Se aborda en ella la crisis en toda su amplitud. Comenzó a hacerse patente con el derrumbe de la economía, hace ya más de una década, y aparece ahora como tema de actualidad con la amenaza climática. No son cuestiones independientes porque las liga el hecho innegable de que todo crecimiento halla un límite infranqueable, y ese límite ha llegado. Esta crisis global multifacética es la crisis terminal de un sistema económico que no sabe dejar de crecer, y sin un cambio radical no tendrá solución.
Un reciente informe del ejército de los Estados Unidos, que al fin y al cabo es el máximo garante del sistema, alerta sobre su propio colapso en un plazo relativamente cercano, por la imposibilidad de mantener su propia logística:
El ejército estadounidense podría colapsar en 20 años debido al cambio climático, según el Pentágono
Aunque antes de que llegue ese colapso puede hacer mucho daño:
Esta fue mi intervención en la presentación de la revista:
La crisis ecosocial
El número de Nuestra Bandera que presentamos hoy da un paso muy importante en la trayectoria de nuestro partido. Porque aunque desde sus orígenes el marxismo ya se había ocupado del problema ecológico (Marx y Engels ya hablaban del equilibrio metabólico entre el hombre y la naturaleza), el surgimiento del movimiento obrero en el seno del modo de producción capitalista ligó desde el principio su trayectoria al propio desarrollo capitalista. Las revoluciones socialistas nunca se pudieron aislar de la emulación productivista del capital, y al cabo se toparon con el problema de los límites del crecimiento.
Así, el movimiento socialista y comunista ha continuado utilizando el mismo imaginario de progreso constante del capitalismo en cuyo seno se ha desarrollado. Porque además de esa lógica de crecimiento ilimitado que pondrá fin a los problemas de la humanidad, nunca se ha podido sustraer al escaparate de prosperidad que el mundo del capital pone ante los ojos de todos, ocultando a costa de qué y de quienes se produce esa infinita muestra de bienes. Y quienes son los que realmente la están disfrutando.
La crisis actual se presentó de golpe, cuando aparentemente nadie la esperaba, Pero eso no es cierto. El Club de Roma se fundó en 1968, y el famoso informe “Los límites del crecimiento” se publicó en 1972. 50 años es demasiado tiempo como para que la realidad nos coja por sorpresa. Eso en lo que se refiere al problema del imposible crecimiento exponencial.
En cuanto al “Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático”, conocido por las siglas IPCC, se fundó en 1988. Más de 30 años no son pocos para ver con tiempo lo que se nos venía encima.
De golpe, el tema del cambio climático, que no se presenta como algo directamente relacionado con el crecimiento económico, es el tema del momento. Se proponen soluciones tecnológicas, “energías limpias”, coches eléctricos, paneles solares, mucha cibernética, que limiten drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero, olvidando que todos esos medios han de ser producidos, y producidos empleando “energías sucias” y perecederas. Que la metalurgia y la minería, la búsqueda de elementos escasos cada vez más difíciles de obtener, el consumo de agua en todas estas actividades, pueden producir y producen más residuos y más gases nocivos de los que pretenden limitar.
La cumbre de Madrid es un descarado ejemplo de manipulación. Las mayores empresas de la energía, productoras máximas del problema, patrocinan el acontecimiento, y se presentan como paladines de la “economía verde”.
La propia trashumancia de la cumbre es una muestra de la emergencia en la que nos encontramos. Sintomático es que la cumbre del clima, huyendo de país en país, de Brasil a Chile, acabe por reunirse en España.
Brasil renuncia a acoger la cumbre del clima. La decisión está relacionada con el rechazo de Bolsonaro a los acuerdos de París contra el calentamiento global, que califica de “dogma marxista”. Noticia del 29 de noviembre del 2018. Hace ahora un año.
Chile cancela la cumbre mundial del clima y el foro Asia-Pacífico por las protestas. Piñera admite que la violencia en las calles hace insostenible la organización de ambos eventos. ¡Menudo espectáculo sería ante los ojos del mundo! Noticia del 30 de octubre, hace poco más de un mes.
El cambio climático está de moda. Trivialmente. Porque es muy fuerte el cambio necesario. De la economía a la forma de vivir, todo debe cambiar. Y no es fácil cambiar el pensamiento de toda la vida. La idea de progreso se asocia al desarrollo, y por mucho que se haya hablado de “desarrollo inmaterial”, la realidad es que el que conocemos sigue suponiendo crecimiento.
