sábado, 16 de julio de 2022

El precio como ficción

Cuando el gobierno de Zapatero creó una ayuda para facilitar el pago del alquiler de la vivienda, hizo posible que los inquilinos pagaran más. Los propietarios pudieron así subir los precios. En la práctica, el dinero público empleado pasó a las manos privadas de los arrendadores.

Algo parecido está ocurriendo ahora con las subvenciones a los combustibles. Permiten que quien no podía pagar lo haga, y al subir la demanda (mejor dicho, al no bajar demasiado) ese dinero fluye de nuevo a la cadena de los suministradores.

Curiosamente, este argumento está siendo empleado ahora por la derecha para decir que el impuesto extraordinario a bancos y compañías eléctricas servirá para que reaccionen (y sus oligopolios lo tiene fácil) y suban los precios en un mercado "libre".

Muy ágil, en efecto, tiene que se el cobro del impuesto para que las empresas no lo repercutan rápidamente en sus precios. La carrera emprendida contribuirá a la inflación. Inflación que equivale al empobrecimiento (expropiación) de la inmensa mayoría.

Solamente un férreo control de precios puede impedirlo. En la práctica, eso puede lograrse si el control de las empresas pasa a manos públicas. Para los defensores del sistema económico vigente esta posibilidad es inadmisible.

La ley de la oferta y la demanda lleva siempre al equilibrio de los precios, adecuando la demanda a la oferta posible. En la práctica, cuando el precio llega a ser excesivo, se consume menos, pero ese descenso es muy desigual según la clase social. En la práctica, grandes sectores dejan de consumir de forma absoluta. Si falta comida habrá quienes sigan comiendo lo mismo, y otros dejarán de comer.

¿Quién podría impedir que los pocos que controlan los sectores clave de la economía (y del poder) se pongan de acuerdo para imponer sus precios y mantener sus beneficios extraordinarios?

Encontraréis una respuesta clara en el artículo que sigue.

La relación entre el valor y el precio es paradójica. Sin el aire ni el agua, no duraríamos mucho, y sin embargo su precio es cero o ridículo. Foto: Pixabay.


Res publica: El precio como ficción

Valentín Tomé

Luns 27 de Xuño, 2022


Como es de sobra sabido, España, y Occidente en general, está atravesando un prolongado periodo inflacionario que pone en peligro incluso la estabilidad al corto medio plazo de sus economías. Si bien, en un anterior artículo, quedó sobradamente demostrado que el actual no es ni mucho menos el ciclo más alto experimentado en la subida de precios de nuestra historia reciente, no es menos cierto que la situación presente es lo suficientemente crítica para resultar insostenible en el tiempo.

 

En esta columna gustamos de practicar el pensamiento radical, es decir, tratar de ir a la raíz de las cosas, por lo tanto, si realmente deseamos hallar respuestas que nos permitan comprender la escalada de precios actual, debemos comenzar a preguntarnos precisamente eso. ¿Qué son los precios? ¿Cómo se forman? ¿Qué es lo que realmente miden?

 

Según la mayoría de las teorías económicas dominantes en el mundo académico, tal cosa no ofrece mayor misterio pues tiene lugar a través de la archiconocida ley de la oferta y la demanda. Un productor va el mercado y ofrece una mercancía a un precio, y es la propia dinámica en la demanda de ese bien la que le informa de que a precio debe realmente venderlo para que la oferta y la demanda alcancen un punto de equilibrio.

 

Dicho así, pudiera parecer que el vendedor podría incurrir en un abuso de precio, realmente ventajoso a su favor, pero no debemos olvidar que la economía no se produce en el vacío sino en el seno de una sociedad. Si algún otro productor es testigo de esa situación, en la que la demanda superase claramente a la oferta, inmediatamente correría a ese mercado a ofrecer el mismo bien por un precio inferior. Y si este proceso volviera a repetirse, en el límite, alcanzaríamos ese punto de equilibrio, en el que los precios de ese bien estarían tan ajustados que los vendedores obtendrían un beneficio marginal, a saber, lo justo para poder seguir cubriendo sus necesidades básicas.

