Cuando el verbo es de acción, sus formas activas, personales, son inseparables de los actores. De ahí las tres personas (yo, tú, él) y su importante pluralización (nosotros, vosotros, ellos) que indica la pertenencia del hablante o la de cualquier otro a un grupo más o menos amplio. La amplitud define la prioridad de intereses, cada vez que el comportamiento beneficia o perjudica al grupo o a lo que queda fuera de él.
Partiendo del sujeto hay una serie de círculos de búsqueda del "bien", que muchas veces provoca "males" en su exterior. Familia, amigos, tribu, lengua, cultura, religión o etnia constituyen factores de cohesión que construyen un "nosotros" que importa más frente a un "ellos" que importa menos, o no importa nada, o que en la dinámica del choque de intereses importa dañar. La moral del grupo es pues una construcción social, aplicada a los comportamientos internos y externos, que puede coincidir o chocar con la de otros grupos.
La prosperidad se identifica con la abundancia, la riqueza, y habrá que recordar con Marx cuales son las fuentes de toda riqueza: la naturaleza y el trabajo humano en su seno. De la explotación de ambos depende la acumulación, y es la tendencia a acumular la que continuamente encuentra límites. La primera en el territorio de búsqueda, tendiendo a extenderlo idealmente al planeta entero. El segundo en la duración de la jornada laboral, cuyo límite natural, inalcanzable, es la duración del día.
El grupo, o el grupo de grupos que cooperan, prospera y se expande sin interferencias hasta que lo limitan otros grupos. Entonces entre sus intereses encontrados decide la fuerza, pero siempre se procura revestirla con la defensa de "valores" para justificar la agresión. Religión, patria, cultura, civilización, de cara al exterior; en lo interno, además, el orden social frente a los insurrectos.
El colonialismo, la rapiña ejercida sobre los que no son capaces de resistirla, se ha revestido de defensa de valores, sean la religión verdadera frente a los infieles, la civilización frente a los salvajes, la cultura superior frente a los bárbaros...
Y siempre La Patria como último refugio de los canallas.
La búsqueda de valores universales por encima de estos que va desnudando la crítica mueve a construir una moral universal, una ética que diferencie el "Bien" del "Mal", aplicable en todas las situaciones. La idea resurge tras los desastres de cada guerra, y así se ha construido toda la legislación sobre los Derechos Humanos después de la Segunda Guerra Mundial.
Entonces, incluso la defensa de estos derechos se constituye en argumento para hacer guerras antes justificadas por la defensa de la Patria, la religión o la "civilización".
Pero como "si no os gustan mis principios tengo otros", si desenmascaramos todas estas argumentaciones queda el crudo "lo hago porque puedo y creo que me conviene", aunque siempre está disponible el resto de falsos argumentos para engañar a los bobos.
Este argumento último es contraproducente hasta para el que lo utiliza, porque aboca a una catástrofe previsible y casi inminente a los mismos que lo utilizan. La humanidad y la naturaleza entera sufrirán daños irreparables si prevalece el último argumento egoísta frente a los problemas reales.
De ahí que el verdadero "gasto en defensa" debería centrarse en la defensa del equilibrio planetario.
