Según
la primera acepción del término “justicia” en el diccionario, ésta es una de las cuatro virtudes cardinales, que inclina
a dar a cada uno lo que le corresponde o pertenece.
Por
desgracia, esta abstracta definición, lejos de resolver el problema, lo plantea
en toda su crudeza.
Si
hay que dar algo a alguien es porque
le pertenece y no lo tiene. Si le
pertenece, o bien lo tenía y se lo habían arrebatado, o bien se trata de
repartir entre varios un bien colectivo de nueva adquisición. Lo justo es, bien restablecer una situación anterior que ya
se consideraba justa, bien establecer
una situación nueva, en que aparece algo que antes no estaba presente.
Y si
no estaba y ahora está, es que ha sido creado ex novo, o que se ha arrebatado a otros.
En
el caso de bienes de nueva creación, no parece discutible que pertenezcan a su
creador. Si la pertenencia se debe a la desposesión
de otros, lo justo es devolvérselo. Pero, obviando esta obligación moral,
también entre los ladrones hay un sentido de la justicia restringido al grupo,
y suele exigirse el justo reparto del
botín.
En
las sociedades antiguas, o no tanto, el derecho, como fuente de la justicia, es
derecho de conquista, derecho del más fuerte. Sólo entre los fuertes, los
conquistadores, se discute el justo reparto
de la propiedad adquirida.
Admitido
un justo reparto, punto de partida que ya no se discute, se considera justo que
entre los derechos que cada uno tiene sobre lo suyo está enajenarlo, y si existe ese derecho de hacer ajeno lo propio, no
existe el derecho inverso de hacer propio lo ajeno, de tomarlo. Enajenar es donar o
intercambiar. Tomar, en derecho, sólo puede ser aceptar o intercambiar.
Intercambio
justo es intercambio de equivalentes. Los bienes se consideran equivalentes si
las partes que libremente los
intercambian lo acuerdan así. Lo que uno necesita o desea lo obtiene de otro a
cambio de un bien equivalente a juicio de ambos. En condiciones de igualdad,
valores equivalentes suponen valor añadido a otro inicial a partir de esfuerzos
equivalentes, o por lo menos así percibidos por los sujetos actuantes.
El
valor de los bienes es una suma de valores añadidos, incorporados por trabajos
sucesivos, equivalentes a su vez si lo fueron los tiempos y los esfuerzos
empleados.
En
trabajos simples, de esfuerzo equivalente, la medida común es el tiempo
empleado. Nadie está dispuesto ni capacitado para hacer por sí mismo todo lo
que necesita. La división del trabajo, la especialización en un oficio, aumenta
la capacidad, disminuyendo el tiempo necesario para poner en valor el esfuerzo,
aumenta la productividad.
Los
trabajos complejos no son equivalentes a los trabajos simples, y se admite que
añaden más valor que éstos. Verdaderamente en ellos hay que sumar al valor de
ese tiempo de trabajo el tiempo de preparación del trabajador, los años de
estudio, los años de experiencia, y también los costos de esa puesta a punto,
medidos por el valor de los bienes que hubo que obtener (intercambiándolos,
naturalmente) para el sustento y la preparación del trabajador.
Como
la producción es social, estos tiempos de trabajo que incorporan valor hay que
considerarlos como término medio, tiempos socialmente
necesarios. Si un trabajador es torpe o lento no incorporará por ello más
valor, no podrá cambiar su producto a un precio más alto. Simplemente, su
tiempo de trabajo valdrá menos: será menos productivo. Con independencia de su
mejor o peor voluntad. No es necesariamente un
vago. Tal vez no emplee los mismos medios técnicos, o no posea la misma
habilidad.
La
situación inicial idealmente expuesta es alterada desde el principio por la
fluctuación de los valores de cambio debida
a disfunciones entre la oferta y la demanda. El exceso de un producto crea un
desequilibrio que favorece al demandante, que podrá pagar un precio inferior al
idealmente justo, el basado en los valores acumulados. Si escasea ocurrirá
justamente lo contrario. Pero estas situaciones tienen su límites: el productor
no podrá mantenerse mucho tiempo por debajo de un mínimo, y se desincentivará
la producción, eliminando el exceso de oferta. Tampoco el demandante estará
dispuesto a valorar el producto por encima de sus posibilidades, disminuyendo
la demanda. El precio de los bienes se mantendrá, como término medio, en su
valor. Y ese es el valor del trabajo empleado, del tiempo equivalente empleado.
