domingo, 19 de octubre de 2025

Divide (nos) y (nos) vencerás

El mecanismo no es nuevo: hace siglo y medio lo observaba Marx en la Inglaterra del siglo XIX, cuando la inmigración de irlandeses pobres empujados por el hambre era vista por los trabajadores ingleses como una amenaza, y eso dividía a la clase obrera en dos campos enfrentados: 

"Este antagonismo entre los proletarios dentro de la misma Inglaterra es atizado y avivado artificialmente por la burguesía. Ella sabe que la escisión constituye el verdadero secreto de la conservación del poder”.

La novedad es que ahora los medios empleados son incomparablemente superiores, pero el modo de actuar es el mismo. La fragmentación entre los trabajadores dificulta su unidad, y el feroz individualismo inculcado la hace aún más difícil. Más que al opresor se ataca al competidor. Entre un poder fuerte y quien está a tu altura o por debajo es fácil elegir, aunque con ello se perpetúe la situación, que además tiende a empeorar.

Los milmillonarios que lo manejan todo enseñan a los ricos cómo enfrentar a la autoconsiderada "clase media" contra la "clase obrera", y dentro de esta a nativos con inmigrantes o a empleados con parados.

La clase trabajadora es muy diversa y la lucha de clases sin conciencia de clase es caótica. La precariedad crea un ejército industrial de reserva que fácilmente se puede dirigir contra otros trabajadores que los excluidos pueden considerar privilegiados. Y al revés, a estos "privilegiados" contra peligrosos competidores.

Hasta en el tema de la vivienda hay una clase de propietarios alejada de la clase de los inquilinos, o incluso lucrándose con su necesidad. No se equivocaba José Luis Arrese cuando pretendía transformar España en "un país de propietarios y no de proletarios".

El artículo que sigue fue publicado aludiendo a la reciente Fiesta del PCE, pero no se insiste en él por un prurito partidista, sino como aviso a navegantes extraviados, porque la centralidad de la identidad de clase  es la auténtica interseccionalidad del conflicto social.


El negocio del odio

Los miles de asesores que operan en las redes sociales con campañas de intoxicación y bulos tienen éxito porque han encontrado un caldo de cultivo favorable

27/09/2025

Trabajadores migrantes en Murcia por la unidad de los trabajadores sin importar su origen o procedencia | Olmo Calvo
















El discurso del odio es un negocio rentable. La ola reaccionaria que recorre el mundo se basa en gran medida en la capacidad de la extrema derecha de canalizar la frustración de amplios sectores de la población hacia chivos expiatorios: Extranjeros, ecologistas, funcionarios, personas LGTBI, sindicalistas, trabajadores de organizaciones solidarias, feministas, comunistas, políticos. Esta última categoría es la más paradójica, ya que el beneficio de este negocio se lo embolsan en votos y cuotas de poder políticos y partidos de la peor laya. Pero aquí radica su mayor éxito, rompiendo con el lenguaje políticamente correcto, es decir, la hipocresía oficial que predica lo que niega con los hechos, los gestores de esta empresa ideológica han sido capaces de ser elegidos concejales, diputados e incluso presidentes de gobierno y ser referentes al mismo tiempo del descontento provocado en gran medida por los intereses que defienden.

Es un fenómeno planetario. Desde Noruega hasta Japón avanzan fuerzas de extrema derecha, con independencia de las tradiciones democráticas y tolerantes de su pasado. En la patria de Erasmo de Rotterdam la islamofobia arrasa la convivencia. En los países que fueron modelo del Estado del bienestar y la neutralidad se disparan las posiciones hostiles a lo público, el sindicalismo y los organismos internacionales de derechos humanos. En el caldero del odio poco importa la coherencia. Tan pronto se denigra a los que profesan el islam como fanáticos perseguidores de homosexuales como se ridiculizan a los que ejercen su libertad sexual como agresores de la familia tradicional. Los más radicales no dudan en reivindicar a los colaboradores de los nazis mientras aplauden sin rebozo el genocidio sionista en Palestina.

Una de las expresiones más extendidas de este negocio es la xenofobia. Llama la atención la similitud de las acusaciones contra los extranjeros en contextos radicalmente distintos. Criminalidad, incivismo, depredación sexual, parasitación de los servicios públicos. Desde luego que el discurso ha proliferado en los países enriquecidos, pero no en menor medida que en América Latina, Mauritania, Egipto o Sudáfrica. Que el fenómeno esté tan extendido debe llevarnos a una primera conclusión: el éxito de la estrategia de la extrema derecha no es producto de una conspiración o de una hábil maniobra publicitaria. Los miles de asesores pagados con dinero público o patrocinados por emporios capitalistas, que operan en las redes sociales con campañas de intoxicación y bulos tienen éxito porque han encontrado un caldo de cultivo favorable.

Globalización e identidades

La transformación del capitalismo en la salida a las crisis de los setenta del siglo pasado, con el éxito de las políticas neoliberales y la internacionalización de la economía en lo que se llamó la globalización, no sólo tuvo un impacto económico, sino que afectó a las formas de vida, a cómo las personas se ubicaban en su mundo, a las identidades nacionales, sociales y de género que habían jugado un papel decisivo hasta ese momento. A pesar de la acusación de economicismo tantas veces achacada al marxismo, el materialismo histórico siempre puso en primer plano la importancia de la consciencia colectiva para la actividad social, ya fuera como motor de las transformaciones o como instrumento mantenedor de la cohesión social. La generalización de la mercantilización capitalista, el agresivo papel uniformador de la publicidad y de los medios de comunicación, la desarticulación de los espacios de interactuación comunitaria y la ansiedad ante la vorágine tecnológica, han hecho que las sociedades y los individuos sean más vulnerables, más proclives a ser manipuladas, en especial por quienes tienen un mayor acceso a las fuentes de poder económico y social.

El enorme impacto de la crisis económica iniciada en 2007/2008 echó por tierra el discurso neoliberal, pero eso no significó que se revertieran las consecuencias de las transformaciones sufridas. Además, surgió un nuevo caldo de cultivo de los discursos del odio: la frustración y la inseguridad de quienes se inflaron en la aspiración del ascenso social. El cuento del emprendimiento se trocó para muchos en tener que compartir servicios públicos con quienes consideraban sus inferiores o unos recién llegados, con el agravante de que las políticas de adelgazamiento del gasto estatal y las privatizaciones no habían pasado sin dejar huella. De aquí a culpabilizar al funcionario que no me atiende como me merezco, a la mujer extranjera cargada de hijos que me hace un infierno la espera de la cita médica o a fantasear sobre las conspiraciones de difusos malvados hay un paso. La proliferación de medios digitales, redes sociales, foros y chats haría el resto.

El fascismo fue y es el fruto de la crisis capitalista y la exacerbación de su ideología individualista. Se alimentó de la frustración, creció con el odio irracional y condujo a la guerra. La situación hoy no es menos peligrosa

Hay en la izquierda una discusión estéril sobre si lo que estamos viviendo es fascismo o no. Como si el fascismo del siglo pasado fuera uniforme y respondiera siempre a los mismos patrones. Lo que está claro que fue y es el fruto de la crisis capitalista, de la exacerbación de su ideología individualista, aunque se encubriera bajo la bandera del imperio o el destino común, que se alimentó de la frustración, que creció con el odio irracional y que condujo a la guerra. La situación no es menos peligrosa hoy.

¿Cómo enfrentar a la extrema derecha?

En la fiesta del PCE 2025 realizaremos un debate con este título, en el que contaremos con la presencia del coordinador federal de Izquierda Unida, Antonio Maíllo, y representantes de otras fuerzas políticas. Es una pregunta que nos hacemos cada día, después de cada resultado electoral, de cada victoria arrolladora de un nuevo clon repulsivo de Donald Trump. He insistido en la existencia de un caldo de cultivo, de razones objetivas del crecimiento de la extrema derecha, para evitar caer en la tentación de pensar que, haciendo lo mismo, utilizando una estrategia de penetración social, podremos dar la vuelta a la tortilla.

