Con esta frase comenzaba José Saramago una memorable conferencia que pronunció en Pontevedra hace bastantes años. La refería a la protesta por alguna gran injusticia de la que no recuerdo los detalles, ocurrida siglos atrás. La frase, razonaba el maestro, además de queja dolorida contra una injusticia en aquel caso particular, dejaba ver otra lectura más general y preocupante: el Derecho no existe más allá de la capacidad para ejercerlo, sin que tenga nada que ver con el concepto de Justicia. Se trata del Derecho a Ejercer el Poder, y es muy preocupante que sirva para convencernos de que es justo y necesario acatar el Derecho al Uso de la Fuerza en cualquier circunstancia.
Frente al Derecho a la Insumisión se alza poderoso el Derecho a la Represión.
Lo peor de esto es que la costumbre puede normalizar cualquier cosa horrible, tal como era normal el tormento y las ejecuciones en la plaza pública hace apenas dos o tres siglos. Y nada podemos dar por superado para siempre.
Con una enorme diferencia cuantitativa, los ejemplos de Trump y Netanyahu y las tropelías del "equipo Marchena" ponen de relieve la famosa recomendación de aquel hombre justo que dijo "el que pueda hacer, que haga".
Dejo aquí tres artículos para que "el que pueda pensar, que piense".
El primero es un aviso a navegantes: en frase que Pepe Iglesias "El Zorro" ponía en boca de un su historiador, "las cosas no se veían venir: ¡venían!". Así que, ¡periodistas, habrá que protegerse!
20N en el Supremo: todo estaba en un libro de Marchena
| El fiscal general, Álvaro García Ortiz, a su salida del Tribunal Supremo. EFE |
Todo estaba escrito en la introducción del último libro de Manuel Marchena (La justicia amenazada, Espasa), magistrado del Tribunal Supremo, expresidente de la Sala Segunda y candidato fallido a presidir el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y el propio Supremo si no fuera por la indiscreción de un portavoz en el Senado del PP, Ignacio Cosidó, que en un chat (146 parlamentarios) filtrado a la prensa, se felicitó en 2018 por que el PSOE aceptase a Marchena en la cabeza del órgano de gobierno de los jueces y el Partido Popular pudiera así "controlar la Sala Segunda desde detrás", sala de lo Penal que presidía Marchena y que se encargaba de los muchos casos de corrupción de aforados del PP. "Obtenemos lo mismo numéricamente, pero ponemos un Presidente excepcional, (...) un gran jurista con una capacidad de liderazgo y auctoritas para que las votaciones no sean 11-10 sino próximas al 21-0. Y además controlando la sala segunda desde detrás y presidiendo la sala 61", fue el mensaje íntegro de Cosidó que llegó a la prensa y frustró para siempre el más alto nombramiento de Marchena, aunque no su influencia y predicamento, según constatan en el Alto Tribunal jueces y fiscales de todo pelaje.
Volviendo a la Introducción del citado libro de Marchena, y aunque sea a toro pasado, es difícil no aventurar la condena que le esperaba al fiscal general del Estado: "Es indispensable que el Gobierno, al que constitucionalmente corresponde el nombramiento del fiscal general, no vea en el designado un instrumento para ejercer presión sobre los jueces. La concepción del fiscal general del Estado como un delegado del Gobierno llamado a perseguir implacablemente los delitos cometidos por el partido político en la oposición y, al propio tiempo, condescendiente con los delitos atribuidos al equipo gubernamental que lo ha nombrado, pone en peligro la estabilidad de esa institución y, lo que es más grave, afecta a los presupuestos que legitiman el trabajo cotidiano de jueces y fiscales". Con lo de la condescendencia del fiscal "con los delitos atribuidos al equipo gubernamental", se refiere Marchena a los casos Ábalos, Cerdán y/o Koldo, como todo el mundo puede intuir y esta plumilla con especial lucidez, si me permiten el desahogo.
¿Ha sido condenado el fiscal general del Estado porque ha sido incapaz de probar su inocencia frente a una culpabilidad que se daba por hecha? Efectivamente, la instrucción de esta causa salvaje ha demostrado día a día que la denuncia del defraudador confeso contra García Ortiz por revelación de secretos partía con condena de culpa para éste y, ante semejante aberración pergeñada por quienes ya desnudaron su condición de salvapatrias durante el juicio al procés y su oposición a la ley de amnistía, poco podían hacer el fiscal general, su defensa o los testigos de ésta para que el instructor Hurtado y los cinco justipolíticos del Supremo –Marchena entre ellos– virasen hacia la absolución que clamaba a gritos el in dubio pro reo, inapelable en una democracia.
