Francisco Javier Sáenz de Oiza. | Cordon Press

El Palacio de Festivales de Cantabria (Santander), obra de Francisco Javier Sáenz de Oiza, es un grandioso ejemplo de aquello: inaugurado en 1991, cumple a la perfección eso que Fredric Jameson El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado (Paidós, 1991) definió como "superficialidad posmoderna", en alusión a la fachada como el lugar preferido de la arquitectura contemporánea. En este caso, la máscara que Oiza inventó era una revisión neofaraónica del orden dórico inspirada en el norteamericano Michael Graves. Un arquitecto posmoderno con quien compartía "la lectura del pasado mediante la estilización de elementos enmarcados en un volumen neto", ha escrito Carmen Bermejo Lorenzo, profesora de Historia del Arte en la Universidad de Oviedo.

Cantabria quería un símbolo para la nueva era, la de las autonomías. Los ochenta abrían la puerta al futuro y a las inversiones grandiosas: gracias a las modificaciones exigidas por el gobierno local al proyecto original –un auditorio de tamaño medio–, casi 7.000 millones de pesetas (42 millones de euros) fueron invertidos en el enorme edificio de Sáenz de Oiza, que nació para ser el referente de la nueva vanguardia.

Sin embargo, la posterior especulación, lo enterró bajo parches arquitectónicos, nuevas edificaciones que fueron surgiendo alrededor y arruinaron su condición de estrella de la bahía, perjudicando su imagen y su percepción pública. El último en atacar sus hoy deslucidas cubiertas de cobre verde, en contraste con la piedra caliza y los mármoles de la fachada, ha sido el Centro Botín: la versión tecnológica de lo que hoy entendemos por arquitectura-espectáculo.

El "no" al posmodernismo (y el sí de Disney)

Detalle de la explosión ornamental en la fachada de las oficinas municipales de Portland (Oregón, EE UU, 1982), de Michael Graves. | getty images

Una década antes del monumento fallido de Oiza, en 1980, su inspirador, Michael Graves, rey de la ironía neoclasicista, había culminado su proyecto figurativo con las oficinas municipales de Portland (Oregón). El Edificio Portland es un cubo cuyos lados están cubiertos de pilastras estriadas, capiteles salientes, guirnaldas planas y una figuración que parece de cartón piedra. Muy fiel al "cobertizo decorado" que promulgó Venturi, primer ideólogo del movimiento, al que otros como Kenneth Frampton, profesor de arquitectura de la Universidad de Columbia y cercano a Graves, le reprocharon en cambio haberse pasado a "una gratuita afición por la monumentalidad escenográfica".

Según algunos, hay un antes y un después del Portland: "Es el primer monumento del clasicismo posmoderno", proclamó el británico Charles Jencks, quien tres años antes había publicado El lenguaje de la arquitectura posmoderna, y cuya casa londinense ocupa la portada del último número de ICON Design. Karen Nichols, colaboradora en los principales proyectos del norteamericano, lo explica: "Graves había llegado a la conclusión de que para que la arquitectura fuera más intuitiva y fácil de aceptar por un público amplio debía ser figurativa. La intención era darle al transeúnte, o al espectador, la oportunidad de empatizar con los edificios que le rodeaban".


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Una vivienda modesta con fachada monumental, o la Casa Vanna Venturi, de Robert Venturi (1964). El primer edificio posmoderno. | Getty

Sin embargo, en 1985, la opinión pública empezaba a sospechar de tanta alegría neoclásica y Graves sufrió el rechazo de los vecinos de Nueva York, que se manifestaron contra él como responsable de la ampliación del Museo Whitney al grito de "No Mo' Pomo!", o sea, "¡No más posmo!". Tampoco ayudó que, a partir de entonces, se dedicara a atender los encargos de Disney para construir algunos de sus edificios emblemáticos, como el resort Cisne y Delfín, en 1999, en el parque Walt Disney World de Orlando.

De la rebelión al ridículo

Maldita metáfora: esta rebelión artística, cuyo origen había sido triturar la modernidad, acabó en parques temáticos. El posmodernismo aniquiló la era de las mayúsculas y los héroes modernos, se inventó como antibiótico contra los convencionalismos de acero y cristal del estilo internacional, pero acabó deglutido por el sistema como un simpático decorado para familias o como reclamo arquitectónico para que las empresas reclutaran talento.