Los palestinos llevan paquetes de alimentos distribuidos por la Fundación de Ayuda Humanitaria de Gaza, a 16 de junio de 2025. DPA vía Europa Press |
El padre intelectual de Likud, el gran partido de la derecha israelí al que pertenece Benjamín Netanyahu, se llamaba Ze’ev Jabotinsky, murió en 1940 —no vivió, pues, para ver el nacimiento del Estado de Israel—, había sido admirador de Benito Mussolini y tenía ideas sobre la relación entre los judíos y los árabes en Palestina que chocaban con las de la izquierda sionista. Esta predicaba la posibilidad de una convivencia interétnica armoniosa; de que los dos pueblos laborasen juntos por "hacer florecer el desierto" y en pos de un bienestar común bajo el liderazgo de los hebreos, más avanzados, más ambiciosos. Jabotinsky era crudo al respecto: eso no era posible. También era honesto: era lógico que los árabes se opusieran a la emigración de judíos a Tierra Santa y a la fundación de un Estado bajo el signo de la estrella de David, por más beneficios y progresos que se les quisiesen prometer. Tan lógico como que esos judíos los expulsasen y masacrasen. Era otro tiempo, aquel, y hay que ponerse en esos zapatos: una época darwinista en la que la vitola anhelada no era, como hoy, la condición de víctima, sino la de guerrero, civilizador, constructor de imperios. Theodor Herzl, el padre del sionismo, llegó a escribir a Cecil Rhodes en 1902 solicitándole apoyo para su causa, que describía como un proyecto colonial a fin de ganarse las simpatías del archimperialista de África del sur. Siglo y cuarto después, nosotros estamos demasiado acostumbrados a la desfachatez con que la hasbará, la propaganda israelí, llega a identificar —como Michael Oren, exembajador de Israel en Estados Unidos, en una entrevista de 2019— a los israelíes con los indios siux, maltratados indígenas de una tierra de la que se les expulsó y que bregan por recuperar. Y por eso nos choca leer la claridad con la que Jabotinsky identificaba, no a los judíos, sino a los palestinos con los siux, y consideraba natural su rebelión contra los sionistas, a los que tampoco tenía problema alguno en calificar de "colonos":
Las poblaciones autóctonas, civilizadas o incivilizadas, siempre se han opuesto obstinadamente a los inmigrantes, independientemente de que fueran civilizados o salvajes. […] Cada población autóctona, civilizada o no, mira a sus tierras como su hogar nacional, del cual es el único dueño, y desean conservar ese dominio para siempre; no solo rechazarán nuevos dueños, sino que tampoco admitirán a nuevos socios o colaboradores. […A los árabes] podemos decirles tanto como queramos acerca de nuestras buenas intenciones; pero ellos saben como nosotros lo que no es bueno para ellos. Sienten hacia Palestina el mismo amor instintivo y el fervor que un azteca sentía respecto de su México o un siux hacia su pradera.
Leído con ojos actuales y sin saber nada más, el pasaje parece antisionista, pero era todo lo contrario. Jabotinsky quería que los judíos fueran Hernán Cortés y los Padres Peregrinos. Y que les importara un rábano el bienestar de otros colectivos; que no mostraran preocupación por él ni tan siquiera como un acto de prudente hipocresía (que eso era muchas veces lo de los laboristas). Estar a lo suyo y a nada más que a lo suyo, a costa de lo que fuera, y no molestarse en disimularlo. «Mi relación emocional con los árabes es la misma que con los otros pueblos: una educada indiferencia», escribía. Si los palestinos aceptaban la construcción nacional sionista, convertirse en minoría en su propia tierra y dejarse acaudillar por otros, bien. Pero si no lo aceptaban —y algo le decía a Jabotinsky que no lo aceptarían— había que encogerse de hombros y hacérselo aceptar a tiros.
Las ideas de Jabotinsky fueron minoritarias, en un Israel en el que el laborismo detentó décadas de rocosa hegemonía, hasta que dejaron de serlo, porque así es la historia: un ir y venir de modas políticas, culturales, antropológicas, que se suceden y se derrotan alternativamente unas a otras. A veces cotiza al alza lo cooperativo, lo generoso, y hasta los nacionalismos —egoístas por definición— tienen que, al menos, simular que se preocupan por algo más que el clan; convencer al mundo de que no solo el clan, sino el mundo entero, gana algo con el despliegue de su causa. Pero otras veces se vuelve a hacer popular la desabrida sinceridad de la ley del más fuerte. Hoy, lo mayoritario en Israel, donde la izquierda prácticamente ha desaparecido, es el tribalismo de Jabotinsky. Y ello tiene que ver con claves internas del país, pero también con que el mundo entero se ha ido volviendo un poco jabotinskiano; con el regreso universal de la moda darwinista como un monzón que lo moja todo. Empapa incluso a la izquierda, en cada una de cuyas familias hemos ido viendo crecer como un tumor una versión egoísta, clánica, gremial de sí misma. Preocuparse solo de la clase trabajadora canónica, y eso es el obrerismo burdo de los enemigos de la "trampa de la diversidad"; preocuparse solo de las hembras biológicas, y eso es el feminismo TERF; preocuparse solo de "la naturaleza", y eso es el ecologismo colapsista, etcétera. Una epidemia de corazones endurecidos, un momento Jabotinsky global que las personas de bien tenemos el deber de combatir. En Israel y en nuestro interior.
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