viernes, 10 de mayo de 2019

Ley del Suelo, antes y después. ¿Y ahora qué?


Nuestra Bandera es una revista de debate político y teórico editada por el Partido Comunista de España. El número 242 está dedicado en su mayor parte al municipalismo como herramienta de transformación, coincidiendo con los cuarenta años de elecciones municipales democráticas y la próxima consulta del 26 de mayo.

En este último número aparece, con ligeras variantes, esta breve historia del planeamiento urbanístico en España, desde la primera Ley del Suelo elaborada en plena dictadura hasta la persistente crisis actual.

Sirva esta ilustración como símbolo de la batalla entre los árboles y las grúas.




Ley del Suelo, antes y después. ¿Y ahora qué?
Juan José Guirado

La ordenación de los asentamientos humanos ha sido siempre materia de regulación, desde que la aglomeración espontánea comenzó a requerir, para no colapsar, de medidas correctoras de las conductas individuales. Sin embargo, el tratamiento sistemático de la ordenación de todo el territorio de un país es mucho más reciente. Aunque su origen se halle en la experiencia de la revolución soviética, en occidente es un hecho mucho más reciente, en parte como respuesta a ese hecho, sin el cual no puede entenderse toda la historia posterior.
En España, la primera ley de este nombre se promulgó en plena dictadura, en 1956, y fue un paso muy importante para unificar criterios y normas de actuación urbanística, hasta entonces atomizados en ordenanzas municipales y planes decimonónicos de ensanche y reforma interior. Planes que eran específicos de cada ciudad, aunque con muchas similitudes.
Por esas fechas, la huida del campo a la ciudad empezaba a convertirse en desbandada. Un incipiente despegue industrial atraía a las ciudades a masas campesinas crecientemente empobrecidas. Las aglomeraciones informales de infraviviendas comenzaban a llenar las periferias. Esto obligaba a plantearse la necesidad de encauzar el crecimiento de los núcleos urbanos, más allá de los viejos planes de ensanche. Era imprescindible plantearse una metodología ordenada para modificar los usos del suelo.
El fenómeno migratorio no era nuevo, ni ha cesado donde se han dado condiciones similares. Las migraciones en busca de una vida mejor son de actualidad, tanto dentro de los países subdesarrollados como desde estos a los centrales.
Siempre ha habido dos modos de organizarse las aglomeraciones humanas, la espontánea y la planificada. Junto a las ciudades amuralladas crecieron los nuevos burgos, los focos de actividad en que comenzó el desarrollo de la moderna burguesía, sin que hubiera intervenido en su incipiente ordenación la autoridad intramuros.
Generalmente, un crecimiento espontáneo lento no ha sido conflictivo, pero en momentos en que se acelera se necesitan normativas reguladoras, hasta llegar a plantearse como necesidad que la expansión sea prevista y planificada.
Desde los comienzos del siglo XX, por no ir más atrás, los movimientos renovadores de la arquitectura se ocuparon del urbanismo, con planteamientos reformadores del hábitat que confundían efectos con causas. (Le Corbusier, en “arquitectura o revolución”, soñaba con lograr que el urbanismo redimiera a los oprimidos). Por el mismo tiempo, la Revolución de Octubre, con la construcción, no solo teórica, de la ciudad soviética, era un ejemplo de economía planificada, aplicada ante todo a la propiedad y usos del suelo, fuera de los dogmas del liberalismo.
Los fascismos de entreguerras adoptaron en parte la forma de actuar socialista y, como reacción defensiva de los dueños del capital, comenzaron a planificar muchos aspectos de la vida, procurando que no afectara, sino reforzara, sus derechos de propiedad.
Así, en plena guerra mundial, nace en Italia en 1942 la primera ley del suelo moderna. Según Fernando de Terán:
"...Se trata del primer texto de amplio enfoque general del problema urbanístico, donde el planeamiento tiene tratamiento protagonista. Toda la actividad urbanística debe estar realizada a través de un jerarquizado sistema de planes, acompañados de un conjunto de normas sobre la actividad constructiva…"
En España la legislación planificadora sobre el suelo fue impulsada por el arquitecto Pedro Bidagor desde la Dirección General de Arquitectura del Ministerio de la Gobernación. Franco la apoyaba, a contrapelo de la Dirección General de Administración Local. Por el contrario, fue bien recibida en los ayuntamientos.
Entre los profesionales de la arquitectura, una minoría, incluso dentro del régimen, mantenía las ideas sobre arquitectura y urbanismo heredadas del movimiento moderno y del urbanismo socialista, pero la ley, como ocurrió en los demás fascismos de la época, favorecía con sus prácticas a los propietarios tanto de la tierra como del capital.
Esta Ley del Suelo y Ordenación Urbana pivota sobre el planeamiento, como herramienta fundamental, y limita profundamente el derecho absoluto a edificar, regulando los usos del suelo “conforme a la función social de la propiedad”. El dominio sobre el suelo dependerá desde entonces de su clasificación urbanística, se limitan sus usos y se imponen obligaciones que no dan lugar a indemnización.
Ninguna urbanización ni construcción será ya posible sin sujeción al planeamiento y autorización administrativa. Pero las plusvalías generadas por la actividad urbanística se reservan exclusivamente a los propietarios, sin participación social alguna. Como se ha visto en su aplicación y a través de sus sucesivas reformas, que nunca alteraron su esencia, se consagra en ella un capitalismo urbanístico al máximo nivel.

