Si los primeros están divididos y enfrentados según su radicalidad, y subdivididos en muchas congregaciones, unas más reformistas, otras más radicales, tampoco los amigos de la Tierra muestran unanimidad. Unos son sobre todo animalistas, otros ambientalistas, otros preocupados por la previsible penuria de los recursos. Finalmente, los más apocalípticos presienten el fin del mundo.
En realidad, un abordaje holístico de los problemas mostrará que todos tenemos intereses comunes. La creciente desigualdad, con crecimiento simultáneo de la opulencia y la miseria, y la preocupante salud del planeta tienen una causa común, que es el modo de producción capitalista.
La cosa es sencilla. En este sistema, en su fase actual, cualquier inversión es especulativa. Se dirige a los valores en alza, que son los que prometen incremento del capital. Esto no se produce sin crecimiento material, lo que choca con límites de todo tipo. El capital es capaz de cualquier cosa por un beneficio presente, incluso arriesgando posibles pérdidas futuras, en la creencia de que siempre podrán endosarse a otros, trasladándose a campos más prometedores, como la "economía verde" o la reparación de los daños provocados por él mismo, que constituirán nuevas oportunidades de negocio.
La obra de Marx, centrada en el análisis crítico de la economía capitalista que ocupó su vida entera, es la base para entender que los dos problemas tienen la misma causa y no pueden abordarse por separado. En este mismo blog ya dediqué dos entradas a una visión de Marx mucho más amplia de la habitual como "un economista más": una reivindicación del Marx ecologista y Marx y la fractura en el metabolismo universal de la naturaleza.
Ahora encuentro aquí el extracto de un artículo que va un poco más allá, explicando e ilustrando con numerosos datos los fundamentos físicos del gravísimo problema, que se ha de afrontar con extrema urgencia, justo cuando unos prefieren ignorarlo y otros que lo ignoren los demás.
El artículo completo puede descargarse en este enlace.
Erald Kolasi 08/09/2018
La gente tiende a pensar en el capitalismo en términos económicos. Karl Marx discutió que el capitalismo es un sistema político y económico que transforma la productividad del trabajo humano en grandes beneficios y rendimientos para aquellos quienes poseen los medios de producción [1].
Sus partidarios sostienen que el capitalismo es un sistema económico que promueve mercados libres y la libertad individual [2]. Y tanto detractores como defensores casi siempre miden el impacto del capitalismo en términos de riqueza, renta, salarios y precios, y oferta y demanda. Sin embargo, las economías humanas son complejos sistemas biofísicos que interactúan con un mundo natural más amplio, y ninguna puede ser completamente examinada sin tener en cuenta sus condiciones materiales subyacentes. Mediante la exploración de algunos de los conceptos fundamentales de la física, podemos desarrollar una mejor comprensión de cómo funcionan todos los sistemas económicos, incluyendo las formas en las que actividades capitalistas de alto consumo energético están cambiando la humanidad y el planeta.
Este artículo explicará cómo las características fundamentales de nuestra existencia natural y económica dependen de los principios de la termodinámica, la cual estudia las relaciones entre magnitudes como energía, trabajo y calor [3]. Una firme aprehensión de cómo funciona el capitalismo a nivel físico nos puede ayudar a entender por qué nuestro próximo sistema económico debería ser más ecológico, priorizando la estabilidad a largo plazo y la compatibilidad con la ecosfera global que sostiene a la humanidad.
(…)
Históricamente, el crecimiento económico ha estado en gran medida supeditado a que la gente consumiera más energía de sus entornos naturales [18]. Cuando los humanos eran cazadores y recolectores, el principal recurso que realizaba trabajo mecánico era el músculo humano [19]. Nuestro estilo de vida nómada se mantuvo durante unos 200.000 años, aunque padeció significativas interrupciones tras la Edad de Hielo. A lo largo de milenios, las condiciones ecológicas cambiantes por todo el mundo forzaron a numerosos grupos a adoptar estrategias agrícolas y pastoriles. Las economías agrarias dependían considerablemente de plantas cultivadas y animales domesticados para facilitar la generación de excedentes de alimentos y de otros bienes y recursos. Estos modos de consumo y producción agrarios dominaron en las sociedades humanas durante casi diez mil años, pero con el tiempo fueron reemplazados por un nuevo sistema económico. El capitalismo surgió y se extendió gracias a la expansión colonial, las olas industrializadoras, la proliferación de enfermedades epidémicas, las campañas genocidas contra poblaciones indígenas y el descubrimiento de nuevas fuentes de energía.
La economía global se ha vuelto desde entonces un sistema interconectado de finanzas, ordenadores, fábricas, vehículos, máquinas y mucho más. Crear y mantener este sistema requirió de una gran transición que aumentó la tasa de producción energética a partir de nuestros entornos naturales. En nuestros días nómadas, el índice diario de consumo energético per cápita rondaba las 5.000 kilocalorías [20]. En 1850, el consumo per cápita había aumentado hasta prácticamente 80.000 kilocalorías cada día y desde entonces se ha hinchado hasta alcanzar, hoy, alrededor de unas 250.000 kilocalorías [21]. Desde la perspectiva de la física, el rasgo fundamental de todas las economías capitalistas es una tasa excesiva de consumo de energía centrada en estimular el crecimiento económico y los excedentes materiales. El despliegue colectivo de bienes capitales puede generar niveles increíbles de trabajo mecánico, permitiendo a la gente producir más, viajar grandes distancias y levantar objetos pesados, entre otras actividades. El capitalismo es de lejos más intensivo en energía que cualquier otro sistema económico previo, y ha provocado consecuencias ecológicas sin precedentes que pueden amenazar su misma existencia. Todavía queda sin saber durante cuánto tiempo puede la humanidad sostener las actividades del capitalismo intensivas en energía, pero no hay duda de que la fantasía del crecimiento ilimitado y beneficios fáciles no puede continuar. Todos los sistemas dinámicos deben llegar a un final en algún momento.
