Se llamó "clase obrera" especialmente al proletariado de la industria fabril, y este fue en buena parte cooptado (en los países centrales, especialmente) por una socialdemocracia colaboracionista con el capital en tiempos de la guerra fría, de modo que en buena medida pasó a sentirse integrado en una heterogénea "clase media". Paradójicamente, se tildó de "reduccionista" el análisis de clase, cuando se sustituía por la tremenda reducción de hablar sin más de clases "alta, media y baja".
La ralentización y progresivo agotamiento de la maquinaria productivista y los cambios tecnológicos han trastornado esta simplificación interesada de la estructura social. Pero las transformaciones sociales dan nueva visibilidad a las clases explotadas, ampliadas ahora con nuevas categorías en las sociedades desarrolladas.
Sobre este punto llama la atención el artículo:
Durante mucho tiempo las clases se han definido según la ocupación laboral (...). El hecho de que las instituciones oficiales de estadística [...] utilicen todavía un concepto ocupacional de clase permite ver lo asentado que está dicho concepto. Pero este concepto ocupacional es, como hemos visto, una herramienta desafilada para explicar las relaciones de clase. Como también lo es para lidiar con realidades tan cotidianas como son los trabajos que no cabe catalogar como empleos [...], o como pueden ser las personas jubiladas o desempleadas. ¿Acaso no se ven igualmente afectadas por las relaciones desiguales de poder y distribución?
Copio aquí su parte final. El viejo de las barbas no se inventó la lucha de clases. Existe y existió, antes y después de él.
Julio Martínez-Cava
“Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas”
(Marx, Carta a Joseph Weydemeyer, 5 de marzo de 1852)
(…)
Fue una triste paradoja que en los años en los que las fuerzas capitalistas acumularon más capital y poder se declarase muerta la lucha de clases. En esta historia merecen una especial mención los grandes partidos socialdemócratas, que después de su integración subordinada en el sistema político de posguerra se habían lanzado a procesos de transformación profunda y desnaturalizadora que los volvieron casi irreconocibles, especialmente por su abandono de las políticas de clase y su adopción de las llamadas identity politics [...]. Justo cuando los gobiernos impulsados por la doctrina neoliberal están llevando a cabo una guerra abierta contra las clases populares sin especial disimulo, los conceptos despolitizados y estáticos de clase no deberían gozar de mucho crédito.
La crisis de 2008 ha hecho que el asunto recupere la claridad de antaño: en las sociedades capitalistas el poder no está distribuido equitativamente por muchas razones. Una de ellas, básica, es que en el plano de la producción los capitalistas no sólo se apropian privadamente de lo producido en común, también deciden a quién contratan, qué le pagan, cuántas horas trabaja y a qué ritmo, etc. Otra, fundamental, es que los capitalistas concentran gran parte del poder político, en la medida en que históricamente han conformado a las clases políticas dominantes a través de prácticas como la financiación de los partidos políticos, del lobby, del soborno, etc. Las élites en el poder concentran tan brutalmente el poder y la riqueza que son capaces de disputar con éxito a los poderes públicos la capacidad para definir el bien común. Marx captó a la perfección y teorizó esa centralidad política de las relaciones de clase y del entramado jurídico-político que la sustentaba –especialmente en sus escritos históricos y periodísticos, y en su vida como militante del movimiento obrero internacionalista [...].
