Una vez más recurro al blog Marx desde Cero como herramienta para la reflexión. En él recoge hoy mismo Antonio Olivé un ensayo contenido en el libro "De la revolución", del filósofo Felipe Martínez Marzoa.
En él se desmontan algunos tópicos al uso sobre las concepciones de Marx y Lenin. Del primero, considerando sus análisis como "profecías", se insiste en su fracaso, como si la revolución fuera un mecanismo de relojería, cuando sabemos de la insistencia marxiana en la necesidad de que el proletariado pase de clase "en sí" a clase "para sí", lo que implica la necesaria toma de conciencia. Del segundo suele interpretarse erróneamente su idea de que la conciencia revolucionaria debe ser introducida en el proletariado "desde fuera". En realidad eso no significa que el partido que quiera cumplir ese papel de creador y transmisor de conciencia tenga necesariamente las tesis correctas y deba "adoctrinar" con ellas a la clase obrera. Mucho menos que la "dictadura del proletariado" desemboque en la del partido. La dirección real del movimiento debe partir de la propia clase, y solamente a posteriori se podrá decir si hubo "un partido de la clase obrera".
Sobre las derivas revolucionarias, para comprenderlas hay que conocer la Historia y analizar el desfase entre el tiempo objetivo en que la revolución es posible y la subjetividad de los actores, empezando por unos partidos que acaban cultivando en su seno tendencias conservadoras, porque toda organización las desarrolla en cuanto tiene algo que conservar.
Por otra parte, añado yo, es de una visión muy torpe poner plazos precisos a los fenómemos sociales, y dar por liquidada definitivamente la revolución por el hecho de que hasta ahora no se haya producido esa necesaria sinergia entre el proletariado y un partido verdaderamente revolucionario. La "Historia" que sí podemos dar por terminada es la historieta que contaba Fukuyama.
También añado yo una pregunta: ¿Existe hoy el proletariado, siquiera como clase "en sí"? Desde luego no parece que se considere clase "para sí".
Lo dicho anteriormente sobre las tendencias conservadoras es perfectamente aplicable al proletariado. Hoy, una parte considerable de los trabajadores tiene algo que perder, además de sus cadenas,
Pero si alguien que trabaja por cuenta ajena y no ha acumulado capital suficiente para vivir de él (en principio explotando, lo quiera o no, a otros trabajadores) se encuentra súbitamente desempleado y consume sus reservas, debería comprender que entonces no tiene que perder nada más que sus cadenas. Debería entenderlo antes de llegar a esa situación, para muchos difícil de imaginar en épocas de bonanza.
Hay un último recordatorio al final del artículo, que dedico a los muchos que en esta coyuntura abandonan y se van a casa a lamerse las heridas, muchas veces más imaginarias que reales:
En él se desmontan algunos tópicos al uso sobre las concepciones de Marx y Lenin. Del primero, considerando sus análisis como "profecías", se insiste en su fracaso, como si la revolución fuera un mecanismo de relojería, cuando sabemos de la insistencia marxiana en la necesidad de que el proletariado pase de clase "en sí" a clase "para sí", lo que implica la necesaria toma de conciencia. Del segundo suele interpretarse erróneamente su idea de que la conciencia revolucionaria debe ser introducida en el proletariado "desde fuera". En realidad eso no significa que el partido que quiera cumplir ese papel de creador y transmisor de conciencia tenga necesariamente las tesis correctas y deba "adoctrinar" con ellas a la clase obrera. Mucho menos que la "dictadura del proletariado" desemboque en la del partido. La dirección real del movimiento debe partir de la propia clase, y solamente a posteriori se podrá decir si hubo "un partido de la clase obrera".
Sobre las derivas revolucionarias, para comprenderlas hay que conocer la Historia y analizar el desfase entre el tiempo objetivo en que la revolución es posible y la subjetividad de los actores, empezando por unos partidos que acaban cultivando en su seno tendencias conservadoras, porque toda organización las desarrolla en cuanto tiene algo que conservar.
Por otra parte, añado yo, es de una visión muy torpe poner plazos precisos a los fenómemos sociales, y dar por liquidada definitivamente la revolución por el hecho de que hasta ahora no se haya producido esa necesaria sinergia entre el proletariado y un partido verdaderamente revolucionario. La "Historia" que sí podemos dar por terminada es la historieta que contaba Fukuyama.
También añado yo una pregunta: ¿Existe hoy el proletariado, siquiera como clase "en sí"? Desde luego no parece que se considere clase "para sí".