 

La situación anteriormente descrita es la que se da en lo que el mundo académico conoce como los mercados de competencia perfecta, es decir, aquellos, por resumir, en los que los productores no tienen especiales dificultades en acceder al mercado para ofrecer sus productos, o dicho en jerga economista, no disponen de barreras de entrada. Es por ello que bajo esa situación se afirma que las empresas (productores u oferentes de un bien o servicio) son precio aceptantes. En otras palabras, ellas en realidad no imponen ningún precio sino que aceptan lo que les dicta la propia ley de la oferta y la demanda.

 

Con todas las matizaciones necesarias para lo que no es más que un contexto idealizado, este escenario es el que experimentan la mayor parte de los autónomos, es decir, los trabajadores que se explotan a sí mismos. Es por ello que la mayoría de ellos afirman que su negocio apenas le da para vivir, confirmando así la teoría de ser precio aceptantes.

 

Efectivamente, un autónomo no es más que lo antes era un proletario, es decir, un ser que viene al mundo desposeído de medios de producción, que ante las dificultades que encuentra para que compren su pellejo, lo único que puede ofrecer, en el mercado de trabajo, es decir, para convertirse en un asalariado, se ve empujado a "emprender", o lo que es lo mismo, a endeudarse ante una entidad financiera para adquirir un medio de producción a pequeña escala (un bar, una tienda de ropa, un pequeño taller de manualidades…) que le permita seguir viviendo.

 

Dado que esto lo puede hacer cualquier otro proletario en la misma situación sin grandes dificultades, podemos afirmar que en el ecosistema económico en el que los autónomos realizan su actividad no existen especiales barreras de entrada. Todos compiten salvajemente en sus respectivos mercados propios, de tal forma que al final del proceso el beneficio obtenido, si es que este llega a darse (y no la quiebra o ruina a la que ayudan otros factores que a continuación veremos), es puramente marginal. Esta dinámica termina desembocando en un fuerte malestar social en estos sectores, como las manifestaciones vividas en los últimos tiempos entre los transportistas autónomos o los pequeños productores agroganaderos (y las que están por llegar en un tiempo en el que el trabajo asalariado es un recurso escaso).

 

A pesar de toda esta parrafada, no parece que hayamos alcanzado clave alguna que explique la escalada actual de precios, en todo caso hemos podido llegado a entender la situación desesperada que viven muchos autónomos. Para llegar a penetrar en el misterio, debemos olvidarnos por un momento de lo que dice la teoría y echar un vistazo a la realidad.

 

Nuestro sistema de producción es capitalista, esto quiere decir que tiene una tendencia natural a la concentración y acumulación de capital mediante el desarrollo de economías de escala. Esta dinámica, ya teorizada por Karl Marx hace casi dos siglos, ha sido empíricamente demostrada por multitud de estudios históricos que afirman que, a pesar de que puedan descubrirse nuevas fuentes de riqueza o de energía (el carbón, la electricidad o Internet) y se dé incluso una suerte de destrucción creativa, en la que las empresas que son incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias son expulsadas del mercado, en muy poco tiempo el capital tiende a concentrarse y acumularse de nuevo en un número muy limitado de corporaciones que controlan los principales mercados, y cuya actividad influye de manera determinante en todo lo que acontece a nivel microeconómico y a sus principales agentes, sean estos consumidores, asalariados, autónomos o pequeño burgueses. Es decir, todo sistema capitalista desemboca en su pura inercia en un oligopolio en la oferta de bienes y servicios esenciales.

 

En efecto, multitud de bienes o servicios fundamentales para nuestro bienestar o incluso nuestra supervivencia son ofertados por una cantidad muy limitada de grandes multinacionales: la producción y distribución de energía; la extracción, refinamiento y venta de combustibles fósiles; la investigación y elaboración de nuevos medicamentos; la fabricación de vehículos a motor; la distribución y el mercado minorista de alimentos; la prestación de servicios financieros; de telecomunicaciones a través de las nuevas tecnologías… ¿Y cuál es la razón para ello? Pues las fuertes barreras de entrada para que cualquier productor pueda acceder a esos mercados.