Esta
situación de mercado justo en
condiciones iniciales llevó a Adam Smith a escribir alguna vez sobre la mano invisible del mercado. La idea del mercado libre se ha aplicado
torcidamente a los mercados cautivos,
los más habituales, dada la existencia, bien real, de oligopolios, sean de
oferta o de demanda. Y el primer mercado cautivo, basado en necesidades inaplazables,
es el mercado de trabajo. Con la conocida consecuencia del desequilibrio permanente entre oferta y demanda, conducente a una
también permanente desigualdad entre tiempo empleado por la fuerza de trabajo,
intercambiado a un precio siempre inferior al valor realmente añadido por ella.
Consecuencia, la existencia de un plustrabajo no pagado y un plusvalor añadido
al capital. Resultado, la acumulación.
No
es cosa de volver a escribir El Capital, que bien escrito está, sino de llamar
la atención sobre las implicaciones que esa frase de “dar a cada uno lo suyo”
tiene en condiciones reales.
***
“Dar
a cada uno lo suyo” es en estricta justicia
“dar a cada uno según su trabajo”.
Esa ha sido la demanda del movimiento obrero, asociada a una esquematizada
“primera fase del desarrollo socialista”. Eliminada la apropiación capitalista
de la plusvalía, parece justo que el trabajador que más aporte, el que ejecute
un trabajo complejo que añade más valor perciba más.
Pero
hay que rechazar la idea de que el trabajador perciba individualmente el importe íntegro de su aportación
productiva. De ninguna manera es posible ni deseable. En primer lugar, no hay
producción estrictamente individual. Sin soporte social el creador mismo no
existiría. Debe a otros su crianza, su formación, su cultura, sus herramientas.
Él mismo es un producto colectivo.
En
segundo lugar, hay que crear y sostener un conjunto de bienes que no se puede ni
se debe repartir. Parques, calles y plazas, una escuela, un hospital. Todo lo
que se disfruta necesariamente en común. Y todo lo necesario para mantener un
sistema productivo complejo y colaborativo.
Visto
así, la existencia de plusvalía, de trabajo
no pagado, es, a más de inevitable, deseable. Lo que hace indeseable la
apropiación capitalista de plusvalía es su transformación en propiedad privada. Su carácter privado priva a la comunidad de algo estrictamente
suyo. Pero hay que insistir, suyo como
colectividad.
Consideremos
ahora el trabajo pagado, proporcional al valor creado. Con tal criterio puede
haber grandes diferencias entre lo que perciben unos y otros trabajadores. Un
descubrimiento que proporcione grandes beneficios a la humanidad es, y no sólo
retóricamente, “impagable”. Utilizar este argumento, coherente pero difícil de
cuantificar (1), permite que los derechos
de autor de escritores de best
sellers o de cantantes de éxito los hagan inmensamente ricos.
Dar
“a cada uno según su trabajo” se
traduce fácilmente en dar “a cada uno
según su capacidad”, siempre que esa capacidad se ejercite realmente.
Así que la cuestión del justo reparto del producto social
está lejos de una solución sencilla incluso en el socialismo.
***
Según el esquema habitual, queda para una hipotética fase
avanzada del desarrollo socialista, el comunismo,
en que la sociedad transformada haya forjado “al hombre nuevo”, otra divisa,
éticamente superior. Considerando que la sociedad produce bienes (hoy añadiríamos y servicios, como si los servicios no
fuesen bienes) para satisfacer necesidades,
y vista la diversidad tanto de bienes que es posible producir como de necesidades que es posible sentir, la soñada sociedad comunista se ha definido con esta
sencilla frase:
“De cada cual, según
su capacidad, a cada cual según sus necesidades”.