Con el fallo del Supremo sobre el fiscal general y su condena por revelar "datos reservados" (sic) –cuando ni se ha demostrado que tales "datos" fueran "reservados" ni se ha probado ningún delito–, la justipolítica de la España más oscura lo ha vuelto a hacer: después de las conclusiones del juicio al procés, del robo (sic) del escaño a un diputado electo (Alberto Rodríguez, de Unidas Podemos) o de la protección escabrosa al rey emérito, el Alto Tribunal ha matado a un fiscal general por ser nombrado por un presidente del Gobierno que amnistió a sus condenados, ha matado al periodismo que constató con pruebas que la fuente de la filtración no era García Ortiz y va matando la democracia, por cierto, con la misma saña propia de los tiempos que vivimos. Ya pueden protegerse.
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Caen las escamas de los ojos de una ex-ingenua. Todos lo somos casi todo el tiempo porque nos hace desgraciados vivir permanentemente en la zozobra, y con mucha frecuencia apartamos la vista.
Pero también hay momentos decisivos en que la mayoría reacciona. Habrá que recordar continuamente lo que hay, pensando en que lo que hace tan peligroso y aplastante al poder es que conoce nuestra potencial fuerza mejor que nosotros.
| Imagen de archivo del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. EFE/Fernando Villar |
Estoy ante el folio más blanco al que me he tenido que enfrentar en más de treinta años de periodismo. Intento salir del shock en el que quedé el jueves pasado, 20 de noviembre, después de otros cincuenta 20N desde que nací y murió Franco –que no el franquismo–. En 1975 empezó todo –en mi caso hasta yo misma–.
Me crié en la España ilusionada que nació y creció conmigo. De verdad creí que los franquistas eran pocos y que nunca saldrían de sus guaridas porque estaban tan a contracorriente del país democrático, moderno y libre en el que nos habíamos convertido que si salieran la corriente de la democracia los diluiría, serían disueltos como un azucarillo en un bidón de agua limpia –y por eso no salían–.
Sabía que, como las meigas, haberlos haylos, pero solo me había tocado discutir con ellos a escondidas en sus sombras.
Di por superadas las dos Españas. El guerracivilismo había sido enterrado a costa "del Borbón y cuent@ nuev@", como escribió Martín Caparrós. Nosotros admitíamos la monarquía, perdonábamos hasta lo imperdonable y ellos la vuelta de la democracia y gobiernos socialistas.
Con la madurez me di cuenta de eso que hasta Felipe VI por fin declaró esta semana, en el 50 aniversario de la Corona, que "la transición no fue perfecta". Pensé que el franquismo se había encargado de resarcir a sus víctimas de la Guerra Civil durante cuarenta años y la democracia ni sacaba de las cunetas a las suyas, ni recuperaba lo expoliado, ni anulaba las sentencias injustas, ni retiraba las medallas y las prebendas a los torturadores, ni homenajeaba a sus héroes ni sus hitos, ni resignificaba los símbolos de los que arrebataron el país a la otra mitad.
Y todo este preámbulo para concluir, tras la condena sin pruebas del fiscal general del Estado por el Tribunal Supremo en dicha efeméride, que no puedo creerme que la Justicia haya llegado tan lejos en el los–unos–contra–los–otros y que, aun siendo consciente de que habíamos vivido y denunciado otros casos de instituciones haciendo política a sabiendas, saltando por encima de la ley y de la separación de poderes –policía patriótica, informes policiales falsos, procedimientos judiciales de difícil explicación– jamás imaginé que la cerrazón pudiera llegar tan lejos, que las dos Españas siguieran tan enfrentadas como para llegar a esto: se acaban de cargar a la sexta autoridad del país más allá de toda duda razonable cuando las dudas son lo único demostrado.
Que el tribunal haya sentenciado fracturado ideológicamente (los cinco magistrados conservadores a favor, las dos progresistas en contra) confirma lo peor. No han valorado las pruebas y los testimonios sin sesgos ideológicos. No han decidido sobre si se puede o no demostrar “más allá de toda duda”, como dice la jurisprudencia que tienen que hacerlo, que el acusado filtró información secreta. Lo único que ha quedado acreditado es que cuando el fiscal la solicitó y la publicó en una nota de prensa, ya no era secreta, que el primero en filtrarla manipulada calumniando a la Fiscalía, a la Agencia Tributaria y al Gobierno, fue el entorno del novio de Ayuso con su autorización, y que el condenado solo lo hizo para desmentir la manipulación pública que se estaba produciendo, admitida en sede judicial por Miguel Ángel Rodríguez, el jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad –ya sabemos cuál–.