Desde luego que la izquierda tiene mucho que aprender en comunicación política, en la modulación de los discursos y en el manejo de las redes sociales y de cualquier instrumento que la tecnología actual nos ponga a disposición. Pero nunca podremos competir con el poder económico y el impacto mediático de quienes tenemos enfrente. Y aunque pudiéramos. ¿Es que las transformaciones se hacen únicamente desde el relato, sin organización social? Alguien teorizó en su día lo de la izquierda liquida. Ya hemos podido comprobar lo que produce tanta laxitud. Cuando no hay articulación política la ley de los vasos comunicantes nos lleva al hiperliderazgo, que podrá ser muy bueno o no, pero que dura lo que dura y debilita las organizaciones.

Es preciso construir seguridades, actuaciones desde lo público que conecten con las demandas sociales, las nuestras, que den respuesta a las necesidades

Hay que tomar nota de los cambios producidos, no se trata de añorar un pasado mejor o actuar con voluntarismo. Rearticular el tejido social de quienes sufren las consecuencias del capitalismo actual no será fácil ni una simple reproducción de experiencias pasadas, máxime después de una derrota en términos históricos que fortaleció una ideología ya de por si dominante. Sin caer en la ramplonería y el odio de la derecha, debemos huir del lenguaje acartonado de los consensos y las jergas institucionales. Una reacción irracional amplificada pero no creada por una estrategia profesional de odio no se combate sólo con discursos. Es preciso construir seguridades, actuaciones desde lo público que conecten con las demandas sociales, las nuestras, que den respuesta a las necesidades. La retórica radical y la desconexión de lo institucional sólo alimentará la polarización que busca distraer la atención de lo fundamental. No habrá alternativa sin identidades, de país, de grupo, de colectivo, de clase, sin caer en la trampa de la escisión, de la desconexión. Cuando defendemos la centralidad de la identidad de clase no lo hacemos por un prurito partidista, es que es la auténtica interseccionalidad del conflicto social.

Y para acabar con esto de la identidad, nuestra identidad, qué mejor que una cita de Marx de hace casi 150 años que sigue teniendo plena actualidad:

“La burguesía inglesa no sólo se ha valido de la miseria inglesa para empeorar la situación de la clase obrera en Inglaterra mediante la inmigración forzosa de los irlandeses pobres, sino que ha dividido además al proletariado en dos campos enemigos. El obrero inglés corriente odia al obrero irlandés como un competidor que baja sus salarios y su standard of life. Lo ve casi con los mismos ojos con que los poor whites de los Estados del sur de Norteamérica consideran a los obreros negros. Este antagonismo entre los proletarios dentro de la misma Inglaterra es atizado y avivado artificialmente por la burguesía. Ella sabe que la escisión constituye el verdadero secreto de la conservación del poder”.

miércoles, 15 de octubre de 2025

El ecologismo implícito en la obra de Marx

El Manual de Filosofía de Gustavo Bueno que estudié en el bachillerato empezaba definiéndola como "un saber acerca de la totalidad de la realidad, demostrativo y racionalmente ordenado". Dada esta exigencia de rigor y racionalidad, sus métodos coinciden con los que emplean las ciencias. Estas desarrollan necesariamente saberes parciales, y el propósito de los filósofos ha sido siempre abarcar todo el campo del conocimiento.

Sin esos saberes parciales hay a lo sumo pensamiento mágico o religioso, suposiciones y fantasías para llenar el vacío de "lo que no se sabe". Por eso la filosofía apareció ligada a la observación reflexiva de la naturaleza. Sin apoyo científico no hay verdadera filosofía:

La filosofía es un saber de segundo grado, que presupone, por tanto, otros saberes previos, “de primer grado” (saberes técnicos, políticos, matemáticos, biológicos…). La filosofía, en su sentido estricto, no es “la madre de las ciencias”; la filosofía presupone un estado de las ciencias y de las técnicas suficientemente maduro para que pueda comenzar a constituirse como disciplina definida.

Bastarán algunos ejemplos para entender la estrecha ligazón entre el conocimiento en diversos campos científicos y la filosofía correspondiente. La filosofía surgió en Grecia acompañada de la matemática, y especialmente de la geometría. El determinismo de Descartes responde a su física mecanicista, de ahí su imagen de Dios como el Gran Relojero, primer motor del universo que lo pone en marcha y se ausenta. Newton, en cambio, imagina un Dios Providencial que mantiene en cada momento las leyes de la gravitación, acción a distancia que cesaría sin él. Y tampoco es casual que su física lo recondujera al desarrollo matemático del cálculo infinitesimal.

Otro ejemplo de paralelismo es el apriorismo de Kant, sus ideas de tiempo y espacio que siguen a los avances de la astronomía. Otrosí digo, la termodinámica y el cálculo probabilístico, la mecánica cuántica y la incertidumbre...

Ni las ciencias ni la filosofía pueden pretender abarcar la pretendida totalidad. De hecho, cada nuevo avance plantea más interrogantes, de modo que, siguiendo la metáfora del conocimiento como una esfera, a cada aumento de volumen lo acompaña el de la superficie de contacto con lo desconocido, lo que nos hace más conscientes de lo mucho que ignoramos.

Aun lo conocido es un inmenso bagaje en el que cada individuo, cada cultura y cada época hace su propia selección, nunca libre de mitos heredados. Imposible separar completamente el pensar de los individuos del sentido común de su época y lugar.

Para analizar estos puntos de vista colectivos se usan los conceptos emic y etic. El primero es el interno al grupo, el segundo trata de verlo desde fuera, pero su propia perspectiva no deja de ser otro pensamiento émico.

Toda perspectiva está ligada a una selección interesada, más o menos consciente, pero ligada a la coyuntura en que se produce. Naturalmente esto crea zonas oscuras y puntos ciegos, que solo a su vez desde fuera, en otro tiempo, espacio y cultura podemos descubrir.

¿Y a qué demonios viene todo esto?

Pues a que el año Sacristán ha traído a la actualidad su contribución al redescubrimiento de zonas oscuras y puntos ciegos, que estaban en la obra de Marx, pero que coyunturas históricas dejaron en segundo plano e incluso borraron de la memoria. Sus razones hubo para que en tiempos de Stalin primara en la URSS un desarrollismo muy destructivo de la naturaleza, como las hay hoy en China para lo mismo, si bien este parece más consciente de sus riesgos.

La propia evolución de Sacristán a lo largo de su vida demuestra lo erróneo de sacralizar los textos sin un análisis crítico profundo. Los exégetas bíblicos pueden permitírselo, pero el marxismo no puede ser otra religión. Marx, al tiempo que veía progreso en la industria mecanizada, veía dominación, sufrimiento y regresión humana. Había aprendido a pensar dialécticamente, percibiendo juntos los aspectos opuestos de una misma realidad, que raramente tiene una sola cara.

Hoy el movimiento comunista va reconociendo lo que de coyuntural y oportunista hubo en otras etapas históricas e incorpora muchas ideas dejadas de lado entonces, con una relectura que permite valorar en su obra ideas sorprendentemente modernas, porque estaba muy al tanto de los avances de la ciencia de entonces.

Aunque, como tú y como yo, no podía dejar de estar encerrado en su tiempo y su espacio.

Como cantaba La Marabunta:

Soy un ignorante, soy un ignorante, soy un ignorante,
no te veía y te tenía delante...