Pero si la riqueza de los capitalistas es su fuente de poder, también es su talón de Aquiles. Para poder conseguirla, necesitan extraerla de un proceso productivo que sólo tiene lugar si los trabajadores concurren diariamente a sus puestos de trabajo o de un proceso parasitario al que los sujetos desposeídos pueden oponer resistencia. En bastantes ocasiones, la izquierda socialista pivotó sus estrategias sobre la siguiente reflexión: en la medida en que una de las principales fuentes de enriquecimiento del capitalista dependía de la “colaboración” del trabajador, este hecho colocaba a los trabajadores en un lugar estratégico clave: si se paraliza la producción, los beneficios se evaporan [...]. Pero esto no implica que el lugar de la producción sea a priori el principal escenario para confrontar al capitalismo (aunque pueda seguir siendo uno de los campos de batalla claves [...]). Hay, sin embargo, un elemento que sobrevive de esta reflexión clásica sobre la centralidad del entorno productivo: cualquier movimiento progresista que busque triunfar en una sociedad capitalista tiene que resolver de alguna manera el cómo drenar la fuente de beneficios del capital que es a su vez la principal fuente de su poder político [...]. La New Left británica fue consciente de esto, y trató combatir una noción reduccionista de clase al mismo tiempo que mantenía la tensión del dilema. Thompson, por ejemplo, escribió en 1959:
No tenemos un antagonismo básico en el lugar de trabajo, ni una serie de antagonismos remotos o mitigados en la superestructura social o ideológica, que son, de alguna manera, menos reales. Tenemos una sociedad dividida en clases, en la cual los conflictos de interés y los problemas entre ideas capitalistas e ideas socialistas, valores e instituciones se dan a lo largo de toda la línea. Se encuentran tanto en los servicios de salud, como en los espacios comunes, y aún –en raras ocasiones– en las pantallas televisivas o en el Parlamento, así como en los centros comerciales. [...]
A pesar de manejarse con conceptos estáticos e identitarios de clase, planteamientos como el de Laclau tienen un punto de interés fundamental. No se trata de ideas que provengan del vacío, tienen un punto de verdad en la medida en que señala el ocaso de cierta figura social como principal agente transformador. Laclau partía de una imagen falsa pero recurrente, deudora del trabajador de la Segunda Revolución Industrial: a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, eran los trabajadores industriales –hombres en trabajos mayoritariamente manuales y organizados en torno a sindicatos y partidos de clase– los que solían llevar la iniciativa de las luchas anticapitalistas. Pero la cooptación y anulación de esa vieja clase obrera industrial durante la Guerra Fría, y la emergencia de nuevos sujetos políticos decisivos en el panorama internacional (especialmente las luchas por la descolonización) hicieron temblar ese paradigma. Posteriormente, la erosión del empleo industrial por la externalización, la automatización y el arbitraje salarial han supuesto el fin de esa figura como principal agente transformador [...]. ¿Supone esto también el fin de la centralidad de la clase? Una implicación evidente de la definición de clase que manejamos aquí es que no se debe confundir la división social del trabajo (que coloca a los individuos en situaciones de clase diferenciadas) con la división técnica del trabajo (la que exigen los requisitos de la producción). Y, por tanto, que los cambios en la estructura ocupacional como el que mencionábamos anteriormente no implican la desaparición de las relaciones de clase, sino lisa y llanamente su mutación. Ni el capitalismo en sus primeros años fue contestado por una clase industrial ya formada –más bien fueron asociaciones muy heterogéneas lideradas sobre todo por artesanos autodidactas herederos de los movimientos populares de la Revolución Francesa [...]– ni las nuevas formas que adoptan las clases sociales han asistido a la desaparición del capitalismo, sino más bien a su expansión sin límites y a su voracidad depredadora. ¿Quién podrá hacer frente hoy a la Bestia?
Comprender las clases en el siglo XXI
Durante mucho tiempo las clases se han definido según la ocupación laboral (algunas de las razones de por qué fue así ya han sido señaladas, una explicación más completa requeriría un análisis más largo y tedioso del que podemos ofrecer aquí). El hecho de que las instituciones oficiales de estadística [...] utilicen todavía un concepto ocupacional de clase permite ver lo asentado que está dicho concepto. Pero este concepto ocupacional es, como hemos visto, una herramienta desafilada para explicar las relaciones de clase. Como también lo es para lidiar con realidades tan cotidianas como son los trabajos que no cabe catalogar como empleos [...], o como pueden ser las personas jubiladas o desempleadas. ¿Acaso no se ven igualmente afectadas por las relaciones desiguales de poder y distribución?.