El entorno de Podemos y del independentismo podría llamarnos ingenuos con razón. Confieso que no creí que sus señorías fueran capaces de sostener otro caso incomprensible contra el mismísimo fiscal general del Estado y que llegaran a condenarlo echándolo del cargo y de la carrera.
Creí que la España que defiende la verdad por encima de los bandos y, por lo tanto, la democracia y el Estado de Derecho ganaría este pulso que nunca debió empezar, que nadie se atrevería a contrariar al sentido común en un caso de esta trascendencia.
Y ya sé que la verdad judicial puede ser –y muchas veces es– distinta de la verdad ciudadana y de la verdad a secas. Tengo un profundo respeto por los juristas y por los expertos en cualquier cosa, como buena periodista inexperta en general. Pero creo que la verdad judicial tiene que ser comprensible. La calle tiene que entender lo que sentencian los juzgados, tiene que saber qué se puede hacer y qué no, qué se castiga, por qué y cómo.
Tengo fuentes que llevaban tiempo advirtiéndome de lo que se nos venía encima. No me lo podía creer; este artículo es la prueba de que sigo sin poder creerlo.
Sé que no conozco la sentencia, que todavía no está escrita, que solo puedo hablar del fallo que se dio a conocer en una efeméride maldita, enmarcando aún más su sesgo ideológico, haciéndolo público sin argumentación.
¿Dónde queda la imparcialidad y la ecuanimidad y la pedagogía y el sentido de la historia? ¿Cómo queda la imagen de nuestra justicia y del periodismo, que también ha sido condenado –seis periodistas han desmentido el fallo en su declaración y por lo tanto, según el tribunal, han cometido perjurio–? ¿Qué daño hace esta condena a la conciencia social sobre lo que puede y no pasar en un tribunal, sobre lo que puede y no puede hacer un acusado o un periodista? Después de esto, ¿iremos a los tribunales igual? ¿Contrastaremos las informaciones igual? ¿Podemos confiar igual en la justicia los progresistas y en el periodismo los ciudadanos? ¿De verdad los conservadores demócratas pueden defender una condena sin pruebas? ¿Alguien ecuánime puede creer que lanzar bulos o defraudar a Hacienda es defendible o de derechas y que, por lo tanto, hay que justificarlo?
Voy de un no–puede–ser a otro...
¡Madre mía! Y soy consciente de que la España de en medio, la centrada, es hoy una entelequia ideológica, un espejismo que se rompió. No apelo a ella. Las terceras vías suelen ser de derechas. Apelo a la dignidad y a la honradez intelectual, a no defender a los de uno contra los de los otros por encima de las posibilidades de los hechos, por encima de las normas compartidas.
Y también sé que la fractura más grande de España, como en la mayoría de las democracias occidentales de estos tiempos, es la que separa a los que votamos de los que pasan, a los que nos informamos de los que no tanto y que por eso es probable que lo ocurrido no tenga el alcance social que estoy suponiendo.
Sin embargo, creo que la onda expansiva de lo ocurrido no llegará solo a los que vivimos en las tripas de la actualidad política. Será ingenuidad, pero creo que los momentos cruciales corren de boca en boca, se expanden por el aire y llegan a muchos muchos, de momento una mayoría, como ocurrió en las últimas elecciones generales.
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El tercer artículo termina con esta recomendación:
(...) La crueldad produce crueldad. La hegemonía de los cínicos produce cinismo. Para ganar debemos jugar en el terreno contrario.
Generosidad, encuentro, salir de las posiciones bunkerizadas, romper las inercias de los ciclos heredados, ceder, ceder y ceder en lo interno y avanzar, avanzar y avanzar en lo externo conquistando derechos. Abrir, en vez de cerrar (...)
Entiendo que no se trata de "ofrecer la otra mejilla", sino de que nuestro contraataque no sea una reacción mimética que reproduzca sus miserias, sino una lucha racional, y sobre todo, UNITARIA.
El fiscal general del Estado y la política de la crueldad
| El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. Gustavo de la Paz / Europa Press |
El Partido Popular ha colgado en su cuenta oficial de la red social X una imagen del fiscal general del Estado utilizando Linkedin para indicar que está buscando trabajo.