Durante los últimos dos siglos, ineficientes economías capitalistas han descargado grandes cantidades de pérdidas energéticas a sus entornos naturales en forma de residuos, químicos, sustancias contaminantes y gases de efecto invernadero. El efecto agregado de todos estos residuos y disipación ha sido, fundamentalmente, alterar flujos de energía críticos por toda la ecosfera, desencadenando una gran crisis social y ecológica en el mundo natural. Esta crisis socioecológica está aún en sus primeras fases, pero ya ha engendrado desastres como la deforestación, el calentamiento global, la acidificación de los océanos y sustanciales pérdidas de biodiversidad [22].
Salvo que haya cambios revolucionarios en nuestro sistema económico, esta crisis solo continuará y se intensificará. Mientras esto ocurre, la acumulación de problemas en el mundo natural amenaza la viabilidad a largo plazo de la civilización global. Los productos que disipamos al medio ambiente pueden ser inútiles para nosotros, pero frecuentemente sirven como reservas de energía para otros sistemas dinámicos. Las pérdidas de energía suelen tener un efecto amplificado sobre la civilización humana, es decir, que sus verdaderos costes son mucho mayores de lo que se puede ver o entender superficialmente. Considérense las condiciones insalubres en ciudades a lo largo de la historia. Las ciudades de las economías premodernas eran típicamente sucias, con basura y deshechos llenando muchos espacios públicos. Esas pérdidas energéticas, empero, fueron una fuente crítica de alimento y nutrientes para una gran variedad de otros organismos vivientes, especialmente insectos y demás animales pequeños que podían sobrevivir en medio de la civilización humana. Cuando estas criaturas se convirtieron en huéspedes de enfermedades letales, la basura humana ayudó a concentrar sus números precisamente en los peores lugares: zonas de alta densidad como las ciudades. En consecuencia, las epidemias normalmente generaron muchas más muertes de las que habrían provocado de otro modo, con la carnicería inconcebible de la peste negra como ejemplo primordial [23]. Hoy día nos enfrentamos a nuestras propias versiones de este antiguo problema, pero a una escala mucho mayor. Hay varios tipos de gases en la atmósfera, conocidos como gases de efecto invernadero, capaces de absorber la radiación calórica que se dirige hacia afuera [24]. Cuando estos gases en la atmósfera atrapan y emiten la radiación de vuelta a la superficie del planeta, grandes cantidades de fotones excitan a los electrones, átomos y moléculas en la superficie hacia mayores niveles energéticos en un proceso llamado efecto invernadero. Estas excitaciones y fluctuaciones adicionales a nivel microscópico representan colectivamente el calor que experimentamos a nivel macroscópico. El efecto invernadero es crítico en el sentido de que hace a la tierra lo suficientemente cálida como para ser habitable [25]. Durante las dos últimas centurias, sin embargo, los países ricos e industrializados han reforzado este proceso natural mediante la inyección en la atmósfera de grandes cantidades de nuevos gases de efecto invernadero, causando, en consecuencia, mayor calentamiento global. Este reforzamiento artificial del efecto invernadero suele actuar como una poderosa reserva energética para otros sistemas dinámicos y fenómenos naturales, incluyendo tormentas, inundaciones, sequías, ciclones, incendios, insectos, virus, bacterias y proliferación de algas [26].
Un planeta en calentamiento también podría reforzar mecanismos positivos de retroalimentación en el clima, capaces de inducir incluso más calentamiento, más allá del que es ya causado por nuestras emisiones de efecto invernadero. Estos mecanismos, como el derretimiento de hielo marino y la descongelación del permafrost, permitirían al planeta absorber mucha más energía solar mientras naturalmente emite vastas cantidades de gases de efecto invernadero [27]. El caos resultante haría que cualquier intento humano por mitigar el calentamiento global fuera en vano. Justo esto es lo que debería preocuparnos: el caos que estamos desatando en el planeta mediante el sistema capitalista encontrará un manera de producir un nuevo orden, uno que amenace a la civilización misma. Mientras el capitalismo se extienda, la crisis ecológica se agravará. Los cada vez más intensos sistemas dinámicos de la naturaleza interactuarán más con nuestras civilizaciones y podrían interrumpir severamente los flujos de energía vitales que sostienen la reproducción social y las actividades económicas. Las regiones con alta densidad poblacional que están a merced de desastres naturales recurrentes son especialmente vulnerables. El ciclón Bhola mató alrededor de 500.000 personas cuando golpeó Pakistán del Este en 1970, provocando una serie de protestas y disturbios masivos que culminaron en una guerra civil y contribuyeron a la creación de un nuevo país, Bangladesh [28]. Numerosos estudios han concluido que la peor sequía que Siria ha sufrido en casi mil años ha sido parcialmente culpable de las tensiones políticas y sociales que culminaron en la actual guerra civil [29]. El clima es un sistema dinámico resiliente, capaz de asimilar muchos cambios físicos distintos, pero esta resiliencia tiene sus límites, y la humanidad se encontrará en graves problemas si sigue intentando transgredirlos.
