sábado, 21 de enero de 2023

Hablemos de cine

Artículo publicado el pasado viernes 20 de enero en Pontevedra Viva.

Ahora  recuerdo que en Madrid había un cine de barrio al que llamaban "El Palacio de las Pipas". ¿Por qué sería?

(Después, Berlanga lo rescató y dignificó).


Una de las primeras cosas que aprenden los niños en la escuela es a callarse. Callarse forma parte del currículum oculto, un conjunto de aprendizajes no planificados que los más listos interiorizan enseguida. Una lección de vida: más importante que ser bueno es parecerlo. De esta forma, los que aprenden a callarse se aseguran horas de tranquilidad y vuelo libre. También se conoce como "saber estar", y una vez en secundaria, suele desaprenderse con gran facilidad. Es como el reflejo de la prensión plantar; se esfuma en pocos meses.

La libertad puede estar bien en teoría. No es que esté en contra de la libertad de expresión pero estoy más a favor de callarse. El otro día fui a una misa. Reconozco que me fascina ir, seguramente porque no he abusado de ella -con la cerveza me pasa lo contrario y en cambio me encanta-. En una misa todo es estímulo positivo, hasta el aire que tienes por encima forma parte de la escenografía. La gente lo sabe y por eso se calla. Dice mi padre que es la obra más representada y la menos aplaudida. Me parece una observación brillante. Yo haría otra más mate, la veo como una sesión de sentadillas pero en lento. La gente se comporta y sólo abre la boca para decir cosas al unísono como "levantemos el corazón, lo tenemos levantado hacia el Señor". En misa hay que estar en silencio y escuchar, si no escuchásemos no oiríamos semejantes genialidades. Al ser profesora, adoro el silencio.

Tal vez estoy acostumbrada al silencio, no por dar clase, sino por ir a los conciertos de la Filarmónica; un remanso de paz en el que se extrema la cortesía, donde no hay colas porque la gente deja pasar (aunque lentamente: pase usted - no por favor, pase usted - insisto, pase), un océano sosegado de blanca testuz que si se mueve es sólo para saludar en leve e inclinado cabeceo.

El público de la Filarmónica intenta no hacer ruido. Digo intenta porque no siempre lo consigue. Ocasionalmente hay alguien que aplaude "entre canción y canción". Eso en un concierto no va así, hay que saber cuándo aplaudir, porque a la primera palmada ya te han hecho "ch" por toda la platea.

Tampoco entiendo por qué todo el mundo lleva los caramelos de eucalipto en su propio envoltorio. Dicho sea de paso, los caramelos de eucalipto sólo se llevan a los conciertos de la Filarmónica. Por si te da la tos. Yo suelo recomendar en primer lugar que en un concierto no te dé la tos, a mí me ha sucedido y no es un paseo por el arcoiris, más bien es un Vía Crucis, un camino al calvario y no se pasa bien. En segundo lugar, es dificilísimo abrir un caramelo en la oscuridad. Yo pienso que si abres un caramelo, tiene que ser como quitarte una tirita; mejor que sea rápido porque nada, ni el plumífero más mullido, suaviza su plástico movimiento. En tercer lugar, no es que el caramelo no mitigue la tos, es que el ruido del envoltorio no mitiga el ruido de la tos, ni el del más chirriante Shostakovich, ni la risa de cien hienas. Entre abrir el caramelo y la tos, mejor toser.

Pero hablemos de cine, que es a lo que yo venía. El cine es otra cosa. Te puedes expresar y a nadie le va a parecer mal que te rías con los gags. Todos hemos ido desde niños y ya hay un entrenamiento, un consenso social.

