lunes, 31 de julio de 2023

El Bienio Negro

Hace unos días un artículo procedente del Colectivo Prometeo recordaba, y lo comenté en este blog, el parecido asombroso de la situación actual con la que llevó el poder a las derechas en el segundo bienio de la Segunda República, conocido (y por algo sería) como el Bienio Negro.

Momentáneamente conjurada, tras las elecciones del día 23, la cabal repetición de aquel triunfo de las derechas, me parece importante refrescar la memoria, esa Memoria Histórica que tan poco gusta a los que quieren enterrar el pasado bajo una capa de olvido, pretendiendo que las "viejas heridas" se puedan cerrar con tanta facilidad. Si el fascismo no hubiera sobrevivido bajo otras apariencias y se hubieran depurado responsabilidades, especialmente en los cuerpos represivos (incluyendo a su judicatura, desde luego) podríamos haber puesto punto final a la controversia, pero contrariamente a lo ocurrido al finalizar otras dictaduras, este no fue el caso.

En aquel tiempo convulso las derechas defendían sus intereses con uñas y dientes, y apostaban claramente por la brutalidad fascista. Lo que fue luego el terror franquista era ya la apuesta decidida de las fuerzas reaccionarias, ante la amenaza para sus privilegios que representaba la rebelión de las clases subalternas.

Cuando unos militares, amparados en su libertad de expresión y en el hecho de no estar en activo (pero otros como ellos seguramente lo están...), fantaseaban no hace mucho con exterminar a la mitad de los habitantes de su amada patria, hay que estar muy atentos, porque la lucha de clases, más o menos latente, no ha terminado.

Buscando información sobre aquella etapa hallé en Wikipedia una información bastante completa, de la que copio algunos párrafos significativos. La entrada contiene, como es costumbre de esta página web, las fuentes documentales de lo que salía por la boca y la pluma de aquellos y sigue saliendo por la de algunos de estos.

Lo que ocurrió después...

Mujeres suplicando a los soldados rebeldes por la vida de sus familiares prisioneros. Constantina (Sevilla), verano de 1936.











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A diferencia de las elecciones constituyentes de junio de 1931, las derechas no republicanas formaron una coalición electoral que se formalizó el 12 de octubre de 1933 con el nombre de Unión de Derechas y Agrarios, en la que se integraron la CEDA, como partido hegemónico, el Partido Agrario, los monárquicos «alfonsinos» de Renovación Española y la Comunión Tradicionalista, además de algunos independientes «agrarios y católicos».

A pesar de sus diferencias ideológicas y tácticas, consiguieron elaborar un programa mínimo que constaba de tres puntos y que plasmaba los tres ejes sobre los que había girado su política de confrontación con los gobiernos de Manuel Azaña durante el primer bienio «en defensa del orden y de la religión»:

  • revisión de la Constitución de 1931 y de la legislación reformista del primer bienio, especialmente la social y la religiosa;
  • abolir la Ley de Reforma Agraria de 1932, y
  • declarar una amnistía por «delitos políticos», lo que suponía sacar de la cárcel a todos los condenados por el intento de golpe de Estado de agosto de 1932 encabezado por el general Sanjurjo, así como la liberación de los insurrectos anarquistas y otros presos políticos.

​Durante la campaña la CEDA hizo un gran despliegue de propaganda gracias a la financiación que obtuvo muy por encima del resto de los partidos que concurrían a las elecciones.

En el manifiesto de la «Coalición antimarxista» (que fue el nombre que adoptó la candidatura de las derechas no republicanas por la circunscripción por Madrid), publicado por el diario católico El Debate el 1 de noviembre, se definía la política aplicada por los gobiernos republicano-socialistas del primer bienio como «marxista», «con su concepción materialista y anticatólica de la vida y de la sociedad» y su «antiespañolismo» por lo que

los candidatos de la coalición antimarxista defenderán resueltamente y a todo trance la necesidad de una inmediata derogación, por la vía que en cada caso proceda, de los preceptos, tanto constitucionales como legales, inspirados en designios laicos y socializantes (…). Trabajarán sin descanso para lograr la cancelación de todas las disposiciones confiscadoras de la propiedad y persecutorias de la persona, de las asociaciones y de las creencias religiosas.