Regulaba el Régimen Urbanístico del suelo, considerando tres clases: urbano, aquel consolidado por la edificación o solamente urbanizado, para lo que debía contar con acceso rodado, abastecimiento de agua, alcantarillado y suministro eléctrico; de reserva urbana, urbanizable mediante un plan parcial, y rústico, el resto del territorio municipal, edificable con un aprovechamiento de 1 m3 de volumen construido por cada 5 m2 de superficie.

El Suelo urbano y el de reserva urbana incluían el uso público (viales y plazas, parques y jardines, equipamientos) y edificación privada. El rústico se dividía en común y protegido. Se consideraban también normas para ligar la construcción al sistema agropecuario o limitar la segregación de parcelas.
Las figuras de planeamiento, los planes, estaban jerarquizados según su ámbito territorial. Plan nacional, planes provinciales, ninguno de los cuales llegó a ver la luz, y planes generales de ordenación, que podían ser municipales o comarcales. Los planes generales clasificaban todo el suelo de su ámbito, y son los únicos que llegaron a realizarse.
Además, se consideraban planes especiales, aplicables a casos muy concretos, como los conjuntos histórico-artísticos.
Descendiendo en jerarquía y aumentando en definición, los planes parciales regulaban de forma detallada la clasificación y uso del suelo de un sector. Su infraestructura y servicios debían ser desarrollados en un proyecto de urbanización.
Cuatro sistemas de actuación definía esta ley: expropiación, cooperación, cesión de viales y compensación. Los dos primeros reservados a la administración. La llamada cesión de viales por parte de los propietarios, que podía incluir también terrenos para parques y jardines, se premiaba con la posibilidad de construir en el suelo restante. En cuanto al sistema de compensación, la iniciativa pública, o la de un número suficiente de propietarios de la mayor parte del terreno, permitían crear una Junta de Compensación, figura con personalidad jurídica que realizaba la urbanización y repartía solidariamente los beneficios y cargas del planeamiento, pudiendo en su caso expropiar a aquellos que no se adhirieran a la junta. Y si era necesario, podían reparcelarse los terrenos, unificando las parcelas de un polígono y procediendo luego a una nueva división que compensara a todos los propietarios por igual.
Se establecía así un procedimiento igualitario para mantener la desigualdad inicial entre propietarios. El dueño de la mayoría de los terrenos era el más beneficiado por el proceso urbanizador. Y así ha seguido siendo a través de todas las sucesivas modificaciones de la ley, que siempre ha dejado fuera a los no propietarios de terrenos. Se pregonaba la “función social de la propiedad” siempre que no afectara a la propiedad socialmente consolidada.
Para la valoración de los suelos se establecían cuatro categorías, aplicables a cada una de sus clases. Valor inicial, para el rústico, expectante, para el de reserva urbana, urbanístico, para el suelo urbano en general, y el valor comercial aplicable a los cascos urbanos consolidados.
En 1975, en pleno proceso de transición política, se realizó la primera reforma de la ley, y el texto refundido de ambas se publicó al año siguiente. La ley reformada se desarrolló mediante varios reglamentos. Se mantuvo el de Edificación Forzosa y Registro Municipal de Solares de 1964, y en 1978 se publicaron otros tres, el Reglamento de Planeamiento, el de Gestión Urbanística y el de Disciplina Urbanística.
De la simple clasificación se pasaba a la calificación del suelo. Se mantuvo la definición de suelo urbano, pero se añadió como tal el que tuviera un plan parcial aprobado. El suelo de reserva urbana pasó a ser suelo urbanizable, distinguiendo entre el programado, con plazos inmediatos de ejecución, y el no programado, reservado para desarrollarlo en el futuro por medio de Programas de Actuación Urbanística. El suelo rústico pasó a no urbanizable.
Siguiendo en parte las reformas políticas en curso, en el suelo urbano y el urbanizable se aumentaron los deberes de los propietarios de urbanizar y edificar, ampliando las cesiones de suelo para fines públicos. En suelo urbanizable se impuso la cesión del 10% del aprovechamiento medio. Con ello creció la participación de la comunidad en las plusvalías urbanas, intensificándose la aplicación del principio de reparto de beneficios y cargas, más allá de la mera reparcelación.
Se perfeccionaron los instrumentos de planeamiento, introduciendo la obligación de realizar un estudio económico y financiero.
