Bajo el lema “¿Quién tiene miedo a Marx?”, y coincidiendo con el centenario de su muerte, el historiador Pierre Vilar pronunció en 1983 una conferencia inaugural en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París; recordaba en ella la proliferación de ideología marxista de los años 60 y 70, en comparación con su desprestigio y olvido posterior, y hacía notar que “probablemente, la ‘moda Marx’ correspondió a un gran momento del capitalismo, y la moda ‘anti-Marx’ a su misma crisis general”.
No es éste lugar ni momento para explicar las razones de este desfase, tan frecuente en muchos momentos de la historia, entre las condiciones objetivas de una época y el modo en que las perciben los protagonistas (las llamadas condiciones subjetivas); pero sirva la cita para alertar sobre cómo se da esta circunstancia ahora mismo, cuando, junto a la presencia de una crisis, tal vez terminal, del modo de producción, vemos la ausencia de una crítica fuerte, y los discursos de la izquierda se endulzan, para acercarse a los planteamientos generalmente aceptados por el sistema.
Decía Vilar en esa misma conferencia que “la originalidad de Marx es exigir una toma de consciencia de la dimensión histórica. Y particularmente de los fenómenos de larga duración. Las transiciones entre dos modos de producción son cosa de siglos”.
Y en lugar de esta consciencia de la dimensión histórica nos encontramos con una desconfianza hacia nuestras propias propuestas de ayer mismo, sin plantearnos su vigencia y rabiosa actualidad, y sobre todo su anticipación de tiempos aún por venir, para adaptarlas a oportunismos efímeros que siguen simplemente una ola de corrimiento a la derecha propiciada por el sistema en sus esfuerzos por ganar tiempo y reconducir la crisis en su beneficio.
Porque probablemente la crisis a cuyos comienzos asistimos tendrá un final mucho más brusco de lo que piensa la mayoría. Y probablemente coja a quien no esté atento con el paso cambiado.
Frente a los esfuerzos de la ideología dominante por defender un desarrollo sostenible tenemos que entender que ambos términos son intrínsecamente contradictorios. Ningún desarrollo es sostenible indefinidamente en un mundo limitado y con recursos muy próximos a su agotamiento.
Según la conocida ley de Liebig, la falta de un único factor limitante basta para detener el crecimiento de un ser vivo, e igual puede decirse de una sociedad, cosa que ha ocurrido más de una vez en la historia de las civilizaciones. En nuestro tiempo, el factor limitante es la energía no renovable, y cualquier desarrollo previsible de las fuentes renovables queda muy por detrás, no ya de las necesidades futuras del sistema, sino de las actuales, aunque pudieran quedar congeladas en los actuales niveles.
Y no es precisamente de congelarlas de lo que hablan nuestros flamantes economistas, sino de que crecimientos de la economía por debajo del 3% son incapaces de mantener el empleo en sus niveles actuales, dada la productividad creciente que va expulsando del mundo laboral cada vez a más trabajadores para producir lo mismo. Asimismo se nos dice que es necesario el aumento de la población para que las nuevas generaciones, empleadas por esa economía creciente, puedan sostener el sistema de pensiones.
Así que el sistema capitalista actual, que no concibe la producción más que a través del crecimiento continuo de la masa de capital y del beneficio que éste obtiene, y que ve el empleo subordinado a ese crecimiento, huye hacia delante: cada vez necesita menos población para producir lo mismo, y en consecuencia producir más para mantener el empleo, pero necesita más población para justificar esa producción creciente y para consumir lo que produce. Población que no puede mantener sin producir, so pena de que “sobreviva” sin consumir.
Las crisis periódicas, que en los años del estado de bienestar socialdemócrata se daban por definitivamente desaparecidas, son sustituidas ahora por la crisis permanente. Y continuamente se sale de cada una de sus fases agudas con nuevos “crecimientos”… que agudizan aún mas la insostenibilidad.
En su fase actual, una de las salidas es producir “bienes” que, como el armamento, puedan ser “consumidos” sin consumidores (no deberíamos considerar como tales a las víctimas de su empleo). Recordaba hace poco Mariano Marzo, catedrático de Recursos Energéticos de la universidad de Barcelona, en los desayunos de TVE, cómo un economista bastante cínico aconsejaba, para los tiempos que se avecinan, invertir en: 1º: oro; 2º: energías alternativas; 3º: hidrocarburos; 4º: industrias de armamento.
En pocos años, la producción de petróleo comenzará a disminuir sensiblemente, mientras que la demanda no cesa de aumentar. Ya en nuestros días asistimos a un ascenso imparable de los precios. Las únicas correcciones no terribles de la situación pasan por un cambio urgente del propio modo de producción: es el mismo capitalismo lo que hay que sustituir, porque inevitablemente su pervivencia en cualquiera de sus formas conduce inevitablemente al colapso, porque tarde o temprano el proceso de acumulación tumoral se repetiría, aún en una sociedad en involución: nos aguardaría un futuro de tipo Mad Max.
Así que ya no son posibles planteamientos no radicales. Tenemos que decir la verdad, aunque no resulte simpática. Por las circunstancias de nuestra transición vivimos para la coyuntura electoral, procurando no asustar con propuestas demasiado a contrapelo del sistema, pero para tratar de convencer a los ofendidos no podemos ofender a los convencidos. Cuando dulcificamos nuestro discurso para acomodarlo a una mayoría que, por desinformación sobre todo, está a nuestra derecha, defraudamos por completo a la gente de izquierda que, con una conciencia creciente, busca propuestas más audaces. Y como resultado real acabamos pareciendo una versión B del PSOE, del que no arañaremos así un solo voto, pero que nos los irá arrebatando inexorablemente. En todo caso, también conviene huir del radicalismo aventurero frecuente en los grupúsculos que tan bien conocemos. Nuestro programa de siempre es más que suficiente, porque contiene propuestas que el sistema no puede digerir.
Nuestro crecimiento futuro está en otra parte, y no en la imitación de unos supuestos verdes que no tienen de tales más que el nombre, porque no han sido capaces de sacar las consecuencias anticapitalistas de su impreciso ideario bienpensante. Como muestra véanse los gobiernos en que participan y sus planteamientos tan bien integrados en el sistema.
Con esta idea central, es evidente que una propuesta claramente anticapitalista tiene que mantener como elemento central a la clase trabajadora, pero evitando tomar partido en los (falseados) conflictos, que el sistema propicia, entre empleados y desempleados, entre quienes tienen contratos fijos y los eventuales, entre trabajadores jóvenes y los próximos a la jubilación, entre nativos e inmigrantes: los problemas son de todos, y deben solucionarse sin marginar a nadie, buscando atraerse una clientela a la que favorecer antes que a otros.
Izquierda Unida surgió como una propuesta destinada a aglutinar en torno a un programa, no solamente a quienes se reunieron en torno al movimiento obrero y al Partido Comunista, sino a mucha gente que todavía no comparte en todo nuestras ideas, aunque sí una visión transformadora de la sociedad. Pero sin abdicar un ápice de nuestras metas ni escamotear nuestro papel dentro de una nueva refundación. Si fue válida la formulación inicial, ¿qué nos obliga ahora a reformularla con unos parámetros menos claros?
escrito en 2004
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