martes, 14 de febrero de 2023

El hombre que rompió el capitalismo

Este es el título de un libro de David Gelles sobre la figura de Jack Welch, quien durante veinte años fue director ejecutivo de General Electric. Durante este tiempo centró sus esfuerzos en el éxito de la compañía. Naturalmente, en términos financieros, que es la única forma en que puede y sabe medir el éxito el capital. 

"Refundar el capitalismo sobre bases éticas", fue en su momento (un momento de pánico) la propuesta de Nicolás Sarkozy frente a la anterior crisis. En seguida se reunió con Bush para estudiar la reforma que proponía, con la intención de evitar que se repitieran las crisis, incluyendo:

"Acabar con los "paraísos fiscales", regular los 'hedge funds' y reformar el papel del Fondo Monetario Internacional (FMI), repensar el papel de las agencias de calificación de riesgos, reflexionar si es conveniente que todas sean norteamericanas y qué hacer para prevenir conflictos de interés.

Sarkozy insistía además en la necesidad de regular la remuneración de los directivos y revisar el sistema monetario internacional."

¿Cuántos de estos "buenos propósitos" se llevaron a cabo? ¿Cuánto hemos tardado en volver a una grave crisis global?

El autor del artículo que reproduzco también aboga por "un cambio sustancial", ante los claros componentes morales de la historia que cuenta el libro. Historia que debería ser una clara señal de alarma y servir para enseñarnos algo sobre el futuro que nos amenaza.

Esta insistencia en la moralización del capitalismo olvida que éste tiene su propia ética. Aunque tal vez la confusión proceda de una falta de distinción entre "ética" y "moral". Entiendo por la primera un concepto universal, un comportamiento ideal, independiente de la cultura y de la época. La moral, en cambio, es un conjunto de costumbres aceptadas en un tiempo y una sociedad determinadas.

La moral capitalista contiene un deber inexcusable para los gestores: mantener viva su empresa, considerando en cada momento los intereses de la propiedad. Este interés incluye como obligación prioritaria remunerar a los propietarios (los accionistas, en las sociedades por acciones) con el mayor beneficio que se pueda obtener.

Leo en la entrada que dedica Wikipedia a este personaje:

Desde el cómodo sillón central del directorio, Welch trabajó infatigablemente durante toda la década del ochenta para hacer de la elefantiásica GE, una compañía dinámica y competitiva. Reestructuró la empresa, depuró la burocracia y adoptó métodos de eficiencia novedosos y temibles. Todos los años, Welch despedía al 10% de los gerentes con peores resultados mientras que premiaba a los 20% mejores con bonos salariales y stock-options. El tijeretazo se hizo sentir. De los 411.000 empleados de GE en 1980 solo quedaban unos 300.000 en 1985.

En los años noventa, con GE ya reestructurada, Welch se decidió a modernizarla añadiendo actividades de servicios a sus tradicionales ventas de artículos de consumo. Con un agresivo programa de adquisiciones, diversificó los negocios de la compañía.

¿Cuál fue el balance de su gobierno? Desde su asunción en 1981 hasta su retiro en el 2001, la facturación GE se quintuplicó desde 26.000 millones a 130.000 millones. Elegido Mánager del Siglo en 1999 por la revista Fortune, hoy Jack se dedica al golf mientras disfruta de un plan de retiro de 8 millones de dólares anuales.

Por mucho que chirríe el comportamiento de este hombre desde consideraciones estrictamente éticas, no cabe duda de que cumplió a rajatabla la obligación moral que tenía con los accionistas de su compañía (incluido, naturalmente, él mismo).

Foto: Jack Welch, en 2010. (Reuters/Lucas Jackson)

El hombre que ha arruinado el futuro de EEUU


Es una historia que nos debería advertir de los riesgos en los que están inmersas nuestras sociedades, que tendría que funcionar como señal de alarma en tiempos de enfrentamiento geopolítico y de la que se deberían extraer lecciones morales. La narra el periodista del 'New York Times' David Gelles en un reciente libro, 'The Man who Broke Capitalism', en el que recorre el mandato de Jack Welch al frente de General Electric (GE), así como la herencia que dejó, tanto en el seno de la compañía como fuera de ella. Welch fue uno de los grandes innovadores en la gestión, y se convirtió en una referencia evidente de hacia dónde debía ir el capitalismo. Sus 20 años liderando GE, de 1981 a 2001, fueron enormemente influyentes, por los cambios que supusieron, por el éxito que obtuvo y por lo mucho que transformó el libro de estilo del gestor.