El ecologismo de Marx

26 septiembre, 2019






El ecologismo apareció como corriente influyente en los Estados Unidos y Europa occidental en los años 60 del siglo XX, al margen de las izquierdas tradicionales, y en particular del marxismo. Algunas de sus corrientes incluso se presentaban como una superación de la oposición entre derecha e izquierda, con el argumento de que los conflictos sociales (especialmente entre clases) estaban destinados a pasar a segundo término frente a un problema de fondo: la agresión humana contra el medio ambiente natural. Esta agresión afectaba a todo el mundo, era un problema de la humanidad, no de una parte, de una clase social. Pero no todo el ecologismo lo veía igual. Un sector, que se volvió mayoritario en su seno, consideraba que la destrucción ambiental era un resultado más de la dinámica expansiva, dominadora y privatizadora del capitalismo, y que por tanto el ecologismo tenía que ser anticapitalista.

¿Hasta qué punto los fundadores del socialismo moderno fueron conscientes del problema? Ha corrido mucha tinta sobre el tema. En el caso de Marx y Engels, fundadores de la corriente más influyente de la izquierda socialista, la polémica fue intensa. Alguno les ha atribuido desde ignorancia de la cuestión ecológica hasta posiciones abiertamente “productivistas” y, como tales, antiecológicas y cómplices de desarrollos industriales extremadamente destructivos del medio natural. Las prácticas inequívocamente productivistas de los regímenes autodenominados marxistas reforzaban este argumento. El bicentenario del nacimiento de Marx es una buena ocasión para repasar qué hay de verdad en estas críticas.

Marx consideraba que la burguesía, impulsando el industrialismo capitalista, creó un nuevo mundo, introduciendo innovaciones que multiplicaban las capacidades humanas para transformar el medio natural y para dotarse de mejoras gracias a la aplicación de la ciencia y la técnica a la producción. La burguesía, con ello, generaba además las condiciones previas necesarias para avanzar hacia una nueva etapa de la historia humana, una era de fraternidad: el socialismo o comunismo. El maquinismo y la concentración de trabajadores en fábricas hacían nacer un nuevo modo socializado de trabajo y de producción, que, gracias a la división del trabajo en el interior de la empresa, incrementaba la productividad del trabajo humano y aportaba una plétora de productos inaudita. Y concentraba en grandes fábricas aquellos que serían los protagonistas de los cambios revolucionarios exigidos por el nuevo régimen socioeconómico: los proletarios, llamados a subvertir el orden capitalista. Pero el maquinismo fragmentaba la actividad de cada trabajador hasta convertirlo en una simple pieza de una gran maquinaria, y sometiéndolo a explotación. La explotación, es decir, la expropiación por el empresario capitalista del producto del trabajo excedente de los obreros, permitía una acumulación de riqueza en manos del empresario. De modo que Marx, al tiempo que veía progreso en la industria mecanizada, veía dominación, sufrimiento y regresión humana. Había aprendido a pensar dialécticamente, percibiendo juntos los aspectos opuestos de una misma realidad, que raramente tiene una sola cara. En el socialismo moderno hay también una idea frecuentemente no explicitada: la productividad de las modernas fuerzas productivas permite liberar tiempo y energía para los trabajadores que, emancipados de la explotación capitalista, podrían dedicarse a la vida política y a la gestión de la cosa pública bajo un régimen comunista.

No comprender el punto de vista dialéctico ha llevado a muchos lectores y críticos de Marx a interpretar erradamente algunas de sus ideas. Así, si el industrialismo capitalista es un paso hacia la liberación de los trabajadores, parece que tenga que ser considerado sin reservas como un fenómeno positivo. Desde este punto de vista, Marx sería un admirador del progreso técnico e industrial, y, como tal, alguien que, de una manera u otra, ha contribuido a implantar o consolidar la civilización técnica que está revelándose nefasta para las condiciones de vida de la biosfera y de la misma especie humana. En otras palabras, Marx no solo no tendría nada de ecologista, sino todo lo contrario, formaría parte activa de una cultura esencialmente contraria a la vida y dominadora de la naturaleza.

Pero disponemos desde hace más de 30 años de estudios orientados a señalar la presencia, en la obra de Marx, de ideas que se pueden calificar como ecologistas o protoecologistas. Manuel Sacristán, traductor de diversas obras de Marx (entre ellas, el primer libro de El capital) y muy buen conocedor de su obra, publicaba en 1984 en la revista Mientras Tanto un trabajo titulado “Algunos atisbos político-ecológicos de Marx” (recogido en el volumen Manuel Sacristán, Pacifismo, ecología y política alternativa, Barcelona, Icaria, 1987). En este trabajo, Sacristán explicaba cómo Marx denunciaba la degradación, en el sistema capitalista, tanto de la integridad y la salud de los trabajadores como de la fertilidad de la tierra, dos realidades naturales –el trabajo humano y la tierra– que son, dice Marx, “las dos fuentes de las cuales mana toda la riqueza”. Marx y Engels fueron conscientes de un problema que preocupó a muchos científicos y estadistas del siglo XIX: la pérdida de nutrientes de las tierras agrícolas en un momento de crecimiento demográfico, y de la irracionalidad metabólica que suponía la existencia de grandes ciudades que importaban de los campos muchos alimentos pero no retornaban los nutrientes a la tierra, sino que los evacuaban hacia los ríos, contaminándolos, y derrochando un recurso de gran valor. La ruptura de la circularidad de los nutrientes ponía en cuestión tanto la viabilidad económica a largo plazo de la agricultura capitalista como la viabilidad ecológica de las grandes ciudades, hasta el punto de que, en el Anti-Dühring, Engels afirma: “La civilización nos ha dejado con las grandes ciudades una herencia que costará mucho tiempo y trabajo eliminar; pero las grandes ciudades deben ser eliminadas, y lo serán, aunque a través de un proceso lento”.

Marx, según Sacristán, creía que “en el momento de construir una sociedad socialista el capitalismo habrá destruido completamente la relación correcta de la especie humana con el resto de la naturaleza (…) Y entonces asigna a la nueva sociedad una tarea –dice literalmente– de ‘producir sistemáticamente’ este intercambio entre la especie humana y el resto de la naturaleza. (…) La sociedad socialista queda así caracterizada como aquella que establece la viabilidad ecológica de la especie” [1]. Como se puede observar, Sacristán ponía de manifiesto en los textos de Marx y Engels unos puntos de vista inequívocamente “ecologistas” y una percepción muy acertada de un rasgo esencial del capitalismo: la ruptura de la circularidad de los intercambios entre humanos y medio natural que son la condición básica de la continuidad de la vida humana sobre la tierra. Marx utilizó profusamente el término “metabolismo” –en alemán Stoffwechsel, es decir, intercambio de materiales, que no es nada más que la definición de “metabolismo”–, un término típicamente ecológico, y eso dice mucho de la consciencia de Marx sobre la cuestión. La observación de Marx según la cual el socialismo estaba destinado a establecer “la viabilidad ecológica de la especie [humana]” se hace explícita en el libro III de El capital, donde se caracteriza la sociedad sin clases, el comunismo, que supuestamente ha de suceder al capitalismo, no solo como una sociedad libre de explotación y de inseguridad, sino también como una sociedad en la que “los seres humanos regularán conscientemente su metabolismo con la naturaleza”. Esta frase, que ha sido en general poco comentada por los lectores e intérpretes de El capital, subraya hasta qué punto Marx fue consciente de la dimensión ecológica de la vida humana, del papel destructivo del capitalismo respecto a esta dimensión e incluso de la misión regenerativa que correspondería al socialismo en el futuro.