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Respaldado por su triunfo electoral, José María Gil Robles se dispuso a llevar a la práctica la táctica de tres fases enunciada dos años antes: «prestar su apoyo a un gobierno presidido por Lerroux y dar luego un paso adelante exigiendo la entrada en el gobierno para recibir más tarde el encargo de presidirlo» y, una vez obtenida la presidencia, dar un «giro autoritario» a la República construyendo un régimen similar a las dictaduras corporativistas que acababan de instaurarse en Portugal (1932) y en Austria (1933).

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Otras declaraciones de Gil Robles confirman que su propósito era «instaurar un régimen autoritario-corporativo, según el modelo del Estado Novo salazariano». Ya durante la campaña electoral lo había dejado claro: «la democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer»; «vamos a hacer un ensayo, quizá el último, de la democracia. No nos interesa. Vamos al Parlamento para defender nuestros ideales; pero si el día de mañana el Parlamento está en contra de nuestros ideales, iremos en contra del Parlamento». Tras su triunfo en las elecciones lanzó la siguiente amenaza: «Hoy, facilitaré la formación de gobiernos de centro; mañana, cuando llegue el momento, reclamaré el poder, realizando la reforma constitucional. Si no nos entregan el poder, y los hechos demuestran que no caben evoluciones derechistas dentro de la República, ella pagará las consecuencias».

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El apoyo de la CEDA al gobierno de Lerroux fue considerado por los monárquicos alfonsinos de Renovación Española y por los carlistas como una «traición», por lo que iniciaron los contactos con la Italia fascista de Mussolini para que les proporcionara dinero, armas y apoyo logístico para derribar a la República y restaurar la Monarquía.​ Con ese fin en marzo de 1934 viajaron a Roma para entrevistarse con Mussolini y con Italo Balbo, el general Barrera, el alfonsino Antonio Goicoechea y el carlista Rafael de Olazábal.

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El abandono de los 19 diputados disidentes de Martínez Barrio aún hizo más dependiente al nuevo gobierno Samper a las presiones de la CEDA, no solo desde parlamento, sino también mediante demostraciones de fuerza como las dos multitudinarias concentraciones que celebró la CEDA en El Escorial y en Covadonga, en las que aparecieron signos propios de la parafernalia fascista, como la exaltación de su líder José María Gil Robles —que acababa de asistir al Congreso del partido nazi en Núremberg— con los gritos de «¡Jefe, jefe, jefe!».

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La «cuestión militar»

La reforma militar de Azaña se mantuvo aunque los tres gobiernos radicales imprimieron a su gestión una orientación marcadamente contraria de la etapa de Azaña. El ministro de la Guerra Diego Hidalgo intentó atraerse a los militares descontentos, sobre todo a los africanistas, concediendo ascensos para puestos vacantes que deberían haberse eliminado. Así fueron promocionados militares de dudosa lealtad a la República, como el general Franco, a quien acabaría encomendando, contra la opinión del resto del gabinete la dirección de las operaciones militares contra los sublevados en la Revolución de Asturias de 1934, o el general Goded, implicado en el fracasado golpe de Estado de agosto de 1932 encabezado por el General Sanjurjo.​ En cualquier caso, en verano de 1934, el ejército, aunque era partidario de un sistema político más conservador no estaba unido en la perspectiva de pronunciarse violentamente contra la República ni de anular las libertades de expresión, reunión y manifestación, como acreditó el fracaso de la "Sanjurjada".

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La «cuestión religiosa»

La primera batalla de la política religiosa de los gobiernos radicales se centró en los haberes del clero. El gobierno era consciente de que si se aplicaba estrictamente la Constitución de 1931, según la cual el presupuesto del clero tendría que ser suprimido durante el ejercicio de 1934, se dejaría a los párrocos más pobres (los rurales) sin ingresos (un problema que también se planteó el gobierno de Manuel Azaña pero que no llegó a resolver). Así el gobierno aprobó un proyecto de ley por el que los clérigos que trabajaban en parroquias de menos de 3000 habitantes y que tenían más de 40 años en 1931, recibirían dos tercios de su sueldo de 1931. Pero cuando el gobierno lo llevó al parlamento en enero de 1934 la izquierda lo acusó de poner en práctica una política «antirrepublicana», y la CEDA también lo rechazó, aunque por las razones contrarias, porque consideraba que la ayuda económica propuesta era demasiado escasa, una decepción que era compartida por los sectores más moderados de la Iglesia católica encabezados por el cardenal Vidal y Barraquer. Los radicales hicieron algunas concesiones como incluir las poblaciones de más de 3000 habitantes y al final los cedistas apoyaron el proyecto (aunque seguía estando «muy alejado» de sus expectativas) y la ley fue aprobada el 4 de abril de 1934. El diario El Socialista publicó al día siguiente: «desde ayer no cabe hacer ninguna distinción entre el partido radical y el que acaudilla el señor Gil Robles. Con concesiones de este tipo lo que no durará cuatro meses será la República... Si la República ha de vivir como vive al presente, preferimos que se muera». Los radical-socialistas manifestaron que la ley ponía la «pureza del régimen republicano» en peligro. Por su parte la derecha monárquica exigía el restablecimiento del presupuesto del clero de 1931 en su totalidad.

La segunda batalla de la política religiosa se desarrolló en el campo de la enseñanza. El gobierno radical era consciente de que la sustitución de las escuelas privadas religiosas por escuelas públicas, prevista para enero de 1934 en el caso de la enseñanza primaria, planteaba graves problemas administrativos y presupuestarios a la vista de la falta de dinero, escuelas y maestros. Por ejemplo, el ayuntamiento de Cádiz calculó que las 130 aulas que harían falta para el municipio costarían unas 665 000 pesetas, pero el dinero que recibió del gobierno a través de un crédito extraordinario fueron 100 000 pesetas. Una opción que tenía el gobierno era la expropiación de los edificios de las escuelas religiosas para convertirlos en escuelas públicas, pero esa opción era inaceptable para la CEDA, su aliada parlamentaria, que consideraba la enseñanza «una cuestión vital, en la que no podremos de ningún modo retroceder» y además los radicales seguían apostando por la integración de la derecha católica «accidentalista» en la República. Así, el gobierno de Lerroux presentó el 31 de diciembre de 1933 un proyecto de ley que prorrogaba los plazos para la sustitución de la enseñanza primaria, aunque el gobierno seguiría construyendo escuelas públicas (y subió el sueldo a los maestros). Además, como la Constitución de 1931 permitía la escuela privada, la Iglesia Católica hubiera podido mantener muchas de sus escuelas abiertas porque muchas las había puesto a nombre de mutualidades escolares.

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El último aspecto de la política religiosa de los gobiernos radicales fue, a la vez, el que llevaron más en secreto: el intento de negociar un concordato con el Vaticano. El gobierno de Lerroux ya manifestó en su presentación que algún tipo de acuerdo con Roma era fundamental, aunque sin incluir la revisión de la Constitución, para poder integrar dentro de la República no solo a la derecha católica «accidentalista» sino a la gran mayoría de los católicos. Tras restablecerse las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, en junio de 1934 se iniciaron los contactos que se mantuvieron en secreto y sin que interviniera en ellos la CEDA. Pero el Vaticano exigió la revisión sustancial de la «legislación antirreligiosa» que había causado «graves daños» a la Iglesia en España, por lo que fue imposible el acuerdo. El gobierno propuso entonces alcanzar un modus vivendi, pero el Vaticano y la Iglesia española, encabezada por el integrista Isidro Gomá, también se opusieron, si previamente no se revisaba la Constitución. Tras la derrota de la Revolución de octubre de 1934 la postura intransigente del Vaticano y de la jerarquía eclesiástica española se acentuó por lo que el acuerdo fue ya imposible. Se apostó todo a que la CEDA ocupara la presidencia del gobierno y cambiara la Constitución.

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La «cuestión social»

La presión patronal y la ofensiva de la CNT y la UGT 

Las reformas socio-laborales de Largo Caballero fueron parcialmente «rectificadas» bajo la presión de las organizaciones patronales, además de que a los radicales tampoco les agradaban. Sin embargo, ni la Ley de Contratos de Trabajo ni la de Jurados Mixtos fueron derogadas (si bien se comenzó a discutir su reforma) pero en el caso de estos últimos los presidentes nombrados por el gobierno empezaron a fallar más favorablemente a los patronos.

El motivo fundamental de no llevar adelante completamente la «contrarreforma laboral» que demandaban los empresarios fue que los sindicatos aún conservaron una gran capacidad de movilización lo que se tradujo en una creciente oleada de huelgas a lo largo de 1934 (las más significadas fueron la de la construcción y de la metalurgia en Madrid, la de tranvías y el puerto de Barcelona y, sobre todo, la huelga general de 36 días que paralizó Zaragoza), que por primera vez desde la proclamación de la República eran convocadas por comités conjuntos de UGT y CNT. Esto fue lo que obligó al gobierno a mantener los jurados mixtos para intentar acabar con las huelgas con resoluciones de los mismos que dieran al menos parcialmente la razón a los trabajadores. Esto hizo que aumentara el descontento de los patronos con los gobiernos del Partido Radical al que acusaban de debilidad y de haber traicionado a los que les habían votado.

