lunes, 19 de marzo de 2018

Sobre un libro de Alberto Garzón y otras cosas

Acaba de cumplirse el 170 aniversario de su publicación, y, como dice el economista Joaquín Estefanía en un reciente artículo, "el Manifiesto comunista tiene probablemente más vigor ahora, en plena oleada globalizadora del siglo XXI, que cuando fue editado, en 1848".

Comenta el mismo autor, refiriéndose a El Capital:
(...) cuando se ven las consecuencias de la Gran Recesión y se comparan con algunas de las conclusiones del complejo libro, éstas últimas no estaban desencaminadas: la ley de acumulación capitalista exige el descenso de los salarios (plusvalía absoluta), el incremento de la duración e intensidad de la jornada laboral (plusvalía relativa), el deterioro de las condiciones del mercado de trabajo, la disminución de la calidad de los productos consumidos, el acortamiento de la vida laboral de los obreros, etcétera.
La cuestión es qué queda del marxismo después de la Gran Recesión. Una doctrina que ha competido desde mediados del siglo XIX con la economía clásica (en la que se fundamentó, reformulándola), la neoclásica y la keynesiana, que son las raíces de las que nacen todas las demás.



Pero para la mayoría de la población, incluidos sesudos economistas y politólogos, parece que esto ha sido una sorpresa, a pesar de que, como suele ocurrir, a posteriori todos se dan cuenta de las señales que desde hace mucho tiempo estaban delante de sus narices.

Alberto Garzón acaba de publicar Por qué soy comunista. Es una obra de intención divulgativa, como aclara el subtítulo "una reflexión sobre los nuevos retos de la izquierda". Reflexión que se propone explicar la actualidad de la idea comunista, con vocabulario y razones accesibles a un público altamente desinformado, al que ha sorprendido a contrapié esta Gran Recesión. No en vano la ideología dominante lo impregna todo. Antes fue el púlpito; ahora los medios de persuasión (el guante visible de la mano invisible de su dueño) ocupan su lugar.

Tanto impregna que hasta el lenguaje ha de ser reconstruido. Y este es uno de los problemas a que se enfrenta un libro como el de Garzón.

Por eso no es de extrañar que, desde posiciones de izquierda, hayan sido criticadas afirmaciones contenidas en el libro, precisamente porque están adaptadas al sentido común dominante. Señala algunas contradicciones Manuel Navarrete en este artículo nada benevolente.

Cuando los redactores del Manifiesto eligieron la palabra "comunista", en lugar de otros términos como "socialista", lo hicieron porque en aquel momento "socialismo" empezaba a ser un concepto polisémico y confuso, cajón de sastre que, dicho sea de paso, sigue hoy haciendo pasar por socialistas a partidos e ideologías que poco tienen que ver con la idea originaria. Comunismo parecía algo más claro: alude a "lo común" o a "los (bienes) comunes", y pone de manifiesto la contradicción entre el carácter social y comunitario de la producción y distribución de bienes y servicios por un lado, y por otro la apropiación privada, cada vez más concentrada, de los medios necesarios para producirlos e intercambiarlos.

Pero también el nombre "comunismo" ha pasado a tener connotaciones negativas en el imaginario popular. En algunos casos, por experimentos (no todos) desafortunados, en otros por su uso, ya antiguo, como arma arrojadiza para lanzarla sobre cualquier enemigo real o potencial. Cuando cayó aquel célebre muro, y mucho antes de que se levantaran otros peores, empezaron a utilizarse otras palabras para sustituir al reputado fantasma, como "terrorismo", o el menos dramático "populismo", susceptibles también de cómodas aplicaciones. (Hablando de populismo, ¿será por eso que mientras nuestro partido socialdemócrata sigue llamándose "partido socialista" el conservador huye de la denominación "partido populista"?).

Así es como palabras de la misma familia semántica (lo común, la comunidad, comunal, comunitario, comunitarismo, lo público, etc.) son de uso... ¡común! Pero de comunismo la mayoría habla poco y les suena mal.

Por estas razones ya es encomiable que Alberto Garzón reivindique el término.

Desde siempre, el dueño del adjetivo del que hablaba el nada izquierdista Agustín de Foxá en su artículo los cráneos deformados ha aprovechado su posición privilegiada para encaminar el lenguaje hacia terrenos libres de minas.

De modo que muchas veces pensamos, incluso sin darnos cuenta, con "las ideas del enemigo". La corriente nos arrastra con facilidad, y por eso es tan difícil pensar a contracorriente.