Estos argumentos destacan una de las grandes fallas de la teoría económica moderna: carece de fundamento científico. Las filosofías económicas ortodoxas, desde el monetarismo hasta la síntesis neoclásica, se centran en describir los efímeros rasgos financieros del capitalismo, confundiéndolos por leyes de la naturaleza inmutables y universales. La teoría económica capitalista ha sido en su mayor parte transformada en una filosofía metafísica cuyo objetivo no es proveer de fundamentos científicos a la economía, sino producir propaganda sofisticada, diseñada para proteger la riqueza y el poder de una élite global. Cualquier explicación científica de la economía debe comenzar por darse cuenta de que los flujos energéticos y las condiciones ecológicas ––no la “mano invisible” del mercado–– dictan los parámetros macroscópicos a largo plazo de todas las economías. Importantes contribuciones en esta línea han venido del campo de la economía ecológica, especialmente de los trabajos seminales de los economistas Nicholas Georgescu-Roegen y Herman Daly, aunque también del ecologista de sistemas Howard Odum [30]. El propio Marx incorporó preocupaciones ecológicas en su pensamiento político y económico [31]. Las aportaciones de estos y otros pensadores revelaron que los rasgos económicos del mundo son propiedades emergentes moldeadas por realidades físicas y condiciones ecológicas subyacentes; entenderlas resulta crítico para cualquier comprensión de la economía.
El pensamiento ecológico difiere de las escuelas ortodoxas de economía de varias maneras fundamentales. La más importante es que la teoría ecológica sostiene que no podemos concebir los residuos y las pérdidas disipativas como “externalidades” y “el coste de hacer negocios” dado cuán importantes estas pérdidas energéticas pueden ser a la hora de moldear la evolución de los sistemas económicos. Lo que los economistas mainstream denominan “externalidades” incluye los productos físicos que tiramos al medio ambiente –cualquier cosa desde contaminantes y basura de plástico hasta químicos tóxicos y gases de efecto invernadero–. Las consecuencias de pérdidas extremas de energía pueden tener un efecto profundo en la futura evolución de los sistemas dinámicos. Como continuamente señalan los científicos, las pérdidas de energía de nuestras economías modernas son tan grandes e intensas que están empezando a alterar de manera fundamental los flujos energéticos de toda la ecosfera, desde el robustecimiento del efecto invernadero hasta el cambio de la química de los océanos. Algunas de estas nuevas concentraciones de energía actúan entonces como reservas que impulsan la formación y funcionamiento de otros sistemas dinámicos, los cuales a menudo perturban las actividades normales de la civilización. He ahí la razón fundamental de que nuestras acciones económicas no puedan ser escindidas del mundo natural: si los efectos asociados con nuestras pérdidas energéticas se tornan lo suficientemente poderosos como para destruir las funciones normales de nuestras civilizaciones, entonces ninguna clase de políticas económicas ingeniosas nos salvará de la ira de la naturaleza.
La mayoría de gente hoy en el poder cree que puede administrar cuidadosamente el capitalismo y prevenir los peores efectos de la crisis ecológica. Una corriente popular de optimismo tecnológico sostiene que la innovación puede resolver los problemas ecológicos fundamentales que enfrenta la humanidad. Han sido propuestas diversas soluciones para arreglar nuestras calamidades ecológicas, desde la adopción de fuentes de energía renovables hasta programas más estrafalarios, como la captura y almacenamiento de carbono. Todas estas ideas comparten la presunción de que el capitalismo por sí mismo no tiene que cambiar, porque las soluciones tecnológicas estarán siempre disponibles para cumplir con más crecimiento económico y un medio ambiente más sano. Desde Beijing a Silicon Valley, los tecnocapitalistas disfrutan discutiendo que el capitalismo puede seguir marchando mediante ganancias en eficiencia energética [32]. La última razón por la que esta estrategia fallará en el largo plazo es que la naturaleza impone límites físicos absolutos a la eficiencia que ningún grado de progreso tecnológico puede superar. El colapso reciente de la Ley de Moore debido a efectos cuánticos es un ejemplo destacado [33]. Otro es la barrera en la eficiencia que el ciclo de Carnot supone para todos los motores de calor prácticos [34].
Pero nuestras preocupaciones más acuciantes tienen que ver con las relaciones subyacentes entre innovación tecnológica y crecimiento económico. La fe en las soluciones tecnológicas nos ayuda a alcanzar mayor innovación tecnológica y crecimiento económico, aumentando las demandas totales sobre el mundo biofísico y la disipación asociada con el sistema capitalista. Podemos examinar estas relaciones mirando, en primer lugar, cómo la gente y los sistemas económicos responden a aumentos de eficiencia. Para tener una idea de si el capitalismo puede aportar grandes mejoras en eficiencia tenemos que desarrollar una teoría general que explique cómo la eficiencia colectiva de nuestros sistemas económicos cambia a lo largo del tiempo.