El lema se ha ligado siempre a una sociedad de justos que fuese a la vez sociedad de la abundancia. Los mitos de la edad de oro, las utopías
socialistas, empezando por la de Tomás Moro, la percepción occidental de las
sociedades primitivas, igualitarias y felices, ha colocado en otro tiempo
pasado o futuro y en otro lugar, real o imaginario, pero nunca cercano, este
ideal comunista.
Este socialismo
ingenuo parece hoy improbable, o al menos lejano, tras las experiencias
pasadas. Contrastando el modelo con las realizaciones prácticas, en las
condiciones reales de su desarrollo, poco hemos avanzado. Más bien parece que
se aleja ¿definitivamente? ese horizonte.
***
La ideología del progreso, visión optimista del futuro,
ha sido compartida por el pensamiento
socialista y el liberal.
Constatado el continuo desarrollo de las fuerzas
productivas, el liberalismo ha imaginado un crecimiento sin límites de la
riqueza, que desde la burguesía creadora
de la misma se derramaría sobre toda la sociedad, sin necesidad de otra cosa
que la búsqueda por cada uno de su propio beneficio. De la justa distribución
se encargaría aquella mano invisible del mercado.
Visto así, el mundo es justo en sí mismo, y las
desigualdades se ven, bien como justas y necesarias, bien como temporales. En
este segundo caso, el desarrollo ilimitado se encargará de eliminarlas. Nótese
cómo el primer punto de vista suele ser para consumo interno burgués, y el segundo para consuelo de proletarios.
El pensamiento socialista ha ligado esta visión
desarrollista con una transformación social que modificará la naturaleza humana. En último término, no
hay tal naturaleza humana, y hoy pasa
por tal el resultado de la sociedad competitiva, inhumana en sí. Los humanos son modelados por la sociedad en la
que viven. Lejos de la feroz competencia, el espíritu de colaboración se
impondrá. El hombre es racional y puede ser convencido de las ventajas de la
colaboración, así como del destino común de la especie como un todo.
Así, con la perspectiva de un desarrollo ilimitado de las
fuerzas productivas, la producción de
bienes puede adelantarse a la satisfacción de necesidades. Los liberales ni
se preocupan del problema de la distribución. Sí lo hacen los socialistas, con
la esperanza de acompañar con una producción creciente la satisfacción de
necesidades en desarrollo armónico.
***
El socialismo, como hemos visto, no supone necesariamente
la nivelación de los estándares de consumo de la población. Al recompensar justamente la productividad del trabajo
de cada cual, aún en ausencia de explotación capitalista pueden darse
situaciones muy diferentes. El trabajo simple se pagará modestamente, mientras
algunos percibirán ingresos cuantiosos por tareas muy especiales.
En la sociedad capitalista estas personas dedicaran sus
altos ingresos, bien a invertir,
productiva o especulativamente, bien a satisfacer caprichos extravagantes,
“necesidades” artificialmente creadas, cerrando un ciclo productivo que,
elaborado para la acumulación de capital, requiere un desarrollo incesante de
la producción.
En una sociedad realmente socialista estas diferencias en
los ingresos pueden dar ventaja a sectores de alta cualificación, que, en
ausencia de acumulación privada de bienes productivos, sí puede conducir a
consumo de bienes de lujo y a una evidente estratificación social muy poco
estimulante para la ética social. Aunque es de esperar que una planificación
racional, imposible en la sociedad del beneficio, dedique mayores esfuerzos al
bienestar a través de bienes y servicios comunitarios. Desde luego, siempre
será mejor una sociedad en que la producción se desvincule del lucro privado.
Pero hasta el momento ninguna sociedad mínimamente
socialista se ha podido desvincular de sus relaciones externas, inmersas en la
economía global capitalista, obligada a una productividad
seguramente innecesaria, pero impuesta por los mercados internacionales. Ni ha podido
librarse de la sangría impuesta en el terreno militar por las necesidades
defensivas, que para el otro lado no han sido sino un negocio más.
No hay que subestimar esto cuando se juzgan las
deformaciones autoritarias y burocráticamente organizadas del llamado
“socialismo real”.
