La preocupación ecológica sobre el devenir de la humanidad tiene ya un largo recorrido. Fue Malthus uno de los primeros en dar la alarma. Razonó que si el crecimiento de la población es exponencial pero los recursos disponibles son limitados, habrá que poner límites a ese crecimiento. A este buen clérigo no se le ocurrió otra cosa que dejar morir de hambre a los más pobres.
Es preocupante que esta "solución final", agravada hoy al unir hambrunas y bombardeos, sea, aunque públicamente no lo confiesen, la que barajan los poderosos dueños del capital. Claro que eso de ir "recortando por abajo" la población choca con los proclamados pero no cumplimentados "derechos humanos".
Aunque en aquel tiempo arrancaba con fuerza en Inglaterra la revolución industrial, no era apremiante, como lo fue después, la escasez de materiales o energía, ni la contaminación del aire o el agua, por no hablar del consiguiente cambio climático, entonces inimaginable. Por eso el problema que preocupaba a Malthus era sobre todo agroalimentario, y no había en perspectiva ninguna "revolución verde" para parchearlo.
Seguramente el buen hombre no se daba cuenta de que el hambre de los pobres era sobre todo causada por su exclusión de los anteriormente accesibles recursos forestales, o por el uso que de sus tierras hacían los grandes propietarios. Como dedicar a pastos terrenos anteriormente de cultivo era mucho más rentable que tener que pagar jornales para producir alimentos, la extensión dedicada a la agricultura se redujo considerablemente. Al mismo tiempo, la mano de obra excedente fue impunemente explotada tanto en el campo como en la naciente industria. Bajada de ingresos y subida de precios, ecuación imposible para alimentar a los pobres.
Años después, esta fue la causa de la terrible hambruna que diezmó a Irlanda. Falta de alimentos por ansia de riquezas. Y el problema persistía un siglo más tarde, como puede leerse en el revelador artículo El problema de la tierra en Extremadura, referido aquí a la situación del campo latifundista en tiempos de la República.
Pero aunque hubiera en ello causas sociales que no se propusiera subsanar, el diagnóstico maltusiano era muy real. Hoy no es todavía lo más problemático alimentar a la población. Ahora la falta de recursos se manifiesta sobre todo en la energía y materiales estratégicos, a lo que se añade la difícil eliminación de residuos, la contaminación de la tierra, la atmósfera y los mares, la deforestación, factores todos que contribuyen al cambio climático en marcha.
Como en el ocaso del siglo XVIII, Hay un problema social latente que la persistencia de nuestro modo de producción impide abordar adecuadamente. Son tantas las políticas audaces y urgentes que habría que implementar con urgencia que la mayoría no las ve posibles. Y mucho menos podemos esperar que los capitalistas cambien por las buenas su modo de hacer caja. El mercado instantáneo dirige las inversiones hacia lo más rentable, aunque sea el coche eléctrico o la industria militar, y los magnates que se lucran con él no tienen mucha intención de emprender otra vía y planificar un decrecimiento que no está en sus cabezas.
Jorge Riechmann acaba de presentar su libro Ecologismo: pasado y presente (con un par de ideas sobre el futuro). El título señala la evolución histórica del pensamiento ecologista, dejando ver carencias, debilidades y errores en sus planteamientos, en gran parte alejados de una práctica política eficaz.
Porque es en el terreno de la práctica en el que se han de desarrollar las resistencias al decadente capitalismo que nos arrastra. Un capitalismo del que hablamos mucho algunos, pero del que se disfraza hasta el nombre en los grandes medios de desinformación.
Asier Arias ha publicado una reseña de este libro en Mientras Tanto. Destaca en ella los errores que a juicio del autor ha cometido el movimiento ecologista:
- el primer error sería el rechazo indiscriminado de la deep ecology
- el segundo, la escasa atención prestada a la bioeconomía
- el tercero, de carácter más estratégico que teórico, haber cedido demasiado ante la perspectiva del «desarrollo sostenible», ante la idea de que cabía trabajar dentro del sistema con un margen razonablemente amplio de acción.