En el año 2000 se publicaba la obra de John Bellamy Foster Marx’s Ecology. Materialism and Nature (traducido al castellano con el título La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza, El Viejo Topo, 2004), una obra consistente y muy documentada sobre el tema, que aclara muchos puntos. Este libro aporta elementos adicionales que permiten hacerse una idea más precisa del ecologismo de Marx, a partir de un recorrido muy detallado de las diferentes tradiciones científicas y materialistas que influyeron en este autor, desde Epicuro (a quien va dedicar su tesis doctoral) y Lucrecio hasta los ilustrados europeos y la ciencia natural. Foster explica, a partir de los cuadernos de lectura de Marx, como este se interesó, entre otros, por la geología histórica, por la teoría evolucionista de Darwin y por la química agrícola, especialmente por Justus von Liebig, que denunció la inviabilidad a largo plazo de la agricultura capitalista. Recoge también múltiples pronunciamientos sobre el tema tanto de Marx como de Engels. Este último, en una carta a Marx, ponía el acento en el derroche “de nuestras reservas de energía, nuestro carbón” (que caracteriza como “calor solar del pasado”) y de los bosques, indicando los efectos devastadores de la deforestación [2].

Foster relaciona la conciencia marxiana de la “fractura metabólica” (término utilizado por Marx) con la obsesión por la división antagónica entre ciudad y campo. Y alude a un tema que la moderna crítica ecologista ha puesto en evidencia explicando que el comercio desigual implica expolio de recursos naturales, es decir, uso y consumo, por parte de los países ricos, de la tierra y el agua de los países pobres cuando los primeros importan piensos, producción vegetal o ganadera de los países pobres:

“Para Marx –dice Foster– la fractura metabólica relacionada en el nivel social con la división antagónica entre ciudad y campo se ponía también de manifiesto a un nivel más global: las colonias asistían impotentes al robo de sus tierras, sus recursos y su suelo al servicio de la industrialización de los países colonizadores”. Siguiendo a Liebig, que había afirmado que “Gran Bretaña roba a todos los países las condiciones de su fertilidad” y señalando a Irlanda como ejemplo extremo, escribe Marx: “Indirectamente Inglaterra ha exportado el suelo de Irlanda sin dejar siquiera a sus cultivadores los medios para reemplazar los elementos constituyentes del suelo agotado” (p. 253).

Es bastante evidente que, en estas observaciones, Marx apunta una visión del imperialismo que va mucho más allá de una explotación en términos de valor económico, y que incluye el saqueo y la transferencia física de recursos naturales: fertilidad de la tierra, minerales del subsuelo, agua. Foster recoge también que Engels transmitió a Marx la noticia de los trabajos de Podolinski sobre flujos de energía y de valor, solo unos meses antes de la muerte de Marx. Este desestimó por simplistas las inferencias de Podolinski, pero sin negar su pertinencia.

Un par de observaciones más indican hasta qué punto había avanzado en la mente y la obra de Marx la conciencia ecológica. Una es el esbozo de la noción de sostenibilidad ecológica en la idea de la continuidad de la especie humana o “cadena de generaciones”, cuando dice, por ejemplo, en el libro I de El capital, que “la agricultura tiene que preocuparse por toda la gama de condiciones permanentes de la vida que requiere la cadena de las generaciones humanas”, o cuando se refiere a las “condiciones eternas de la existencia humana impuestas por la naturaleza” [3]. Otra observación, esta más socioecológica, merece una atención especial, porque se ha atribuido a Marx la idea de que el desarrollo agrícola exige aumentar la escala de la producción, idea que parece coherente con una visión peyorativa del pequeño campesinado como una rémora del pasado. He aquí como lo presenta Foster:

(…) Su análisis [el de Marx] le enseñó los peligros de la agricultura a gran escala, a la vez que le hacía ver que la cuestión principal era la interacción metabólica entre los seres humanos y la tierra. En consecuencia, la agricultura solo podía existir a una escala bastante grande allí donde se mantuvieran las condiciones de sostenibilidad, cosa que Marx consideraba imposible en la agricultura capitalista a gran escala. ‘La moraleja del cuento –dice Marx en el libro III de El capital– (…) es que el sistema capitalista va en sentido contrario a la agricultura racional, o que la agricultura racional es incompatible con el sistema capitalista (aunque este promueva el desarrollo técnico de la agricultura) y necesita o bien pequeños campesinos que trabajen por su cuenta o el control por parte de productores asociados’. Marx y Engels argumentaron continuamente en sus obras que los grandes terratenientes eran invariablemente más destructivos en relación a la tierra que los agricultores libres (p. 255).

Sorprendente, ¿no? Estas observaciones contradicen la visión habitual de Marx en relación a la ecología. Esto tiene una explicación. Estas percepciones de Marx y Engels no bastaron para superar su visión esencialmente productivista y su confianza, pese a todo, en el progreso técnico, y no influyeron en los contenidos básicos del corpus teórico que se traspasó a sus herederos, los cuales fijaron su atención en la interpretación marxiana del desarrollo industrial, que tomaron como paradigma desligándolo de sus efectos colaterales ecológicos.

Foster recorre las aportaciones de diversos autores marxistas que recogieron algunas de las reflexiones ecológicas de Marx y Engels, como el mismo Kautsky en su trabajo sobre la cuestión agraria. Da un valor especial a Bujarin, que asignó un papel importante al concepto de metabolismo en su tratado de sociología. Bujarin atribuyó a la agricultura más importancia que cualquier otro dirigente bolchevique, hecho que estaba ligado a su defensa de los campesinos frente a los intentos de colectivización forzosa de las tierras. Dio una particular importancia a Vernadsky, introductor en el año 1926 del concepto de “biosfera” y fundador de la geobioquímica, de quien Lynn Margulis dijo que “fue la primera persona en toda la historia que se enfrentó a las implicaciones reales del hecho de que la tierra sea una esfera autónoma”. Y a Vavilov, especialista en genética vegetal. Tanto Vernadsky como Vavilov vivieron y desarrollaron sus teorías en la Rusia soviética. El mismo Lenin estableció en 1920 una reserva natural en la Unión Soviética al sur de los Urales, la primera en el mundo destinada por un gobierno al estudio científico de la naturaleza. Todo esto hace decir a Foster que “en la década de 1920 la ecología soviética era probablemente la más avanzada del mundo” (p. 365). Pero como tantas otras iniciativas innovadoras de la revolución soviética, todo se lo llevó el viento de la contrarrevolución estalinista. La URSS puso en práctica un industrialismo descarnado y una agricultura química y mecanizada de grandes unidades. No solo las prácticas agronómicas quedaron marcadas por la filosofía desarrollista, sino que dieron origen a planteamientos teóricos e ideológicos que influyeron en todo el movimiento de obediencia soviética en el mundo. Un ejemplo estremecedor de hasta dónde ha podido llegar la tecnolatría implícita en esta orientación se encuentra en la obra colectiva checa La civilización en la encrucijada, dirigida por el científico social Radovan Richta, que en los años 60 del siglo XX llamó la atención como una versión modernizada de la filosofía del “socialismo real”. El equipo redactor se vinculó al programa democratizador de Alexander Dubcek, y por tanto era visto como una renovación de la idea del socialismo. ¿Lo fue realmente? No en el replanteamiento de la consideración teórica de la naturaleza en relación a la especie humana. Entre otras cosas, la mencionada obra dice: “El mundo que rodea hoy al hombre ya no es desde hace tiempo la naturaleza intacta. (…) Adopta los rasgos de una naturaleza otra, impuesta por el hombre. (…) El hombre deja de ser un simple ser natural y deviene, en todos los aspectos, un individuo social, elaborado por la civilización”. El gran cambio que los autores de este estudio ponen de relieve es un cambio tecnológico, el paso de una tecnología que fragmenta y aliena las capacidades de los trabajadores y de los ciudadanos, a una tecnología “multilateral, que les abre el camino de su desarrollo propio y autónomo”. El mérito de este cambio proviene de la “revolución cientificotécnica”:

La automatización, la quimización, la biologización de la producción, las técnicas modernas de consumo, los medios de comunicación y el urbanismo tienden actualmente a evitar que las personas sirvan al mundo de los objetos. La revolución científica y técnica, en su conjunto, puede en definitiva llegar a transformar la civilización en un servicio para el ser humano: a adaptar el proceso de producción, a construir un modo de vida, etc., favoreciendo así el desarrollo humano en su plenitud [4].