La innovación de Welch

GE, antes de la llegada de Welch, era una compañía muy importante en los EEUU, no solo por su cuenta de resultados, sino por la influencia que tenían sus productos en la vida cotidiana. Como narra Gelles, las centrales eléctricas, las bombillas, las máquinas de rayos X, la tostadora, los lavavajillas, y tantos otros productos eran fabricados y mejorados por GE. La firma tuvo influencia en otros ámbitos, llegando a participar en las misiones Apolo. Era una de las grandes firmas norteamericanas, hasta el punto de que se hizo popular el dicho "según le va a GE, le va a EEUU".

Con la llegada de Welch, el foco de la innovación no se puso tanto en los productos como en la generación de dividendos: las ideas brillantes pasaron de lo físico y lo cotidiano hacia los juegos para aumentar los márgenes. Welch fue uno de los impulsores de los despidos, de las deslocalizaciones, de las externalizaciones, de las adquisiciones de otras compañías, de las subidas en bolsa, de las recompras de acciones y de la desindustrialización. El resultado fue muy satisfactorio para el prestigio y la remuneración del directivo, así como para los accionistas de la empresa, algunos de los cuales eran trabajadores de la misma.

La paradoja es que, mientras la empresa real estaba cada vez más débil, la empresa ficticia era cada vez más fuerte

O, al menos, así fue durante un tiempo, porque el impulso efervescente a corto plazo fue nefasto a medio y largo. GE dejó de ser un gigante, y fue reduciendo su presencia y su tamaño, hasta terminar siendo dividida en tres firmas más pequeñas.

Un reguero de directivos

Las consecuencias de la gestión de Welch tardaron tiempo en producirse, porque si bien la compañía real estaba cada vez más débil (ya que no se estaba dedicando a fabricar, mejorar e inventar productos), la compañía ficticia estaba cada vez más fuerte, puesto que utilizaba nuevas fórmulas para sacar más partido al capital. Y dado que hemos vivido una etapa sistémica en la que las expectativas han tenido mucho más poder que las realidades, a la empresa le fue bien: la acción estaba sólida, los números cuadraban y su CEO conservó durante la década de los 90 todo su prestigio.

Welch no fue más que otro de los impulsores, quizá el que contó con mayor brillo mediático, de una nueva forma de gestión de la economía

Como todos los esquemas que funcionan al estilo Ponzi, hay un periodo de auge que se prolonga en la medida en que la sensación de éxito empuja al alza, pero en cuanto se percibe la desnudez, la debacle es inevitable. Eso no significa que no hubiera quienes se hicieran ricos, empezando por Welch y sus directivos, y algunos trabajadores de GE, a los que les fue bien por el camino, pero no en tanto trabajadores, sino en cuanto accionistas. En esa clase de modelos de negocio te va bien si te retiras del juego antes de que la realidad comience a asomar. Desde luego, Welch fue un buen jugador: él creó las condiciones, las consecuencias las pagaron otros. Por el camino dejó un reguero de directivos, algunos de los cuales habían trabajado para él, que copiaron sus fórmulas, con consecuencias muy negativas para el tejido industrial estadounidense, pero muy positivas para ellos.

Aparece la realidad

Los efectos, sin embargo, fueron más allá del mal momento de una serie de compañías. En realidad, Jack no fue más que uno de los impulsores, quizá el que contó con mayor brillo mediático, de una nueva forma de gestión de la economía occidental que, como le pasó a GE, fue muy exitosa hasta que sus debilidades se dejaron de sentir de golpe. La crisis financiera de 2008 fue exactamente esto.

Clases medias y las populares se empobrecieron, fruto del deterioro sistemático de los ingresos provenientes del trabajo

No hay que olvidar lo que supuso este tipo de gestión para la economía cotidiana. El número de trabajos en buenas condiciones se redujo, la industria local se contrajo, las pequeñas y medianas empresas tuvieron que ajustar mucho sus márgenes para sobrevivir. El resultado fue que clases medias y las trabajadoras se empobrecieron, fruto del deterioro sistemático de los ingresos provenientes del trabajo. Pareció no importar demasiado en la medida en que el crédito fácil fue supliendo la falta de recursos, hasta que llegó la crisis de 2008. Si EEUU era un país fragmentado entonces, en la última década las divisiones del país, en lo político, en lo territorial, en lo económico y en lo cultural se hicieron mucho más profundas.

Europa siguió un camino similar, tanto en la debilidad interna como en los efectos en sus clases medias y trabajadoras, y en la transformación política. La recesión de 2008 provocó que las grietas sistémicas apareciesen, y el covid y la crisis derivada de la guerra de Ucrania, con sus cambios geopolíticos, nos sumen en una situación muy complicada.