Y así en la mayoría de los casos el discurso más "correcto" pierde en extensión lo que gana en profundidad. Y el más "populista" pierde rigor y lleva a falsas soluciones que se apartan de los cambios profundos, tan necesarios como ahora ya urgentes.

Los movimientos de liberación de todas las épocas siempre han oscilado entre dos extremos, el revolucionario y el reformista. Los primeros suelen culpar de sus fracasos a los segundos, que a su vez los tachan de utópicos. Si muchas veces la insurrección armada ha aislado a sus promotores, también las reformas tranquilizadoras han abortado cambios de mayor calado.

Pero como ocurre en tantas ocasiones la verdad no está en los extremos. De ningún modo estoy justificando la teoría del "justo medio" o las políticas "de centro", sino que me refiero a la indispensable tensión dialéctica entre los contrarios.

A qué negarlo, estamos, ahora y siempre, en una encrucijada. Es muy real el dilema "reforma o revolución", pero no se pueden separar tajantemente estos conceptos ni empecinarse en una sola forma de lucha. Lo dice muy bien Néstor Kohan refiriéndose a los movimientos latinoamericanos en esta entrevista:
–¿Cómo se recupera desde el presente el ideario de Lenin mediado por el Che? 
–Me parece que construyendo una izquierda anti-sistémica y no institucional que intente manejar todas las formas de lucha. Una corriente en la cual el eje de su estrategia no pase exclusivamente por lo electoral, aunque circunstancialmente pueda participar en elecciones, ni exclusivamente por lo sindical, aunque también participe en la lucha económica reivindicativa del mundo laboral. Porque uno de los principales problemas de nuestra historia es que se construyeron organizaciones abnegadas y perseverantes, pero muchas veces unilaterales. O se armaron partidos exclusivamente electorales o se priorizó la lucha armada, o se desarrollaron movimientos sociales, sindicales y barriales que no pudieron dar su salto a la política. Nos costó mucho articular los diferentes frentes de lucha al mismo tiempo. El enemigo (externo e interno) apostó a impedir la formación de esa izquierda revolucionaria leninista-guevarista que abarque todos los frentes de lucha. La actualidad de Lenin y del Che no es sólo argentina, es latinoamericana. Los dos eran internacionalistas convencidos. Hay que pensar una izquierda continental que no opere en un sólo país. Fidel Castro, dijo alguna vez: “¡Nuestro campo de batalla abarca… todo el mundo!”. Hoy en día, la opción es reconstruir una izquierda articulada a escala internacional (pues el capitalismo es un sistema mundial con un mercado mundial, monedas nacionales o regionales pero con un dinero mundial, empresas industriales, bancos y firmas que operan a escala internacional y alianzas político-militares que también son internacionales). Una izquierda que no se limite a las instituciones y que se anime y se proponga manejar todas las formas de lucha. Ese es el gran desafío.
"Todas las formas de lucha", dice Néstor. Y recuerda que "el campo de batalla abarca todo el mundo". Estas dos ideas son determinantes. ¿Pero cuáles pueden ser estas formas de lucha? ¿Y cómo ligarlas en el conjunto de ese campo de batalla mundial?

Si bien en situaciones límite no hay que descartar la insurrección armada (¿pero con qué armas?), su fracaso en sociedades no previamente colapsadas y el rechazo social mayoritario, fácilmente manipulable además, genera reacciones opuestas a lo pretendido.

Limitarse a participar en las instituciones es una tentación que ha estado presente cada vez que a las revoluciones se le han cerrado otras vías. Suele ser la puerta del reformismo que se contenta con retocar, y con ello consolidar, lo que en realidad debe desmontarse. 

Cuando Santiago Carrillo definía el socialismo como la profundización de la democracia no mentía en absoluto, pero es inoperante pretender la construcción de un partido de masas sobre objetivos limitadamente electorales. Y esto ha sido desgraciadamente lo que ha ocurrido en muchas ocasiones. Y encima el resultado ha sido descorazonadoramente desmovilizador. El fracaso de los partidos de masas reside en que dichas masas no se movilizan sino que delegan en sus representantes, que por esta misma razón, carecen de la fuerza real de quienes los eligieron para no apoyarlos luego. Y en el peor de los casos, se acomodan a una situación privilegiada.