Cuando mejora la eficiencia del combustible, a menudo conducimos a mayores distancias. Cuando la electricidad se vuelve más barata, encendemos más electrodomésticos. Incluso aquellos que, orgullosos, ahorran energía en casa a través del reciclaje, del compostaje y otras actividades, están más que felices de subirse a un avión y volar por medio mundo en sus vacaciones. La gente suele ahorrar en un área y lo intercambia por gastos en otra. Lo que acabamos haciendo con las ganancias en eficiencia puede ser a veces igual de importante que las ganancias mismas. En estudios ecológicos, este fenómeno es generalmente conocido como la paradoja de Jevons, la cual revela que los pretendidos efectos de las mejoras en eficiencia no siempre se materializan [35]. Formulada por primera vez a mediados del siglo XIX por el economista británico William Stanley Jevons, la paradoja afirma que los aumentos en eficiencia energética son generalmente usados para la acumulación y la producción, llevando a un consumo mayor de los mismos recursos que las mejoras en eficiencia pretendían conservar. Promover la eficiencia lleva a bienes y servicios más baratos, lo cual estimula aún más la demanda y el gasto, implicando el consumo de más energía [36]. Jevons describió por primera vez este efecto en el contexto del carbón y la máquina de vapor. Observó que los avances en eficiencia de las máquinas de vapor habían incentivado más el consumo de carbón en Inglaterra, implicándose de ello que, en realidad, un aumento de eficiencia energética no producía ahorros de energía.
Variantes de esta paradoja son conocidas en economía como el efecto rebote. La mayoría de economistas aceptan que algunas versiones del efecto son reales, pero no están de acuerdo sobre el tamaño y alcance del problema. Algunos creen que los efectos rebote son irrelevantes, arguyendo que las mejoras en eficiencia estimulan menores niveles de consumo energético en el largo plazo [37]. En una exhaustiva revisión de la literatura en la materia, el UK Energy Research Center determinó que las versiones más extremas del efecto rebote probablemente no se apliquen a las economías desarrolladas. Sin embargo, también discutieron que aún podían ocurrir grandes efectos rebote que atravesaran nuestras economías. Llegaron a la siguiente conclusión: “sería un error asumir que (...) los efectos rebote son tan pequeños que pueden ser ignorados. Bajo ciertas circunstancias (por ejemplo, tecnologías energéticamente eficientes que mejoren significativamente la productividad de industrias intensivas en energía), los efectos rebote que alcancen toda la economía pueden exceder el 50%, y podrían incrementar potencialmente el consumo de energía a largo plazo” [38]. El hecho de que efectos rebote significativos que alcancen toda la economía sean posibles nos debería hacer reflexionar sobre la utilidad de estrategias alrededor de la eficiencia en el combate contra la crisis ecológica y el cambio climático. De hecho, todo este argumento oscurece una incertidumbre más importante: el problema de si las mejoras en eficiencia pueden llegar lo suficientemente rápido como para aliviar las peores consecuencias de la crisis ecológica, las cuales todavía van por delante de nosotros. Dadas las mecánicas e incentivos del capitalismo, deberíamos tener cuidado con el actual encaprichamiento respecto al optimismo de la eficiencia.
Es común que los sistemas económicos usen nuevas fuentes de energía para expandir la producción, el consumo y la acumulación, no para mejorar fundamentalmente la eficiencia. Desde el cultivo de plantas y la domesticación de animales a la quema de combustibles fósiles y la invención de la electricidad, el manejo y descubrimiento de nuevas fuentes de energía ha producido generalmente más sociedades intensivas en energía. Aunque cualquier sistema económico puede ganar en eficiencia, esto es incidental y secundario respecto al objetivo más amplio de la acumulación. La eficiencia total de un sistema económico es altamente inercial, cambiando con gran lentitud. Vemos este exacto proceso desarrollándose ahora con las emisiones de gases de efecto invernadero, a pesar de que la crisis ecológica se extiende bastante más allá de esta problemática. Líderes políticos y empresariales han esperado durante años que el progreso tecnológico nos entregue, de algún modo, mayores índices de crecimiento económico y una acentuada reducción de la emisión de gases de efecto invernadero. Las cosas no han ido según el plan. El año 2017 vio un aumento global sustancial de emisiones dañinas, desafiando incluso la más modesta de las metas del Acuerdo de París [39]. Incluso antes de esto, Naciones Unidas había advertido de una brecha “inaceptable” entre las promesas gubernamentales y la reducción de emisiones necesarias para prevenir algunas de las peores consecuencias del cambio climático [40]. Los retos por estimular la eficiencia son más aparentes cuando vemos el capitalismo a escala global: aunque muchos países desarrollados hayan tomado medidas modestas pero mensurables en su eficiencia colectiva, esas ganancias han sido socavadas por las economías en desarrollo aún en el proceso de industrialización [41]. Evidentemente, los cambios sustanciales en la eficiencia colectiva de cualquier sistema económico raramente se materializan en periodos cortos de tiempo. El crecimiento tecnológico bajo el régimen capitalista entregará algún progreso adicional en eficiencia, pero ciertamente no suficiente para prevenir las peores consecuencias de la crisis ecológica.