***
En todo sistema hay una relación dinámica entre entradas y salidas, y en un sistema
económico no abocado al colapso, producción y consumo son los elementos
esenciales e inseparables de un ciclo que debe reproducirse de modo estable.
Esto nos lleva a buscar una relación entre capacidades
productivas y necesidades humanas,
los mismos elementos que han aparecido en la anterior definición de la sociedad
comunista.
En cuanto a la capacidad, hemos visto la diversidad entre
las cualidades individuales, que se traducen en diferencias entre la capacidad
productiva de unos y otros. Y que cierto sentido estricto de la justicia
producía desigualdades.
Interpretar que “lo producido por uno” es “lo suyo” sería
fácil en una sociedad estabilizada de
productores aislados que intercambiasen productos debidos exclusivamente a cada
uno. En tal sociedad, el libre mercado, que entonces sí sería libre, sería el
único lazo entre humanos. Esta situación abstracta seguramente no se ha dado
nunca. La producción, y no sólo el intercambio, es desde siempre un fenómeno
social, y más o menos inestable.
¡Ah, si fuera fácilmente deslindable lo que cada uno
produce en relación con el grupo! La producción no es simple suma. El todo articulado
es mucho más que el conjunto de las partes. Los sistemas complejos adaptativos,
y toda sociedad lo es, producen cualidades emergentes que no existían en las
partes separadas, y atribuir esas cualidades a una u otra parte concreta suele
ser sencillamente inoperante.
Si la producción no es un fin, sino un medio para cubrir
necesidades, parece un camino mucho más operativo estudiar éstas.
De la inevitable Wikipedia extraigo algunas definiciones:
- Necesidad es una sensación de carencia unida al deseo de satisfacerla. Por ejemplo, la sed, el hambre y el frío son sensaciones que indican la necesidad de agua, alimento y calor, respectivamente.
- Son la expresión de lo que un ser vivo requiere para su conservación y desarrollo. En psicología la necesidad es el sentimiento ligado a la vivencia de una carencia, lo que se asocia al esfuerzo orientado a suprimir esta falta, a satisfacer la tendencia, a la corrección de la situación de carencia.
- Un deseo es una necesidad que toma la forma de un producto. Por ejemplo, si se tiene sed y se siente la necesidad de hidratarse, se desea un vaso de agua para satisfacer dicha necesidad.
- Las necesidades no se crean, existen. Lo que se crea o fomenta es el deseo.
Hay
una primera distinción entre las necesidades
vitales y las psicológicas,
ligadas más bien al deseo que a la subsistencia. Entre las primeras unas se dirigen
a la supervivencia inmediata y otras al buen
vivir, a la ausencia de sufrimiento. Es difícil, más allá de las primeras,
separar necesidades y deseos. Éstos tienen que ver con la clase social y con
las expectativas. Se abre así un mundo de deseos difícil de controlar, porque
su creación no tiene límite, en buena parte por la ideología dominante y la
“necesidad” de reproducción siempre ampliada del capital (¡que es, claro está, una necesidad vital para el sistema!).
- Ilimitadas en cuanto a número: Porque a medida que progresa y avanza el mundo van surgiendo nuevas necesidades y por lo tanto el hombre va adquiriendo mayores necesidades.
- Limitadas en capacidad: Cuando el hombre satisface completamente sus necesidades, llegando su organismo a un estado de tope o saturación que es imposible pasar porque de lo contrario pondríamos en evidente peligro nuestra salud. Por ejemplo, comiendo en exceso.
- Concurrentes o excluyentes: Cuando el hombre se le presentan dos o más necesidades al mismo tiempo y como no es posible satisfacerlas en forma simultánea, entonces el hombre prioriza aplacando primero las más urgentes o apremiantes y después las de menor urgencia.
- Complementarias: Cuando la satisfacción de una necesidad implica forzosamente la satisfacción de otras que son indispensables para la primera. Por ejemplo la necesidad de alimentarse implica la necesidad de contar con vajilla, cocina, mesa, sillas, etc.