Un estudio reciente del equipo de investigación dirigido por el sociólogo e historiador británico Mike Savage [...], considerando una multitud de variables y con una muestra estadística de un tamaño cuanto menos asombroso, analizó la configuración actual de las clases sociales en el Reino Unido [...]. Savage nos muestra cómo la sociedad británica ha quedado dividida en siete grandes grupos que, por economía expositiva, podemos agrupar en tres: en la cima encontramos una élite en el poder, los que se han beneficiado del comercio globalizado y de las redes financieras y profesionales del capitalismo financiarizado, que acumula las mayores concentraciones de riqueza (especialmente en bienes raíces). En el escalafón más bajo, por el contrario, aparece un precariado desprovisto de seguridad en los ingresos y sin propiedades, afectados por la desindustrialización y las diferentes formas de proletarización y precarización (trabajos pobres, desempleo, condicionalidad de las ayudas sociales que estigmatizan, etc.) [...]. Finalmente, los estratos intermedios, que muestran complejos patrones de agrupación, y que en ningún caso pueden simplificarse apelando a una más o menos homogénea “clase media”. La movilidad prácticamente no existe para la élite, que se reproduce con facilidad, y para el precariado, incapaz de salir de su miseria; mientras que puede encontrarse con facilidad entre los estratos intermedios, si bien fuertemente condicionada y, en cierto sentido, proporcional a los recursos acumulados.
Uno de los principales hallazgos del equipo de Savage es que ni la renta se explica ya principalmente por la ocupación que tengamos, ni los empleos pueden dar cuenta de las enormes desigualdades en la riqueza (ahorros, activos, deudas) que han polarizado las sociedades, y que son ahora los principales determinantes de clase [...]. Entre los bienes que conforman esa riqueza, la vivienda ha pasado a ocupar un lugar central (como principal coste de vida y como fuente de acumulación de capital); lo cual implica una espacialización de la desigualdad (porque los valores de las viviendas no dependen sólo de su tamaño y su estado, también del estado del vecindario en el que se ubican); y acentúa su dimensión generacional (porque la riqueza sólo se acumula en períodos largos de tiempo). Los resultados de Savage están en plena concordancia con los estudios del economista francés Thomas Piketty o del norteamericano Michael Hudson, que explican las formas rentistas de enriquecimiento de esa súper-élite financiera.
Sin lugar a dudas la financiarización ha reestructurado las relaciones de clase, permitiendo el ascenso de ciertos grupos sociales a costa de otros, o incluso inflando la posición social por el acceso al crédito para después sumergir a los individuos en el sobrendeudamiento y la pobreza. La financiarización ha desplazado muchos conflictos al terreno de la dominación financiera: el pago de la deuda soberana, los ataques especulativos de las grandes finanzas sobre países considerados “peligrosos”, el conflictos en torno a las hipotecas no pagadas o las operaciones rentistas en el mercado del alquiler –los hiper-inflados mercados inmobiliarios pueden ser algunos ejemplos de ello. Es por esto que el estudio de la financiarización permite comprender las transformaciones en las fronteras de clase, e inversamente, el análisis de clase pone luz sobre los mecanismos que operan en los procesos de financiarización [...].
Conclusión
Las fuerzas democráticas han confiado durante mucho tiempo en una apelación a las clases explotadas definidas según su ocupación laboral, porque durante décadas este esquema parecía funcionar más o menos bien (no sin invisibilizar y postergar injustamente a otros sujetos oprimidos). Desde el declive del trabajador industrial como actor protagonista, y al calor de las grandes luchas que abrió el final del pacto social de posguerra, se ha confiado en apelar a la pluralidad y heterogeneidad de la sociedad civil, acusando de “reduccionista” a todo aquel que hablase de clases sociales. Hoy en día, no se producen alineamientos políticos tan claros según las ocupaciones, y la descarnada crudeza que hemos conocido tras la crisis de 2008 ha mostrado los límites de los enfoques desclasados.
El reto para las fuerzas democráticas del siglo XXI es hacer frente al rentismo financiero y su voracidad mercantilizadora. Pero su éxito seguirá dependiendo de cómo sepan despertar las energías dormidas y movilizar las aspiraciones y deseos de las personas que viven diariamente la compulsividad de unas relaciones de clase que bloquean sus capacidades creativas. Para esa lucha es necesario actualizar los análisis de clase, evitando los errores del pasado y visibilizando todos mecanismos de explotación y las fuentes de injusticia social por más sutiles que estas sean, un análisis que recoja la realidad histórica cambiante en todas sus dimensiones (que aborde la centralidad de la riqueza como principal determinante de clase y que proponga como sujeto transformador a los afectados por las múltiples dinámicas desposeedoras del capitalismo [...]), en suma, que pueda servir como una topografía social para orientarse políticamente. En esa tarea, el pensamiento de Karl Marx sigue siendo uno de nuestros mejores aliados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario