Aproximación melancólica al tema. El ángel (el hombre) está solo en medio de las cosas.
Todas las cosas, en cuanto tales, son reducidas a la única medida del intercambio, de la equivalencia. Toda cualidad intrínseca desaparece, y las diferencias cualitativas se reducen a cantidades. La esencia de cada cosa, que puedo valorar por su relación conmigo mismo, se transforma en un "valor" trasladable de unas a otras por su intercambiabilidad. Se devalúa la relación que tuvieron conmigo, y se relacionan entre sí.
Yo quedo al margen. Solo.
Anhelo una imposible relación afectiva con cosas que no son mías por ser mis criaturas, sino porque las compro. Quiero identificar en mí el amor por ellas que tuvo su autor, pero la identificación se disuelve cuando medito que no las hizo sino para enajenarlas. La sospecha de venalidad disuelve mi ilusión.
Si esto puede ocurrir con la obra de un artista, de un artesano, es seguro que ocurre con el producto industrial. Lo que debería ser obra colectiva consciente se convierte en un agregado de operaciones sin alma, efectuadas a cambio de un salario. Cualquier afecto que ponga en ellas sólo las hace mías "si bien se mira, por haberme costado mi dinero".
Cuando esto ocurre, y es la esencia del capitalismo, ninguna relación humana queda totalmente a salvo de la sospecha de venalidad. Incluso el amor entre dos puede ser cosificado como trueque de intereses. Hemos conocido a personas a las que la riqueza, o incluso la belleza u otras cualidades, ha alejado de la entrega (¿desinteresada?) a otros, sospechosos todos de fingir el afecto.
Hasta en el amor mercenario se busca afecto, y hay quien de algún modo lo da. Como en la literatura y el arte, la complicidad del lector o espectador para creer, siquiera por un tiempo, lo que ve, justifica la obra. ¿Es sincero el actor? ¿su emoción es fingida? ¿lloramos porque estamos tristes o, como dicen los conductistas, estamos tristes porque lloramos? Cuestión insoluble, pero como en toda dialéctica, los extremos opuestos son polos inseparables, y todos estamos en algún punto de la escala, o más bien oscilamos entre ellos.
Parece ser que Anthony Hopkins afirmó que sus sentimientos en el cine eran pura técnica, y que cuando los fingía no sentía nada auténtico. Tengo mis dudas, porque hasta para fingir un sentimiento hay que conocerlo. Dudas, evidentementen no son certezas. Por diversas razones hay ausencia total de sentimientos en unas pocas personas. Sobre esta cuestión, remito al libro El error de Descartes, de António Damásio.
Considerando esto ¿está el capital desprovisto de sentimientos? Sin duda alguna: no hay máquinas sintientes. ¿Y un capitalista concreto? No es necesario que sea insensible: para modular sus sentimientos están la ideología y el sentido común.
El sentido común juega en el equipo de los explotadores, y es la ideología predilecta de la gente de bien, las clases medias urbanas y los intelectuales cooptados por el sistema, sometidos los tres factores sociales a los prejuicios inventados y los intereses reales de la clase propietaria.
El sentido común ahoga el pensamiento en el espíritu mercantil. No es raro que, solas en la multitud, tantas personas dediquen sus ocios a pasear por las grandes superficies comerciales, a la busca de una compañía con las cosas, que es lo unico que comparten con los demás (esos no-otros) en esos no-lugares.
Como afirma el artículo que copio a continuación, "comprar es un impulso que nos hace sentirnos menos solos, al vincularnos con una mercancía que colma nuestros deseos externos e impulsos internos, al tiempo que ingresamos en un club social de actores con roles similares a los nuestros".
Y prosigue: "comprar (también ideas o proyectos políticos) es un camino seguro para burlar la soledad existencial". Y como ocurre con cualquier otra mercancía, hay que saber venderla. Nada mejor que el mensaje directo e inmediato, como ocurre con toda la publicidad.
El populismo quiere atajos, consignas, adhesiones, acción directa que cree un campo magnético de emociones vitales para irradiar eléctricamente a una multitud entregada a la causa.
Sigue el artículo.
Todas las cosas, en cuanto tales, son reducidas a la única medida del intercambio, de la equivalencia. Toda cualidad intrínseca desaparece, y las diferencias cualitativas se reducen a cantidades. La esencia de cada cosa, que puedo valorar por su relación conmigo mismo, se transforma en un "valor" trasladable de unas a otras por su intercambiabilidad. Se devalúa la relación que tuvieron conmigo, y se relacionan entre sí.
Yo quedo al margen. Solo.
Anhelo una imposible relación afectiva con cosas que no son mías por ser mis criaturas, sino porque las compro. Quiero identificar en mí el amor por ellas que tuvo su autor, pero la identificación se disuelve cuando medito que no las hizo sino para enajenarlas. La sospecha de venalidad disuelve mi ilusión.
Si esto puede ocurrir con la obra de un artista, de un artesano, es seguro que ocurre con el producto industrial. Lo que debería ser obra colectiva consciente se convierte en un agregado de operaciones sin alma, efectuadas a cambio de un salario. Cualquier afecto que ponga en ellas sólo las hace mías "si bien se mira, por haberme costado mi dinero".
Cuando esto ocurre, y es la esencia del capitalismo, ninguna relación humana queda totalmente a salvo de la sospecha de venalidad. Incluso el amor entre dos puede ser cosificado como trueque de intereses. Hemos conocido a personas a las que la riqueza, o incluso la belleza u otras cualidades, ha alejado de la entrega (¿desinteresada?) a otros, sospechosos todos de fingir el afecto.
Hasta en el amor mercenario se busca afecto, y hay quien de algún modo lo da. Como en la literatura y el arte, la complicidad del lector o espectador para creer, siquiera por un tiempo, lo que ve, justifica la obra. ¿Es sincero el actor? ¿su emoción es fingida? ¿lloramos porque estamos tristes o, como dicen los conductistas, estamos tristes porque lloramos? Cuestión insoluble, pero como en toda dialéctica, los extremos opuestos son polos inseparables, y todos estamos en algún punto de la escala, o más bien oscilamos entre ellos.
Parece ser que Anthony Hopkins afirmó que sus sentimientos en el cine eran pura técnica, y que cuando los fingía no sentía nada auténtico. Tengo mis dudas, porque hasta para fingir un sentimiento hay que conocerlo. Dudas, evidentementen no son certezas. Por diversas razones hay ausencia total de sentimientos en unas pocas personas. Sobre esta cuestión, remito al libro El error de Descartes, de António Damásio.
Considerando esto ¿está el capital desprovisto de sentimientos? Sin duda alguna: no hay máquinas sintientes. ¿Y un capitalista concreto? No es necesario que sea insensible: para modular sus sentimientos están la ideología y el sentido común.
El sentido común juega en el equipo de los explotadores, y es la ideología predilecta de la gente de bien, las clases medias urbanas y los intelectuales cooptados por el sistema, sometidos los tres factores sociales a los prejuicios inventados y los intereses reales de la clase propietaria.
El sentido común ahoga el pensamiento en el espíritu mercantil. No es raro que, solas en la multitud, tantas personas dediquen sus ocios a pasear por las grandes superficies comerciales, a la busca de una compañía con las cosas, que es lo unico que comparten con los demás (esos no-otros) en esos no-lugares.
Como afirma el artículo que copio a continuación, "comprar es un impulso que nos hace sentirnos menos solos, al vincularnos con una mercancía que colma nuestros deseos externos e impulsos internos, al tiempo que ingresamos en un club social de actores con roles similares a los nuestros".
Y prosigue: "comprar (también ideas o proyectos políticos) es un camino seguro para burlar la soledad existencial". Y como ocurre con cualquier otra mercancía, hay que saber venderla. Nada mejor que el mensaje directo e inmediato, como ocurre con toda la publicidad.
El populismo quiere atajos, consignas, adhesiones, acción directa que cree un campo magnético de emociones vitales para irradiar eléctricamente a una multitud entregada a la causa.
Sigue el artículo.
Rebelión
Decir lo que la gente quiere oír, expresado de modo sencillo y en binomios enfrentados que entren por los ojos es la manera más adecuada de generar una riada de adeptos a una causa política de nuevo cuño. Eso y tener a los medios de comunicación abanicando tu rostro público día y noche.
En
realidad, estamos ante el método por excelencia de la publicidad
comercial en combinación con la propaganda grosera de hacer acólitos en
otras esferas sociales, religiosas o de diverso signo ya sea éste
esotérico, costumbrista o de cultura de masas, esto es, lanzar mensajes
simples con gancho que inviten al individuo en soledad a sumarse a un
grupo determinado, afín a sus intereses privados, estatus personal y
necesidades naturales o creadas en gran medida por el entorno en el que
viva cada sujeto concreto.
Todos recibimos las proclamas en
soledad, aunque exista un bagaje cultural previo que nos conecte al
segmento al que se dirige cada mensaje. Ese lugar común sirve para
interpretar lo que se nos quiere vender, el objeto que debemos adquirir
para salir de la soledad en que nos hallamos inmersos ahora mismo.
Comprar no es más que un impulso que nos hace sentirnos menos solos, al
vincularnos con una mercancía que colma nuestros deseos externos e
impulsos internos, al tiempo que ingresamos en un club social de actores
con roles similares a los nuestros: nos vincula el objeto adquirido e
idéntica capacidad de haber descifrado los códigos secretos del mensaje
publicitario.
Comprar (también ideas o proyectos políticos) es
un camino seguro para burlar la soledad existencial, una especie de
sucedáneo o placebo de una vida profunda y un espíritu crítico y libre.
El capitalismo sabe perfectamente que el miedo a la soledad es un
elemento constitutivo del ser humano. Nos aterra sentirnos solos:
necesitamos del otro perentoriamente para que la vulnerabilidad de
nuestra condición sea más llevadera y menos perentoria o dramática.
Aproximarse al otro es un acto que realizamos por pura necesidad, con
naturalidad, sin prevenciones especiales o artificiales. Sin embargo, la
sociedad-mundo compleja que hoy habitamos ha desnaturalizado esa
realidad vital, desvirtuándola psicosocialmente para así convertir al
individuo aislado en un ente más maleable y sugestionable.
La
soledad actual no se resuelve hablando sin más con el otro. Han surgido
mediaciones y procesos sibilinos que pretenden anular la capacidad
natural del ser humano de curar sus desajustes vitales con remedios
homeopáticos. Tenemos que sanar nuestra soledad moral relacionándonos
con otros virtuales: iconos culturales, símbolos psicológicos, marcas
comerciales e ideas preelaboradas por los mass media para calmar nuestra conciencia de irremediable existir a solas.
Cuando el vacío social, el hastío político y la crisis económica son
especialmente intensos, la soledad moral acusa un desgaste mayor, una
desazón que puede romper el orden establecido de muchas maneras. Desde
el suicidio a las actitudes críticas basadas en la razón, la pléyade de
salidas es enorme.
Respuestas privadas y políticas puede haber
muchas, no obstante el caldo de cultivo de algunas encrucijadas
históricas donde el horizonte no dibuja ningún futuro halagüeño o un
perfil comunitario deseable, tiende a originar líderes mediáticos que
recojan y expresen esas zozobras con palabras amables y contundentes. No
son dirigentes que nazcan de la noche a la mañana ni por generación
espontánea: son opciones encubiertas del poder establecido (las sombras
del poder) para intentar recomponer la fractura o anomia social en un
grupo de feligreses, fans o conmilitones donde la soledad moral
encuentre un vínculo afectivo con el otro también solo y al borde del
precipicio existencial.
No estamos ante un acontecimiento
histórico singular nacido de la lucha social, donde los agentes se van
haciendo en la lucha cotidiana y en las ideas que se van modificando,
gestando y tomando cuerpo colectivamente en la batalla sociopolítica.
Este proceso permitiría conocer las realidades contradictorias de las
que emana el conflicto social, abriendo la posibilidad de llegar
mediante la razón y la crítica dialéctica a un saber colectivo
compartido.
El populismo quiere atajos, consignas, adhesiones,
acción directa que cree un campo magnético de emociones vitales para
irradiar eléctricamente a una multitud entregada a la causa. En teoría,
los populismos no tienen ideología precisa: hay que sentirlos tal cual y
consumirlos como un todo, esto es, por ejemplo, podemos o no podemos,
un ser o no ser excluyente; no se nos brinda ni hay otra alternativa
para sortear nuestra enfermedad de soledad moral. O sí, el abismo
torticero de las castas diabólicas de la derecha más rancia y teatrera.
En los tiempos que nos ha tocado vivir, el capitalismo es el único
sistema que impera en el mundo, un modelo cerrado envuelto en una saya
grandiosa, la democracia. No hay rival ideológico que oponer al sistema
capitalista aunque las crisis inducidas recurrentes y las guerras
permanentes locales o de baja intensidad (contra el terrorismo y otros
fantasmas imaginarios) demandarían un tipo de sociedad basada en
presupuestos de partida próximos o parecidos a las ideas comunistas,
socialistas y/o libertarias.
Sin embargo, el camino que se
quiere emprender es más capitalismo, esta vez de rostro humano se nos
viene a decir como apostilla inatacable del nuevo credo. Los populismos
siempre se han basado en el sentido común de una época dada. Y el
sentido común siempre tiende a dejar las cosas tal como manda la
tradición o los cánones culturales comunes: la plebe abajo y la elite
arriba.
El latiguillo del sentido común ha jugado toda la vida en el equipo de los ricos y explotadores, siendo la ideología predilecta de la gente de bien, las clases medias urbanas y los intelectuales cooptados por el sistema; sometidos los tres factores sociales a los prejuicios inventados y los intereses reales de la clase propietaria. El populismo hecho en los laboratorios del poder o en los cenáculos subvencionados por los medios de comunicación de masas no alumbrará izquierdas más pujantes y trasformadoras. Tiempo al tiempo. Las emociones muy intensas suelen caer en el olvido tan rápidamente como vienen o surgen de la nada (o de la coyuntura histórica).
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