Durante los últimos dos siglos, ineficientes economías capitalistas han descargado grandes cantidades de pérdidas energéticas a sus entornos naturales en forma de residuos, químicos, sustancias contaminantes y gases de efecto invernadero. El efecto agregado de todos estos residuos y disipación ha sido, fundamentalmente, alterar flujos de energía críticos por toda la ecosfera, desencadenando una gran crisis social y ecológica en el mundo natural. Esta crisis socioecológica está aún en sus primeras fases, pero ya ha engendrado desastres como la deforestación, el calentamiento global, la acidificación de los océanos y sustanciales pérdidas de biodiversidad [22].
Salvo que haya cambios revolucionarios en nuestro sistema económico, esta crisis solo continuará y se intensificará. Mientras esto ocurre, la acumulación de problemas en el mundo natural amenaza la viabilidad a largo plazo de la civilización global. Los productos que disipamos al medio ambiente pueden ser inútiles para nosotros, pero frecuentemente sirven como reservas de energía para otros sistemas dinámicos. Las pérdidas de energía suelen tener un efecto amplificado sobre la civilización humana, es decir, que sus verdaderos costes son mucho mayores de lo que se puede ver o entender superficialmente. Considérense las condiciones insalubres en ciudades a lo largo de la historia. Las ciudades de las economías premodernas eran típicamente sucias, con basura y deshechos llenando muchos espacios públicos. Esas pérdidas energéticas, empero, fueron una fuente crítica de alimento y nutrientes para una gran variedad de otros organismos vivientes, especialmente insectos y demás animales pequeños que podían sobrevivir en medio de la civilización humana. Cuando estas criaturas se convirtieron en huéspedes de enfermedades letales, la basura humana ayudó a concentrar sus números precisamente en los peores lugares: zonas de alta densidad como las ciudades. En consecuencia, las epidemias normalmente generaron muchas más muertes de las que habrían provocado de otro modo, con la carnicería inconcebible de la peste negra como ejemplo primordial [23]. Hoy día nos enfrentamos a nuestras propias versiones de este antiguo problema, pero a una escala mucho mayor. Hay varios tipos de gases en la atmósfera, conocidos como gases de efecto invernadero, capaces de absorber la radiación calórica que se dirige hacia afuera [24]. Cuando estos gases en la atmósfera atrapan y emiten la radiación de vuelta a la superficie del planeta, grandes cantidades de fotones excitan a los electrones, átomos y moléculas en la superficie hacia mayores niveles energéticos en un proceso llamado efecto invernadero. Estas excitaciones y fluctuaciones adicionales a nivel microscópico representan colectivamente el calor que experimentamos a nivel macroscópico. El efecto invernadero es crítico en el sentido de que hace a la tierra lo suficientemente cálida como para ser habitable [25]. Durante las dos últimas centurias, sin embargo, los países ricos e industrializados han reforzado este proceso natural mediante la inyección en la atmósfera de grandes cantidades de nuevos gases de efecto invernadero, causando, en consecuencia, mayor calentamiento global. Este reforzamiento artificial del efecto invernadero suele actuar como una poderosa reserva energética para otros sistemas dinámicos y fenómenos naturales, incluyendo tormentas, inundaciones, sequías, ciclones, incendios, insectos, virus, bacterias y proliferación de algas [26].
Un planeta en calentamiento también podría reforzar mecanismos positivos de retroalimentación en el clima, capaces de inducir incluso más calentamiento, más allá del que es ya causado por nuestras emisiones de efecto invernadero. Estos mecanismos, como el derretimiento de hielo marino y la descongelación del permafrost, permitirían al planeta absorber mucha más energía solar mientras naturalmente emite vastas cantidades de gases de efecto invernadero [27]. El caos resultante haría que cualquier intento humano por mitigar el calentamiento global fuera en vano. Justo esto es lo que debería preocuparnos: el caos que estamos desatando en el planeta mediante el sistema capitalista encontrará un manera de producir un nuevo orden, uno que amenace a la civilización misma. Mientras el capitalismo se extienda, la crisis ecológica se agravará. Los cada vez más intensos sistemas dinámicos de la naturaleza interactuarán más con nuestras civilizaciones y podrían interrumpir severamente los flujos de energía vitales que sostienen la reproducción social y las actividades económicas. Las regiones con alta densidad poblacional que están a merced de desastres naturales recurrentes son especialmente vulnerables. El ciclón Bhola mató alrededor de 500.000 personas cuando golpeó Pakistán del Este en 1970, provocando una serie de protestas y disturbios masivos que culminaron en una guerra civil y contribuyeron a la creación de un nuevo país, Bangladesh [28]. Numerosos estudios han concluido que la peor sequía que Siria ha sufrido en casi mil años ha sido parcialmente culpable de las tensiones políticas y sociales que culminaron en la actual guerra civil [29]. El clima es un sistema dinámico resiliente, capaz de asimilar muchos cambios físicos distintos, pero esta resiliencia tiene sus límites, y la humanidad se encontrará en graves problemas si sigue intentando transgredirlos.
