domingo, 11 de diciembre de 2022

José Hierro

Durante años fue nuestro vecino, en el barrio del Pacífico de Madrid. Yo no lo conocía entonces. Sí mi hermana, que aún lo recuerda como un hombre encantador que se pasaba el día fumando, bebiendo anís y escribiendo, en un bar que se llamaba La Moderna.

Pero lo conocía a través de sus versos, recitados en un precioso disco titulado Doce Poetas en sus Voces. Eran los doce: Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Leopoldo Panero, Luis Rosales, Luis-Felipe Vivanco, Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, José García Nieto, el mismo José Hierro, Manuel Alcántara y Carlos Murciano. Atención a este disco y a estos recitadores.

Fue desde entonces uno de mis poetas. Su voz austera, sólo en apariencia impasible, recitaba aquel Requiem como nunca serán capaces de hacerlo los rutinarios lectores de esquelas de cualquier radio local.

(Si queréis disfrutar de la poesía recitada, echad un vistazo a esta página).

Cien años habría cumplido José Hierro en abril. Veinte hará de su muerte en el próximo solsticio. Han sido muchas las referencias a él en su centenario, como ésta, publicada en un medio donde no esperaba encontrarla.

Lope. La noche. Marta es otro poema que no puedo pasar por alto. Difícil no ponerse en el lugar y la situación que tan sobriamente evoca. (Un inciso: el malaleche andaluz no es otro que Góngora; el otro, naturalmente, Quevedo).

Muchos años ha sobrevivido al poeta su compañera de toda la vida, Angelines Torres, fallecida en 2020. Cuatro hijos y cincuenta y tres años de convivencia merecen que también nos acordemos de ella.

Imagen
(de facebook)


Después de tanto todo para nada: 100 años de José Hierro

Álvaro Romero

José Hierro


Jesús Marchamalo y Lorenzo Oliván cincelan un libro, publicado por Nórdica, tan rotundo como la vida y la obra de este poeta capaz de escribir los mejores versos del siglo XX y también de guardárselos durante 27 años sin publicar ninguno

No había biografía de José Hierro (1922-2002), aunque se supiesen cosas de su vida corriente: que había estado en la cárcel, que había ejercido los oficios más comunes de los españoles doloridos de aquella época, que se casó y tuvo cuatro hijos, que distinguía sus poemas entre reportajes y alucinaciones, que no publicó nada entre 1964 y 1991, que siempre tuvo pudor con entrar en la RAE porque consideraba a otros colegas con más méritos, que lo habíamos visto cargar con la botella de oxígeno, que estuvo más de una vez en Nueva York, donde concluyó su poemario más exitoso con aquel soneto que resumía toda una vida (la de cualquier hombre, como hay muchos) y que dedicó a su nieta Paula Romero. Sin embargo, ni él dejó unas memorias ni hasta ahora -un siglo después de su nacimiento y veinte años después de su muerte- a nadie se le había ocurrido escribir un libro que contara las andanzas de este poeta atípico que nació en Madrid pero que se sintió santanderino de raíz porque fue allí donde descubrió el mar, entre otros milagros. Lo acaban de hacer Jesús Marchamalo y Lorenzo Oliván.

El primero, tan ducho en entrevistar a escritores -cara a cara o a través de sus bibliotecas- ha trazado una biografía con mónadas en el tiempo que puede leerse como quien mira un álbum fotográfico, pues de hecho el libro incluye muchas fotografías, manuscritos, documentos, pinturas y otras reliquias deliciosas. El segundo ha armado una antología a la que no le falta un perejil, con los poemas fundamentales desde aquella Tierra sin nosotros de 1947 o el poemario Alegría con el que Hierro consiguió el premio Adonais hasta su libro último, Cuaderno de Nueva York (1998), pasando por aquella obra en busca de la comunicación perdida que fue Con las piedras, con el viento, de 1950; el exquisito poemario Quinta del 42, publicado en 1953; o Cuanto sé de mí, de 1057; al margen de su famoso Libro de las alucinaciones (1964) o Agenda, aquel poemario ya de 1991 tan metaliterario y en el que cobraban vida hasta los amores más pretéritos de poetas tan preferidos como Lope de Vega o Antonio Machado... Porque Hierro fue toda su vida un poeta enamorado de la capacidad de otros poetas, entre los que tenían un altar, además de los mencionados, Juan Ramón Jiménez o Gerardo Diego.