Postula Riechmann también dos verdades inaceptables dentro del marco cultural dominante pero de las que debemos hacernos cargo con urgencia, y a fondo:
- lo que el cambio climático pone en juego no es otra cosa que la viabilidad de las sociedades humanas organizadas
- la única solución a la crisis energética consiste en vivir empleando cantidades de energía muy inferiores a las hoy habituales en las sociedades sobredesarrolladas del Norte global
Asier Arias
En los últimos años, el proyecto al que apuntan los esfuerzos de Jorge Riechmann es el de elaborar un «ecosocialismo descalzo» −así viene denominando a su ecosocialismo decrecentista− y una simbioética −una ética de ventanas abiertas al mundo no humano y orientada así a la simbiosis, la suficiencia y una forma no antropocéntrica de humanismo− con los que contribuir al desarrollo de una cultura gaiana. [1] Desde luego, ese proyecto es un proyecto político y no una de esas filigranas conceptuales que abundan en las publicaciones de filosofía práctica, también en las relacionadas con la cuestión ecosocial. [2] Así pues, los textos de Riechmann cobran sentido sólo a la luz de su relación con una práctica política bien concreta: aquella que ha dedicado los últimos cincuenta años a evitar que sucediera lo que está sucediendo. Se trata por tanto de una práctica que hay que leer, entre otros, bajo el prisma de la derrota. [3] Ese prisma −nuevamente, entre otros− es el que se nos ofrece en Ecologismo: pasado y presente.
No hay nada parecido a una ruptura o discontinuidad entre este nuevo libro y los trabajos que durante la última década han definido los contornos del escosocialismo descalzo y la ética gaiana que Riechmann ha ido dibujando, orientado por una fuerte voluntad de realismo biofísico. [4] No obstante, tanto el formato de Ecologismo: pasado y presente como su contribución al señalado proyecto se ubican en algo así como una línea paralela a la trazada en aquellos trabajos: el análisis «poliético» con mirada atenta a nuestro contexto histórico −en su aspecto sincrónico y sus sucesivos planos biofísicos y sociales− da paso aquí a un escrutinio del movimiento ecologista −también histórico, si bien ahora en sentido diacrónico− en el que su historiografía y su cartografía se ponen al servicio de la elucidación de su encaje y sus posibilidades en nuestro presente.
La mitad del volumen se dedica a una historiografía y una cartografía del movimiento ecologista en las que la exactitud de los hechos y la pulcritud de los conceptos aparecen como medios, no como fines: una historiografía y una cartografía políticas antes que académicas. La historiografía se dedica a los ecologismos de los seis últimos decenios, pero toma impulso en una composición de lugar de sus antecedentes durante el siglo XIX y la primera mitad del XX. [5] Tras el ecuador del siglo pasado, en el que despega la Gran Aceleración fósil de posguerra, aparecen los primeros «análisis ecologistas contemporáneos» (p. 48) −Rachel Carson, Murray Bookchin, Barry Commoner−, pero no será hasta la década de los setenta cuando quepa hablar propiamente de ecologismo. La orientación política −los pies en la tierra− de esta historiografía se plasma, por ejemplo, en su concreción: lo que va a considerarse con más detenimiento es la historia del ecologismo español.
En cuanto a la cartografía −prolongada en un anejo de Adrián Almazán al capítulo cuarto−, Riechmann distingue la ecología política del conservacionismo [6] y, dentro de la primera, el ecologismo consecuente del ambientalismo. La diferencia que justifica la distinción es clara: en contraste con el ambientalismo, el ecologismo toma a la economía capitalista −y al entramado sociopolítico y cultural que la acompaña− como dato básico para la comprensión de la catástrofe ecosocial. No hay, pues, ecologismo consecuente fuera del anticapitalismo, fuera del reconocimiento de la incompatibilidad entre los límites biofísicos y la dinámica autoexpansiva de la economía capitalista, fuera de la asunción de que los problemas que ocasionan el crecimiento y la industrialización no pueden resolverse con más crecimiento y más industrialización. [7] El ecologismo consecuente se declina, claro, en plural −ecosocialismos, [8] ecofeminismos, ecologismo profundo−, y en Ecologismo: pasado y presente se nos ofrecen notas sugerentes sobre cada declinación.
Para pensar la señalada derrota desde esta historia y esta cartografía: tres errores y dos verdades inaceptables. El primer error lo ubica Riechmann en el rechazo indiscriminado de la deep ecology, el segundo en la escasa atención prestada a la bioeconomía [9] y el tercero, de carácter más estratégico que teórico, en haber cedido demasiado ante la perspectiva del «desarrollo sostenible», ante la idea de que cabía trabajar dentro del sistema con un margen razonablemente amplio de acción. En cuanto a aquellas verdades, inaceptables dentro del marco cultural dominante pero de las que debemos hacernos cargo con urgencia, y a fondo: a) lo que el cambio climático pone en juego no es otra cosa que la viabilidad de las sociedades humanas organizadas; b) la única solución a la crisis energética consiste en vivir empleando cantidades de energía muy inferiores a las hoy habituales en las sociedades sobredesarrolladas del Norte global.
