Publicada en Rebelión y en la página web del autor, esta reseña que hace Jesús Aller del libro de Shlomo Sand resume lo esencial de una obra que desmonta los mitos racistas del sionismo. En particular se cuestiona la supuesta continuidad de los actuales israelíes con los antiguos israelitas, a la luz de la crítica histórica, los testimonios de la arqueología y la propia dinámica de los movimientos y mezclas de los pueblos a lo largo de muchos siglos.
¿Hasta qué punto somos los latinos actuales descendientes de los romanos, aunque hablemos un latín transformado pero aún reconocible? ¿Descienden los caribeños anglófonos de anglos y sajones? ¿Constituyen los musulmanes un pueblo originario de los desiertos de Arabia? Acabo de enterarme del parentesco del euskera con la lengua de los dogón, un pueblo de Malí, pero eso únicamente prueba que con toda probabilidad la lengua originaria era hablada en un Sáhara fértil anterior a esta era cálida. Cuando la progresiva desecación obligó a sus hablantes a desplazarse, unos fueron hacia el norte, otros hacia el sur. Se mezclaron con otras poblaciones (tiempo han tenido, desde luego), como se siguen mezclando hoy día, pese a cualquier racismo. Yo mismo, andaluz de muchas generaciones, tengo hijos gallegos descendientes también de vascos. ¿Y de cuántos pueblos más?
Recomiendo la lectura de los trabajos del genetista Luigi Luca Cavalli-Sforza, y particularmente su libro "Genes, pueblos y lenguas", importante para desmontar los falsos linajes inventados, sean genéticos, religiosos o culturales, cuando la realidad humana es una hibridación constante a lo largo de milenios, trátese de pueblos, culturas o individuos. Cada uno de nosotros es un híbrido, hijo de híbridos hijos de híbridos...
Vemos hoy mismo como los nacionalismos inventan la historia de sus naciones, y mucho más (pero no sólo) si son naciones-estado. Es más, las grandes naciones han sido literalmente inventadas por los grandes estados.
Shlomo Sand, profesor de Historia en la universidad de Tel Aviv, afirma en el prefacio de la edición inglesa de La invención del pueblo judío
(versión española de Akal, 2011, trad. de José María Amoroto Salido)
que la obra surgió de un intento desprejuiciado de analizar los grandes
conceptos sobre las raíces históricas y la identidad del estado de
Israel. Esto lo llevó a encontrar piezas de evidencia marginadas por la
corriente de pensamiento dominante y que servían para “crear una narrativa radicalmente diferente de la que se me había enseñado en mi juventud”.
Surge así un libro que su autor no piensa que sea capaz de cambiar el
mundo, pero que alienta la esperanza de que pueda ser uno de los que el
mundo busque cuando empiece a cambiar.
El texto arranca con una colección de retratos que nos permiten
asomarnos al laberinto identitario edificado en torno al judaísmo e
Israel, biografías desgarradas que expresan asombrosamente bien el poder
del mito para dividir y enfrentar a los hombres. Todos ellos son
personas próximas al autor y el primero es su padre, Shulek, un judío
polaco nacido en 1910 y que en 1939 consigue escapar de los nazis y es
acogido en la URSS; en 1945 regresa a Polonia, pero los judíos son
rechazados aún y termina en un campo de refugiados en Baviera, de donde
emigra a Palestina; allí morirá consciente de estar despojando de su
tierra a otro pueblo y añorando las nieves de su país natal. Bernardo,
suegro del autor, era un anarquista catalán que llegó a Israel en 1948
huyendo de Franco y atraído por relatos sobre los kibutz; ateo y
anarquista vivió y murió, gentil, pero con mujer e hijas judías.
Siguen dos palestinos llamados Mahmoud. El primero, nacido en Jaffa
en 1945, es uno de los pocos a los que se permite permanecer en la
ciudad tras la Nakba; fue en su juventud amigo íntimo del autor y acabó
dejando la tierra que le habían robado, acogido en Suecia y
convirtiéndose, casi, en un sueco. El otro Mahmoud se apellida Darwish y
es un gran poeta; nace en 1941 y en 1948 pasa a ser un refugiado;
aunque regresa, es sólo para sufrir el dolor del desarraigo y expresarlo
en los versos que por entonces comienza a escribir; censurado y
perseguido, se exilia en 1968; nunca se le permitirá volver a vivir en
su país.
Gisèle, de nacionalidad francesa e hija de padre judío y madre
gentil, es una ferviente sionista y está ansiosa por establecerse en
Israel hasta que la burocracia del estado hebreo le exige “convertirse
al judaísmo” para poder hacerlo; ella, opuesta a los clérigos de
cualquier tendencia, se opone y se distancia a partir de entonces del
discurso sionista. Larissa, siberiana, con el colapso de la URSS emigra a
Israel, donde debe cargar con el estigma de una tarjeta de identidad
que la clasifica como “rusa”.