Lo dicho anteriormente sobre las tendencias conservadoras es perfectamente aplicable al proletariado. Hoy, una parte considerable de los trabajadores tiene algo que perder, además de sus cadenas,
Pero si alguien que trabaja por cuenta ajena y no ha acumulado capital suficiente para vivir de él (en principio explotando, lo quiera o no, a otros trabajadores) se encuentra súbitamente desempleado y consume sus reservas, debería comprender que entonces no tiene que perder nada más que sus cadenas. Debería entenderlo antes de llegar a esa situación, para muchos difícil de imaginar en épocas de bonanza.
Hay un último recordatorio al final del artículo, que dedico a los muchos que en esta coyuntura abandonan y se van a casa a lamerse las heridas, muchas veces más imaginarias que reales:
Como zanjaba Manuel Fraga, "no tengo nada más que añadir". Que hable el maestro.No hubo revolución porque los partidos «revolucionarios» la estorbaron. Y entonces viene el hablar de que toda organización, por el hecho de serlo, desarrolla tendencias conservadoras (lo cual es indudable), y entonces viene el huir de la organización e irse cada uno a su casa a meditar sobre lo mal que están las cosas; porque lo que aquí se entiende por «organización» no es otra cosa que la actuación en general. A uno le queda, desde luego, la posibilidad de reunirse de vez en cuando con algunos amigos para penetrarse recíprocamente en un ejercicio de autocontemplación colectiva. Estas posturas tienen mucho de lo que pretenden combatir.
Hubo
un tiempo en que los partidos (al menos los partidos revolucionarios)
agrupaban a las personas que tenían una posición política bien definida;
la posición política producía la afiliación, y ésta hacía posible la
eficacia de aquélla. Hoy no hay tal; los partidos «revolucionarios»
están para que las personas puedan no tener una posición política bien
definida; la afiliación suple (y, a la vez, estorba) la definición
precisa de actitudes; los motivos de la elección pueden ser bastante
diversos, y nunca esenciales, porque los mismos programas de los
partidos, por lo que se refiere a sus diferencias, se quedan
generalmente en lo inesencial.
Hubo
un tiempo en que el peligro de los partidos (que no contradice la
necesidad de los mismos) estribaba en que toda organización, por el
hecho de serlo, desarrolla en su interior tendencias conservadoras. Hoy
en día, los partidos no tienen por qué temer demasiado el desarrollo de
tendencias conservadoras en su interior, ya que no son revolucionarios.
No
hay partidos revolucionarios. No hay revolución. Y entonces se piensa
que las «predicciones» de Marx no se han cumplido. Marx fracasó… como
futurólogo, campo en el que nunca pretendió ejercer.
Es
perfectamente contraria al pensamiento de Marx la idea de que la
revolución se seguiría «necesariamente» en virtud de una «ley» del
acontecer histórico. La única «ley» que Marx investigó es la del propio
desarrollo del capitalismo, y ésta es una ley sincrónica, no diacrónica;
una ley del acontecer interno del sistema, que conduce a éste a un
callejón sin salida; produce el proletariado como la negación «en sí» de
la propia sociedad moderna, pero no hace de esta negación «en sí» la
negación «para sí». El salto de la situación material del proletariado a
la revolución proletaria es el salto de la espontaneidad a la
conciencia, y este salto no puede estar determinado por «ley» alguna ni
es ningún fenómeno «material»; aquí es donde todo puede fallar de hecho
sin que Marx resulte por ello «refutado». Y aquí es también donde se
sitúan una serie de vidriosas cuestiones.
En
su «¿Qué hacer?», Lenin expuso que la «conciencia revolucionaria» debe
ser introducida en el proletariado «desde fuera». Lo que esto quiere
decir es, más o menos, lo siguiente:
La
palabra «proletariado» designa un aspecto esencial de la sociedad
moderna, precisamente su aspecto negativo; por lo tanto, designa un
aspecto de la «ley» que Marx investiga; y esta «ley» no incluye, no
determina, no hace necesaria la propia conciencia de ella misma. La
conciencia revolucionaria y la conciencia de la «ley» son la misma
cosa, y esta misma cosa es la negativa conciencia de sí que la sociedad
moderna (negativamente considerada, esto es: el proletariado) puede
tener; tal conciencia es el ser para sí aquello que el proletariado es
ya en sí por el hecho de ser materialmente proletariado; por lo tanto,
el proletariado, por el hecho de ser materialmente proletariado, puede,
como clase, tener esa conciencia, pero no la tiene ya por el hecho de
ser materialmente proletariado; esto es lo que quiere decir la tesis de
que tiene que venirle «de fuera»: de fuera de su propia actividad (y
lucha) espontánea, «económica» (en amplísimo sentido), por muy graves
que sean las formas que esta lucha adopte.
De
aquí se desprende que el elemento en el que toma cuerpo la conciencia
revolucionaria no coincide de modo material e inmediato con la propia
clase revolucionaria; ése «otro» elemento es lo que podemos llamar
«partido revolucionario».
