viernes, 18 de octubre de 2019

Sostenibilidad, suelo y territorio

Acaba de publicarse el número 244 de Nuestra Bandera, la revista de debate que edita el Partido Comunista de España, dedicado a la búsqueda de respuestas a la crisis ecosocial ("crisis total", habrá que decir, sin que nos engañe la precaria estabilidad en que aún vivimos), que aquí se aborda desde una óptica anticapitalista, ecologista y feminista.

Colaboran en este número autores bien conocidos por su constante preocupación y búsqueda de alternativas, como Yayo Herrero, Joaquim Sempere, Manuel Peña-Rey, Carmen Madorrán, Pedro Marset, Salvador López Arnal, José Sarrión, Higinio Polo o Jorge Riechmann, por citar solo a algunos.

Se incluyen algunas reflexiones mías sobre el tema que tanto nos preocupa a tantos y del que tantos ignoran tanto, aunque muchos lo entienden en el fondo y prefieren no saber, apostando por quiméricas soluciones tecnológicas o por un epitáfico "no hay solución".

Para el número 242 de la misma revista escribí una breve reseña sobre el urbanismo en España. Señalaba la propiedad privada del suelo como causa principal del desorden y la corrupción reinante. Pero la escala no es solamente la de las estructuras urbanas. El planeta entero ha sido ocupado, un nuevo ecosistema global amenaza a todos los que conviven con él, y al final a su propia supervivencia.

No existen ecosistemas aislados. Todo está incluido en todo. La realidad la forma una inextricable maraña de relaciones. Por eso no se puede separar la sociedad de la naturaleza, como hacemos muchas veces, sobre todo cuando una sociedad pretende engullir lo que la sustenta. A estas alturas, todo está humanizado, y solo salvando ese todo puede salvarse la humanidad.

Lo que la isla de Cortegada me enseñó es que, aunque jamás podremos devolver un ecosistema a su estadio original, bastaría con "dejarlo en paz" para que se regenere, siempre desde un nuevo punto de partida.





Sostenibilidad, suelo y territorio
Juan José Guirado

Hace unos días tuve ocasión de conocer la isla de Cortegada. Está situada en la ría de Arousa, frente a la localidad de Carril. Hasta hace un siglo estuvo habitada, pero sus pobladores no eran propietarios, sino foreros (a censo perpetuo) que pagaban rentas al Pazo da Golpelleira; así que fueron fácilmente desplazados para hacer un regalo al rey Alfonso XIII. Se llegó a diseñar un palacio de verano para él, pero prefirió establecer su residencia estival  en Santander, y la isla ha permanecido desierta durante más de un siglo.

Estuvo a punto de convertirse en una urbanización de lujo, comunicada con la tierra firme por un puente, porque, heredada por Don Juan de Borbón, fue luego vendida a una sociedad constituida para la ocasión. Al no obtener permiso, exigieron los especuladores una indemnización prohibitiva (¡200 veces superior a lo pagado por ellos!) si eran expropiados. La situación se ha resuelto con la declaración de parque natural primero, y la incorporación luego al Parque Nacional de las Islas Atlánticas.

Esta historia es un ejemplo más del carácter ficticio, pero de efectos muy reales, del “valor” que otorgan a los suelos las decisiones administrativas sobre su uso.

El caso es que durante más de cien años la isla ha permanecido despoblada y la naturaleza ha recobrado el dominio, mostrando su gran capacidad de regeneración. Hoy es en su totalidad bosque, aunque las especies que han proliferado descienden de las llevadas por sus anteriores habitantes. Son formaciones muy uniformes, con tres grandes agrupaciones, robledal, pinar y uno de los mayores bosques de laurel de Europa.

Los bosques primarios están desapareciendo a toda velocidad. Hace ocho o diez millones de años cubrían la mitad de la superficie emergida. Actualmente queda una quinta parte, y su superficie disminuye cada año. La explotación forestal es una de las causas, pero no la única. Se eliminan a diario grandes extensiones de bosques para dedicarlos a pastos, cultivos de soja o palma, minas a cielo abierto, petróleo de esquisto o arenas asfálticas, por no hablar de las grandes obras hidráulicas y las vías de comunicación que los trocean. Las bárbaras políticas neoliberales de gobiernos como el de Bolsonaro en Brasil están acelerando un proceso que es irreversible. Nunca se volverá a la situación original.

Alegrémonos, de todas formas, de la capacidad de regeneración de la naturaleza en cuanto la dejan descansar, como muestra la pequeña isla de Cortegada.

La superficie de la Tierra está casi totalmente humanizada. Apenas  hay paisajes que puedan llamarse naturales, y la mayoría de ellos son desiertos de arena o hielo. El proceso ha sido parejo a la hominización.