Es absolutamente revelador que este informe de 460 páginas en la versión francesa no contenga ninguna consideración ni mención alguna de la agricultura y la alimentación humana, que no hable de alienación del hombre respecto de la naturaleza¡que no haga aparecer la palabra “agricultura”! Su tecnolatría llega tan lejos, si no más, que los documentos de la Rand Corporation de los Estados Unidos o de cualquier otra agencia tecnocrática del mundo.

La izquierda tiene que librarse de toda esta regresión teórica. Dos amenazas le ayudarán a hacerlo: el cambio climático y el agotamiento de los combustibles fósiles y el uranio. No se podrán abordar estas dos amenazas sin una reconsideración radical de la fractura metabólica experimentada los dos últimos siglos y sin un programa de mutación energética y metabólica para reconstruir la economía sobre la base de la sostenibilidad ecológica y la circularidad de los recursos. Releer a Marx y Engels con una nueva mirada, que permita recuperar sus reflexiones protoecologistas superando sus insuficiencias, ayudará sin duda a llevar adelante este programa de reconstrucción.

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Notas:

[1] Manuel Sacristán, “Algunos atisbos político-ecológicos de Marx”, en el volumen Pacifismo, ecología y política alternativa, Barcelona, Icaria, 1987, pp. 146-147. La cita del Anti-Dühring está en la p. 144.

[2] John B. Foster, La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza, Barcelona, El Viejo Topo, 2004, pp. 255-256.

[3] J.B. Foster, op. cit., pp. 253 y 252.

[4] Radovan Richta (dir.), La civilisation au Carrefour, París, Éditions Anthropos, 1969, pp. 210-211 y 213.

Versión castellana y parcialmente modificada de un artículo publicado por su autor en la revista Nous Horitzons, nº 218 y reproducido en la web de Sin Permiso.

martes, 14 de octubre de 2025

La síntesis buscada, siempre en construcción

Con motivo del centenario de Manuel Sacristán la revista Nuestra Bandera le ha dedicado un número monográfico. En él escribe Julio Setién el artículo Sacristán: luz precursora en un mundo translimitado. Recoge la apretada síntesis que había expuesto nuestro filósofo en unas Jornadas de Ecología y Política celebradas en Murcia en 1979.

A veces se confunde la descripción de algo con un panegírico de lo descrito. Esto ha ocurrido durante un tiempo con la obra magna de Marx, confundiendo su análisis de la economía capitalista con una loa al crecimiento incesante de las fuerzas productivas y pasando por alto los avisos sobre su otra cara destructiva. Una lectura atenta, sin embargo, no puede obviar su preocupación por la fractura metabólica que causa la actividad humana desbocada. ¿Optimismo? Sí, pero siempre basado en la propia acción y sin dar nunca por seguro el triunfo de lo deseado.

Hasta en una obra temprana como el Manifiesto Comunista, escrito para impulsar la lucha de los trabajadores y como tal cargado de esperanza en un futuro mejor, sus autores avisan desde el primer párrafo de que la omnipresente conflicto entre clases sociales ha sido históricamente «una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes».

Estas ideas las recogía Sacristán en su intervención, pionera en España, a la búsqueda de la necesaria síntesis entre ecologismo y comunismo (destacaré su alusión a lo que llama "la feminización del sujeto revolucionario").

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En 1979, estructuró su posición en una extraordinaria aportación a las Jornadas de Ecología y Política en Murcia. Se pronunció sobre todos los frentes de debate abiertos en el movimiento ecologista. Impresiona la claridad de los análisis y propuestas que hace en la comunicación:

1) Habrá siempre contradicciones entre las potencialidades de la especie humana y su condicionamiento natural: somos la especie exagerada.

2) Es posible que una época de intensas luchas sociales desemboque en el desastre de todas las clases en lucha.

3) Las fuerzas productivas son en el capitalismo fuerzas destructivas. La energía nuclear y la ingeniería genética, por ejemplo, abren una perspectiva de tiranía integral.

4) El sujeto social revolucionario no puede tener por tarea fundamental liberar las fuerzas productivas, que tampoco se pueden coartar. La primacía la debe tener la fuerza de trabajo y la norma de conducta «nada en demasía».

5) Buena parte de los trabajadores de los países industriales se adhieren a los valores del crecimiento económico depredatorio y a la estructura jerárquica y despótica que lo organiza. La conciencia de la clase trabajadora deberá basarse en su condición de sustentadora de la especie —imprescindible en el metabolismo de la sociedad con la naturaleza— y en el conocimiento científico de los problemas globales, entre ellos, lo ecológicos. Las clases trabajadoras, principalmente la clase obrera de los países industriales, son la parte de la humanidad imprescindible para su supervivencia, lo que constituye una feminización del sujeto revolucionario.

6) Las salidas no son ni el reformismo ni el autoritarismo. Hay que garantizar un metabolismo sano entre la sociedad y la naturaleza, pero el despotismo pertenece a la cultura del exceso que se trata de superar.

7) El movimiento revolucionario debe simultanear tres prácticas:

a) construir una nueva cotidianeidad, no remitirla a «después de la revolución»,

b) darle toda la relevancia a la planificación global

c) practicar el internacionalismo.

Sus palabras sobre la situación de la clase obrera expresan un lúcido pesimismo:

Hoy [1979] se aprecia no solo que la clase obrera de los países industriales puede disgregarse en una nueva estructura social en la que la automatización, el expolio del tercer mundo y la depredación de la Tierra realizaran la hipótesis de un proletariado parasitario sin haber dado de sí la revolución que los marxistas esperaban de ella, sino también que en esos países las clases trabajadoras pueden responder mal a los problemas ecológicos, solidarizándose subalternamente con los intereses del capital, sometiéndose a la realidad del capitalismo imperialista […]. No faltan indicios de que ese proceso de transformación está ya en curso […].

El agente revolucionario no puede tener por tarea fundamental liberar las fuerzas productivas de la sociedad […] ni puede tampoco coartarlas […]. Probablemente eso sería irrealizable y no daría de sí una sociedad compatible con las aspiraciones de justicia, libertad y comunidad.

La revisión necesaria de la concepción del sujeto revolucionario en las sociedades industriales […] principalmente la clase obrera de los países industriales […] tendrá que basar la conciencia de clase no exclusivamente en la negatividad, sino también en su condición de sustentadora de la especie, conservadora de la vida, órgano imprescindible del metabolismo de la sociedad con la naturaleza.

jueves, 9 de octubre de 2025

La derrota de Anteo según Varoufakis

Anteo, hijo de Gea, fue derrotado cuando perdió el contacto con su madre, única fuente de su fuerza. 

Griego tenía que ser quien me ha hecho recordar el mito, que como tantos otros contiene en forma simbólica verdades universales. Dice Varoufakis:

...el auge del capital en la nube, un capital mutante, significó que los mercados fueran reemplazados por feudos digitales y los beneficios por rentas de la nube. Así que este nuevo sistema comparte rasgos con el feudalismo pero, al mismo tiempo, está erigido sobre el capital, no sobre la tierra.