- Pueden ser sustituidas unas por otras: Puesto que hay diversas formas de satisfacer una misma necesidad. Por ejemplo tengo la necesidad de recrearme asistiendo al cine pero como se agotaron las entradas alquilaré la película y la veré en casa.
- Tienden a fijarse: Porque una vez satisfecha una necesidad que antes no teníamos se puede convertir en un hábito o costumbre en nuestra vida venidera. Por ejemplo, años atrás el uso del teléfono móvil no era común. Ahora es prácticamente imprescindible.
- Varían en intensidad: Cuando las mismas necesidades se nos presentan con un mayor apremio o urgencia. Por ejemplo en verano sentimos una mayor necesidad de ir a la playa que en invierno.
Más
allá de las que siente el cuerpo,
este sistema es un producto social. Es de esperar que una sociedad distinta
reconozca unas necesidades distintas. Y en una sociedad de clases hay
evidentemente necesidades determinadas por la pertenencia a una de ellas. A un
individuo totalmente conforme con la estructura de clases de su sociedad, le
satisfará cubrir las que considera a su alcance, y a las que tiene derecho. El límite
de las necesidades, si no obedece a una autolimitación consciente, lo
establece siempre la posibilidad material de satisfacerlas. En todos los casos,
la insatisfacción de expectativas produce la sensación, más o menos duradera,
de fracaso.
Como se ve, las necesidades constituyen un sistema
dinámico e interactivo, conflictivo tanto en el plano individual como, sobre
todo, en las relaciones sociales. Se puede establecer una dialéctica de las necesidades, y si es importante que las personas
establezcan sus prioridades, no menos lo es el hecho de que toda sociedad, en
su estructura, establece cuáles deben
ser satisfechas en primer lugar. Y a
quién se le reconocen. Establecer una jerarquía para las necesidades es el
primer paso en cualquier proyecto individual y social.
Abraham Maslow, en 1943, consideró una jerarquía de
necesidades humanas, con un modelo piramidal, defendiendo que conforme se
satisfacen las necesidades más básicas (parte inferior de la pirámide), los
seres humanos desarrollan necesidades y deseos más elevados (parte superior de
la pirámide).
1.
Necesidades de comida, bebida, vestimenta y
vivienda.
2.
Necesidades de seguridad y protección.
3.
Necesidades de pertenencia: afecto, amor,
pertenencia y amistad.
4.
Necesidades de autoestima: autovalía, éxito y
prestigio.
5. Necesidades de autorrealización: de lo que
uno es capaz, autocumplimiento.
Como todo modelo, este no es más que un primer paso para
aproximarse a la realidad. Dentro de cada nivel hay necesidades con muy
diferente grado de exigencia o de inmediatez, que en muchos casos pueden ser
superadas por otras de un nivel más alto. Desde luego, respirar es prioritario
frente a alimentarse, pero en ocasiones el descanso no lo es frente a la
aspiración al reconocimiento de los demás.
De todos modos es una buena base para priorizar qué
necesidades merecen ser consideradas en primer lugar. Y esto ha sido recogido
por la Organización Mundial de la Salud en sus documentos y tenido en cuenta
para definir los (¿quiméricos?) “objetivos
del milenio” de la ONU.
Si pueden jerarquizarse las necesidades, si es común a todos el anhelo de satisfacerlas y si
el hombre es un ser ineludiblemente
social, se puede establecer que socialmente
existe el derecho a esa satisfacción.
Y dado el carácter conflictivo del establecimiento de prioridades, habrá
también una jerarquía de derechos. De derechos
humanos.
***
Debería ser axiomático que existen derechos universales. No estoy seguro de que todo el mundo lo
entienda así. El lema de la monarquía británica, “Dieu et mon droit”, expresa claramente las dos prioridades (únicas)
de un monarca absoluto. Pero son muchos los que, al menos en la práctica y dentro de su grupo, tienen claro que el
derecho es una constitución al
servicio “de todos”.