Es inútil reducir a un esquema los trabajos de Riechmann: su utilidad y su riqueza residen siempre en la proliferación de caminos que abren a la indagación y el trabajo en todos los frentes, de la academia al abanico completo de los espacios de militancia. En todos esos frentes, la perspectiva es, no obstante, la misma: necesitamos un monumental esfuerzo de racionalidad colectiva cuyos mimbres apenas pueden atisbarse en sectores reducidos de grupos sociales en sí mismos marginales, y es probable que ese esfuerzo hubiera debido comenzar a desplegarse ayer con un vigor y una extensión hoy inconcebibles. En tiempo de descuento y sin sujeto revolucionario, en otras palabras. [10]
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Notas
[1] Al igual que hay algo así como el modo en que los zulúes o los samis se ven a sí mismos, a sus sociedades y al mundo, debe de haber algo así como el modo en que los sujetos enculturados en sociedades capitalistas hacemos esas mismas cosas, y quizás resulte imposible arrostrar nuestra coyuntura ecosocial sin una profunda y cuidadosa revisión de ese modo. Articular con las críticas bien desarrolladas en la tradición socialista y ecosocialista esta revisión de nuestras creencias y actitudes básicas en busca de una cosmovisión mejor es el objetivo al que apuntan los quehaceres «poliéticos» de Riechmann.
[2] Al igual que buena parte de la economía puede considerarse, sin más, como una rama no demasiado interesante de las ciencias formales −de la ciencia ficción, proponía recientemente Michael Hudson−, no escasean las publicaciones de filosofía política que manosean la «cuestión ambiental» del mismo modo que juegan los filósofos de la lógica, del lenguaje o de la mente con sus mundos posibles y sus verdades necesarias a posteriori (cf. Arias, A. La batalla por las ideas tras la pandemia. Crítica del liberalismo verde, Madrid: Catarata, 2020).
[3] El diagnóstico, en dos palabras: «la apuesta era muy alta, pero era la correcta; las fuerzas ético-políticas no dieron para tanto, por desgracia (para mal de la humanidad y de miles de millones de seres vivos no humanos)» (p. 94). «En nuestro país, y pensando en términos macrosociales, el movimiento [ecologista] logró éxitos en importantes luchas defensivas […], pero fracasó en su aspecto constructivo: avanzar hacia nuevas formas de vivir, producir y consumir. El cuestionamiento en serio del capitalismo […], una vez cerrada la ebullición emancipatoria que se dio al final del régimen franquista y durante la primera fase de la Transición, ha sido asunto sólo de franjas marginales de la sociedad española; y también resultó minoritario dentro de los movimientos ambientalistas y ecologistas. Faltó, por lo general, una comprensión mejor del carácter sistémico de la dominación capitalista y de la potencia autoexpansiva de la acumulación de capital. No se percibió lo suficiente la necesidad de pensar –y construir– el ecologismo como un movimiento revolucionario. Se creyó que había ciertos espacios para avanzar dentro del capitalismo realmente existente, espacios que a la postre eran mucho más exiguos de lo que se percibía. Hablo de esto en primera persona: antes del decenio de 2010 yo también concedí demasiado crédito a las ilusiones renovables, yo también confié demasiado en la posibilidad de cambios dentro del marco de la sostenibilidad, yo también pensé que sindicatos como CCOO podrían ecologizarse significativamente por la vía de la transición justa y los green jobs dentro del capitalismo. Por eso me apena hoy la reincidencia en esta clase de ilusiones de brillante gente joven que apuesta por un Green New Deal para el que ahora todavía hay menos espacio ecológico (y político) que hace treinta años» (pp. 133-134). «Asumir una derrota no implica tirar la toalla y dejar de luchar, pero nos exige hacernos cargo de las nuevas circunstancias en que van a desarrollarse las luchas sucesivas» (p. 139).
[4] En ese realismo radican el ruido y la ausencia de nueces de la «polémica en torno al colapso», sobre la que vuelve Riechmann en el capítulo que cierra este volumen (pp. 158 et seqq.).
[5] El modo en que los «atisbos ecológicos» dieciochescos se resuelven en un trazo rápido que desemboca directamente en la reacción romántica «frente a cierto racionalismo de la Ilustración europea» (p. 16) puede complementarse a la luz sosegada del séptimo capítulo de Ideales ilustrados, de Alicia Puleo (Madrid: Plaza y Valdés, 2023, pp. 111-137).
[6] «Las propuestas sólo conservacionistas, que quizá tenían su sentido en la primera fase de la sociedad industrial, lo pierden crecientemente desde que entramos en la fase de la crisis ecosocial global […]. La idea de los “santuarios” o “fortalezas” pierde sentido cuando los contaminantes químicos organoclorados se encuentran hasta en la última gota de agua de mar y en el último gramo de grasa animal, y cuando el rápido cambio climático antropogénico puede aniquilar ecosistemas enteros sin darles la menor oportunidad de desplazarse ni adaptarse» (p. 72).