El autor del libro, nacido en 1946, fue soldado en la guerra de 1967;
después se siente culpable de haber derramado sangre inocente y abandona
Israel; es profesor en París bastantes años, pero acaba regresando al
que a pesar de todo es su país. La invención del pueblo judío
surge como un intento de cuestionar el relato mítico en torno al cual se
ha forjado el estado de Israel, historia que comienza cuando Moisés
recibe en el Sinaí las tablas de la ley y se prolonga luego a través de
reinos florecientes y penosos exilios en los que se conserva siempre la
misteriosa identidad del “pueblo judío”. Shlomo Sand prosigue en este
empeño la labor de otros investigadores como Boas Evron o Uri Ram, y se
nutre de las lecciones de estudiosos del nacionalismo, como Benedict
Anderson o Ernest Gellner.
La historia como mito
Basándose sobre todo en los trabajos de los dos últimos autores
citados, el capítulo que sigue está dedicado a precisiones
terminológicas y un análisis de los conceptos de “pueblo” y “nación”. Se
comprueba cómo la segunda trata frecuentemente de fundamentarse
torticeramente en el primero para constituirse en una
religión-espectáculo cultural con su legión de sacerdotes-intelectuales, capaz de proyectar el heroísmo del pasado en un futuro de
progreso al servicio del capitalismo. Con el declive del poder de la
Iglesia, el mito conserva su misión y engrasará la máquina social para
que labore cohesionada y genere dividendos. El nacionalismo queda así
perfilado como la religión más exitosa de la modernidad.
Conocemos después los grandes hitos de la historiografía judía.
Flavio Josefo, judío helenizado del siglo I, trata de integrar el relato
bíblico con fuentes seculares en el discurso laudatorio y misionero de
sus Antigüedades de los judíos. Jacques Besnage, un hugonote,
escribe una continuación para esta obra a comienzos del XVIII en la que
los considera sobre todo una secta perseguida por negarse a aceptar la
divinidad de Cristo. Isaak Markus Jost, un judío alemán, publica a
partir de 1820 su Historia de los israelitas desde los Macabeos hasta nuestros días,
en la que trata de construir un relato que pueda significar un puente
para la integración de los judíos en el estado alemán. Los judíos son
así una comunidad solamente cultural y religiosa, forjada durante el
primer exilio en Babilonia, y cuya patria son los países en los que
habitan.
Hay que esperar a la década de 1850 para que los trabajos de Heinrich
Graetz aporten una perspectiva radicalmente distinta al problema y el
sujeto histórico pase a ser un “pueblo judío” presentado de una forma
que lo acerca mucho al moderno concepto de nación. En un momento en que
la mitología nacional invade todos los rincones de Europa, los judíos
se aprestan así a tener la suya propia, que encuentra su apoyo además en
un legendario reino de David descrito en textos considerados sagrados
por el cristianismo. Un amigo de Graetz, Moses Hess, incorpora un sesgo
racial a este proceso y juzga la judía una de las “razas primarias” del
género humano, que ha conservado su pureza a través de los siglos debido
a su carácter “indestructible”. La oposición a estas ideas fue intensa
entre intelectuales e historiadores gentiles (Treitschke, Mommsen), que
renegaban de otra nación en suelo alemán, pero también judíos (Lazarus,
Bresslau, Cohen), que apostaban por la asimilación.
Simon Dubnow (1860-1941), un judío bielorruso, continúa en la estela
de Graetz, sumando datos de la moderna historiografía que trata de
encajar con las fuentes bíblicas, y Salo Wittmayer Baron (1895-1989),
que ocupó la primera cátedra de historia judía en EEUU, insiste en ella
en A social and religious history of the jews, de 1937. El
hecho de que este libro no abogara por el regreso a la antigua patria y
el logro de la soberanía política provocó una dura crítica de Yitzhak
Baer, profesor de historia judía en Jerusalén, para quien la identidad
judía reclamaba necesariamente el establecimiento de un estado en
Palestina. Un amigo de este, Dinur, también profesor de historia judía,
fue ministro de Educación de Israel a partir de 1951 y responsable de
los planes pedagógicos que se impusieron. Despojado de su componente
teológica y taumatúrgica, el relato del antiguo testamento se convierte
en las obras de estos autores en la verdad histórico-nacional. La
investigación arqueológica tiene por fin confirmar estas realidades
indiscutibles, y personajes esenciales del nuevo estado como David
Ben-Gurion o Moshe Dayan se ven a sí mismos como herederos de los héroes
bíblicos.