 

Resulta especialmente curioso que en los cientos de miles de cursos impartidos a lo largo de este país desde la gran crisis del 2008 para tratar de empujar a los desempleados a emprender, donde se les alecciona sobre la necesidad de reinventarse o de ser flexibles ante las circunstancias siempre cambiantes… y cuyo principal propósito es ayudarles a saber identificar donde se encuentran los nichos de mercado más favorables en los que llevar a cabo su proyecto empresarial, no se les presente como especialmente beneficiosos todos aquellos regidos por un mercado oligopólico. Un emprendedor de verdad, uno que busque realmente revolucionar el mercado e introducir la competencia en un sector empresarial marcado por el inmovilismo, debería dedicarse a generar energía, levantar un laboratorio farmacéutico, construir nuevos coches eléctricos o fundar un banco.

 

Obviamente nos encontramos aquí con un problema, ¿de dónde saca un proletario toda la pasta necesaria para hacer algo así (alguien, recordemos, que viene desnudo al mundo, que solo puede ofrecer su propio pellejo al mercado)?. ¿Quién o qué entidad financiera le prestaría ese dinero para emprender en unos sectores dominados por las economías de escala que necesitan de inversiones millonarias si se desea realmente siquiera empezar a competir en ellos?. Vemos ahí la principal barrera de entrada: la falta de capital inicial para formar parte del selecto club. Este sin duda es la principal, pero, por si fuera poco, no es la única.

 

Supongamos que nuestro titánico y obstinado emprendedor logra asociarse con otro grupo numeroso de desempleados y entre todos logran reunir el capital necesario. En el camino hacia la realización de su sueño le esperan, al menos, dos grandes obstáculos más: las redes de poder entretejidas entre el capital y el poder político, en la que la burguesía "nacional" presionará al Ejecutivo de turno para tratar de frenar su entrada en el mercado; y, si finalmente lo logra, la más que posible absorción de su pequeña empresa (pequeña en comparación con los gigantes consolidados que dominan ese mercado) por alguno de los mismos.

 

Para ilustrar lo anterior basten dos ejemplos recientes: la retirada, sin previo aviso y contraviniendo la seguridad jurídica, de las primas a las renovables decretada por el gobierno de M. Rajoy que supuso la ruina de miles de familias y pequeñas cooperativas que trataban de introducirse como agentes productores en el mercado de la energía (fundamentalmente el fotovoltaico); el actual proceso de concentración bancaria derivado de la bancarización de las Cajas de Ahorro cuya guinda final, de momento, es la compra de Bankia (una entidad capitalizada fundamentalmente con dinero público) a precio de saldo por CaixaBank.

 

Hasta ahora hemos demostrado que todas las cosas importantes que rigen nuestras vidas en el plano económico están gobernadas por mercados oligopólicos, y que dejando al capitalismo actuar a su libre arbitrio, las cosas no pueden ser además de otra manera. A su vez todo lo que en él ocurra en cuanto a los precios, por tratarse de bienes y servicios esenciales, tendrá una afectación profunda no solo en la vida de la mayor parte de los consumidores, sino también en la de los pequeños productores (autónomos, pymes…). Así, si por ejemplo el precio de la energía sube, esto encarece los procesos de producción de miles de empresas, lo que provoca a su vez otra subida de precios en diversos mercados. Por lo tanto, si deseamos desentrañar el misterio de los precios, y por lo tanto de la inflación actual, debemos centrarnos en tratar de entender cómo se fijan estos en los que realmente dominan los mercados: los oligopolios.

 

Si el mercado que tratamos es de naturaleza monopólica ahí no hay mucho que decir. Al haber una solo oferta y una alta demanda, más aún si se trata de un bien o servicio básico, el precio será el óptimo para la empresa, aquel que logre maximizar sus beneficios, y a esto, en principio, no se le conoce límite. Pongamos un ejemplo para tratar de ilustrarlo.

 

Uno de los mayores mercados monopólicos en la actualidad es el de los medicamentos fabricados bajo patente: un laboratorio que ofrece en exclusiva un nuevo medicamento aparentemente revolucionario como tratamiento a una enfermedad. Esto fue lo que ocurrió cuando el laboratorio Gilead lanzó al mercado sofosbuvir, un medicamento contra la hepatitis C. En Europa, Gilead cobraba hasta 54.600 euros por un tratamiento con sofosbuvir de 12 semanas (en nuestro país este precio tuvo unos efectos devastadores cuando el gobierno de M.Rajoy se negó a su financiación a través de la sanidad pública, lo que supuso la muerte de unos cuatro mil enfermos). En Estados Unidos, el laboratorio fijó inicialmente su precio en 84.000 dólares, unos 1.000 dólares por comprimido (un poco más elevado pues la renta per capita es más elevada que la media europea, es decir, se suponía que el americano medio podría llegar a pagar incluso un poco más). Finalmente, un estudio de la Universidad de Liverpool demostró que el coste de producción por pastilla era en realidad inferior a un dólar.