El niño Pepín

Así llamaban a José Hierro Real con solo dos añitos, el chico que había nacido en el Madrid más castizo y que, por traslado laboral de su padre, Joaquín Hierro, que trabajaba en Telégrafos, se fue con toda la familia a Santander y descubrió el “divino gris” de la bahía. Allí estudió en los Salesianos y allí lo premiaron, tan joven aún, por hacer la mejor paella, habilidad culinaria de la que habría de presumir el resto de su vida y de la que habían de dar testimonio algunos de los mejores poetas de la posguerra, tan amigos suyos, como Carlos Bousoño, Blas de Otero, Claudio Rodríguez, Paco Brines o Gabriel Celaya, entre otros muchos... Pero en 1935, el Pepín que solo tenía 13 años abandonó el Bachillerato para matricularse en la especialidad de Peritaje Electromecánico, de la Escuela de Industrias. Su familia no había acabado de asumir el disgusto cuando estalló la guerra. Y entonces el disgusto fue mayor, porque su padre, afiliado a Izquierda Republicana, interceptó el telegrama en el que se ordenaba, desde el cuartel general franquista, que el gobernador militar de Santander se sublevara, con lo que las autoridades republicanas tuvieron tiempo de avisar y evitar que el golpe fuera secundado en las guarniciones militares. Cuando las tropas franquistas entraron finalmente en la ciudad, el padre de José Hierro fue detenido y encarcelado durante más de cuatro años, precisamente los cuatro años en que el poeta dejó de ser un chaval para convertirse ineluctablemente en un hombre.

A la cárcel

La familia de Hierro tuvo que venderlo casi todo para sobrevivir, y hasta alquilar las habitaciones de su propia casa. José se puso a trabajar como peón cilindrador en una fábrica de botas de goma, y en 1939, mucho antes de que su padre saliera de prisión, entró él, acusado de ayudar clandestinamente a los presos. Fue condenado a 12 años, aunque finalmente fue puesto en libertad el primer día del año de 1944 en la última cárcel en la que había estado, al de Alcalá de Henares. “Salgo mal vestido, sin cuartos, sin proyectos realizables y con una sensación de desaliento”, escribió a su amigo José Luis Hidalgo mientras regresaba a Santander, adonde llegó solo para ver morir a su padre.

Desde Valencia, su amigo Hidalgo le escribió y José se marchó hasta la ciudad mediterránea para cambiar de aires, porque en Santander era, al fin y al cabo, un exconvicto al que se miraba de reojo. En Valencia trabajó de todo: de palero, de repartidor de leña, de comisionistas en la venta de libros y hasta de redactor de biografías para una enciclopedia, pero, en los descansos, y mientras tocaba el acordeón en una casa de citas con cuyas chicas habían trabado amistad él y sus amigos, había comenzado a escribir su primer libro, que acabaría publicando la editorial Proel en 1947.

Solo unos meses después, un jurado compuesto por Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Enrique Azcoaga y José Luis Alonso le otorgaron el premio Adonais a su segundo poemario, Alegría:

“Llegué al dolor por la alegría.
Supe por el dolor que el alma existe.
Por el dolor, allá en mi reino triste,
un misterioso sol amanecía”, 

escribía en uno de sus más hermosos sonetos. Y en otro: 

“Por qué te olvidas, y por qué te alejas
del instante que hiere con su lanza.
Por qué te ciñes de desesperanza
si eres muy joven, y las cosas viejas”.

Una boda en bici

Hierro se casó con María Ángeles Torres (Lines) en 1949, en Santander. Siempre contó, según relata Marchamalo en el libro, que justo el día anterior a la boda perdió el tren en Torrelavega por apenas unos segundos, y que tuvo que tomar prestada una bicicleta para alcanzarlo en Barreda, que era el siguiente apeadero... Aquel mismo año nació su primer hijo, al que llamaron, en honor al poeta, Juan Ramón. Uno de los últimos poemas de su segundo libro se había titulado “Fe de vida”, la que la vida le estaba devolviendo:

“Sé que el invierno está aquí,
detrás de esa puerta. Sé
que si ahora saliese fuera
lo hallaría todo muerto,
luchando por renacer.
Sé que si busco una rama
no la encontraré.
Sé que si busco una mano
que me salve del olvido
no la encontraré.
Sé que si busco al que fui
no lo encontraré.
Pero estoy aquí. Me muevo,
vivo. Me llamo José
Hierro. Alegría.
(Alegría
que está caída a mis pies).
Nada en orden. Todo roto,
a punto de ya no ser.
Pero toco la alegría
porque aunque todo esté muerto
yo aún estoy vivo y lo sé”.

Hasta 1960, fueron naciendo sus otros hijos: Margarita, Marián y Joaquín, que nació ya una vez instalados en Madrid. Antes de aterrizar en la capital de España, ya había cambiado Hierro sus oficios manuales por su condición de profesor en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, donde impartiría muchos cursos y seminarios y hasta clases prácticas para los cursos de extranjeros. Ya en Madrid, Hierro trabajaba por las mañanas en la Editora Nacional y, por las tardes, en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y algunos años más tarde se incorporó al departamento de promoción del Reader’s Digest, en cuya oficina compartió mesa con Luis Rosales y Fernando Quiñones. El pluriempleado Hierro se incorporó a mediados de los sesenta a Radio Nacional de España, donde se encargó de diversos programas culturales. Para entonces, no solo había publicado ya varios poemarios, sino que por el titulado Cuanto sé de mí, de 1957, había conseguido dos premios, el de la Crítica y el Juan March. Con el dinero de este último dio la entrada para la casa de Madrid en la que iba a vivir hasta su muerte, en la calle Fuenterrabía. Hierro habría de ser siempre un poeta que vivificaba la poesía, y viceversa:

“A los 65 años de mi vida
cambié mi viejo coche.
Y ahora, a los 67,
escucho al nuevo
sonar por penúltima vez.
No queda tiempo ya.
Yo he sido para él su amor primero
como él para mí el último”,

habría de escribir mucho después, en su poemario Agenda, 1991.