Las ideas que sobrevolaban la reforma política influyeron sin duda en algunos puntos de la nueva legislación. Aún no se había abandonado la idea de planificación de amplios vuelos, y se mantuvo la intención proclamada de llevar a efecto el Plan Nacional de Ordenación. Los planes provinciales anteriores, sin embargo, flexibilizaron su ámbito, pudiendo ser también supraprovinciales y comarcales. Se veía venir el desarrollo del Estado de las Autonomías. Pasaron a llamarse Planes Directores Territoriales de Coordinación (esto era el célebre “pedete”, pronto volatilizado).
En adelante los Planes Generales Municipales se desarrollarán, según los casos, por medio de Planes Parciales, Planes Especiales, Programas de Actuación Urbanística o Estudios de Detalle.
Una novedad de la ley la constituyen las Normas Complementarias y Subsidiarias del Planeamiento, instrumentos pensados para municipios pequeños, exentos de la necesidad de estudio económico.
De los sistemas de actuación desaparece el de cesión de viales, poco preciso. También se modifican las valoraciones. El pintoresco “valor expectante” desaparece, y quedan solo otros dos, el urbanístico y el inicial de los suelos no urbanizables.
En 1990, el gobierno de Felipe González promueve una nueva ley, que sin tocar los derechos sobre el suelo regula el paso de unas situaciones a otras, ligando los derechos al nivel de desarrollo, y da armas a la Administración para intervenir en su seguimiento. El proceso es como sigue.
Se adquiere el derecho a urbanizar al aprobarse el planeamiento que convierte el suelo rústico en urbanizable. El planeamiento municipal marca el aprovechamiento tipo, y una vez cumplidos los deberes de cesión, equidistribución y urbanización en los plazos fijados, el suelo urbanizable pasa a ser urbano y el propietario a tener derecho al aprovechamiento urbanístico señalado.
El derecho a edificar se adquiere luego con la licencia y cesa por caducidad si la edificación no se materializa en el plazo previsto. Ejecutada la obra de acuerdo con la licencia, se obtiene el derecho de uso.
El suelo no urbanizable y el urbanizable no programado no confieren ningún derecho a edificar. En el urbano y el urbanizable programado el valor inicial se altera necesariamente, por cuanto se acepta para ellos el valor de mercado. Se intenta corregir desequilibrios mediante las técnicas de aprovechamiento tipo y las transferencias de aprovechamientos urbanísticos. Una de las mayores concesiones a lo público es la cesión al municipio de al menos el 15% del aprovechamiento tipo (la práctica hizo luego que en muchos casos los ayuntamientos prefiriesen monetizar estas cesiones; obtuvieron más posibilidades de crear infraestructuras y servicios… en menos terreno).
Pero esta legislación que ordenaba el régimen del suelo de arriba abajo en todo el territorio tenía un talón de Aquiles: chocaba con la Constitución del Estado de las Autonomías, que incluía la ordenación del territorio, urbanismo y vivienda entre las competencias de las Comunidades Autónomas. Una sentencia del Tribunal Constitucional de 1997 (¡casualmente ya en el primer gobierno de Aznar, y no antes!) daba la razón a los recursos de muchas Comunidades y desmantelaba la ley del anterior gobierno socialista.
El proceso especulativo ya en marcha adquiere a partir de entonces velocidad de vértigo. Con el pretexto de abaratar el suelo incrementando la oferta se elimina la diferencia entre el suelo urbanizable programado y el no programado. Ahora todo será urbanizable sin más. Se simplifica el procedimiento y se acorta además la tramitación. El neoliberalismo rampante pretende que el problema de la vivienda se resuelva dejando hacer.
Al año siguiente una nueva ley del suelo, que estuvo vigente hasta 2007, convierte en urbanizable aquel terreno que no sea declarado expresamente no urbanizable,
“por estar sometido a algún régimen especial de protección incompatible con su transformación de acuerdo con los planes de ordenación territorial o la legislación sectorial, en razón de sus valores paisajísticos, históricos, arqueológicos, científicos, ambientales o culturales, de riesgos naturales acreditados en el planeamiento sectorial, o en función de su sujeción a limitaciones o servidumbres para la protección del dominio público, o aquellos terrenos que el planeamiento general considere necesario preservar por los valores a que se ha hecho referencia en el punto anterior, por su valor agrícola, forestal, ganadero o por sus riquezas naturales, así como aquellos otros que considere inadecuados para un desarrollo urbano”.
Ya no había que justificar la necesidad de urbanizar, era necesario demostrar en su caso por qué no se debía urbanizar. La intención declarada de abaratar el suelo aumentando enormemente su disponibilidad tuvo como efecto disponer de suelo barato para actuaciones especulativas caóticamente dispersas por el territorio, sin que los suelos verdaderamente caros bajaran de precio.