Estos argumentos destacan una de las grandes fallas de la teoría económica moderna: carece de fundamento científico. Las filosofías económicas ortodoxas, desde el monetarismo hasta la síntesis neoclásica, se centran en describir los efímeros rasgos financieros del capitalismo, confundiéndolos por leyes de la naturaleza inmutables y universales. La teoría económica capitalista ha sido en su mayor parte transformada en una filosofía metafísica cuyo objetivo no es proveer de fundamentos científicos a la economía, sino producir propaganda sofisticada, diseñada para proteger la riqueza y el poder de una élite global. Cualquier explicación científica de la economía debe comenzar por darse cuenta de que los flujos energéticos y las condiciones ecológicas ––no la “mano invisible” del mercado–– dictan los parámetros macroscópicos a largo plazo de todas las economías. Importantes contribuciones en esta línea han venido del campo de la economía ecológica, especialmente de los trabajos seminales de los economistas Nicholas Georgescu-Roegen y Herman Daly, aunque también del ecologista de sistemas Howard Odum [30]. El propio Marx incorporó preocupaciones ecológicas en su pensamiento político y económico [31]. Las aportaciones de estos y otros pensadores revelaron que los rasgos económicos del mundo son propiedades emergentes moldeadas por realidades físicas y condiciones ecológicas subyacentes; entenderlas resulta crítico para cualquier comprensión de la economía.
El pensamiento ecológico difiere de las escuelas ortodoxas de economía de varias maneras fundamentales. La más importante es que la teoría ecológica sostiene que no podemos concebir los residuos y las pérdidas disipativas como “externalidades” y “el coste de hacer negocios” dado cuán importantes estas pérdidas energéticas pueden ser a la hora de moldear la evolución de los sistemas económicos. Lo que los economistas mainstream denominan “externalidades” incluye los productos físicos que tiramos al medio ambiente –cualquier cosa desde contaminantes y basura de plástico hasta químicos tóxicos y gases de efecto invernadero–. Las consecuencias de pérdidas extremas de energía pueden tener un efecto profundo en la futura evolución de los sistemas dinámicos. Como continuamente señalan los científicos, las pérdidas de energía de nuestras economías modernas son tan grandes e intensas que están empezando a alterar de manera fundamental los flujos energéticos de toda la ecosfera, desde el robustecimiento del efecto invernadero hasta el cambio de la química de los océanos. Algunas de estas nuevas concentraciones de energía actúan entonces como reservas que impulsan la formación y funcionamiento de otros sistemas dinámicos, los cuales a menudo perturban las actividades normales de la civilización. He ahí la razón fundamental de que nuestras acciones económicas no puedan ser escindidas del mundo natural: si los efectos asociados con nuestras pérdidas energéticas se tornan lo suficientemente poderosos como para destruir las funciones normales de nuestras civilizaciones, entonces ninguna clase de políticas económicas ingeniosas nos salvará de la ira de la naturaleza.
La mayoría de gente hoy en el poder cree que puede administrar cuidadosamente el capitalismo y prevenir los peores efectos de la crisis ecológica. Una corriente popular de optimismo tecnológico sostiene que la innovación puede resolver los problemas ecológicos fundamentales que enfrenta la humanidad. Han sido propuestas diversas soluciones para arreglar nuestras calamidades ecológicas, desde la adopción de fuentes de energía renovables hasta programas más estrafalarios, como la captura y almacenamiento de carbono. Todas estas ideas comparten la presunción de que el capitalismo por sí mismo no tiene que cambiar, porque las soluciones tecnológicas estarán siempre disponibles para cumplir con más crecimiento económico y un medio ambiente más sano. Desde Beijing a Silicon Valley, los tecnocapitalistas disfrutan discutiendo que el capitalismo puede seguir marchando mediante ganancias en eficiencia energética [32]. La última razón por la que esta estrategia fallará en el largo plazo es que la naturaleza impone límites físicos absolutos a la eficiencia que ningún grado de progreso tecnológico puede superar. El colapso reciente de la Ley de Moore debido a efectos cuánticos es un ejemplo destacado [33]. Otro es la barrera en la eficiencia que el ciclo de Carnot supone para todos los motores de calor prácticos [34].
Pero nuestras preocupaciones más acuciantes tienen que ver con las relaciones subyacentes entre innovación tecnológica y crecimiento económico. La fe en las soluciones tecnológicas nos ayuda a alcanzar mayor innovación tecnológica y crecimiento económico, aumentando las demandas totales sobre el mundo biofísico y la disipación asociada con el sistema capitalista. Podemos examinar estas relaciones mirando, en primer lugar, cómo la gente y los sistemas económicos responden a aumentos de eficiencia. Para tener una idea de si el capitalismo puede aportar grandes mejoras en eficiencia tenemos que desarrollar una teoría general que explique cómo la eficiencia colectiva de nuestros sistemas económicos cambia a lo largo del tiempo.