Todas las sociedades, por el mero hecho de serlo, han
creído en la existencia de derechos
humanos. Pero casi siempre han tenido un concepto de humanidad restringido
al grupo. En sociedades igualitarias se era hombre
dentro de la tribu o la comunidad de lengua. No se reconocían derechos a los
extraños. En sociedades estratificadas, los derechos, también estratificados,
no son reconocidos por igual a los miembros de la clase dominante y a mujeres,
trabajadores libres, esclavos.
Y hoy mismo, la mayoría de los derechos los llevamos
empaquetados… en la cartera.
***
Si el capitalismo es crecimiento perpetuo para la
perpetua acumulación (de capital, por
supuesto), necesita, además de la fuente
productiva en constante desarrollo, un sumidero
de consumo también creciente. Continuamente crea, para ello, nuevas
necesidades, que no es luego capaz de extender al conjunto de los individuos
con derecho a satisfacerlas.
Aquí está el meollo del problema. El sistema crea
necesidades que no puede satisfacer. Habrá que seleccionar entonces, de entre
tantas necesidades artificiales,
cuáles son las verdaderas necesidades que deben, porque
pueden, ser satisfechas. Las necesidades radicales (2).
Encontramos este concepto en la obra de Marx. Considera
necesidades radicales aquellas que para ser satisfechas deben atacar el
problema por la raíz, y la raíz para el
hombre es el hombre mismo (3). Sin mencionarlos expresamente, está
aludiendo a los más recientemente definidos derechos
humanos.
***
Estamos asistiendo, aceleradamente, a una pérdida de
derechos que se venían considerando inherentes a la condición humana. Los derechos reclamados originariamente por las
revoluciones burguesas fueron los derechos civiles,
considerados como la primera generación.
Se los puede resumir en la “libertad” proclamada por la revolución francesa.
Vista la insuficiencia práctica de su ejercicio, la práctica de la lucha de
clases fue imponiendo la reivindicación de los derechos económicos y sociales, que constituyeron, de modo más bien
declarativo, la segunda generación.
Vendrían resumidos en la “igualdad” del lema republicano.
¿Y qué hay de la “fraternidad”? Hoy la podríamos hallar,
de modo algo incierto, en los derechos de la solidaridad. Estos constituirían (¿por la fuerza simbólica de las ternas?) la tercera generación.
Pues bien, asistimos al desmantelamiento del ejercicio de
estos derechos, mucho antes de haberlos universalizado. No existe el derecho
sin la capacidad de ejercerlo, y cada día vemos desaparecer esa capacidad para
las grandes mayorías. Lo que se viene encima es la proletarización, otra vez,
de quienes habían creído que el término “proletario” era cosa del pasado. Pues
parece que no lo era.
El proletario no tiene más que ofrecer, como valor de
cambio, su fuerza de trabajo.
Despojadlo de la capacidad de venderla y tardará muy poco en perderlo todo. En
condiciones de mercado, con una gigantesca demanda de trabajo y una oferta cada
vez más escasa, el precio de la “mano de obra”, incluso la de alta
cualificación, se desmorona. Y se detiene el consumo, salvo el de bienes de
lujo para la minoría que conserva su “poder adquisitivo”, en una espiral que se
parece a la caída en barrena de un
aeroplano.
La propia composición orgánica del capital, con un trabajo acumulado (trabajo muerto) cada
vez mayor y un trabajo vivo cada vez
menos abundante, reduce la tasa de ganancia.
Y recuperar la tasa de ganancia es el verdadero objetivo
de las políticas de austeridad a que asistimos, como puede verse en este cuadro,
extraído del artículo de Michel Husson “La
austeridad fiscal y la rentabilidad. El doble dilema europeo” (4):
Si las políticas de austeridad no son capaces de lograr el objetivo de reducir la deuda pública y si van acompañadas de un aumento del desempleo, se podría hablar de fracaso cuando no de ser absurdas. Pero sería necesario adoptar un punto de vista diferente, si estas políticas tuvieran, de hecho, otro objetivo (colateral), a saber, el restablecimiento de la rentabilidad empresarial. Observamos que es en los países que han aplicado las políticas de austeridad más estrictas donde la tasa de margen ha evolucionado más favorablemente, bien cayendo menos o recuperándose (Cuadro 10).