Sin embargo, a partir sobre todo de finales de los 60, las
excavaciones plantean serios problemas a este relato dominante. Así, el
“tiempo de los patriarcas”, la salida de Egipto, la conquista de Canaán
o el gran reino unido de David y Salomón resultan ser incoherentes con
los datos objetivos disponibles e interpretables sólo como una
composición elaborada cientos de años después (probablemente del siglo
VI al II a. de C.) con el propósito de crear una comunidad religiosa
cohesionada, basada en el monoteísmo.
La irrealidad histórica del exilio
Los romanos nunca deportaron a pueblos enteros de los países del este
que conquistaron. Lo que probablemente ocurrió en el año 70, con la
caída del reino de Judea, fue una destrucción importante, en Jerusalén
sobre todo, de la que para el fin del siglo la población se había
recuperado bastante. La sublevación de Bar Kokhba en 132 dio lugar a
nuevas devastaciones, pero tampoco hay evidencias de una deportación.
¿Cuál fue entonces el origen del mito del exilio de los judíos después
de la ruina del templo? Los investigadores que han estudiado esto opinan
que se trata de una elaboración tardía por parte de los grupos que
vivían fuera de Palestina y buscaban así identificarse con la esencia
errante e irredenta de un pueblo que rechazaba la gracia del mesías
Jesús y esperaba al “verdadero”, que los llevaría de vuelta a Jerusalén.
El hecho es que antes de la pretendida expulsión había ya abundantes
comunidades judías por Medio Oriente y las orillas del Mediterráneo, en
esta última zona sobre todo a raíz de la expansión comercial durante la
época helenística. Hay evidencias además de que el judaísmo, practicado
por gentes profundamente helenizadas, era por entonces una religión
proselitista que creció con un importante número de conversiones de
pueblos foráneos. En este sentido, las obras de Josefo, por ejemplo,
tienen una explícita finalidad misionera. Por lo que respecta a las
escrituras, en ellas pueden encontrarse fragmentos tanto a favor como en
contra de aceptar prosélitos. Este proceso expansivo alcanzó su clímax a
la sombra de Roma e inauguró un lento declive a partir del siglo III
con el triunfo del cristianismo. En Palestina, es en el siglo IV cuando
la población pasa a ser predominantemente cristiana, probablemente
debido a conversiones, aunque siguió habiendo una minoría judía. No hay
pruebas de que la conquista del país por los musulmanes en el siglo VII
provocara el exilio que defienden los historiadores sionistas, pero es
cierto que, a pesar de ser tolerados como “pueblo del Libro”, el número
de judíos en la zona se redujo desde ese momento, y otra vez la causa
más probable fueron las conversiones, que en este caso exoneraban de
impuestos.
La narrativa sionista nos pone ante la imagen de un pueblo errante
que reivindica el derecho a regresar a su tierra. Los argumentos
presentados en el libro permiten constatar que esta se basa en
deformaciones de la realidad histórica tan flagrantes como el mito de la
expulsión y en obviar el importante crecimiento proselitista de la
religión judía. Se repasan en detalle las argucias de las lumbreras
israelíes para tratar de defender su posición, y su cúmulo de omisiones,
tergiversaciones y cambios de estrategia impuestos por las
circunstancias.
Reinos silenciados
El siguiente capítulo nos acerca al judaísmo después del siglo IV, un
tiempo en el que la imagen que da la historiografía sionista es la de
un pueblo absorto en sí mismo que sólo aguarda el regreso a su patria.
Sin embargo, Sand nos recuerda cómo florece por entonces un reino judío
proselitizado en el sur de la península Arábiga, el reino de Himyar, que
se mantiene hasta el siglo VI. Asimismo, el norte de África es una zona
de frecuentes conversiones al judaísmo entre las tribus bereberes, del
mismo modo que anteriormente había ocurrido entre los restos de
población cartaginesa. Estas comunidades se resistieron fieramente al
Islam, con un papel destacado para la misteriosa reina Dihya al-Kahina, y
algunas de ellas persistieron hasta los tiempos modernos. Aliados luego
a los musulmanes, estos judíos fueron esenciales en la invasión de la
península Ibérica, lo que explica su posterior auge allí.
Resulta sorprendente que en el siglo X, la era dorada sefardí,
florece en el otro extremo de Europa un reino judío proselitizado por
amplias zonas del este de Ucrania y el sur de Rusia. Los jázaros
agrupaban clanes de variada composición étnica regidos por un Kan y
tuvieron buenas relaciones con Bizancio, pero se opusieron a los
musulmanes. Eran pescadores y cultivaban arroz, aunque sacaban su
sustento sobre todo de los peajes al transporte por sus grandes ríos, el
Volga y el Don. Su conversión al judaísmo, que se inicia en el siglo II
y alcanza su clímax en el VIII, es promovida por la llegada de judíos
expulsados de otras regiones y motivada por un anhelo de independencia
frente a cristianos y mahometanos. Practicaban una envidiable tolerancia
con otras confesiones. El rey y su corte eran de religión judía, y el
porcentaje de población jázara que profesaba el judaísmo seguramente era
alto. El reino nace en el siglo IV y decae a partir del X, pero la
emigración masiva de los judíos jázaros hacia el oeste no se producirá
hasta la invasión de los mongoles en el siglo XIII.