Ibas al cine a la primera sesión, la de las seis, porque era un ritual que controlabas perfectamente y el cine era hogar. Ahora se dice zona de confort. La cosa cursaba de esta guisa: ya ibas con prisa, en términos futbolísticos acelerabas en los aledaños y vibrabas en los prolegómenos, hacías cola lineal desde la calle y si llovía hacías cola acordeón en el vestíbulo; comprabas un ticket cochambroso, que yo creo que ya estaba usado, corrías a por las que juzgabas las mejores butacas (no había, la que no tenía agujeros tenía rota la tabla), cantabas las canciones de compañías autotélicas como Movierecord y Distel, que según he leído desapareció ante la evolución negativa del mercado publicitario -vaya ojo- y te sabías de memoria el anuncio de Asador Criollo. Llorabas con Bamby y con ET. Llevaste a tu hermano al Victoria a que viera todas las emisiones de El Oso para poder llorar a gusto. Lo mismo que cuando pusieron la de Hombres G en el Gonviz.

La gente fumaba pero con estilo, haciendo aros, que vistos a contraluz ya eran en sí muy cinematográficos. Los que no fumábamos hacíamos globos con el chicle, que ahora está mal visto pero en aquel momento molabas y el grado de molar era directamente proporcional al tamaño del globo y al estruendo de su explosión. A esa hora ibas al cine, no a ver una película.

La primera sesión era muy divertida porque volaban cosas, pero cuando en primero de BUP nos aficionamos a comentar las películas al salir, había que enterarse de qué pasaba, así que cambiamos al horario de mayores. A esa hora ya ibas a analizar, no a ver la película.

A la de las seis sólo volví una vez, cuando pusieron El Rey Escorpión en el cine Rías Bajas (hoy lo llaman Rías Baixas) en Sangenjo (hoy lo llaman Sangenjo), así que ya sabía a lo que iba: a sufrir. No porque estuviera trufada de anacronismos, sino porque me entró la crisis de la mitad de la vida. Si algo aprendí fue que la sesión de las seis y las de la noche son cosas bien distintas. O lo eran.

Vas al cine porque pretendes mantener el romanticismo, y porque racionalmente piensas que se van a dar las condiciones pertinentes para ver una buena peli. Si el cine de antes era bueno, el moderno es mejor, más high-tech, te crees a los mandos de una nave espacial. Tú llegas con esa ilusión porque siempre te han dicho que es el entorno ideal: la oscuridad que te abstrae, el sonido que te envuelve, la pantalla que te cerca, que te ciñe. Por algo te dicen que no te sientes en la primera fila.

Esa pantalla desmedida merece comentario aparte porque es un latifundio que abarca todo el campo de la visión humana, incluida la periférica. Es un dispositivo perfectamente diseñado para romper cuellos, que como te sientes muy cerca ya puedes rotar el globo ocular 270 grados y verás antes tu oreja que al de al lado. Pienso que del tamaño de esa pantalla venía el título de "Qué grande es el Cine", aquel programa que cuatro insomnes recordarán, en el que otros cuatro expertos (con éstos salen ocho de audiencia, calcule usted el share) envueltos en densa humareda diseccionaban reiteradamente a John Huston y a John Ford.

Volviendo a la emoción creada en una sala de cine: ahí están el impecable e ingenieril escalonamiento de las gradas, las superficies tapizadas que amortiguan el sonido ambiente y las butacas rojo Scorsese que dejan de percibirse en condiciones de poca luz. Casi respiras el cuidado diseño destinado a conseguir esa atmósfera cuando descubres que se te ha sentado delante Tkachenko, que el sonido ambiente no se amortigua y que lo que menos va a molestar son las butacas.

Aún así, sigues yendo al cine porque te basas en el método ensayo-error-error. Crees que esta vez has elegido bien la película, la fecha y la hora. Has elegido hasta el asiento. Eres público agradecido, y además hace tanto tiempo que no vas que se te ha olvidado el porqué. Pues allá que nos fuimos.

Nada más llegar me tocó el premio gordo. Porque que te toque una señora al lado en el cine no es como que te toque una señora al lado en la peluquería. En la peluquería te aporta información, en cambio la señora del cine suele hincar el codo con saña en el reposabrazos, que debería llamarse el reposabrazo porque sólo cabe uno, y no es el tuyo. La sororidad también va de eso: un ratito tú y otro yo.