El capital ha ido perdiendo contacto directo con los factores primarios de la producción, la tierra y el trabajo humano. Esto no significa que el capital Big Tech haya dejado de explotarlos, pero lo hace de un modo indirecto, tan distorsionado que trastoca esas fuentes de las que bebe. Primero fue un capital ficticio, el capital financiero, basado en imaginarias expectativas de futuro que chocan con los límites que impone la realidad. Ahora se da un paso más. Ya no solo se especula con futuros fantasiosos sino que se nos sumerge en mundos artificiales construidos a conveniencia de los amos del mundo. Su juego manipula el mercado, infundiendo deseos que convierte en necesidades. Un capital improductivo, dos veces imaginario, no solo extrae plusvalía del trabajo que parcialmente paga, sino de las ganancias del capital productivo, sometido a sus propios cálculos.

El capital se acumula apropiándose de materias primas arrancadas al planeta (que no se las cobra, ¿o sí?) y de la parte no pagada (plusvalía) del trabajo necesario tanto para extraerlas como para transformarlas en productos. Las empresas tradicionales destinaban a salarios el 80% de los ingresos. En contraste, los empleados de Big Tech reciben menos del 1%, porque la mayoría del trabajo lo realizan gratis miles de millones de “siervos de la nube”.

Un trabajo que no se ve, porque escapa a la contabilidad. No es cosa nueva: desde siempre viene ocurriendo con el trabajo de cuidados, pilar del orden social, mayoritariamente realizado por mujeres "de puertas adentro" y que nunca se cuantifica al quedar fuera del mercado.

Por inmaterial que parezca su labor, estas tecnológicas consumen inmensas cantidades de energía y materiales cada vez más escasos. Igualmente material es el sustento del trabajador del circuito productivo, y también es material ese trabajo gratuito con el que todos contribuimos a enriquecer a las tenológicas.

En definitiva, es la Tierra la fuente (in)agotable de la riqueza que succiona el capitalismo de tan diversas formas. Por eso me acorde de la muerte de Anteo.

Varoufakis ha escrito el libro Tecnofeudalismo: El sigiloso sucesor del capitalismo desde una perspectiva marxista. A la pregunta de si Marx sigue ofreciendo respuestas para una economía basada en la información y la IA, responde:

Si los filósofos regresan a Platón y Epicuro para encontrar sentido a la vida hoy, no es extraño que Marx siga siendo fundamental para entender cómo se acumula el capital en la actualidad. Si acaso, Marx es más relevante en nuestro mundo tecnofeudal que nunca. Tome la IA, por ejemplo. Todos ven cómo compañías como OpenAI han violado completamente los derechos de propiedad intelectual de todos nosotros al entrenar sus grandes modelos de lenguaje. Han tomado nuestra propiedad colectiva e individual, la han devaluado y nos la venden de nuevo para cobrar rentas que no retornan al circuito circular de los ingresos. A diferencia de los socialdemócratas desorientados que proponen regulación sin tener ni idea de cómo regular compañías como OpenAI, Marx propone la única respuesta: socializar el capital en la nube, es decir, hacernos a todos accionistas iguales de este.


“Los ‘tecnolords’ controlan nuestras mentes”

El exministro de Finanzas griego advierte de los peligros de lo que llama el capital de la nube, fuerza impulsora del tecnofeudalismo

Yanis Varoufakis

Yanis Varoufakis, en Londres, en una imagen de archivo. MATTHEW LLOYD (BLOOMBERG)













05 OCT 2025

Durante la pandemia, muchas tendencias que venían en curso se dispararon sin que lo notáramos del todo. Pero en Grecia, el exministro de Economía y adalid de la izquierda Yanis Varoufakis (Atenas, 1961) observaba con atención cómo las empresas tecnológicas —las llamadas Big Tech— crecían a una velocidad vertiginosa. Con miles de millones de personas encerradas en casa, trabajando y comprando en línea, pegadas a pantallas y nubes informáticas, esas compañías se volvieron omnipresentes y todopoderosas. Un solo dato lo ilustra: en Estados Unidos, entre 2020 y 2022, hubo un incremento de 52% del tiempo en pantalla entre la población menor de 18 años.

Armadas con cantidades colosales de datos personales, gigantes como Facebook, Twitter, Google, Alibaba o Amazon lograron lo que antes era impensable: conocer a sus usuarios mejor que ellos mismos. Ya no solo detectaban patrones de conducta: los anticipaban, moldeaban y explotaban, atrapando a millones en un ciclo incesante de dependencia digital, el circuito de la cloud rent.

Varoufakis concluyó que algo fundamental había cambiado: el capitalismo, como lo conocimos durante más de dos siglos, había muerto. En su lugar surgía el tecnofeudalismo, un nuevo orden controlado por los tecnolords, un puñado de jugadores ultrarricos que extraen renta de los usuarios y subordinan a los viejos capitalistas. Su hipótesis sigue siendo polémica. Incluso irrita a la izquierda marxista a la que pertenece. Pero hoy pocos dudan de que las Big Tech han acumulado un poder sin precedentes que en los últimos meses se ha ampliado aún más al aliarse con el presidente Donald Trump. Tarde o temprano, ciudadanos y gobiernos tendrán que vérselas con ellas para definir un futuro distinto. Quien no entienda esto pronto, aceptará ser gobernado por algoritmos, sostiene Varoufakis, quien responde a las preguntas de EL PAÍS por correo electrónico.

Pregunta. Estamos presenciando una acumulación de riqueza sin precedentes. Los medios informan que Elon Musk podría convertirse en el primer trillonario, mientras la clase media global se estanca. En Estados Unidos, el ingreso real es comparable al de 1974; en China o Brasil, millones han salido de la pobreza, pero sin correspondencia con el aumento de la productividad ni los beneficios empresariales. ¿Cómo llegamos aquí y qué podemos anticipar de este escenario?

Respuesta. Hemos llegado aquí a través del proceso natural de acumulación capitalista, que orgánicamente produce crisis que, a su vez, provocan intervenciones de los agentes políticos del capitalismo. Su propósito es trasladar la riqueza hacia quienes representan, mediante políticas que liquidan activos públicos para reforzar artificialmente la tasa de retorno de los propietarios de esos activos, a costa de las clases trabajadoras y medias. Cuanto más continúa este proceso, mayor es la desigualdad y más profunda la ansiedad de los beneficiarios —los ultrarricos—, ya sea por temor a que las mayorías se rebelen contra ellos o a que el capital ficticio del que dependen colapse.

P. La crisis financiera de 2008 marcó un punto de inflexión. Poco antes, el iPhone y las redes sociales inauguraron otra etapa: el preludio del tecnofeudalismo. ¿Cuáles son sus características básicas?

R. La crisis de 2008 hundió prácticamente a todos los bancos de Estados Unidos y Europa. Para reflotarlos, los gobiernos y bancos centrales imprimieron unos 35 billones de dólares, mientras al mismo tiempo aplicaban austeridad suprimiendo salarios y beneficios sociales, entre otras cosas. El resultado fue la coexistencia de una liquidez masiva y una baja demanda, lo cual llevó a una escasa inversión en bienes y servicios. Las únicas compañías que invirtieron parte de esos 35 billones fueron las que, en un inicio desde Silicon Valley, fundaron las Big Tech, basadas en una nueva forma de capital que yo llamo capital en la nube. Así comenzó el tecnofeudalismo.

P. ¿De verdad ha terminado el neoliberalismo, como usted sostiene, o estamos ante la superposición de dos formas de capitalismo en una nueva era tecnológica digital?

R. El neoliberalismo nunca fue una realidad. Solo era la ideología legitimadora (ni nueva ni liberal) del proceso de financiarización-globalización que comenzó después del fin de Bretton Woods a principios de los años setenta. Ahora, bajo el tecnofeudalismo, el poder pasa de las grandes finanzas a las grandes tecnológicas y, por tanto, el neoliberalismo ha finalizado incluso como ideología.

P. Una de las transformaciones más radicales es el uso de nuestra información como materia prima y mercancía en un circuito que se retroalimenta. ¿Por qué la economía de la atención es hoy tan dominante en la economía global?