Las formas de lucha que no puede sustituir jamás la electoral son las luchas sociales, incluida la sindical, de especial trascendencia porque ataca la línea de flotación del sistema, que es la explotación de los trabajadores. Pero hay muchas otras, comenzando por la defensa de los bienes públicos (o digamos "comunes"): por la vivienda, la educación, la sanidad, las pensiones, los equipamientos y los servicios sociales en general. Lucha "en la calle", huelgas, resistencia pasiva, acciones concretas.

Pero hay otra lucha que es la única que puede trascender y unificar las reivindicaciones particulares, y es la lucha ideológica. En cada frente hay que hacer ver la unidad de todas las demás, por una emancipación que no puede ser una recogida de migajas. Si por ejemplo los pensionistas se conforman con una subida circunstancial que supere esa infamante barrera de uno o dos euros, poco habrán logrado. La simple política del forcejeo por míseras mejoras económicas no cambiará nada, porque no sale de la lógica del capitalismo. Por eso Marx, en el prólogo de El Capital critica la economía clásica, dado que “…la particular naturaleza del material del que se ocupa levanta contra ella y lleva al campo de batalla las pasiones más violentas, más mezquinas y más odiosas que anidan en el pecho humano: las furias del interés privado”, como nos recuerda Navarrete en el artículo citado.

Hay en él otras citas de Marx que se refieren a esa ilusión reformista, ligada al interés egoísta, incapaz de unificar las luchas más allá del interés particular, sea el de cada uno o el de todo un grupo:
“Colonia, 2 de noviembre. Ya antes del alzamiento de junio hemos revelado reiteradamente las ilusiones de los republicanos de la tradición de 1793, de los republicanos de La Réforme. La revolución de junio y el movimiento surgido de ella obligan a estos republicanos utópicos a abrir poco a poco los ojos. (…) Hasta el presente, el optimismo republicano de La Réforme solo vio citoyens; la historia se le ha venido tan directamente encima, que ya no puede omitir, por idealización, que estos citoyens se dividen en burgeois y prolétaires. (…) En la Revolución de Febrero, la burguesía y el proletariado combatieron a un enemigo común. En cuanto este quedó eliminado, las dos clases se hallaban solas en el campo de batalla, y debía comenzar la lucha decisiva entre ellas”.
Karl Marx, Neue Rheinische Zeitung, 2 de noviembre de 1848

(...)
“Los droits de l'homme, los derechos humanos, se distinguen como tales de los droits du citoyen, de los derechos cívicos. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen? Sencillamente, el miembro de la sociedad burguesa. ¿Y por qué se llama al miembro de la sociedad burguesa “hombre”, el hombre por antonomasia, y se da a sus derechos el nombre de derechos humanos? ¿Cómo explicar este hecho? Por las relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa, por la esencia de la emancipación política.
Registremos, ante todo, el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits de l'homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad. (…)
Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y disociado de la comunidad. Muy lejos de concebir al hombre como ser genérico, estos derechos hacen aparecer, por el contrario, la vida genérica misma, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una limitación de su independencia originaria. El único nexo que los mantiene en cohesión es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta”.
(...)

El cálculo egoísta propio de la ideología que impregna a toda la sociedad neutraliza los intentos serios de emancipación tanto como lo puedan hacer el miedo o la violencia, pero también lo hace la conversión de la "filosofía de la praxis" en una "filosofía sin praxis", o con una praxis teórica o cultural alejada del mundo de la producción.

Naturalmente, esto tiene también sus raíces históricas en el reflujo revolucionario que sigue a los intentos fracasados. Siempre se trata de la búsqueda de nuevas vías cuando parecen cerrarse otras. César Rendueles analiza esto en su artículo La escuela de Fráncfort y el 'cóctel Molotov:

Marcuse, Benjamin, Adorno y sus seguidores profetizaron algunos de los males del presente: el imperio tecnocrático, el consumismo o la colonización de las mentes. Una gran biografía coral analiza las paradojas de una filosofía que supo retratar el mundo pero no hizo nada por cambiarlo
(...)
(...) los orígenes de la Escuela de Fráncfort son el producto de un momento histórico muy concreto en el que las tesis del marxismo mecanicista hacían aguas. Por un lado, los proyectos revolucionarios posteriores a la Primera Guerra Mundial fracasaron salvo allí donde nadie los esperaba: en un país del este atrasado material y culturalmente. Por otro, el consumismo empezaba a colonizar la vida de las clases trabajadoras desmovilizándolas. Es muy característico de esos años un retorno crítico a las tradiciones filosóficas idealistas por parte de autores que prestan una creciente atención a la subjetividad como motor o freno del cambio social: la alienación, la subordinación o la conciencia de clase son los objetos de análisis favoritos antes que las condiciones materiales objetivas. 
Los miembros de la Escuela de Fráncfort achacaron al positivismo hegemónico el haber perdido de vista el primado de la totalidad, la perspectiva de lo existente en su conjunto, sucumbiendo a una fragmentación conceptual que reproducía las inercias acríticas de un sistema social crecientemente burocratizado. Desde su perspectiva, el capitalismo se había convertido en algo más que un modo de producción: una cultura enquistada en los corazones, las mentes y los cuerpos. No hay ya un afuera de la realidad mercantilizada, el fetichismo lo penetra todo. Por eso proponen un desplazamiento del foco teórico desde la fábrica y la cadena de montaje hasta las formas de vida y la industria cultural. La estetización filosófica que a menudo se ha reprochado a Adorno o Benjamin sería, en realidad, una respuesta conceptual a la propia estetización de un capitalismo que estaba fagocitando los afectos y las pasiones.
(...)

¿Qué podemos extraer de todo esto? A mi entender, lo siguiente:
  • La población vive inmersa en un gran engaño. Se le quiere hacer ver que no hay soluciones fuera del capitalismo, cuando la realidad es que todas están fuera de él.
  • Si el sentido común de esta sociedad es ya de por sí individualista, en los malos tiempos se fomenta, desde el poder (que es siempre el poder económico) un "sálvese el que pueda" que en tantas catástrofes ha logrado que no se salve nadie.
  • La crisis actual no es pasajera, porque hemos llegado a los límites naturales del crecimiento, y no es posible volver a la situación anterior si no es para una caída aún más estrepitosa. Sin crecimiento del capital ni siquiera puede decirse que hay capital.
  • Unos por su propio interés, otros por miedo a una verdad que consideran desmovilizadora, otros también por simple ignorancia, la mayoría de los actores de la política no exponen la situación en sus crudos términos.
  • La adaptación a un lenguaje que la mayoría pueda aceptar escamotea los grandes problemas.
  • Una forma de acercarse a esas mayorías es partir de sus propios problemas inmediatos, percibidos como compartidos por otros muchos, y por lo tanto colectivos.
  • Pero limitarse a resolverlos sin plantear la conexión entre todos ellos lleva a falsas "soluciones grupales". El gran peligro es el "individualismo de grupo", que puede adoptar formas tan nocivas como la xenofobia, el racismo, la aporofobia, el enfrentamiento religioso y tantas otras, conducentes todas a formas excluyentes y fascistas de sociedad.
  • Es esencial (en este caso "más", no "menos") un análisis correcto de las clases sociales, de la tendencia a polarizarse en explotadores y explotados, más clara en estos tiempos de marcha atrás económica que se traduce en la acumulación por desposesión, tan clara hoy como en otros tiempos de acumulación primigenia.
  • Si bien la palanca movilizadora parte necesariamente de problemas concretos de grupos concretos, quedarse en esta fase es la mejor-peor forma de que sean fácilmente neutralizados con concesiones de poca monta o a costa de otros grupos subalternos, generando luchas estériles entre las propias víctimas del sistema. Eso en el caso de ser importantes las movilizaciones, porque en general la clase dominante tenderá al ninguneo o la distracción.
  • La conciencia de clase y la consideración de la unidad de la clase trabajadora como necesidad ineludible para acabar con esta sociedad insostenible han de explicarse continuamente, aunque el sentido común habitual lo considere distractivo y poco popular.
  • Las luchas concretas y la lucha ideológica tampoco pueden desligarse de la lucha electoral, pero esta es inútil si sirve de válvula de escape que disminuya la presión generada por las demás luchas.
  • Ni praxis sin filosofía, ni filosofía sin praxis (os lo dice un sujeto que se reconoce como muy poco práctico).

1 comentario:

  1. “La lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando” (W. Buffet)

    "Va ganando" no significa que la haya ganado o que la vaya a ganar. Porque, de hecho, es muy probable que la perdamos todos. Es lo que tiene vivir en un delicado planeta cuyos recursos son limitados. Y mucho me temo que, de no producirse un esforzado y drástico cambio de rumbo, será el propio planeta el que se erija en ciego e inapelable arbitro de esta larga y demencial contienda.

    ¿Quién está al volante y hacia donde nos conduce?
    Toda acción, personal y colectiva, que no esté encaminada a demoler al capitalismo, no hará sino alimentarlo.

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