Poeta en la radio, y multipremiado

En RNE trabajó Hierro como redactor y crítico literario hasta 1987, cuando ya había recibido el Príncipe de Asturias. Entretanto, se había comprado “una finca de pobre”, un terreno en los cerros de Tifulcia, cerca de Madrid, para pasar los fines de semana, aunque Hierro hubo de trabajar muchísimo, buscando agua a veinticinco metros de profundidad, para convertir aquel secarral en un vergel al que bautizó con el nombre de Nayagua y donde llegó a plantar viñedos y a embotellar sus propias botellas de tinto y blanco. Hasta que en 1991 no volvió a publicar Agenda, Hierro había hecho honor a aquella declaración suya: “La poesía se escribe cuando ella quiere, no cuando quiere el poeta”.

Y, sin embargo, sería la poesía quien quiso que al poeta le concedieran el Premio Nacional de las Letras Españolas y la Medalla de Oro de Santander en 1990... En 1995 le fue otorgado el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, y 1998, el Premio Cervantes. Fue aquel año en el que apareció su Cuaderno de Nueva York (Hiperión), con el que volvió a ganar el Premio de la Crítica y el Nacional de Poesía y que, además, se convirtió en un auténtico fenómeno de ventas. Vendió en solo unos meses 20.000 ejemplares. “No sé qué es lo que han visto en ese libro”, solía decir con incredulidad el humilde José Hierro, que el 8 de abril de 1999 fue elegido académico de la RAE. Su sillón, el de la G mayúscula. Aunque había insistido mucho antes en rechazar tal honor, por su falta de cultura universitaria, decía, por sus maneras campechanas, por su costumbre de viajar en metro, argumentaba, por no usar corbata y sí alpargatas, en fin... acabó accediendo porque “llega un momento en que la resistencia se convierte en una ordinariez”, concluyó, antes de empezar a despedirse de sus amigos desde el hospital Carlos III, donde murió el 21 de diciembre de 2002 y donde lo estuvieron acompañando hasta el último hálito sus nietas, Paula y Tacha.

Un puñado de versos inolvidables

De Hierro nos quedan algunos poemas imposibles de olvidar, tantos veces caracterizados por esos encabalgamientos tan abruptamente suaves como su propia estampa de gigante tierno. Uno de ellos lleva el humilde título de “Una tarde cualquiera”, e integraba su poemario Quinta del 42, quizá el más conocido antes de que Cuaderno de Nueva York se convirtiera en un bestseller.

“Yo, José Hierro, un hombre
como hay muchos, tendido
esta tarde en mi cama,
volví a soñar.
Los niños,
en la calle, corrían).
Mi madre me dio el hilo
y la aguja, diciéndome:
«Enhébramela, hijo;
veo poco».
[...]
Amigos:
yo estaba muerto. Estaba
en mi cama, tendido.
Se está muerto aunque lata
el corazón, amigos”.

De Cuanto sé de mí, siempre nos quedará el recuerdo de aquel “Réquiem”:

Manuel del Río, natural
de España, ha fallecido el sábado
11 de mayo, a consecuencia
de un accidente. Su cadáver
está tendido en D’Agostino
Funeral Home. Haskell. New Jersey.
Se dirá una misa cantada
a las 9.30 en St. Francis.

Es una historia que comienza
con sol y piedra, y que termina
sobre una mesa, en D’Agostino,
con flores y cirios eléctricos.
Es una historia que comienza
en una orilla del Atlántico.
Continúa en un camarote
de tercera, sobre las olas
—sobre las nubes— de las tierras
sumergidas ante Platón.
Halla en América su término
con una grúa y una clínica,
con una esquela y una misa
cantada, en la iglesia St. Francis.
(...) 

Y su inolvidable final:

“Un español como millones
de españoles. No he dicho a nadie
que estuve a punto de llorar”.

De Agenda, es inolvidable el final del poema “Lope. La noche. Marta”, sobre la relación del gran poeta con Marta de Nevares, su última amante...

Hasta mañana, Noche.
Tengo que dar la cena a Marta,
asearla, peinarla (ella no vive ya en el mundo nuestro),
cuidar que no alborote mis papeles,
que no apuñale las paredes con mis plumas
—mis bien cortadas plumas—,
tengo que confesarla. «Padre, vivo en pecado»
(no sabe que el pecado es de los dos),
y dirá luego: «Lope, quiero morirme»
(y qué sucedería si yo muriese antes que ella).
Ego te absolvo.

Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla,
aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos,
de lugares vividos y soñados: de lo que fue
y que no fue y que pudo ser mi vida.

Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar.

De su último libro, en fin, nos queda el testamento de toda una vida, que no es sola la suya, sino la de todos:

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito ¡Todo!, y el eco dice ¡Nada!
Grito ¡Nada!, y el eco dice ¡Todo!
Ahora sé que la nada lo era todo.
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada

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