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Los enanitos de Blancanieves sostienen el frontispicio del edificio Michael Eisner, parte de la sede californiana de Disney, de Michael Graves. |

"La arquitectura posmoderna se enredó en un ornamentalismo delirante y para mediados de la década de los ochenta ya era un fósil que no exhibía otra cosa que el ridículo. Podríamos pensar que este movimiento fue, en términos de Carl Schmidt, un interludio estético en una época que tendería, inevitablemente, hacia la tecnocracia", sostiene Fernando Castro Flórez, autor de Estética de la crueldad (Fórcola).

Una de las cumbres de ese ornamentalismo kitsch cristalizó en la Piazza d’Italia, un proyecto para Nueva Orleans de Charles Moore que se inauguró en 1978. Es la culminación populista de la broma posmoderna, un maravilloso ejercicio que doblega la función ante la forma y entiende la arquitectura como un acto de posesión del territorio. Igual que Graves y Venturi, Moore siempre insistió en buscar medios de expresión con los que el habitante pudiera conectar. Para esta plaza pública aplicó colores a los órdenes clásicos reciclados y remezclados, una sobredosis de ironía y una apariencia electrizantemente falsa.

¿Dónde acaba la ironía y empieza la caricatura?


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En 1978, la Piazza d'Italia, de Charles Moore, quiso honrar a la comunidad italiana de Nueva Orleans. Lo consiguió. | Cordon Press

Si este revival renacentista tenía como objetivo definir la identidad norteamericana, la cuestión sin resolver es si estamos ante una simple operación de chapa y pintura o una profunda reflexión ética sobre los valores de la arquitectura.

Posmodernismo sensato: el edificio AT&T, de Philip Johnson (en el centro), fue inaugurado en 1980 en el 550 de Madison Avenue (Nueva York). |

El problema posmoderno es que, una vez ha dejado la verdad en números rojos, el histrionismo se forra y se multiplica. Es difícil saber si los delirios de los hoteles de Las Vegas son una excepción o la norma, porque entre la parodia y la ironía hay una frontera demasiado fina. La plaza de Moore es más paródica, por ejemplo, que la construcción en el 550 de la Avenida Madison, originalmente Edificio AT&T, un rascacielos de casi 200 metros de altura y 38 plantas en el cogollo de Manhattan. Su autor, Philip Johnson –primer premio Pritzker de la historia y artífice de las torres KIO de Madrid– la inauguró en 1980: un elegante ejemplo de posmodernidad historicista para los golden boys de AT&T, la gran empresa de comunicación.

Nadie se había atrevido a romper con la fría estética de los rascacielos a esa escala, ni así: con revestimiento de granito rosa (el mismo de la fachada de la Terminal Grand Central), un espectacular arco de entrada de siete plantas de altura y remate en frontón abierto, como si fuera una vitrina Chippendale. Lo han definido como la perfecta fusión de la rebeldía estética y la sensibilidad corporativa. Y cuando, el año pasado, recibió la categoría de edificio protegido, también se convirtió, oficialmente, en el monumento más joven de Nueva York. La broma infinita se pone seria.

……..


Cualquier planteamiento nuevo en arquitectura, como en las artes en general, surge cuando el hartazgo hacia los subproductos realizados por los epígonos alcanza un punto de ruptura. Así surgió el movimiento moderno, como reacción renovadora a una monótona rutina. Pero el resultado real fue otra rutina, de una monotonía y una pobreza estilística mayores aún, y a una escala mucho mayor.

No podían prever aquellos pioneros, que se proponían nada menos que cambiar a la humanidad a través de la arquitectura, el grado de degeneración mercantil y la degradación de sus ideales a que conduciría la especulación capitalista, que como es natural es tanto mayor cuanto mayor es el beneficio, y pocas actividades manejan tal cantidad de dinero como la arquitectónica. Ninguna, desde luego, en el campo de las artes.

El hartazgo impulsó otra vez al movimiento posmoderno, y nuevamente se ha apoderado de sus premisas el capital, esta vez en su búsqueda de ostentación y de prestigio a través de su imagen corporativa.

Como ocurre siempre, hay que separar el grano de la paja. El desafío ecléctico de Venturi con su casita, su apuesta dialéctica entre modestia y monumentalidad, nada tiene que ver con las patochadas dignas de barraca de feria que vinieron después.

1 comentario:

  1. Mal asunto cuando –por múltiples y aviesos motivos– la estructura prima sobre el espacio, a cuyo servicio debe estar siempre.

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