Se aumentó la protección de los derechos de los propietarios, indemnizándose los cambios de planeamiento que afectaran a licencias en vigor:
"...Cuando se produzca la anulación de una licencia, demora injustificada en su otorgamiento o su denegación improcedente, los perjudicados podrán reclamar de la administración el resarcimiento de los daños y perjuicios causados..."
Pese a ello, seguía tratándose de una legislación estatal. Nuevamente, en 2001, interviene el Tribunal Constitucional para derogarla parcialmente, por invadir competencias de las Comunidades Autónomas y de los Ayuntamientos. Se reinterpretaron los artículos relativos a la clasificación de suelo como urbanizable, dando un margen muy amplio a las administraciones territoriales, en contradicción con los pretendidos efectos liberalizadores de la ley.

La vuelta al poder del PSOE trajo en 2007 otra nueva Ley del Suelo. Ahora ya no se intentó clasificarlo al margen de su situación real de rural y urbanizado. Serán en todo caso las Comunidades Autónomas las que puedan mantener la clasificación como suelo urbanizable y la posterior ejecución del planeamiento que así lo prevea, aunque solamente podrá “clasificarse como urbanizable el suelo preciso para satisfacer las necesidades que lo justifiquen”.

Con un modesto giro social, además de garantizar una cierta protección a los propietarios frente a los grandes promotores, ordena que las Administraciones reserven el 30% del suelo residencial de las nuevas unidades de actuación para viviendas sujetas a un régimen de protección pública, aunque excepcionalmente esta reserva pueda ser inferior.

En esto llegó, bruscamente, la crisis de las crisis. En 2009 el gobierno de Zapatero, para hacerle frente, quiso modernizar la economía en los campos financiero, empresarial y medioambiental. En este sentido se promulgó la Ley de Economía Sostenible en 2011. Su reglamento, sin embargo, no pudo ser aprobado hasta 2012, ya bajo el nuevo gobierno del Partido Popular.

No podía dejarse de lado el tema urbanístico, buscando, como no podía ser de otra manera, el ansiado “crecimiento sostenible”. Por una parte, se potenciaba la rehabilitación, a la que se quería destinar el 35% de la inversión inmobiliaria, en un intento de canalizar a ella el empleo destruido por la parálisis de la obra nueva. También se quería aumentar el número de viviendas en alquiler, pasando del 13 al 20%.

Para socorrer a las entidades financieras y promotores de suelos en cartera se procuró, en sentido contrario a la anterior política de “abaratar suelo”, evitar su depreciación, ampliando los plazos de valoración para suelos con planeamiento aprobado y aplicándoles la ley anterior, más favorable porque permitía incluir expectativas urbanísticas.

Con la resaca de la crisis, a la que no fue en absoluto ajeno el estallido de la “burbuja inmobiliaria”, sistemáticamente alimentada por todos los gobiernos anteriores, el tema urbanístico propiamente dicho pasa a un segundo plano. Los múltiples desarrollos urbanísticos fallidos hacen prácticamente inoperantes los grandes proyectos desarrollistas del pasado reciente. Ya no tenía sentido una nueva Ley del Suelo específica que, como las anteriores, se centrara en nuevos desarrollos y en valoraciones crecientes que en definitiva fomentan la especulación con el precio de los terrenos.