La relación especial con China

El paso del tiempo permite hacer balance respecto de la arquitectura económica que Welch y la gente como él pusieron en marcha, y no es precisamente positivo. En primera instancia, las recetas de Welch solo podían funcionar si las deslocalizaciones encontraban un lugar para relocalizarse: en alguna parte había que producir. China fue el lugar elegido, y se creó una relación especial. Mientras las empresas como GE y, por tanto, los accionistas de Wall Street, dependían de China para aumentar su margen de beneficios, Pekín fue creciendo gracias a todo lo que le aportamos (recursos, 'know how', tecnología, capital e influencia) y a una intención estratégica a la que no se prestó atención. Por decirlo de otro modo, esa actitud de 'coge el dinero y corre' es responsable de buena parte de las tensiones geopolíticas actuales y del desafío chino a la hegemonía estadounidense.

Al mismo tiempo, la economía de la mayoría de la gente, de las clases medias y trabajadoras occidentales, se vio empobrecida, porque los trabajos bien pagados menguaron, se impulsó una economía de contenedor con salarios bajos, las pequeñas y medianas empresas lo tuvieron mucho más difícil y los costes de los bienes necesarios para la subsistencia aumentaron. Todo esto derivó en lógicas tensiones políticas. El descontento generalizado y la ausencia de futuro generaron un malestar intenso que ha sido canalizado de diferentes maneras.

Buena parte de las materias primas y de los bienes que necesita Occidente están en manos de terceros países, no siempre amistosos

En tercer lugar, el covid-19 hizo patente que EEUU, como el resto de Occidente, carecía de muchos de los bienes de primera necesidad que hacían falta en una situación grave. Cuando eran precisos, estaban lejos, eran escasos y caros. Aquella convicción en el 'just in time' y en los precios baratos que traía la globalización desapareció de golpe. Se explicó como un desajuste causado por un acontecimiento excepcional, como era la pandemia, pero después llegaron los aumentos de los precios de combustible y la escasez de productos, ya que la salida de la crisis del covid habían disparado la demanda, y más tarde estalló la guerra de Ucrania. La ficción eufórica de la globalización es difícil de mantener cuando la inflación es elevada y se anuncian tiempos difíciles, y todo ello tiene mucho que ver con esa dependencia exterior de Occidente, ya que buena parte de las materias y de los bienes que necesita diariamente están en manos de terceros países, no siempre amistosos.

Nuestros monstruos

En ese escenario, no solo tenemos problemas externos, y la guerra de Ucrania lo ha subrayado, sino que fabricamos nuestros propios palos para las ruedas. Y provienen del mismo lugar que alentó a los Welch de este mundo. Muchas de nuestras dificultades presentes parten de esta teórica orientación hacia el accionista que no consistía más que en una forma de parasitismo que consumía las compañías productivas en las que se implantaba, así como el tejido social y económico dependiente de ellas. Una vez que una empresa se agotaba, se saltaba a la siguiente, y el ciclo seguía. Y cuando no era posible, y los riesgos se convertían en sistémicos, se recurría a los Bancos Centrales. En los últimos años, tanto el BCE como la Reserva Federal han respaldado a los mercados financieros, tras la crisis de 2008 y con la del covid, reduciendo las tasas de interés a mínimos históricos y gastando cantidades ingentes de dinero en bonos del Tesoro, bonos hipotecarios y bonos de empresas cotizadas (lo que infló aún más el mercado, no hay más que ver los resultados de las firmas que cotizan en bolsa tras la pandemia). Ahora llega el momento del ajuste, y es cuando grandes empresas financieras están atacando a los Estados occidentales que las ayudaron: la apuesta de Bridgewater contra los bonos corporativos de EE. UU. y Europa por temor a la desaceleración es un buen ejemplo.

Tras la época de celebración y de efervescencia, aparece la realidad, como le pasó a la General Electric de Welch, solo que ahora está ocurriendo en el plano sistémico. Occidente se enfrenta no solo a enemigos exteriores, sino a serias tensiones interiores en lo político, a una situación difícil en lo económico, a una ausencia de músculo industrial propio, a la escasez de energía (salvo en EEUU), y a una pobreza de pensamiento preocupante. Pero eso importa menos que el hecho de que no hemos terminado de aprender la lección y se persiste en las mismas ideas y en los mismos términos. Y así seguiremos hasta que la historia nos despierte de golpe.

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