Cuando mejora la eficiencia del combustible, a menudo conducimos a mayores distancias. Cuando la electricidad se vuelve más barata, encendemos más electrodomésticos. Incluso aquellos que, orgullosos, ahorran energía en casa a través del reciclaje, del compostaje y otras actividades, están más que felices de subirse a un avión y volar por medio mundo en sus vacaciones. La gente suele ahorrar en un área y lo intercambia por gastos en otra. Lo que acabamos haciendo con las ganancias en eficiencia puede ser a veces igual de importante que las ganancias mismas. En estudios ecológicos, este fenómeno es generalmente conocido como la paradoja de Jevons, la cual revela que los pretendidos efectos de las mejoras en eficiencia no siempre se materializan [35]. Formulada por primera vez a mediados del siglo XIX por el economista británico William Stanley Jevons, la paradoja afirma que los aumentos en eficiencia energética son generalmente usados para la acumulación y la producción, llevando a un consumo mayor de los mismos recursos que las mejoras en eficiencia pretendían conservar. Promover la eficiencia lleva a bienes y servicios más baratos, lo cual estimula aún más la demanda y el gasto, implicando el consumo de más energía [36]. Jevons describió por primera vez este efecto en el contexto del carbón y la máquina de vapor. Observó que los avances en eficiencia de las máquinas de vapor habían incentivado más el consumo de carbón en Inglaterra, implicándose de ello que, en realidad, un aumento de eficiencia energética no producía ahorros de energía.
Variantes de esta paradoja son conocidas en economía como el efecto rebote. La mayoría de economistas aceptan que algunas versiones del efecto son reales, pero no están de acuerdo sobre el tamaño y alcance del problema. Algunos creen que los efectos rebote son irrelevantes, arguyendo que las mejoras en eficiencia estimulan menores niveles de consumo energético en el largo plazo [37]. En una exhaustiva revisión de la literatura en la materia, el UK Energy Research Center determinó que las versiones más extremas del efecto rebote probablemente no se apliquen a las economías desarrolladas. Sin embargo, también discutieron que aún podían ocurrir grandes efectos rebote que atravesaran nuestras economías. Llegaron a la siguiente conclusión: “sería un error asumir que (...) los efectos rebote son tan pequeños que pueden ser ignorados. Bajo ciertas circunstancias (por ejemplo, tecnologías energéticamente eficientes que mejoren significativamente la productividad de industrias intensivas en energía), los efectos rebote que alcancen toda la economía pueden exceder el 50%, y podrían incrementar potencialmente el consumo de energía a largo plazo” [38]. El hecho de que efectos rebote significativos que alcancen toda la economía sean posibles nos debería hacer reflexionar sobre la utilidad de estrategias alrededor de la eficiencia en el combate contra la crisis ecológica y el cambio climático. De hecho, todo este argumento oscurece una incertidumbre más importante: el problema de si las mejoras en eficiencia pueden llegar lo suficientemente rápido como para aliviar las peores consecuencias de la crisis ecológica, las cuales todavía van por delante de nosotros. Dadas las mecánicas e incentivos del capitalismo, deberíamos tener cuidado con el actual encaprichamiento respecto al optimismo de la eficiencia.
Es común que los sistemas económicos usen nuevas fuentes de energía para expandir la producción, el consumo y la acumulación, no para mejorar fundamentalmente la eficiencia. Desde el cultivo de plantas y la domesticación de animales a la quema de combustibles fósiles y la invención de la electricidad, el manejo y descubrimiento de nuevas fuentes de energía ha producido generalmente más sociedades intensivas en energía. Aunque cualquier sistema económico puede ganar en eficiencia, esto es incidental y secundario respecto al objetivo más amplio de la acumulación. La eficiencia total de un sistema económico es altamente inercial, cambiando con gran lentitud. Vemos este exacto proceso desarrollándose ahora con las emisiones de gases de efecto invernadero, a pesar de que la crisis ecológica se extiende bastante más allá de esta problemática. Líderes políticos y empresariales han esperado durante años que el progreso tecnológico nos entregue, de algún modo, mayores índices de crecimiento económico y una acentuada reducción de la emisión de gases de efecto invernadero. Las cosas no han ido según el plan. El año 2017 vio un aumento global sustancial de emisiones dañinas, desafiando incluso la más modesta de las metas del Acuerdo de París [39]. Incluso antes de esto, Naciones Unidas había advertido de una brecha “inaceptable” entre las promesas gubernamentales y la reducción de emisiones necesarias para prevenir algunas de las peores consecuencias del cambio climático [40]. Los retos por estimular la eficiencia son más aparentes cuando vemos el capitalismo a escala global: aunque muchos países desarrollados hayan tomado medidas modestas pero mensurables en su eficiencia colectiva, esas ganancias han sido socavadas por las economías en desarrollo aún en el proceso de industrialización [41]. Evidentemente, los cambios sustanciales en la eficiencia colectiva de cualquier sistema económico raramente se materializan en periodos cortos de tiempo. El crecimiento tecnológico bajo el régimen capitalista entregará algún progreso adicional en eficiencia, pero ciertamente no suficiente para prevenir las peores consecuencias de la crisis ecológica.
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Notas
[1] Karl Marx, Capital, vol. 1 (Londres: Penguin, 1976), 929–30.
[2] Edward W. Younkins, Capitalism and Commerce (Nueva York: Lexington, 2002), 57.
[2] Edward W. Younkins, Capitalism and Commerce (Nueva York: Lexington, 2002), 57.
[3] Peter Atkins, Four Laws That Drive the Universe (Oxford: Oxford University Press, 2007), prefacio.