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La «cuestión agraria»

La ofensiva de los propietarios y la huelga general campesina de junio

Cirilo del Río Rodríguez, que estuvo en los tres gabinetes radicales al frente del Ministerio de Agricultura, respetó el ritmo previsto de aplicación de la Ley de Reforma Agraria por lo que en 1934 se asentaron más campesinos que durante todo el bienio anterior, expropiándose el cuádruple de propiedades, aunque la Ley de Amnistía aprobada en abril de 1934 le devolvió a la nobleza «grande de España» una parte de las tierras que le había confiscado el gobierno de Azaña por la implicación de algunos de sus miembros en la Sanjurjada

Pero el objetivo principal de la política de Cirilo del Río era desmontar el «poder socialista» en el campo, para lo que anuló o modificó sustancialmente los decretos agrarios del Gobierno Provisional. Además, en febrero de 1934 no se prorrogó el Decreto de Intensificación de Cultivos por lo que unas 28 000 familias fueron desalojadas de las parcelas que cultivaban en fincas que mantenían tierras incultas. Asimismo se aumentaron las facilidades para el desahucio de los arrendatarios que no cumplieran con los plazos de pago establecidos en los contratos.​

La derogación de facto del decreto de Términos Municipales y la reforma de los Jurados Mixtos agrarios (cuyos presidentes nombrados por el gobierno se inclinaron cada vez más a favor de los patronos) les permitió a los propietarios volver a gozar de una casi completa libertad de contratación de los jornaleros que necesitaran y poder tomar represalias contra sus organizaciones. Como consecuencia de todo ello los salarios agrícolas, que habían aumentado durante el primer bienio, volvieron a caer.

​ Esta política de «descuaje del poder socialista» en el campo obedecía a la ofensiva de los propietarios rurales que habían interpretado la victoria de la derecha y del centro derecha en las elecciones de noviembre como un triunfo sobre los jornaleros y los arrendatarios. Algunos de ellos utilizaban la expresión «¡comed República!» cuando los jornaleros les pedían trabajo o cuando desalojaban a los arrendatarios.

​ La respuesta sindical a esta ofensiva de los propietarios no se hizo esperar. A finales de febrero de 1934 el Comité Nacional de FNTT denunció que los decretos agrarios del Gobierno Provisional no se estaban cumpliendo porque estaban siendo violados sistemáticamente por los propietarios. Y anunció una huelga general para comienzos de junio si el Gobierno no hacía caso de sus reivindicaciones, en un momento en que el paro agrario aumentaba (había más de 400 000 parados, el 63 % del total, que eran unos 700 000, lo que representaba el 18 % de la población activa). El secretario general de la FNTT Ricardo Zabalza se entrevistó el 14 de mayo con el ministro de Trabajo José Estadella, que junto con el ministro de agricultura Cirilo del Río y el propio presidente del gobierno Ricardo Samper intentaron la negociación para evitar la huelga, pero la actitud intransigente del ministro de la Gobernación Rafael Salazar Alonso la hizo imposible porque estaba convencido de que la huelga era solo el comienzo de un movimiento revolucionario. Por eso Salazar Alonso ordenó a los gobernadores civiles «suspender y prohibir toda clase de reuniones» e implantar la censura previa en la prensa en todo lo que hiciera referencia a la huelga campesina.

​ Presionada por sus bases y aun sin contar con la aprobación de la ejecutiva nacional de UGT (que estaba preparando una huelga general revolucionaria de ámbito nacional), la FNTT convocó la huelga de jornaleros para el 5 de junio de 1934, momento en que iba empezar la cosecha, en defensa de las conquistas sociales del primer bienio (en contratos, empleo, salarios, reconocimiento de sindicatos, jurados mixtos), y esperando que los obreros de las ciudades les secundarían. No se unieron. La huelga afectó a más de 500 municipios de Andalucía, Extremadura y La Mancha, y a unos doscientos más en otras provincias. Duró de cinco a quince días, dependiendo del grado de implantación socialista en cada lugar. «Fue la mayor huelga agraria de la historia [española]».