Nos llamó la atención una pareja que entró con cubos de palomitas. Más que cubos eran los pilares de la Tierra. Me recordaron, en su equilibrio inestable, las columnas salomónicas del Baldaquino de San Pedro, con su ascenso helicoidal. Es asombrosa la cantidad de palomitas que puede ingerir una sola persona en dos horas. ¿Qué pasa con toda esa materia, se evapora una vez dentro del organismo?

Quedaba sitio al otro lado, y decidimos mover los abrigos. Las roturas de la barrera del sonido, de los tímpanos y de las córneas sucedieron a la vez. Los trailers son un género en sí mismo, porque al tener que resumir una peli se eligen las escenas más vertiginosas y trepidantes, las cuales pueden resultar perjudiciales para la salud. De hecho ha habido menos desprendimientos de retina por traumatismo en montaña rusa que por culpa de algunos trailers. Luego está el hecho de que te las pongan a un volumen por encima de tus posibilidades. Y aún así, no importa, una vez roto el tímpano ya entra lo que sea, es cuestión de aguantarlo un minuto heroico. Minuto en el cual se sentó una pareja del otro lado, así que los abrigos fueron trasferidos a los respaldos de abajo.

Se hizo la oscuridad, pero no el silencio. ¿Recordáis la tuneladora que compró Gallardón cuando se propuso horadar las montañas para ver los alrededores de Madrid? Aquello tenía menos potencia que el poder masticador de los trituradores de palomitas. Que todavía no sé qué sádico popularizó su consumo, porque podría haber elegido cualquier otro snack. Unos fideos cocidos, por ejemplo, o unas croquetas, que a todos nos gustan.

Como la primera escena era en el bosque, uno podía imaginarse que los ruidos eran ardillas royendo nueces; o que estaban moliendo piedras. No se conocen los límites de la capacidad de adaptación del cerebro humano. Luego llegó más gente, y ahí entendí por qué ya no hay acomodador en las salas de cine: porque la gente se acomoda sola. Sola y con calma, como la Santa Compaña, con la linternita buscando el número de asiento; con un seis y un cuatro... aquí nos sentamos. Justo delante. De golpe cobró sentido la frase "los árboles no dejan ver el bosque". Y así, tuvimos que volver a ponernos los abrigos.

El filme transcurrió entre opiniones, spoilers y politonos. Aquello más que el cine parecía la rueda de prensa de una folclórica. Sólo te dabas cuenta de que era el cine por el fragor de bolsas de patatas, cremalleras e interminables sorbidos del aire del final del vaso, que no se crean ni se destruyen, sólo se transforman.

Dicen que la película era muy buena, no lo pongo en duda. Tampoco pondría la mano en el fuego. De todo esto, aparte de la sordera, de la tortícolis y de la cefalea tensional, pude extraer varios aprendizajes. Uno, que las diez son las nuevas seis; dos, que los adultos de hoy son los niños de ayer; tres, que "Enjoy the Silence" no era una canción sino un refrán; cuatro, que el dolor no tiene memoria y por eso aún hay familias numerosas; y cinco, que esa gente de la sala es la misma que usa mal el intermitente en las rotondas, pero eso es harina de otro costal y tal vez dé para otra peli. Sigues yendo al cine igual que sigues yendo en coche.

Llegué al fin. Quizás esperabas leer algo sobre cine y no este pergeño, y en cualquier caso siento que me haya quedado una cosa tan larga. Yo nunca aprendí a callarme. Si después de cuatro horas has llegado hasta aquí, habrías sido capaz de llegar al coloquio de las tres de aquel programa de la dos, y puedes considerarte una inmensa minoría. No hay créditos. Y no habrá secuelas. Espero.

Marta Guirado Aramburu

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