Sand analiza la probable contribución de estos jázaros desterrados a
los judíos que por esa época comienzan a florecer en el oeste de
Ucrania, Polonia y otras regiones de Centroeuropa. Su papel pudo ser
decisivo para conformar las extensas poblaciones de lengua yiddish que
fueron exterminadas por los nazis. Se repasa en detalle el tratamiento
que da la historiografía judía a unos hechos que cuestionan sus mitos
esenciales. El capítulo concluye con la constatación de que los reinos
que se han descrito aportan una imagen viva y dinámica del judaísmo en
aquellos siglos, pero en abierta contradicción con el relato sionista de
una nación expulsada y errante que sólo añora regresar a su tierra.
Ello explica que episodios tan destacados se hayan desvanecido de la
historia que se enseña en Israel.
Política de identidad en Israel
El último capítulo comienza describiendo la efervescencia
nacionalista de la segunda mitad del siglo XX, que mostraba un marcado
carácter étnico en Europa central y oriental. Cuando crece allí el
antisemitismo, se genera como reacción ese otro nacionalismo, también
étnico, que es el sionismo. Este buscará su identidad en un relato
mítico, al margen de la historia real de las diversas comunidades
judías, lo que le permitirá reivindicar el regreso a la patria perdida.
La definición “racial” del pueblo judío era muy común entre los primeros
dirigentes y militantes sionistas, tanto de derechas como socialistas.
Este concepto fue combatido por autores como Maurice Fishberg, que con
un estudio antropológico de 3000 inmigrantes judíos que arribaban a
Nueva York concluyó en 1911 que tiene tanto sentido hablar de una raza
judía como de una raza musulmana o presbiteriana. En los tiempos
modernos, la maquinaria científica puesta en marcha por los sionistas
para demostrar la peculiaridad genética de los judíos ha fracasado de
momento.
La historia del estado de Israel muestra desde su fundación la
evolución de un proyecto nacionalista étnico que, incapaz de basarse en
otros criterios, se pone progresivamente en manos de la casta rabínica.
Laicos y ateos aceptan así ver sus vidas dominadas por la religión,
mientras se desarrollan políticas de exclusión y apartheid que violan
los estándares democráticos. Resulta evidente que la constitución de un
estado para uso y disfrute de todos los judíos del mundo despreciando
los derechos más elementales de los que habitaban el país desde hace
siglos supone un agravio monstruoso que sólo puede definirse con rigor
como “etnocracia judía”, pero lo más espeluznante es leer las opiniones
de la elite intelectual de Israel, historiadores y juristas
condecorados, que defienden con ardor el carácter netamente democrático
de todo ello.
El proyecto étnico de un estado judío se ha convertido en un
callejón sin salida marcado por una tensión insufrible y ominosa con los
árabes que viven marginados dentro de Israel y también con los que son
fieramente colonizados en los territorios ocupados. La situación es una
bomba de relojería y se ha de tener en cuenta además que el apoyo de
Occidente y de los judíos de otros países al proyecto podría no ser
eterno. Shlomo Sand cierra el libro apuntando que aunque la cerrazón
sionista hace que todas las soluciones razonables parezcan utópicas, los
que fueron capaces de inventarse un pasado deberían intentar al menos
soñar un futuro que no esté condenado a transformarse en una pesadilla.
La reelaboración y mitificación es una constante en las narrativas nacionalistas, pero La invención del pueblo judío,
tan valiente como erudito, pleno de documentación y de argumentos bien
hilvanados, nos deja con la sensación de que el sionismo ha batido un
penoso record en la manipulación de la historia al servicio de un
ideario político. Le extendida veneración del relato bíblico ha sido
utilizada para imponer un proyecto colonial que viola cotidianamente los
derechos humanos y constituye probablemente la más grave amenaza para
la paz mundial. Estamos ante un libro necesario porque arroja luz donde
impera la mentira, y sólo extirpando esta nacerá la esperanza de atajar
la violencia que genera; una obra para leer, discutir y comentar de
todas las formas posibles, porque la presión coordinada y firme de todo
el mundo civilizado ha de ser capaz de aportar escenarios de cordura a
un territorio que se despeña en una espiral fatídica.
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