(…)
[18] Numerosos estudios alrededor del mundo han mostrado una poderosa relación entre uso de energía y crecimiento económico. Para un análisis de la relación estadística entre uso de energía y crecimiento del PIB mundial, véase Rögnvaldur Hannesson, “Energy and GDP growth”, International Journal of Energy Management, 3 (2009): 157–70. Para un importante estudio sobre la vinculación entre energía y renta en ciertos países asiáticos, John Asafu-Adjaye, “The Relationship Between Energy Consumption, Energy Prices, and Economic Growth: Time Series Evidence from Asian Developing Countries”, Energy Economics, 22 (2000): 615–25. Para una revisión general de las maneras en que el uso de energía ha determinado la historia humana, véase Vaclav Smil, Energy and Civilization (Cambridge: MIT Press, 2017).
[41] Nijavalli H. Ravindranath and Jayant A. Sathaye, Climate Change and Developing Countries (New York: Springer, 2006), 35.
[19] Vaclav Smil, Energy in Nature and Society (Cambridge: MIT Press, 2008), 147-49.
[20] Jerry H. Bentley, “Environmental Crises in World History”, Procedia – Social and Behavioral Sciences, 77 (2013): 108–15.
[21] Bentley, 113.
[22] Robert Falkner, “Climate Change, International Political Economy and Global Energy Policy”, en Andreas Goldthau, Michael F. Keating, and Caroline Kuzemko (eds.), Handbook of the International Political Economy of Energy and Natural Resources (Cheltenham: Elgar, 2018), 77-78.
[23] Edward Humes, Garbology: Our Dirty Love Affair with Trash (London: Penguin, 2013), 30.
[24] W. J. Maunder, Dictionary of Global Climate Change, (New York: Springer, 2012), 120.
[25] Maunder, Dictionary of Global Climate Change, 120.
[26] Uno de los grandes artículos relacionando cambio climático e incendios forestales en Estados Unidos salió en 2016; véase John T. Abatzoglou y A. Park Williams, “Impact of Anthropogenic Climate Change on Wildfire across Western US Forests”, PNAS, 113 (2016): 11770–75. Para una guía comprensiva de algunas investigaciones recientes sobre huracanes y cambio climático, véase Jennifer M. Collins y Kevin Walsh, eds., Hurricanes and Climate Change, vol. 3 (New York: Springer, 2017). Para una revisión del rol que el cambio climático juega en la difusión de enfermedades infecciosas, véase Xiaoxu Wu et al., “Impact of Climate Change on Human Infectious Diseases: Empirical Evidence and Human Adaption”, Environment International, 86 (2016): 14–23. Para la relación entre cambio climático y proliferación de algas, Daniel Cressey, “Climate Change Is Making Algal Blooms Worse”, Nature, 25 de abril, 2017.
[27] Jonathan A. Newman et al., Climate Change Biology (Oxfordshire: CABI, 2011), 220–21.
[28] Alan H. Lockwood, Heat Advisory: Protecting Health on a Warming Planet (Cambridge: MIT Press, 2016), 103.
[29] Bruce E. Johansen, Climate Change: An Encyclopedia of Science, Society, and Solutions (Santa Barbara: ABC–CLIO, 2017), 19–20.
[30] Uno de los mayores trabajos tratando de fundamentar la economía en la física es el de Nicholas Georgescu-Roegen, The Entropy Law and the Economic Process (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1971). Los argumentos iniciales de Georgescu-Roegen han sido refinados y desarrollados por subsiguientes generaciones de pensadores que reconocen que la actividad económica está constreñida por leyes físicas. Entre ellos estuvo Herman Daly, uno de los grandes exponentes de la idea de que el crecimiento económico no durará para siempre, cuyo trabajo ha tenido una profunda influencia en el movimiento ecologista. Para un sucinto repaso de su pensamiento, véase Herman E. Daly, Beyond Growth (Boston: Beacon, 1997). Puede que el más grande ecologista de sistemas fuera Howard Odum, quien llevó a cabo un trabajo magistral explicando los mecanismos que enlazan las sociedades humanas con sus entornos naturales. Para una explicación de sus teorías, véase Howard Odum, Environment, Power, and Society for the Twenty-First Century (New York: Columbia University Press, 2007).
[31] John Bellamy Foster, Marx’s Ecology (New York: Monthly Review Press, 2000), 9–10.
[32] Para una explicación académica formal de esta perspectiva, véase Lea Nicita, “Shifting the Boundary: The Role of Innovation”, in Valentina Bosetti et al., eds., Climate Change Mitigation, Technological Innovation, and Adaptation (Cheltenham: Elgar, 2014), 32–39.
[33] Tom Simonite, “Moore’s Law Is Dead. Now What?” MIT Technology Review, 13 de mayo, 2016.
[34] Atkins, Four Laws That Drive the Universe, 51-52.
[35] John Bellamy Foster, Ecology Against Capitalism (New York: Monthly Review Press, 2002), 94.
[36] Foster, Ecology Against Capitalism, 94.
[37] Evan Mills, “Efficiency Lives—The Rebound Effect, Not So Much,” ThinkProgress, 13 de septiembre, 2010, http://thinkprogress.org/.
[38] Steven Sorrell, The Rebound Effect (London: UK Energy Research Centre, 2007), 92.
[39] Jeff Tollefson, “World’s Carbon Emissions Set to Spike by 2% in 2017,” Nature, 13 de noviembre, 2017.
[40] Fiona Harvey, “UN Warns of “Unacceptable” Greenhouse Gas Emissions Gap,” Guardian, 31 de octubre, 2017.
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