[7] Como trasfondo, la persistente trampa del solucionismo tecnológico, esa «fe ciega en la tecnología que está velando los ojos de la mayoría social». En una de sus aproximaciones a esa trampa, Riechmann retrataba hace unos años la irracionalidad de esa fe en una potente imagen que traza una ominosa analogía entre nuestra situación ecosocial y la coyuntura de la Alemania de Hitler en los últimos compases de la guerra: «se estaba perdiendo en todos los frentes, pero la victoria final estaba asegurada, porque ¿quién podía dudar que los científicos arios estaban desarrollando armas secretas de todas clases, que iban a invertir la situación transformando la derrota en victoria?» (¿Derrotó el smartphone al movimiento ecologista? Para una crítica del mesianismo tecnológico, Madrid: Catarata, 2016, p. 233). Los cohetes fueron la más publicitada de aquellas armas. Se ha argüido con plausibilidad y frecuencia que el empeño alemán en este programa armamentístico contribuyó a acelerar la derrota, pues supuso el despilfarro de una importante cantidad de recursos y causó muy pocos daños a las fuerzas aliadas. Elocuentemente, aquellas «armas secretas de todas clases» eran en realidad armatostes extremadamente caros e imprecisos que, lejos de poder transformar la derrota en victoria, habrían contribuido a acelerarla. El Reich de los Mil Años duró apenas una década: tan pimpantes, los arúspices del business as usual le vaticinan eones al actual (Zamora Bonilla, J. Contra apocalípticos. Ecologismo, animalismo, posthumanismo, Barcelona, Shackleton, 2021; cf. Arias, A. «¿Quiénes son los contra-apocalípticos?», 15/15\15, 11 de septiembre de 2021), cuando, en los hechos, lo que tenemos por delante son −acaso− unos pocos años en los que habrá de decidirse −en condiciones materiales, políticas y culturales extremadamente adversas− si el tercer planeta del sistema solar puede seguir acogiendo alguna clase de sociedad humana.
[8] Para la polémica entre Harich y Sacristán, importante hito de la reformulación ecologista de la tradición comunista, véanse el prólogo de Sacristán a ¿Comunismo sin crecimiento? −mencionado aquí por Riechmann (p. 84) y recogido recientemente en Ecología y ciencia social. Reflexiones ecologistas sobre la crisis de la sociedad industrial (Mérida: Irrecuperables, 2021, pp. 135-151)− y los valiosos comentarios de Juan-Ramón Capella al coloquio que la auspiciara (en La práctica de Manuel Sacristán. Una biografía política, Madrid: Trotta, 2005, pp. 218-224).
[9] Una escasa atención a la que se añade hoy la desfiguración en grotescas campañas de marketing (Bonaiuti, M. “Actualidad del pensamiento de Georgescu-Roegen. La bioeconomía cincuenta años después de la publicación de La ley de la entropía y el proceso económico”, en L. Arenas, J. M. Naredo & J. Riechmann (eds.), Bioeconomía para el siglo XXI. Actualidad de Nicholas Georgescu-Roegen, Madrid: FUHEM/Catarata, 2022, pp. 77-93).
[10] Pregunta Riechmann en los textos con los que suplementa y actualiza la reciente reedición de su contribución a Ni tribunos (Madrid: Siglo XXI, 1996, en coautoría con Fernández Buey): «nuestras propuestas socialistas/comunistas, ¿pueden hacerse cargo de lo que hoy sabemos en física, en biología, en modelización de sistemas complejos? ¿Pueden asumir de verdad el hecho epocal de la extralimitación ecológica? ¿Pueden tomar nota de la excepcionalidad histórica de los combustibles fósiles? ¿Pueden retomar el ávido interés de Marx y Engels por las ciencias naturales sin prejuicios industrialistas y sin extravíos prometeicos? ¿Pueden asimilar la termodinámica, la ecología, la simbiogénesis de Lynn Margulis, la teoría Gaia? […]. Termodinámica básica, ecología, y un planeta lleno de realimentaciones: nos empobreceremos colectivamente, o por las buenas o por las malas. Y “por las buenas” (de manera deliberada, racional e igualitaria, vale decir: con ecosocialismo y ecofeminismo) resulta casi inimaginable hoy» (Otras sendas. Ideas para un programa escosocialista, Barcelona: Sylone/Viento Sur, 2024, pp. 328 y 304).
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