Esta semana tuve la suerte de ser invitado por CIAIS, Colectivo de Inteligencia Artificial e inteligencia social de la Universidad de la Rioja, a hablar del papel que la inteligencia artificial había cumplido en la campaña de propaganda que ha acompañado al genocidio en Palestina. Comentaba durante mi charla que lo primero que me llamó la atención cuando me puse a investigar el asunto es que no se había utilizado la IA cumpliendo ninguna de las premisas que debe cumplir una mentira. La mentira, para funcionar, tiene que tener vocación de plausibilidad. Debe hacer algún esfuerzo por mimetizarse con la representación que tenemos de lo real. En vez de eso, teníamos un vídeo difundido por el propio Donald Trump en el que Gaza se convertía en una suerte de Marina D’or y llovían dinero y globos dorados con la cara del propio Donald Trump del cielo. Un vídeo en el que Trump y Netanyahu se tomaban refrescos en las playas de Gaza mientras iban en bañador sonrientes bajo el sol. La vocación de esas imágenes no era parecerse a la realidad y falsearla. Era otra cosa.
Meses después del vídeo de Gaza, hace apenas unas semanas, Trump movió un nuevo vídeo que si la charla no hubiera ido explícitamente sobre Palestina no habría dudado en usar. Fue su respuesta a las movilizaciones que recorrieron EEUU con el lema “No Kings”, que tuvieron un éxito enorme. El vídeo, hecho con IA, muestra a Trump volando sobre las manifestaciones y descargando sobre ellas toneladas de mierda. Es literalmente cómo si Trump les cagara encima.
Al ver esa imagen entendí que el objetivo era precisamente su dimensión artificial. No pretendía evocar nada realista, sino representar una idea. Esa idea tiene valor en la medida en que es cruel y está fuera de medida. Busca que nos sintamos tan pequeños cómo cuando vemos un edificio brutalista o una catedral gótica. Se trata de construir la imagen digital de una relación de fuerzas completamente desigual. Una humana, contingente, mesurable y vulnerable y otra omnipotente y cruel. El objetivo es que nos sintamos mucho más sobrepasados que furiosos. Más en shock, que en reacción.
La imagen del Partido Popular del fiscal general es exactamente igual. No hace el más mínimo esfuerzo en fingir que el juicio iba a restituir una supuesta ilegalidad cometida o de recomponer una institucionalidad quebrada. Nada de eso. El objetivo es hacer explícito que esto nunca fue de la justicia y la separación de poderes. Fue de que el fiscal general del Estado se quedara sin trabajo. De echarle. Y expresarlo con esa claridad tiene el objetivo sencillo y directo de demostrar quién manda. Es la expresión de una impunidad. Por eso, aunque sea una imagen falsa, es más real que las declaraciones de Feijóo o Ayuso. Uno fingiendo responsabilidad institucional y la otra performando victimismo mientras su novio se forra evadiendo impuestos.
Esto quiere decir también que el plan no tiene tanto que ver con el fiscal general o con el ataque al gobierno progresista, sino la producción de un estado de ánimo social de depresión, incapacidad de reaccionar y sentimiento de derrota. Ese es el estado de ánimo contra el que hay que trabajar. No se trata sólo de denunciar la falsedad de los hechos, la impunidad de los esparcidores de bulos o los evasores fiscales o el control permanente de la derechas de las instituciones judiciales y el poder duro del Estado –o el control de la derecha por parte de esos mismos poderes, que ambas cosas son verdad– sino de construir un estado de ánimo a la ofensiva.
Para construir un estado de ánimo a la ofensiva debemos empezar a mirar la realidad de lo que está pasando como un despliegue brutal para paralizar un poder ciudadano gigantesco. En concreto, el poder ciudadano que ha logrado componer una mayoría alternativa a la del PP y Vox teniendo ellos de su lado a absolutamente todo el poder duro del país y prácticamente todo el poder institucional que no es el gobierno central.
Ese estado de ánimo vendrá derivado de un cambio general en los espacios políticos progresistas, tanto a nivel estratégico como táctico. Una de las características de estas políticas de la crueldad o la impunidad es que no favorecen por sí mismas ningún tipo de solidaridad o afecto compartido. La crueldad produce crueldad. La hegemonía de los cínicos produce cinismo. Para ganar debemos jugar en el terreno contrario.
Generosidad, encuentro, salir de las posiciones bunkerizadas, romper las inercias de los ciclos heredados, ceder, ceder y ceder en lo interno y avanzar, avanzar y avanzar en lo externo conquistando derechos. Abrir, en vez de cerrar. Seguir hasta construir un territorio político de cooperación entre las fuerzas que hoy componen y sostienen el gobierno para, acto seguido, convocar a la sociedad a construir un movimiento que expanda nuestra democracia y deje de estar a la defensiva.
De esto va la segunda parte de la legislatura.