R. La economía de la atención existe desde los primeros anuncios publicitarios. Pero bajo el tecnofeudalismo ocurre algo mucho más serio que simplemente capturar nuestra atención y robar nuestros datos. El capital en la nube, fuerza impulsora del tecnofeudalismo, nos entrena para que lo ayudemos a insertar deseos en nuestras mentes. Cuando lo consigue, satisface esos deseos directamente —evitando los mercados normales, enviando productos directamente a nosotros y otorgando a sus dueños el poder de extraer enormes rentas de la nube. Amazon, por ejemplo, se queda con un 30% a 40% del precio final de los productos. Una vez que estas rentas de la nube constituyen más del 20% del gasto total —y, por tanto, de los ingresos— nuestras economías ya no funcionan como se espera bajo el capitalismo. Por eso, debemos avanzar más allá de hablar solo de la economía de la atención u obsesionarnos con que nuestros datos son robados por las grandes tecnológicas para enfocarnos en lo que realmente impulsa el tecnofeudalismo: una nueva forma de capital, el capital en la nube.

P. El poder tecnofeudal va más allá de extraer rentas de la nube y moldear el mundo real, sobre todo a través de la capacidad de Big Tech de influir en los intentos regulatorios de los gobiernos. ¿Cuáles son las consecuencias sociales, políticas y medioambientales de las tecnologías digitales?

R. El capital siempre ha hecho que los gobiernos bailen a su son. El capital en la nube, que impulsa el nuevo orden tecnofeudal, tiene aún más poder: puede controlar directamente nuestras mentes en nombre de sus dueños. Por ejemplo, aunque los gobiernos europeos quisieran contener a empresas como Google o Meta, estas compañías tienen un poder inmenso sobre ellos: solo tienen que amenazarlos con suspender el acceso a YouTube o Instagram para disuadirlos.

P. ¿Cómo la promesa de intercambio libre y horizontalidad de los inicios de Internet se convirtió en un sistema corporativo que convierte la información personal en mercancía y beneficio privado?

R. Todas las tiranías empiezan con una promesa de liberación. La conversión de Internet de un bien común al reino tecnofeudal erigido sobre una enorme concentración de capital en la nube ocurrió por dos hechos cruciales. Primero, a los usuarios se les negó la oportunidad de probar su identidad en línea, lo que permitió a Google, Microsoft y al sector financiero monopolizar nuestras identidades digitales. Segundo, tras la catástrofe de 2008, los bancos privados ofrecieron a Big Tech gran parte del dinero impreso por los bancos centrales, casi sin intereses. Big Tech no tardó en usar ese dinero estatal para construir su arsenal de capital en la nube.

P. ¿Sugiere usted que Internet se ha vuelto una forma de tiranía gobernada por élites tecnofeudales, donde salirse del mundo digital es posible pero tiene un alto costo personal?

R. Internet, aunque sigue siendo útil para personas y movimientos de cambio, ha sido colonizado por las corporaciones “nublalistas” que han encerrado a enormes cantidades de personas y manteniéndolas ahí a través de los efectos de red y los costes de cambio.

P. ¿En qué medida el tecnofeudalismo es realmente distinto del capitalismo monopolista de otros periodos históricos?

R. Aunque los señores tecnofeudales, o nublalistas, pueden parecerse a los antiguos capitalistas monopolistas, son profundamente diferentes. Henry Ford y Thomas Edison, igual que Jeff Bezos y Mark Zuckerberg, también poseían grandes cantidades de capital, manipulaban a los políticos y adquirían medios para controlar la opinión pública. Pero poseían capital convencional —medios de producción como líneas de montaje y generadores eléctricos— que producían los productos que todos podían comprar. En cambio, el capital en la nube de Bezos y Zuckerberg no origina ningún producto tangible. Genera poder para sus dueños, quienes extraen rentas de clientes, capitalistas y proletarios que fabrican productos en las fábricas de los capitalistas. No puede haber diferencia más grande. ¿La razón? Una economía donde la riqueza se acumula en forma de rentas (en vez de beneficios reinvertidos en la producción de mercancías) está destinada a morir.

P. ¿Puede explicar por qué está destinada a morir?

R. Por lo mismo que un virus letal muere una vez que acaba con todos sus huéspedes. Las corporaciones tecnofeudales que manejan capital en la nube logran extraer cada vez más valor creado por trabajadores humanos en la economía capitalista tradicional en forma de rentas de la nube. Cuántas más rentas extraen, más inviable se vuelve todo el sistema.

P. En el tecnofeudalismo, trabajamos para los datalords sin siquiera saberlo, a diferencia del capitalismo clásico, donde era mucho más claro para quién se trabajaba. ¿Cómo surgió esta nueva superclase con un poder económico y político tan inédito?

R. Gracias a la última mutación del capital: el capital en la nube. Como dije, el capital en la nube no se produce mediante medios de producción. No son máquinas creadas para fabricar bienes u otras máquinas. Es un medio concebido para otorgar a sus dueños un poder exorbitante para controlar el comportamiento de los demás. ¿Es raro que estos dueños evolucionaran rápidamente en nuestra nueva clase dominante?

P. Usted aporta un dato revelador: en empresas antiguas como General Electric o Exxon-Mobil, el 80% de los ingresos se destinaba a salarios. En contraste, los empleados de Big Tech reciben menos del 1%, porque la mayoría del trabajo lo realizan gratis miles de millones de “siervos de la nube”. ¿Puede explicar esto?

R. El capital en la nube que da a Meta y Google (propietarios de Instagram y YouTube, respectivamente) el poder de extraer rentas de la nube es mucho más que solo máquinas, cables de fibra óptica. Es, principalmente, todo el contenido que los usuarios han subido y los efectos de red generados por esa masa de material, pero si, por ejemplo, abandonas Instagram, pierdes acceso a lo que otros publican y tus contenidos quedan invisibles para ellos. En definitiva, todo el trabajo que los usuarios ponen en sus publicaciones ha contribuido al capital en la nube de Meta y Google. Pero este trabajo fue, en su mayoría, gratuito. Esto explica por qué solo una ínfima parte de los ingresos de estas empresas va a salarios.

El poder de los tecnolords

P. ¿Qué significa para usted la imagen de los líderes de Big Tech y la IA —salvo Musk— cenando con Donald Trump, como ocurrió recientemente?

R. Trump tiene una relación peculiar con los señores tecnofeudales de Big Tech. Por un lado los humilla, por el otro los refuerza. Muchos comentaristas interpretaron la foto de su toma de posesión como prueba de que los tecnolords eran sus cortesanos. Yo la vi como una evidencia de su humillación. Sin embargo, al mismo tiempo, Trump los utiliza para usurpar el poder del Estado y les otorga increíbles nuevas oportunidades de lucro —por ejemplo, privatizando el dólar mediante stablecoins denominadas en dólares. Él busca que criptomonedas estables como Tether se conviertan en las monedas en las que se comercia el capital en la nube, al menos en Occidente y en países como Malasia e Indonesia. Eso es lo que quiere que las grandes tecnológicas lo ayuden a lograr.

P. Su analogía entre feudalismo y plataformas digitales ha sido criticada como exagerada o meramente metafórica. ¿No corre el riesgo su tesis de oscurecer, en vez de clarificar, las dinámicas reales de poder y explotación del capitalismo contemporáneo?