El tratamiento superficial que se está dando al cambio climático oculta un desconocimiento profundo de sus causas. Los negacionistas directos son cada vez menos, pero son muchos los que, sin negarlo, lo atribuyen a factores no antropogénicos. La actividad solar, los cambios orbitales de la trayectoria terrestre, la propia influencia de las especies vivas, han producido y seguirán produciendo alteraciones del clima. Pero la innegable influencia humana se produce en un tiempo acelerado, desbocado. Bastará un ejemplo: las energías fósiles acumuladas a lo largo de cuatrocientos millones de años se han consumido en gran parte en cuatrocientos años. Un millón de veces más deprisa. Y el tiempo en que esto ha ocurrido es precisamente el tiempo del desarrollo histórico del capitalismo.
No hay capitalismo sin crecimiento. Naturalmente, puede haber crecimiento sin capitalismo, pero las experiencias socialistas, que hasta hoy mismo han sido también crecentistas, han contado por lo menos con un factor ausente en el capitalismo puro: la planificación. Y no es que el capital no planifique, pero lo hace con una única meta, la obtención del máximo beneficio posible. Ninguna empresa privada puede sustraerse a ese imperativo, so pena de verse arrollada por las demás. El capital fluye siempre a la búsqueda de nuevas oportunidades de negocio.
Pues bien, siempre será posible otra planificación, basada en un análisis de las necesidades. En esencia, de las necesidades básicas.
Como he dicho antes, desde sus orígenes el pensamiento marxista ha sido consciente del metabolismo entre sociedad y naturaleza. A veces se oponen ambos términos, y se mitifica la naturaleza como un espacio equilibrado. En todo caso, el equilibrio es dinámico, cambiante. Todas las especies vivas modifican su hábitat, pero encuentran límites a su actividad. En nuestro caso, los límites son de escala planetaria.
La emulación con el sistema imperante, a la que desde su origen se han visto obligadas las revoluciones que se plantearon cambiarlo, ha impuesto una visión expansiva que inevitablemente acaba chocando con la realidad. Sin remontarnos a los atisbos ecológicos de Marx de que habla John Bellamy Foster, el filósofo de la escuela de Frankfurt Walter Benjamin advirtió de la necesidad de levantar el pie del acelerador y activar por el contrario el freno de emergencia. Nuestro máximo exponente del pensamiento marxista Manuel Sacristán insistía en señalar de qué manera las fuerzas productivas son también destructivas, idea recogida luego por Paco Fernández Buey y que es el caballo de batalla de su discípulo Jorge Riechmann, un artículo del cual cierra por cierto el presente número de Nuestra Bandera.
El ser humano solo existe en sociedad, porque como sujeto es ante todo un conjunto de relaciones. Podríamos distinguir las relaciones perceptivas, pasivas, basadas en los sentidos que nos comunican con el entorno natural y social, de las relaciones productivas, activas, que moldean la vida humana y, transformando el mundo, nos transforman a nosotros mismos, como individuos y como sociedad.
Los individuos y las agrupaciones sociales de todo tipo son sistemas complejos adaptativos, cuya existencia está condicionada por su capacidad productiva y su persistencia reproductiva. Conceptos asociados respectivamente a las “fuerzas productivas” y las “relaciones de producción” que las activan y mantienen en el tiempo. Ambas son fluidas y se hallan en permanente cambio. Las fuerzas productivas solo se ponen en marcha a través de unas relaciones de producción. En un momento dado percibimos ese flujo como una estructura relativamente estable. Inmersos en ella, tememos a los cambios y somos intuitivamente conservadores. La aceleración implacable que conlleva el desarrollo del capitalismo se traduce, como ha señalado David Harvey, en una contracción del espacio y del tiempo. El sistema no prevé el futuro más allá de lo inmediato, y nosotros vivimos en un continuo presentismo. Para la política práctica, por ejemplo, nada importa más allá de las próximas elecciones.