La
tesis de Lenin en el «¿Qué hacer?» ha sido objeto de una falsa
interpretación en la que no por casualidad coinciden -sólo que unos
buscando apoyo y otros atacando, unos en la práctica y otros en la
prosa- burócratas «marxistas» y defensores de la «espontaneidad» de «las
masas». Esa interpretación consiste, con unas u o tras variantes, en
decir que, según Lenin, el partido posee las tesis correctas y debe
adoctrinar con ellas a la masa obrera. Pero lo cierto es que Lenin no
pensaba que una determinada organización pueda tener el derecho de
autoproclamarse «el partido de la clase obrera»; por el contrario, lo
que pensaba es que la única demostración definitiva de la validez
revolucionaria de un programa de partido la da la clase obrera misma, ya
que tal demostración no es otra cosa que la revolución, y sólo
entonces, a posteriori, podrá quizá decirse que hubo un «partido de la
clase obrera».
De esto se siguen varias importantes tesis:
Primera, que el partido no es una forma de organización de la clase misma, ni siquiera de la «parte más consciente» de ella, sino que es algo realmente distinto de la clase. Su relación con la clase estriba en que se dirige a ella y la acepta como tribunal que ha de juzgar prácticamente de la validez de su actitud; juicio que sólo habrá sido pronunciado cuando ya no haya ni clase ni partido.Segunda, y consecuencia de la primera, que el partido revolucionario no pretende ser el partido en el poder. La dictadura del proletariado no es el poder de ningún partido, sino el poder de la propia clase proletaria, y hemos dicho que el partido es algo realmente distinto de la clase. Es la clase, y no el partido, quien ha de «hacer» la revolución.Tercera, que el partido no es en modo alguno una masa; su delimitación no es por condiciones materiales de existencia. Una consecuencia de esto es que el partido no debe ser considerado y evaluado con arreglo a criterios estadísticos. Por ejemplo, el número de militantes de un partido tiene sólo una importancia técnica. Igualmente, la extracción social de los militantes de un partido sólo tiene importancia en la medida (que nunca es nula) en que ese partido no es revolucionario. La fuerza de un partido revolucionario reside en las ideas (en las que también reside la manera de expresarse y producirse), no en los factores materiales que lo configuran como organización y entidad sociológica.Cuarta, que toda la actividad de un partido revolucionario puede entenderse como expresión, como palabra. Esto no tiene nada que ver con la absurda afirmación de que la actividad de un partido revolucionario haya de consistir materialmente en palabras. Lo único cierto es que toda la actividad de un partido tal ha de juzgarse como elaboración y explicación de su postura y desde el punto de vista de si pretende y consigue llevar a sí mismo y a la clase a una visión más clara, más carente de ilusiones, más penetrante. Lo que jamás hará un partido revolucionario, por muy brillantes que pudieran ser los resultados inmediatos es alimentar ilusiones, llamar a la acción alegando motivos no reales; en una palabra: engañar.
Hemos
dicho que el partido revolucionario es el elemento material definido
por la «conciencia revolucionaria». Nunca se insistirá demasiado en que
un partido revolucionario no es una «masa» sociológica, sino un conjunto
de individuos. Quienes piensan poner peros a una presunta concepción
marxista del papel del individuo en la historia citando el hecho de que,
sin la llegada de Lenin a Rusia en abril de 1917, no se hubiera
producido la toma del poder en octubre, puede ser que no yerren acerca
del episodio en cuestión, pero yerran acerca de qué es lo que dice el
marxismo sobre el papel del «individuo» en la historia. Por otra parte,
puestos a poner tales peros, sería más acertado referirse al papel
desempeñado por la obra del propio Marx, «individuo» ciertamente no
repetido. Se sigue también que un partido es revolucionario si (y sólo
en la medida en que) los «individuos» que lo forman son revolucionarios
y, de ellos, los unos saben que lo son los otros, de modo que una
actuación solidaria con que lo forman son revolucionarios y, de ellos,
los unos saben que lo son los otros, de modo que una actuación solidaria
con un principio de decisión democrático sea posible.
Si
el partido debe representar la conciencia revolucionaria, y si éste es
el elemento que ninguna «ley del acontecer histórico» puede hacer
«inevitable», si ello es así según el marxismo, entonces el que la
revolución no se haya producido no refuta a Marx si puede mostrarse que
la clase obrera podía efectivamente hacer la revolución y que lo que
faltó fue un partido revolucionario. Y, en efecto, puede mostrarse que,
allí donde un partido con una fuerte componente revolucionaria llegó a
mantener una línea política propia, la revolución echó a andar, y sólo
no siguió porque el paso adelante dado tenía que ser continuado en otra
parte donde no lo fue. Ahora bien, puesto que la revolución acontece en
la sociedad capitalista (no «en» este o aquel país), la cuestión del
partido se plantea también a escala internacional o, mejor, anacional.