Durante la mayor parte de la existencia humana la integración en los ciclos de la naturaleza fue total. Pequeñas bandas de cazadores-recolectores, cuya vida no era distinta de la de otras especies de mamíferos depredadores, no ponían en riesgo el equilibrio planetario, como tampoco lo hacen los pocos que practican aún esta forma de subsistencia en lugares remotos. La experiencia los hacía conscientes de la necesidad de limitar el despojo, porque a la desaparición de sus fuentes de alimento seguiría la suya propia. Aun así, la expansión por toda la Tierra y las situaciones límite a que hubieron  de enfrentarse, unida a la invención de técnicas de caza colaborativas y eficaces, ocasionaron la desaparición de muchas especies según iban llegando a sus hábitats los humanos.

Cuando la recolección directa fue sustituida por la horticultura y la caza por la domesticación aparecieron asentamientos permanentes, y alrededor de ellos el paisaje se transformó por completo. El paso a la agricultura y la ganadería a mayor escala facilitaron el aumento de las poblaciones, que como manchas de aceite fueron usurpando porciones cada vez mayores de tierra virgen.

Una red de vías de comunicación fue dividiendo el territorio, y en sus márgenes el paisaje se transformó progresivamente.

Algunos primitivos actuales practican todavía una agricultura de roza. Queman una porción de bosque y allí cultivan hasta que la tierra deja de ser productiva. Entonces emigran a otro lugar y repiten el proceso. Al ser grupos pequeños y aislados el bosque se regenera tras su paso. Se crea así un ciclo que permite reproducirse al paisaje natural, aunque ya no sea el primigenio.

También la ganadería nómada es un modo de vida estable, pero ha modificado el territorio sin lugar a dudas.

Las civilizaciones anteriores, aunque fueron modelando el planeta a su medida, mantuvieron durante tiempo cierto equilibrio con la naturaleza. Las que sobrepasaron sus límites lo pagaron con su desaparición. Parece una constante histórica, heredada en nuestro caso de la historia natural, en la cual se suceden cíclicamente el apogeo y la decadencia de depredadores y presas. La diferencia está en que se repiten indefinidamente los ciclos vitales, cosa que en nuestro caso, en los tiempos actuales, es mucho menos segura.

El elemento clave en todos estos procesos es el territorio como soporte de todos los elementos de la vida. Mientras existe en cantidad prácticamente ilimitada no constituye un bien económico, susceptible de acaparamiento, como no lo es el aire (actualmente pocas cosas más). Los límites aparecen en relación con los usos posibles y la cantidad de usuarios potenciales. Si los animales en libertad marcan su territorio frente al de posibles competidores, el territorio de la humanidad es el planeta entero. Y no hay más que uno.

No es de extrañar que los usos posibles entren en conflicto, como lo hacen los potenciales usuarios. Conforme los terrenos han sido conquistados para uso humano han surgido normativas (siempre conflictivas) para su apropiación, utilización y reparto. De grandes guerras a pequeños litigios sobre los lindes de las parcelas, el conflicto y los intentos de superación normativa han sido constantes. La desigualdad en el valor del suelo, sea por su riqueza en recursos o simplemente por su situación, se une a la desigualdad entre humanos, comenzando por la titularidad. La lucha de clases comienza siempre entre poseedores y desposeídos de los medios de producción, convertidos en medios de explotación. Y el primero es el suelo.

El suelo existe en dos dimensiones, pero sus usos aparecen con la tercera. En una primera fase se reparte la superficie en parcelas discontinuas, junto a un continuo de espacios sin titularidad, públicos por lo tanto. Toda parcela privada necesita un derecho de acceso, que normalmente se ejerce desde ese continuo de suelo común. La estructura de todos los poblamientos, sean aldeas o metrópolis, obedece a este esquema primario. La colmatación produce una estructura en red.

El hipotético dominio absoluto del suelo se ejercería sin límites sobre su superficie y bajo ella. En ambos casos, siguiendo un esquema geocéntrico, abarcaría el subsuelo hasta el mismo centro de la Tierra y el vuelo hasta el espacio infinito. Los límites reales de acceso impiden pasar de la corteza más superficial y, hasta tiempos recientes, superar la altura permitida por las técnicas edificatorias (desde que existen aparatos voladores, el conflicto de usos se extiende mucho más arriba).

Hay toda una jerarquía de dominios sobre el suelo, que limitan esos usos para posibilitar una mínima convivencia alejándose de ese ideal de propiedad absoluta. Los Estados y otras formas de organización social regulan los usos. Basta imaginar que cada propietario quisiera rellenar por completo su parcela con un rascacielos. Nueva York planificó en su momento su superficie con una parcelación racional, creando una trama muy bien ordenada, incluyendo el gran acierto del Central Park. En altura la cosa fue muy diferente, hasta que en 1916 no hubo más remedio que adoptar una Ley de Zonas, intentando evitar en el futuro que edificios como el entonces recién construido Equitable Building (el nombre, evidentemente, no hace a la cosa) ocultaran la luz y el aire a sus calles.

Si a escala urbana es necesario ordenar el suelo y regular su uso lo mismo pasa con todas las escalas territoriales. Como en las ciudades, los más poderosos imponen sus intereses, de ordinario buscando beneficios inmediatos, o siguiendo estrategias de dominación a más largo plazo. En pocas ocasiones obedecen a un “interés general” que sin embargo es la fachada que oculta sus fines.

Extraer ese “interés general” de la maraña de intereses particulares enfrentados es tarea ardua, siempre conflictiva. Las posiciones desiguales son el motor de las luchas. Desigualdades en el seno de cualquier grupo, que por lo tanto se manifiestan a todas las escalas en que se agrupan (y por ello mismo se segregan) los seres humanos. La omnipresente lucha de clases no siempre muestra su verdadera cara, porque la ocultan una infinidad de velos. Los individuos se autoidentifican a través de culturas, religiones, nacionalidades, ideologías diversas, pero en general todas estas características tienden a la segregación territorial. Del barrio al imperio, todos nos situamos en algún lugar que tendencialmente nos clasifica. Y dentro de todos ellos la tendencia es la segregación de clase entre poseedores y desposeídos, enmascarada por diferencias superficiales como la raza o la nación (pero ni Obama es un “negro” ni los sátrapas de Arabia son “moros”).

La que llamamos sostenibilidad se presenta desde muy diferentes perspectivas situacionales, de clase o de país. Se sostiene lo que no se cae, y si las caídas se producen en el espacio, sus dinámicas se desarrollan en el tiempo.
En el tiempo se han producido las transformaciones seculares que hemos causado en la naturaleza, acomodándola a nuestros intereses, particulares o de grupo. Las transformaciones se han producido de modo cuasi equilibrado, pero el motor siempre es la pérdida del equilibrio, menos estable de lo que piensan sus protagonistas. Cada nación y cada clase social han interpretado el equilibrio a su conveniencia. La dinámica se fue acelerando, primero de modo imperceptible, más tarde evidente, y ha desembocado en el modo de producción capitalista. A la reproducción simple sucedió obligadamente la reproducción ampliada del capital. Reproducción sin límite. Pero los límites existen, son sobre todo límites territoriales que hoy son planetarios.

Esta lógica de reproducción ampliada cristalizó en el concepto de “progreso”, que es hasta ahora mismo el soporte ideológico tanto del capitalismo como del socialismo. Esta metáfora de Campoamor lo define perfectamente:

–¡Alto el tren!
–Parar no puede.
–Ese tren ¿a dónde va?
–Por el mundo caminando, en busca del ideal.
–¿Cómo se llama?
–Progreso.
–¿Quién va en él?
–La Humanidad.
–¿Quién lo dirige?
–Dios mismo.
–¿Cuándo parará?
–Jamás.

Ese “jamás” es hoy más problemático que nunca.

Comparada esa dinámica con la mecánica de fluidos, podemos decir que la aceleración continua de los procesos hace pasar del régimen laminar al turbulento, y del orden al caos. Las salidas tradicionales hacia “nuevos mundos” se han cerrado. Poner rumbo al Polo Norte (que no es más que un punto) no nos salvará del cambio climático, y la huida hacia otros planetas es una quimera, cuando se nos acaba la materia prima para escapar. Necesariamente hay que resolver los problemas aquí (¡y ahora!).

Sin menospreciar el papel imprescindible de la ciencia y la técnica, las “soluciones tecnológicas” que algunos propugnan (interesadamente, las grandes empresas trasnacionales) conducen a problemas ampliados.

La única materia prima de que disponemos está en el suelo. En el suelo disponible. Que se empobrece a ojos vistas, y de muchas maneras. Ya Engels hacía notar cómo los sistemas de saneamiento urbano impedían el reciclado de la materia orgánica. Elementos imprescindibles para la vida escapan al océano. También la agricultura moderna, la llamada “revolución verde”, es insostenible tal como se plantea. El fósforo hay que robarlo en el Sáhara occidental, el nitrógeno, más allá del que proporcionan las leguminosas, a Chile. El petróleo (y también “comemos petróleo” a través de la agroindustria) a Venezuela y Oriente Próximo, las tierras raras, tan necesarias para la universalización de las nuevas tecnologías, a China (si se deja).

La única solución a este proceso desbocado está en aplicar el “freno de emergencia” del que hablara Walter Benjamin. Claro que para eso hace falta acabar con la lógica necesariamente crecentista del capitalismo, desbocada en esta su última fase neoliberal, de dominio financiero y tan imperialista como lo ha sido siempre.

Nos aguarda una inmensa labor de concienciación, dirigida en primer lugar a la clase obrera, la única que realmente produce y reproduce la sociedad. El decrecimiento está ya aquí, y las oligarquías tienen preparada su solución (¿”solución final”?).

2 comentarios:

  1. He aquí claramente expuesta la urgente prioridad en cuya solución (si es que aún la tiene) deberían estar todas la fuerzas del planeta volcadas.

    Hermoso ejemplo el de la isla de Cortegada que me trae a la memoria a aquel africano que decía: "No necesito que me ayuden a levantarme, me basta con que dejen de empujarme".

    Magnífico artículo. Gracias, Juan José.

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  2. Gracias por leerme. Siempre decimos las mismas cosas, pero habrá que seguir insistiendo. Alguien recogerá los barquitos de papel...

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