Se comprende entonces que en las difíciles condiciones actuales, cuando el aumento de la productividad y los límites del consumo lanzan a tantos trabajadores al paro, sus intereses inmediatos se alineen con los de sus patronos, con los que comparten el interés por la continuidad. Así resulta difícil explicar a los que trabajan en una fábrica de armas o en una empresa altamente contaminante que su empleo es nocivo y suicida a medio plazo, porque para ellos es el pan de cada día.
Esto y la atomización y los cambios en el mundo laboral conducen a un individualismo que desglobaliza a los trabajadores, al tiempo en que se globaliza el mundo del capital.
Con todas sus contradicciones y luchas internas, el capitalismo planifica, a través de sus think tanks, a unos plazos más largos. Una planificación también adaptativa. El órgano central podría estar en las reuniones de Davos, en el club Bildeberg o la Trilateral, pero sin necesidad de recurrir a las teorías de la conspiración vemos que su fuerza mayor está concentrada en los ejércitos, particularmente en el inmenso organismo de la OTAN, cuyo núcleo es el ejército de los Estados Unidos, cuya capacidad supera seguramente a la de todos los demás juntos. El complejo militar-industrial que se alimenta de él y a su vez lo alimenta es el motor de la economía, porque su capacidad de consumo es ilimitada. Para producir más basta con desechar continuamente lo que queda rápidamente obsoleto.
¿Qué mayor contaminación ambiental que la producida por la actividad militar? Nada importa en la lógica del combate que no sea la victoria sobre el enemigo, cueste lo que cueste. Frente a esta realidad resulta ridículo limitar el uso del diésel en los automóviles porque contamina mucho, o fomentar el coche eléctrico. Si se insiste en ello es precisamente porque el transporte en gran escala lo precisa y empieza a ser escaso. No digamos lo que continuamente mueve un gran ejército, incluso en tiempo de paz.
Pues bien, parece que el ejército de Estados Unidos empieza a ver que su propia actividad, su solución militar a todos los problemas, acentuada sin duda en el futuro, se verá colapsada por falta de toda clase de recursos, del combustible al agua. El ejército estadounidense podría colapsar en 20 años debido al cambio climático, según un informe del Pentágono.
En tiempo de emergencia se militarizan muchas actividades. No se trata solo de apoderarse de recursos ajenos, también de sofocar protestas y rebeliones internas. Se disfrazan las invasiones como misiones humanitarias. Es verdad que en alguna medida existen esas misiones humanitarias, cuando se moviliza a los militares para sofocar incendios o ayudar en las inundaciones. Pensemos en nuestra Unidad Militar de Emergencias. Pero no nos engañemos: en caso de necesidad para el mantenimiento de la estructura social existente la represión aparece como el último argumento.
Pues bien, hasta esa rígida estructura puede colapsar en veinte años, como denuncia el informe del Pentágono.
La ideología atomizadora del posmodernismo nos agrupa en torno a identidades basadas en la comunicación, en lo que llamé relaciones perceptivas, pero la base de toda actividad está en las relaciones productivas. Si los trabajadores lo hacen todo, cualquier solución a esta difícil coyuntura tiene que partir de los trabajadores. El movimiento obrero, palabra que asociamos a la fábrica tradicional, es hoy diverso, pero sus intereses de fondo son comunes. Son intereses de supervivencia.
Por eso mismo, este número de la revista da un paso más allá de la rutinaria defensa de los intereses más inmediatos de los trabajadores, ligados al empleo, para pasar a los ya muy urgentes de la conservación de la vida. El capital tiene sus soluciones para enfrentar su propia decadencia. La solución conveniente para la inmensa mayoría es muy otra.
Hay que decir las verdades aunque no nos gusten. Las soluciones a tantos conflictos, a tantas contradicciones del sistema, hay que conjugarlas con una lucha globalizada, necesariamente política, porque la política es el andamiaje en que se apoya todo este modo de producción. La política se articula a través de partidos, con estructuras democráticas u oligárquicas. La demonización de la política en el imaginario popular apartará a las poblaciones de las primeras, fomentará las segundas, que desembocan en soluciones fascistas. El futuro será fuera del capitalismo; o no será.
Pregunto entonces, ¿cómo conjugar tantos conflictos a escala global? ¿Es imprescindible un cambio de mentalidad, de la productividad creciente a la estabilización de la economía? ¿De la competitividad creciente a la cooperación? ¿De la acumulación por desposesión a la administración de lo común?