Como alternativa, cobran impulso la rehabilitación, el equipamiento de barrios y la renovación urbana. El nuevo enfoque encaja bien con la humanización de los centros urbanos, la racionalización del transporte y la sostenibilidad en general. De todas formas no parece que estas actividades puedan sustituir al desmesurado crecimiento de la industria de la construcción de las décadas precedentes.

Aunque las ventajas del planeamiento parecen evidentes, el modelo seguido a lo largo de todos estos años presenta graves inconvenientes. Al ser expansivo, choca finalmente con las limitaciones de un territorio que no puede estirarse indefinidamente.

Pero hay algo más determinante aún. Es la idea, que ya estaba presente en la primera ley, del “valor expectante”. Los suelos “esperan” aumentar su valor por decisiones administrativas que permiten urbanizarlos. Recordemos que en la ley inicial se recogía el sistema de expropiación para obtener suelo público, y que ya existía una Ley de Expropiación Forzosa “por causa de utilidad pública o interés social”. Esta ley permitía a las administraciones obtener suelo público pagando un justiprecio, como indemnización al propietario que perdía la titularidad, para resarcirlo de las pérdidas ocasionadas en su patrimonio y en la actividad cesante (incrementado en un sentimental 5% como premio de afección). ¿Pudo utilizarse la expropiación como fórmula exclusiva para crear suelo urbano? La realidad es que en las circunstancias del momento no era posible. El omnímodo poder de los propietarios de la tierra y del capital pedía otras soluciones. Que además eran realistas y razonables.

Se trataba de una necesidad perentoria en un momento de penuria económica, el Estado no tenía capacidad para abordarla, y por eso se utilizaron las otras figuras impulsoras del planeamiento para dar entrada a la iniciativa privada en el proceso urbanizador, mediante la obtención de importantes plusvalías (aunque la propia ley y las sucesivas intentaron tímidamente recuperar parte de ellas mediante cesiones obligatorias).

Iniciado el camino, adquirió pronto proporciones grandiosas. El cambio de calificación de un suelo suponía (y supone) un impresionante aumento de valor. El sector inmobiliario y el financiero han sido los grandes beneficiarios del procedimiento, al menos hasta la estrepitosa caída del tinglado. Por contra, la pretendida recuperación de las plusvalías por la comunidad ha sido mucho menor.

Otro efecto importante ha sido el incentivo que supone el procedimiento como promotor de corrupción. Si la recalificación de un suelo puede producir una fabulosa ganancia, puede por eso mismo propiciar el pago de jugosas comisiones a elementos corruptos situados en lugares clave de la Administración, en el nivel preciso. Así es fácil el paso de la colaboración a la complicidad. ¿Habrá que citar ejemplos concretos?

Los diversos niveles de los órganos encargados del planeamiento son otros tantos puntos débiles que propician estas prácticas. El Estado central, las Comunidades Autónomas, los Ayuntamientos, han sido objeto de presiones diversas (y no únicamente se trata de sobornos) para favorecer los intereses del sector de la construcción y los capitales asociados a él. No olvidemos que no todo está en la ley. Alguien que sabía mucho de esto, el Conde de Romanones, dijo en una ocasión: “Dejad que ellos [los diputados] hagan las leyes, yo haré el reglamento”. En los reglamentos de la ley, más allá de sus declaraciones de intenciones, está la política real. Pero mucho más abajo, en los órganos encargados de su aplicación, están sus efectos prácticos.

No quiere decir esto que todas las decisiones de los ayuntamientos hayan sido venales. Muchas han sido tomadas con la mejor de las intenciones, pero con una mentalidad capitalista que ha hecho ver en el beneficio monetario inmediato lo más conveniente. La monetización de las cesiones de suelo citada más arriba es un claro ejemplo. Y muchos de los terrenos para edificios públicos, instalaciones deportivas, parques o jardines, han sido una migaja obtenida, incluso por las corporaciones progresistas, a cambio de enormes ventajas económicas para los dueños de los terrenos y del capital.

Hora es de un cambio fundamental en el abordaje del tema urbanístico, empezando por la propiedad del suelo.

¡Casi nada!

1 comentario:

  1. Si se legislara de acuerdo al interés público, y no en favor de los intereses privados de una élite insaciable... Pero mira cómo ataca (Helms-Burton) el capital-ismo.

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