Y entre esos países,
como no podría ser de otro modo, ocupa un lugar destacado España.
***
Pero la bajada de la tasa de ganancia
tiene otra causa, ajena a la composición orgánica del capital. Y es el agotamiento general de los recursos.
El mundo está, o estará en breve, en decrecimiento. ¿Cómo se puede compaginar
esta realidad de escasez creciente, tanto de energía como de recursos
naturales, con el crecimiento constante de capital y bienes, necesario, no ya
para la reproducción ampliada del capital,
sino para su simple reproducción?
Y hay que considerar que el capital no
invierte para su simple reproducción.
Ningún capitalista invertirá un céntimo si al final del año lo único que tiene
es el mismo capital que al principio. De ahí que, cuando en los sectores
productivos desciende la tasa, se recurre a la especulación, a las consabidas burbujas, aún a sabiendas de que
terminan estallando.
Con esta expectativa, lo mejor que
podemos hacer es desembarazarnos lo antes posible de este sistema imposible,
aunque sólo sea porque, si su caída se produce por muerte natural, caerá con él un futuro mínimamente humano.
***
Es entonces cuando cobra su sentido el
lema comunista:
“De
cada cual, según su capacidad, a cada cual según sus necesidades”.
Porque si las capacidades son
desiguales, el viejo lema “justo” de dar
a cada uno según su trabajo fomentará todavía la desigualdad y la
estratificación. Si ha de contraerse la capacidad productiva (al menos en
cuanto a recursos) habrá que repartir
mejor, y producir para cubrir las necesidades. Y éstas vendrán dadas por el
cumplimiento más sobrio y estricto de los derechos
humanos (5).
Aquí cobra toda su fuerza ese concepto
de las necesidades radicales, las de
satisfacción exigible por la simple pertenencia a la humanidad.
Y una interpretación sobria de las jerarquías de Maslow,
aquellas que nos conduzcan a un buen
vivir, que siempre debe adaptarse a las necesidades que es posible
satisfacer para todos. Y satisfechas dignamente
las de la base de la pirámide, queda un amplio espacio de satisfacciones
personales.
Se trata de la superación del reino de la necesidad para entrar en el reino de la libertad, cuando “el libre desarrollo de cada uno condicione
el libre desarrollo de todos”.
¿Qué esto supone una verdadera
revolución antropológica? Naturalmente. Pero no es preciso considerarnos seres angélicos para imaginar que es
posible una sociedad diferente y mejor. Según Peter Singer (6), Marx había aceptado
con entusiasmo la teoría de la evolución de las especies, pero separaba
radicalmente la historia natural de
la historia humana. Admitiendo que
nuestra especie era un resultado evolutivo, podría cambiar ese resultado al
cambiar la sociedad, porque no existiría algo así como una naturaleza humana. El hombre sería un producto social. Y a una sociedad nueva correspondería un hombre nuevo. Pero parece una fantasía
ese cambio rápido de una naturaleza
adquirida a lo largo de millones de años.
Ciertamente, la selección natural ha
favorecido en nosotros, de modo bastante circunstancial, tendencias
contradictorias, tanto a la competencia como a la colaboración. Si no fuese
así, una de las dos habría desaparecido. Pero no es esa la cuestión.
La sociedad modela al hombre tanto
como éste a la sociedad. Los hombres hacen su historia, pero no eligen las
condiciones en que la hacen. Las condiciones del futuro van a ser radicalmente
diferentes de las que han existido hasta ahora. Dentro de cada formación
estable, el control social ha sido capaz de mantener estructuras muy diversas,
en función de la conciencia de sus miembros. Y la formación de la conciencia también ha seguido un proceso
evolutivo.
El cambio sustancial ha de darse en la
conciencia, y ésta depende ahora más que nunca del conocimiento de las
expectativas. De la batalla de las ideas. Que ha de darse en condiciones
difíciles, pero ha de darse.
Y en estas condiciones, lo que podía
considerarse una fantasía utópica en el siglo XIX, puede ser ahora una necesidad histórica.