Para todo ello, ¿hace falta la acción política? ¿Hacen falta los partidos? ¿Es necesario plantearse un futuro no capitalista? ¿Podríamos hablar entonces, desprejuiciadamente, de un futuro socialista-comunista?
Con todas sus contradicciones y luchas internas, el capitalismo planifica, a través de sus think tanks, a unos plazos más largos. Una planificación también adaptativa. El órgano central podría estar en las reuniones de Davos, en el club Bildeberg o la Trilateral, pero sin necesidad de recurrir a las teorías de la conspiración vemos que su fuerza mayor está concentrada en los ejércitos, particularmente en el inmenso organismo de la OTAN, cuyo núcleo es el ejército de los Estados Unidos, cuya capacidad supera seguramente a la de todos los demás juntos. El complejo militar-industrial que se alimenta de él y a su vez lo alimenta es el motor de la economía, porque su capacidad de consumo es ilimitada. Para producir más basta con desechar continuamente lo que queda rápidamente obsoleto.
¿Qué mayor contaminación ambiental que la producida por la actividad militar? Nada importa en la lógica del combate que no sea la victoria sobre el enemigo, cueste lo que cueste. Frente a esta realidad resulta ridículo limitar el uso del diésel en los automóviles porque contamina mucho, o fomentar el coche eléctrico. Si se insiste en ello es precisamente porque el transporte en gran escala lo precisa y empieza a ser escaso. No digamos lo que continuamente mueve un gran ejército, incluso en tiempo de paz.
Pues bien, parece que el ejército de Estados Unidos empieza a ver que su propia actividad, su solución militar a todos los problemas, acentuada sin duda en el futuro, se verá colapsada por falta de toda clase de recursos, del combustible al agua. El ejército estadounidense podría colapsar en 20 años debido al cambio climático, según un informe del Pentágono.
En tiempo de emergencia se militarizan muchas actividades. No se trata solo de apoderarse de recursos ajenos, también de sofocar protestas y rebeliones internas. Se disfrazan las invasiones como misiones humanitarias. Es verdad que en alguna medida existen esas misiones humanitarias, cuando se moviliza a los militares para sofocar incendios o ayudar en las inundaciones. Pensemos en nuestra Unidad Militar de Emergencias. Pero no nos engañemos: en caso de necesidad para el mantenimiento de la estructura social existente la represión aparece como el último argumento.
Pues bien, hasta esa rígida estructura puede colapsar en veinte años, como denuncia el informe del Pentágono.
La ideología atomizadora del posmodernismo nos agrupa en torno a identidades basadas en la comunicación, en lo que llamé relaciones perceptivas, pero la base de toda actividad está en las relaciones productivas. Si los trabajadores lo hacen todo, cualquier solución a esta difícil coyuntura tiene que partir de los trabajadores. El movimiento obrero, palabra que asociamos a la fábrica tradicional, es hoy diverso, pero sus intereses de fondo son comunes. Son intereses de supervivencia.
Por eso mismo, este número de la revista da un paso más allá de la rutinaria defensa de los intereses más inmediatos de los trabajadores, ligados al empleo, para pasar a los ya muy urgentes de la conservación de la vida. El capital tiene sus soluciones para enfrentar su propia decadencia. La solución conveniente para la inmensa mayoría es muy otra.
Hay que decir las verdades aunque no nos gusten. Las soluciones a tantos conflictos, a tantas contradicciones del sistema, hay que conjugarlas con una lucha globalizada, necesariamente política, porque la política es el andamiaje en que se apoya todo este modo de producción. La política se articula a través de partidos, con estructuras democráticas u oligárquicas. La demonización de la política en el imaginario popular apartará a las poblaciones de las primeras, fomentará las segundas, que desembocan en soluciones fascistas. El futuro será fuera del capitalismo; o no será.
Pregunto entonces, ¿cómo conjugar tantos conflictos a escala global? ¿Es imprescindible un cambio de mentalidad, de la productividad creciente a la estabilización de la economía? ¿De la competitividad creciente a la cooperación? ¿De la acumulación por desposesión a la administración de lo común?
Para todo ello, ¿hace falta la acción política? ¿Hacen falta los partidos? ¿Es necesario plantearse un futuro no capitalista? ¿Podríamos hablar entonces, desprejuiciadamente, de un futuro socialista-comunista?
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