Lenin creyó que podría organizar sobre la marcha un partido marxista en
todo el mundo capitalista, que había elementos marxistas suficientes; lo
que no creyó fue que pudiese llevar adelante la revolución «en Rusia».
Lenin
siempre había puesto su esperanza en la existencia de un marxismo
auténtico en la Europa Occidental. Hasta 1914 se había considerado
solidario de la socialdemocracia alemana, por más que hoy, recorriendo
la historia, podamos descubrir muchos episodios y datos que hubieran
podido hacerle desconfiar. Al comenzar la guerra, se resistió a creer
que el partido alemán hubiese aceptado la «defensa de la patria» (ante
el número del Vorwärts que informaba del voto «socialista» en el
Reichstag, pensó que debía de tratarse de una falsificación policial), y
finalmente no encontró mejor concepto que el de «traición»; los
«traidores» eran, en realidad, doctos y autorizados burócratas de la
«revolución», señores que, desde hacía bastante tiempo, tenían mucho que
perder; el partido mismo era una eficaz institución pública con locales
de recreo y demás; la revolución era para ellos una cosa muy lejana. La
«traición» de la socialdemocracia alemana, el poderoso partido hacia el
que miraban todos los marxistas del mundo, el partido que se
consideraba heredero directo de Marx y Engels, produjo una
desorientación general; a partir de entonces todo fueron escisiones,
discusiones y pasos en falso, mientras las condiciones materiales de la
revolución maduraban y se pudrían. En Rusia, quizá; porque las
escisiones se habían producido antes (es decir: a tiempo), se llegó a la
toma del poder, y, desde entonces todo estuvo, desde Rusia, en si la
revolución se producía en Occidente, y, en Alemania, en si se formaba un
verdadero partido revolucionario antes de que fuese demasiado tarde. No
se puede achacar el empantanamiento de la revolución a que la situación
objetiva no daba para más; no hubo revolución porque apenas había
revolucionarios.
No
hubo revolución porque los partidos «revolucionarios» la estorbaron. Y
entonces viene el hablar de que toda organización, por el hecho de
serlo, desarrolla tendencias conservadoras (lo cual es indudable), y
entonces viene el huir de la organización e irse cada uno a su casa a
meditar sobre lo mal que están las cosas; porque lo que aquí se entiende
por «organización» no es otra cosa que la actuación en general. A uno
le queda, desde luego, la posibilidad de reunirse de vez en cuando con
algunos amigos para penetrarse recíprocamente en un ejercicio de
autocontemplación colectiva. Estas posturas tienen mucho de lo que
pretenden combatir. Es típica lógica de burócrata la plana convicción de
que, si esto encierra la tendencia a aquello y se quiere destruir
aquello, hay, por de pronto, que evitar esto. No puede seriamente
plantearse la cuestión de evitar a toda costa todo aquello que «puede
conducir» a posiciones reaccionarias.
Yo estando de acuerdo con muchas cosas de las que dice Juan José Guirado, lo que no comparto es que los partidos revolucionarios lo estorbaron, ay muchas razones de mucha potencia que en manos del capitalismo son incontestables y las asuro, mas la prensa y RTE, todo en su favor y el descojo-no, de partidos que se dicen de Izquierdas y no lo son de ay el PPSOE.
ResponderEliminarUn cordial saludo, y a por la III republicano, compañero Juan José Guirado.
Pero hombre, es de cajón que el artículo distinge entre revolucionarios y «revolucionarios».
EliminarEstá claro que los socialdemócratas, desde principios del siglo pasado, tenían claras tendencias conservadoras, que se concretaron en posturas claramente reaccionarias y hasta criminales. Conservadoras sobre todo de su status: «revolución sí, pero no ahora que estábamos tan agusto».
De ahí a Ebert, un paso, y cien más hasta Felipe González.
"El salto de la situación material del proletariado a la revolución proletaria es el salto de la espontaneidad a la conciencia, y este salto no puede estar determinado por «ley» alguna ni es ningún fenómeno «material»; aquí es donde todo puede fallar de hecho".
ResponderEliminarEn ese salto de la espontaneidad a la conciencia está, hoy tal vez más que nunca, la clave de la lucha de clases. Conciencia difícil de alcanzar hoy día, cuando la clase dominante posee los más sofisticados medios de control y anonadamiento. Cuando incluso, manipulación mediante, se ha apropiado del propio discurso de la izquierda manipulándolo e incorporado a su aparato sindicatos antaño considerados de clase. Todo esto nos lleva a lo que Lenin afirmo sin ambages: "La liberación de la clase oprimida no sólo es imposible sin una revolución violenta, sino también sin la destrucción del aparato del Poder estatal, creado por la clase dominante" (v. t. XXI, pag. 373).