R. Mis críticos a menudo cometen el error de pensar que sostengo la hipótesis de que hemos regresado al feudalismo. Ese nunca fue mi argumento. Mi argumento es que hemos pasado a una nueva estructura social basada en una mutación del capital para acumular riqueza, a diferencia del feudalismo, que dependía de la tierra. No obstante, el auge del capital en la nube, un capital mutante, significó que los mercados fueran reemplazados por feudos digitales y los beneficios por rentas de la nube. Así que este nuevo sistema comparte rasgos con el feudalismo pero, al mismo tiempo, está erigido sobre el capital, no sobre la tierra. Y, esto es crucial, como el capital en la nube no es productivo, el tecnofeudalismo es parasitario y depende totalmente de un sector capitalista tradicional cada vez más pequeño, que, sin embargo, ha perdido su predominio en la distribución de ingresos, riqueza y poder. Esta es la mejor manera de entender la dinámica de poder y explotación en las sociedades contemporáneas.

P. Para clarificar, ¿acaso la mayoría de la fuerza laboral mundial no opera aún en un sistema capitalista basado en la propiedad privada de los medios de producción y la extracción de plusvalía del trabajo asalariado, como describió Marx?

R. Sí. Pero eso no debilita mi hipótesis tecnofeudal. Todavía en 1860, la gran mayoría seguía trabajando bajo relaciones de producción feudales, no capitalistas. Y, sin embargo, el feudalismo ya estaba “muerto” y el capitalismo había tomado el trono.

P. ¿Cuál es el impacto geopolítico del tecnofeudalismo, especialmente en los países en desarrollo?

R. El auge y la concentración del capital en la nube en solo dos polos —Estados Unidos y China— están detrás de la nueva Guerra Fría entre Estados Unidos y China. Los países en desarrollo ven esto y tienden a notar que Estados Unidos está cada vez más dispuesto a arriesgar la guerra (guerras comerciales y también guerras reales) para mantener su hegemonía. Por eso, incluso países que no son aliados naturales de China están coqueteándole a Pekín.

P. ¿Puede ampliar? ¿Cómo está el tecnofeudalismo reconfigurando las alianzas entre países en desarrollo en el contexto de la rivalidad Estados Unidos-China?

R. Arabia Saudita es un gran ejemplo. Aliado incondicional de Estados Unidos, está claramente cubriéndose las espaldas, transfiriendo parte de sus recursos al sistema de “finanzas en la nube” de China. Por eso Arabia Saudita decidió unirse como miembro asociado al BRICS+ y, supongo, permitió que Pekín mediara un acercamiento con Irán.

P. Dejando a China de lado por un momento: en Occidente, varios de estos tecnolords —como Peter Thiel o Elon Musk— no solo se identifican como libertarios. Son anarcocapitalistas que buscan maximizar sus ganancias mientras propician la erosión del Estado.

R. Llamo a esta nueva ideología tecnolordismo: sustituye al individuo liberal del neoliberalismo por un HumAIn –un continuo humano-IA– amorfo y, al hacerlo, reemplaza la fe fundamentalista en el “mecanismo divino del mercado” por otra divinidad: el algoritmo, que evita el procesamiento de señales de los mercados descentralizados a favor de un mecanismo perfectamente centralizado para emparejar compradores y vendedores.

P. ¿Puede el Estado limitar este poder mediante regulación o ya es demasiado tarde?

R. Se puede limitar el poder tecnofeudal imponiendo interoperabilidad y estableciendo regulaciones sobre lo que los algoritmos pueden hacer. Sin embargo, solo en China se han implementado estas medidas, porque solo allá las instituciones políticas no están completamente en manos del capital privado.

Reflexiones sociales 

P. Marx, a quien usted regresa en su libro, Tecnofeudalismo: El sigiloso sucesor del capitalismo, fue un filósofo visionario del siglo XIX. ¿Sigue Marx ofreciendo respuestas para una economía basada en la información y la IA, o necesitamos nuevas categorías para pensar la relación entre capital, trabajo y humanidad?

R. Si los filósofos regresan a Platón y Epicuro para encontrar sentido a la vida hoy, no es extraño que Marx siga siendo fundamental para entender cómo se acumula el capital en la actualidad. Si acaso, Marx es más relevante en nuestro mundo tecnofeudal que nunca. Tome la IA, por ejemplo. Todos ven cómo compañías como OpenAI han violado completamente los derechos de propiedad intelectual de todos nosotros al entrenar sus grandes modelos de lenguaje. Han tomado nuestra propiedad colectiva e individual, la han devaluado y nos la venden de nuevo para cobrar rentas que no retornan al circuito circular de los ingresos. A diferencia de los socialdemócratas desorientados que proponen regulación pero no tienen idea de cómo regular compañías como OpenAI, Marx propone la única respuesta: socializar el capital en la nube, es decir, hacernos a todos accionistas iguales de este.

P. Su libro está dedicado a su padre, quien le enseñó sobre historia, tecnología y metalurgia como una temprana lección de materialismo histórico. Su madre, también presente, le dio su primera lección de marxismo. Estos conmovedores recuerdos apuntan a valores como justicia, igualdad y autodeterminación. ¿Qué reflexiones le surgen al poner estas enseñanzas frente al estado actual del mundo, donde tantas revoluciones acabaron en dictaduras y movimientos como los Indignados u Occupy se desvanecieron sin mayores consecuencias?

R. Su pregunta me ocupó mucho cuando terminé de escribir Tecnofeudalismo. También me pregunté qué tiene aún que enseñarnos la generación de mis padres y abuelos. Así que me senté y respondí esa pregunta en la forma de un nuevo libro, que se publica este mes en inglés (titulado Raise Your Soul). La resumo en breve: debemos desarrollar la capacidad de luchar tanto contra el autoritarismo que surge de la concentración del capital como contra el lado más oscuro en nuestro propio interior —la fuerza en las sombras de nuestra alma que hace que los revolucionarios se conviertan tan fácilmente en déspotas.

P. Usted cita al filósofo Fredric Jameson: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. ¿Dónde ve hoy fuentes de esperanza para el cambio en medio de tanta desigualdad? ¿Qué rol juega la democracia —imperfecta y amenazada— en su reflexión? ¿Hay una salida al laberinto tecnofeudalista?

R. La ironía es que, a juzgar por las reacciones airadas de muchos izquierdistas a mi Tecnofeudalismo, criticándome por atreverme a afirmar que el capitalismo ha muerto, hoy la máxima de Jameson parece aplicarse más a mis compañeros de la izquierda. ¿Dónde hallo esperanza? En la tendencia intrínseca de los sistemas explotadores, basados en el capital, a socavarse a sí mismos. Por supuesto, para aprovechar esa tendencia, los demócratas deben usar el capital en la nube y volverlo contra sus dueños, igual que los revolucionarios en el pasado tomaron las imprentas para agitar y educar. No es la primera vez en la historia que, mientras el poder estaba despiadadamente concentrado, los desposeídos lograron empoderarse. Como dijo el marqués de Condorcet, el secreto del poder no está en la mente o las armas de los opresores, sino en la mente de los oprimidos. En toda época y todo sistema de explotación, nada cambiará hasta que los ciudadanos se movilicen para convertirse en agentes de cambio en vez de simples juguetes de fuerzas sociales —sobre todo el capital— fuera de su control.

P. ¿Cómo podemos mantener el optimismo sobre la posibilidad de lograr una economía digital realmente democrática cuando la mayoría de las tendencias actuales, tanto de derechas como de izquierdas, solo justifican pesimismo o, en el mejor de los casos, escepticismo?

R. Encuentro esperanza en una visión dialéctica del mundo en que vivimos. Desde esta perspectiva, la realidad nunca es armónica, sino que está construida sobre contradicciones: la coexistencia de cosas que no deberían poder existir al mismo tiempo pero, sin embargo, lo hacen. La luz, como mostró Einstein, es a la vez partículas y ondas. La humanidad podría alimentar a todos, pero vivimos en un mundo de hambre extendida. Así que cualquier realidad en la que estemos está marcada por contradicciones que acabarán resolviéndose. Todo, en otras palabras, puede ser distinto. Y como el tecnofeudalismo es quizá la mayor contradicción de todas, decido permanecer optimista.