Y como todas las coyunturas, no es
determinista, sino opcional. Es un proyecto que puede resultar, tanto en el
triunfo de una de las clases en presencia (nunca definitivo) como en la
destrucción de la sociedad (7).
26
de diciembre de 2012
Juan José Guirado
Notas
(1) Es muy
difícil deslindar la aportación real
del autor, sea en un hallazgo científico o en una creación artística, de lo que
debe socialmente a sus predecesores. Ya
en el siglo XII lo recoge (que no lo
inventa) Juan de Salisbury:
Decía Bernardo de Chartres que somos
como enanos a los hombros de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos,
no por alguna distinción física nuestra, sino porque somos levantados por su
gran altura.
Esta frase fue
posteriormente muy repetida. Newton escribió, en carta a Robert Hooke, la cita
más habitual:
«Si he visto más lejos es porque estoy
sentado sobre los hombros de gigantes»
¿No demuestra la misma historia de la cita lo fácil
que es caer en pecado de metonimia,
atribuyendo el mérito del todo a alguna de las partes? Las patentes de
medicamentos, el mercado de los derechos de autor y hasta el premio Nobel tienen
algo que ver con esto.
(2) “…una de las
estructuras interdependientes esenciales del capitalismo como «formación» es la
estructura de las necesidades. Para
poder funcionar en la forma característica de la época de Marx, para poder
subsistir como «formación social», el capitalismo, en el interior de su
estructura de necesidades, incluía algunas de imposible satisfacción en su
seno. Según Marx las necesidades radicales son momentos inherentes a la estructura capitalista de las necesidades: sin
ellas, como dijimos, el capitalismo no podría funcionar: éste, en consecuencia,
crea cada día necesidades nuevas. Las «necesidades radicales» no pueden ser
«eliminadas» por el capitalismo porque son necesarias para su funcionamiento.
No constituyen «embriones» de una formación futura, sino «accesorios» de la
organización capitalista: la trasciende no su ser, sino su satisfacción. Aquellos individuos en los cuales surgen las «necesidades
radicales» ya en el capitalismo son los portadores del «deber colectivo».”
Ágnes
Heller,
Teoría de las necesidades en Marx. Ed
Península. Pág. 90.
(3)
“Marx busca
entonces a los portadores de estas necesidades radicales y los halla finalmente
en la clase obrera. Fundamenta su
conclusión en el hecho de que la clase obrera es «...una clase con ‘cadenas radicales’, una clase de la
sociedad civil que no es una clase de la sociedad civil; (...) una esfera que
posee un carácter universal por lo universal de sus sufrimientos, y que no
reclama para sí ningún derecho
‘especial’, puesto que contra ella no se ha cometido ningún desafuero en
particular, sino el desafuero ‘en sí,
absoluto’. Una clase a la que le resulta imposible apelar a ningún título ‘histórico’, y que se limita a
reivindicar su título ‘humano’.» La
clase obrera encarna en consecuencia las necesidades radicales, puesto que no
tiene objetivos particulares, ni puede
tenerlos, en cuanto que sus fines sólo pueden ser eo ipso generales. Más tarde Marx reforzará este pensamiento (por
ejemplo en el Manifiesto del Partido
Comunista.) afirmando que la
clase obrera no puede liberarse sin liberar a toda la humanidad.”
Ágnes
Heller,
Pág. 105.
(5)
La sociedad, salvo el más mezquino
liberalismo, o el peor fascismo, ha asumido en general la obligación de
mantener dignamente la vida y los derechos de los más desfavorecidos, por poco productivos que sean. Enfermos,
inválidos, ancianos, han encontrado apoyo social, en la estructura familiar o
de grupo, sin ser abandonados a su suerte. Por supuesto, es distinto el caso de
los niños pequeños, porque su mantenimiento es la base para la reproducción del
sistema.
Naturalmente, sí es exigible la aportación de cada cual según su capacidad. No olvidemos la
estrofa de La Internacional:
“no más deberes sin derechos, ningún derecho
sin deber”
(6) Peter Singer. Una izquierda
darwiniana. Crítica.
(7)
“…una lucha que conduce en cada
etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al
exterminio de ambas clases beligerantes”.
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