Una mente computacional y un lenguaje que no lo es menos nos mantienen atados a las dicotomías. Casi todos los conceptos que nos importan aparecen dicotomizados, con unos opuestos (o contrarios, que ahora no quiero entrar en puntillismos lógicos) que se consideran mecánicamente como contradictorios.
La dialéctica es otra cosa. Los opuestos son polos inseparables, no existe uno sin el otro. Unidos indisolublemente por una tensión productiva que enriquece el análisis y conduce a la síntesis creativa.
El empobrecimiento de las opciones que lleva a rechazar lo opuesto de modo mecánico es destructivo por naturaleza. Lo vemos ahora mismo, cuando el choque de nacionalismos deja en tierra de nadie (la más peligrosa) a quienes no se alistan en uno u otro polo.
El valor del Quijote reside en esa tensión dialéctica entre lo real y lo (¿im?)posible. Continuamente la narración pasa de uno a otro mundo. Y siempre nos quedamos sin saber en cual de ellos se sitúa el autor, que para colmo se disfraza y distancia, aunque siempre sospechamos que la realidad en que vivió le resultaba opresiva e incómoda.
La tensión del héroe para no soportar lo insoportable es lo que nos hace amar al personaje. Por eso siempre vuelven a él los que quieren cambiar la realidad (¿será eso algo malo?).
Sobre la doble dinámica cervantina escribí recientemente, recordando un artículo de otro blog.
He aquí otra negativa a aceptar la dicotomía sin buscar su superación dialéctica y creativa, revolucionaria.
Gustavo Martín Garzo
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Nos dan a elegir entre la justicia y el amor, escribe Elías Canetti. Yo no quiero, yo quiero las dos cosas. Es justo eso lo que hace don Quijote. Por eso libera a los galeotes, da la razón a la pastora Marcela, defiende a un pobre criado de la brutalidad de su dueño y devuelve con sus palabras la dignidad a venteros, prostitutas y pastores. Y no me cabe duda de que de haber contemplado este invierno las filas de refugiados sirios bajo la nieve, don Quijote habría arremetido sin dudarlo contra los guardianes de las fronteras de Europa, porque ¿acaso la ley que se ha invocado como justificación de esas fronteras es algo sin el amor que permite ver en el desamparo de tantos una muestra más de nuestra propia humanidad herida? El corazón de una sociedad es la ley, dijo Roberto Rossellini, el de una comunidad es el amor.
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Amar la Tierra. No nos enseñaron y seguimos sin enseñar a amar la Tierra. De ahí provienen todos los males que nos aquejan. Todos.
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