​ El gobierno acabó apoyando la línea dura del ministro de la Gobernación Salazar Alonso que consideró la huelga un «movimiento revolucionario» y declaró de «interés nacional» la recogida de la cosecha, dando instrucciones para que se impidiera la actuación de las organizaciones campesinasAsí «la mayor huelga agraria de la historia» dio lugar a una represión sin precedentes en la República. Hubo más de 10 000 detenciones y unos 200 ayuntamientos de izquierda fueron destituidos y sustituidos por gestores de derechas nombrados por el gobierno. Los enfrentamientos entre huelguistas y las fuerzas de orden público (y con los esquiroles) causaron trece muertos y varias decenas de heridos.

Como consecuencia de la desmedida actuación de Salazar Alonso el sindicalismo agrario fue prácticamente desmantelado, por lo que se debilitó aún más la capacidad de resistencia de los jornaleros agrícolas frente a los propietarios.

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Esta idea de España se concreta en la relación de la Patria con el Ejército, como lo expresó Calvo Sotelo en un discurso célebre que fue pronunciado con motivo de los sucesos de Octubre:

Es preciso, en una palabra, que consideremos que el Ejército es el mismo honor de España. El señor Azaña decía que el Ejército no es más que el brazo armado de la Patria. Falso, absurdo, sofístico: el Ejército se ha visto ahora que es mucho más que el brazo de la Patria; no diré que sea el cerebro, porque no debe serlo, pero es mucho más que el brazo, es la columna vertebral, y si se quiebra, si se dobla, si cruje, se quiebra, se dobla o cruje con él España.

Honorio Maura dijo:

«Hoy en día, España entera está de uniforme» (ABC, 16 de octubre).

y Ramiro de Maeztu, el mismo día también en ABC escribió:

El Ejército nos salva siempre, porque es la unidad en torno a una bandera, porque es la jerarquía, porque es la disciplina, porque es el poder en su manifestación más eminente. En resumen, porque es la civilización… Porque el Ejército es España, quiere destruirlo la revolución.

En cambio la acción represiva de las tropas que sofocaron la sublevación es apenas mencionada. Las destrucciones en «Asturias, la mártir», y sobre todo en «Oviedo, la mártir» se atribuían exclusivamente a los revolucionarios.

Por último la derecha antirrepublicana aprovechó la insurrección de las izquierdas para incitar a una «revolución auténtica y salvadora para España». Para esta extrema derecha la revolución «rojo-separatista» de Octubre, como la llamaron, fue la comprobación de que la «revolución antiespañola» estaba en marcha y de que solo podía ser vencida por la fuerza. Ya el 8 de octubre José Calvo Sotelo escribió en La Época:

El país exige bisturí, poda, cirugía implacable... Y España demanda duro castigo a fin de que en mucho tiempo no vuelvan a resonar en nuestro suelo esas plantas venenosas y fratricidas que tanta sangre han hecho correr ya.

Honorio Maura escribió en ABC el 20 de octubre:

​ La revolución auténtica y salvadora para España... la buena, la santa, la definitiva, la que puede devolver a España días de paz, de gloria y de prosperidad... ha empezado. Y hay que continuarla y llegar hasta el fin. Hay que barrer todo lo que sea antipatria, extranjerismo, doctrina exótica (...). Nosotros somos nosotros (...) De cruces y espadas está hecho nuestro pasado, y en la cruz y las espadas tiene que cimentarse nuestro porvenir. Es nuestro destino español.

El 6 de noviembre Calvo Sotelo concretó su propuesta en un discurso en las Cortes:

[La] desaparición del sistema democrático, sustituido por una dictadura cívico-militar..., una profunda reforma de la representación política, de la quedarían excluidas las opciones de izquierda y centro, hasta alcanzar un modelo de sufragio corporativo. Y finalmente, culminando la transición, la convocatoria de un referéndum popular que confirmase la instauración de la monarquía neotradicionalista y del Estado Nuevo totalitario.

(...)

Finalmente, el 12 de diciembre Gil Robles abandonó con «amargura infinita» el Ministerio de la Guerra, lo que Calvo Sotelo calificó de «traición a los generales» ―de hecho Calvo Sotelo aún hizo un último intento a finales de diciembre durante una comida con el general Franco en casa de la marquesa de Argüelles―

El general Franco, muy emocionado, despidió a Gil Robles con estas palabras:

…el ejército no se había sentido jamás tan bien dirigido. El honor, la disciplina, todos los conceptos básicos del ejército han sido restablecidos y han sido encarnados por vuecencia. Yo no puedo hacer otra cosa en estos momentos en que la emoción no me deja hablar, que significar hasta qué punto la rectitud ha sido la única norma del ministro de la Guerra.

 

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