 

Pero vayamos ahora a los mercados oligopólicos y por simplificar, supongamos la presencia de dos únicos agentes oferentes en un mercado concreto con una alta demanda. En principio, todo invita a pensar que si uno de ellos pone un precio elevado a su bien o servicio, el otro podría intentar bajarlo para atraer más demanda compensando así ese descenso del precio, y obtener más beneficios. Pero lo que pronto ocurriría, ante el descenso de sus beneficios, es que el primer agente bajaría entonces también el precio, hasta al menos igualarlo al que ofrece el competidor, equilibrando así nuevamente la demanda. ¿Qué ha ocurrido entonces al final del proceso? Pues que ambos agentes obtienen ahora menos beneficios que en el escenario inicial. ¿Qué es por lo tanto lo más ventajoso para ambos? Pues desarrollar una estrategia de colusión, es decir, pactar precios entre los dos agentes. Para un número mayor de agentes el razonamiento es el mismo; al ser este limitado por tratarse de un mercado oligopólico resulta lo más óptimo, y factible, para todos nuevamente alcanzar la colusión.

 

Esto es lo que observamos a diario en nuestras actividades como consumidores. Todas las gasolineras ofrecen los mismos precios para el carburante, todos los bancos nos cargan las mismas comisiones, o todas las eléctricas nos ofertan las mismas tarifas. Es por ello, también, que toda bonificación en el precio realizada por el Gobierno no tiene ningún efecto: es inmediatamente absorbida por la empresa y el precio vuelve a su valor anterior. De hecho, las bajadas de impuestos a las energéticas o los cheques al consumo en las gasolineras no han tenido efecto alguno en el precio (incluso se ha incrementado), más allá de suponer una transferencia de dinero público a manos privadas (esto es algo que cualquier persona dispuesta a comprarse un coche bajo los numerosos planes PIVE aprobados por los diferentes gobiernos ha experimentado en carne propia, los precios del vehículo subían nada más ser aprobado el plan).

 

Bien, pero entonces, ¿a qué responde realmente la inflación actual? ¿Tiene algo que ver con lo que sucede en Ucrania como no deja de afirmarse? Veamos un dato: el precio del barril de crudo en el mercado era de 136 € en 2008 y el litro de la gasolina rondaba el euro; en la actualidad el precio del barril se aproxima a 128 €, sin embargo, el precio del litro de gasolina supera los dos euros.

 

¿Quiere decir esto que la guerra en Ucrania no tiene nada que ver con la inflación? No del todo, no tiene nada que ver en el plano de lo material, pero sí en el ámbito de lo simbólico. Vivimos en sociedades posmodernas donde la narratividad es igual de importante que la realidad. Si como acabamos de demostrar, todo precio no responde a ningún factor objetivable, es una ficción destinada a maximizar los beneficios de quien lo fija, la guerra es el nuevo chivo expiatorio para justificar la nueva colusión alcanzada, el relato necesario bajo el que construir la nueva realidad económica. De la misma manera que la entrada del euro como única moneda de curso legal en 2002 sirvió de escenario adecuado para introducir la mayor inflación experimentada por un país en menos tiempo a pesar de que no existía detrás ninguna circunstancia objetiva que pudiera explicarla.

 

Entonces, ¿qué mide realmente un precio? Pues en el límite nos da una medida del grado de movilización social en la ciudadanía junto con el grado de predisposición de un Gobierno a la hora de intervenir decididamente los mercados (algo que es incluso un mandato constitucional, véase el artículo 128). Es decir, los precios suben en contextos en los que resulte sencillo escribir un relato que lo justifique y con la necesaria complicidad de la pasividad ciudadana junto con la indolencia del Gobierno. En última instancia, el precio, desde la noche de los tiempos del capitalismo, mide el límite de latrocinio que un pueblo está dispuesto a soportar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario