Más antiguo aún es el informe que el Club de Roma encargó al Instituto de Tecnología de Massachusetts, publicado como "Los límites del crecimiento: informe al Club de Roma sobre el predicamento de la Humanidad". Un resumen de sus conclusiones puede consultarse aquí. Este informe fue el primer aldabonazo serio, premonitorio de lo que se avecinaba: al año siguiente estalló la primera crisis del petróleo.
Harich, bajo la impresión del informe al Club de Roma, comenzó a ver en el socialismo aspectos ventajosos que no se habían resaltado antes. Los inconvenientes de un menor desarrollo económico se trocaban en virtudes desde posiciones ecologistas. La economía dirigida podía controlar lo que era incontrolable para el libre mercado. La óptica cambiaba radicalmente, cuando hasta entonces los países socialistas habían tratado, por todos los medios, incluso muy dañinos desde el punto de vista ecológico, de emular y superar a las economías de Occidente.
Puede tomarse el libro de Harich como el comienzo de posiciones ecosocialistas, e influyó desde luego en nuestro Manuel Sacristán.
Àngel Ferrero, en la página web Marxismo crítico, escribe “en el vigésimo aniversario de la muerte de Wolfgang Harich”. Reproduzco la parte final, pero antes quiero recalcar un problema no menor que allí se plantea: ¿es posible una solución no autoritaria para evitar el colapso? Para Harich no lo es: un comunismo sin crecimiento, homeostático (en equilibrio), tiene que desplazar el acento del componente libertario al igualitario.
A parecida conclusión sobre un futuro postcapitalista llega el antropólogo mexicano Armando Páez en "Sostenibilidad y límites del pensamiento". Recoge allí estas otras ideas:
Peet (Peet, 1992) apunta que la 'libertad' es un mito más del discurso político-económico hegemónico. Indica que bajo la mirada neoliberal, la 'libertad' existe en un sistema de mercado sin trabas y cesa de existir si los procesos del mercado son regulados. La 'libertad' económica se ha convertido en la característica más importante de cualquier sociedad, ignorando los significados sociales, culturales y políticos que posee esta palabra. La 'libertad' actualmente consiste en "hacer lo que uno quiere" (consumir). Se desconoce su componente vital: una libertad para... (crear).Catton (Catton, 1986) indica que superar los límites ecológicos del planeta (su capacidad de carga) inexorablemente limita las libertades humanas. Para Catton, las experiencias en los tiempos de guerra nos permiten prever este predicamento. Los límites ecológicos restringen la libertad de procreación (reproducción), de explotación de los recursos (consumo) y de disposición de residuos (transferencia).De lo que estamos hablando es del fin de la libertad. Esta es bajo la mirada 'correcta', sin duda, la mayor blasfemia (o estupidez) en la sociedad (global) contemporánea. Una subpolítica para la sostenibilidad demanda una gestión de la renuncia, del fin de los privilegios y de la comodidad; el fin del placer como objeto de consumo (obtenible en un mall o a través de internet) y el comienzo de la frugalidad. ¿Podemos esperar la existencia de un movimiento social que luche por poner límites al confort, que presione por cambios constitucionales, financiamiento, creación de instituciones y cuerpos de fiscalización que inviten u obliguen a la gente a renunciar al bien-estar?
Así, una vez admitido que el inexorable crecimiento capitalista choca frontalmente con los límites del ecosistema global, cualquier salida ha de plantearse en términos anticapitalistas. Pero esto pasa por la imposición, sobre los (no tan libres) mercados, de una fuerte planificación orientada a las necesidades. Necesidades que no suelen coincidir con los deseos, y chocan muchas veces con los intereses más inmediatos de los implicados, que somos todos.
En estas circunstancias, ¿es posible evitar el autoritarismo? Yo plantearía la cuestión de otro modo: ¿Cómo construir un autoritarismo democrático? ¿No sería esta la idea de la "dictadura del proletariado", tal como fue una vez expresada? Las palabras a veces queman, o se queman. Hoy habría que extender, y es difícil y a contracorriente, que si los productores asociados no son capaces de imponer autoritariamente otro esquema productivo, sobrio y austero, serán las oligarquías las que impongan el suyo, cosa que ya hacen ahora mismo.
Queda el reparo de Sacristan: a la objeción repetidamente insinuada por Harich de que el instinto de conservación se tiene que imponer a la repugnancia al autoritarismo, se puede oponer al menos la duda acerca de lo que puede hacer una humanidad ya sin entusiasmo.
A continuación, la parte final del artículo de Ferrero:
¿Un mundo sostenible? |
¿Hacia un comunismo homeostático?
En 1972 apareció Los límites del crecimiento,
un informe de 17 investigadores del MIT hecho por encargo del Club de
Roma, una organización no gubernamental con sede en Suiza. Los
resultados de este informe alertaron a la opinión pública mundial: el
aumento de la población mundial, la industrialización y el incremento de
la polución consustancial a ella, sumados al elevado consumo de los
recursos naturales estaban amenazando, según los autores, a la
continuidad de la vida humana misma sobre el planeta. De no poner fin a
esta tendencia, la Tierra podría llegar a colapsar a mediados del siglo
XXI. Los límites del crecimiento fue el toque a rebato para el movimiento ecologista moderno.
Wolfgang Harich fue uno de los muchos intelectuales que leyó aquel informe y quedó impresionado por las advertencias del mismo. Además, la crisis ecológica obligaba a modificar por completo la teoría marxista, ya que ponía límites a la abundancia material con la que el marxismo tradicional había vinculado la libertad comunista y la consiguiente extinción (o abolición) del Estado. De aquel punto de partida salió ¿Comunismo sin crecimiento?, una larga conversación con Freimut Duve, un socialdemócrata germano-occidental.
La nueva situación trocaba las cosas por completo. Así, según Harich, “características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica.” Y con ello, aseguraba el autor, “mi creencia en la superioridad de modelo soviético de socialismo se ha hecho inquebrantable desde que he aprendido a no considerarlo ya desde el punto de vista de la –por otra parte absoluta– competencia económica entre el Este y el Oeste, sino a juzgarlo, ante todo, según las posibilidades que ofrece su estructura para sobreponerse a la crisis ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta, para salvación de la humanidad.” Según el autor, ya entonces era “posible el paso inmediato al comunismo en el estadio ya alcanzado del desarrollo de las fuerzas productivas; y, a la vista de la crisis ecológica […] urgentemente necesario.” Es más, según Harich, sólo un sistema comunista permitiría combinar medidas de emergencia como la limitación del consumo y de la población o el racionamiento de productos con el principio de igualdad. El resultado sería un comunismo sin crecimiento, homeostático (en equilibrio), que desplaza el acento del componente libertario al igualitario. En este punto en realidad Harich no se alejaba de Marx, quien nunca vio en el aumento de la producción un fin en sí mismo. El horizonte de superación de las relaciones de producción capitalistas, una vez agotadas sus potencialidades y llegados a los límites de lo que éstas pueden dar de sí en términos de desarrollo, no consistia en una abundancia per se (a pesar de la frase del Manifiesto comunista de que la riqueza brotaría como una fuente). El horizonte post-capitalista, para Marx, es aquel en el que las necesidades están en el centro de la producción, y que ésta sirve para suministrar valores de uso para cubrir las necesidades sociales e individuales en un régimen basado en la libre asociación de productores.
En este sistema, Harich proponía “distinguir selectivamente entre las necesidades que hay que mantener, que cultivar como herencia cultural o hasta que habrá que despertar o intensificar, y otras necesidades de las que habrá que desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante medidas represivas rigurosas, como, por ejemplo, la paralización de ramas enteras de la producción, acompañada por tratamientos de masas de desintoxicación ejecutados según la ley.”
Aquí es donde el realismo de Harich conduce a uno de los rasgos más polémicos de su programa ecocomunista: el autoritarismo. Pues muchas de estas medidas no podrían sino aplicarse con coerción por parte de un Estado socialista, y la grave situación de emergencia ecológica, a tenor del autor, así lo exige.
El libro de Wolfgang Harich fue ampliamente debatido en España. Sacristán –quien, como Harich, se interesó vivamente por la cuestión medioambiental– achacó a ¿Comunismo sin crecimiento? tres defectos: “en primer lugar, es inverosímil si se tiene en cuenta la experiencia histórica, incluida la más reciente, que es la ofrecida por la aristocracia de los países del llamado “socialismo real”; en segundo lugar, el despotismo pertenece a la misma cultura del exceso que se trata de superar; en tercer lugar, es poco probable que un movimiento comunista luche por semejante objetivo. La conciencia comunista pensará más que bien que para ese viaje no se necesitaban las alforjas de la lucha revolucionaria. A la objeción (repetidamente insinuada por Harich) de que el instinto de conservación se tiene que imponer a la repugnancia al autoritarismo, se puede oponer al menos la duda acerca de lo que puede hacer una humanidad ya sin entusiasmos, defraudada en su aspiración milenaria de justicia, libertad y comunidad.” Probablemente las experiencias de planificación estatal y mercado, y de redes cooperativas como las que existen en el llamado socialismo del siglo XXI (cuyos defectos no pueden abodarse aquí), con las que Harich no podía contar hace décadas, le hubieran ofrecido una salida democrática a sus ideas de fuerte planificación centralizada, del mismo modo que los avances tecnológicos de estos últimos treinta años facilitarían ese “transitar hacia el comunismo” del que hablaba en su libro.
Con todo, conviene insistir en la idea, central en el libro de Harich, de la imposibilidad de combatir las crisis ecológicas sin una superación del capitalismo, sin superar las relaciones de producción capitalistas. Pocas cosas ejemplifican tanto este punto como los Tratados de Kioto por los que se estableció un sistema de compra-venta de derechos de contaminación. Medidas como ésta son contrarias a lo que plantea Harich por dos motivos. Por una parte, porque Harich considera, como todo marxista, que el mercado no es una institución que pueda repartir justamente la producción. Sí que sirve para distribucir mercancias y riqueza, pero de manera totalmente injusta, favoreciendo a los sectores de población capaces de adquirir más dinero, pues el hecho de que la distribución esté mediada por el dinero –característica central del capitalismo– facilita una distribución desigual. Por otra parte, la aplicación de reformas sin perturbar la dinámica de acumulación del capital es a medio término estéril. Lo único que se consigue es dificultar la obtención de rentabilidad de las inverisones, y como el capital vive de éstas, se produce un traslado de la presión al trabajo, ya sea con aumentos de la explotación o con despidos y cierres de empresas. El marco capitalista no permite entorpecer la obtención de beneficios sin que las empresas, sectores industriales o economías afectadas por las nuevas regulaciones no vena amenazadas su viabilidad. Por ese motivo, si se realmente se quiere atacar los problemas medioambientales, conviene ir más allá de una economía cuyo motor se basa en el beneficio.
Han pasado ya varias décadas desde la publicación de ¿Comunismo sin crecimiento? Hoy los pronósticos son más sombríos aún si cabe, los partidos verdes, desprovistos de mordiente social, y el debate, menos presente, desplazado actualmente por la crisis económica. Pero es insoslayable. Poco antes de morir ya lo señaló el propio Harich utilizando la metáfora del “Reloj del Apocalipsis” del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago: “no nos encontramos a cinco minutos de la medianoche, sino a cinco minutos pasada la medianoche."
China es la respuesta, pero no recuerdo la pregunta
Las ideas de Wolfgang Harich en ¿Comunismo sin crecimiento?, huelga decirlo, no sólo no han perdido actualidad, sino que la han ganado, especialmente a medida que el capitalismo alcanza, lograda ya su máxima expansión geográfica, sus límites naturales.
En 1991 se desintegró el campo socialista en Europa oriental. Como consecuencia, el resto de países socialistas terminó integrándose en mayor o menor grado en el mercado mundial, adoptando lo que oficialmente se denomina “economía de mercado orientada al socialismo” (en Vietnam) y “socialismo con características chinas” (en la República Popular China). Este socialismo de mercado particular ha tenido sin duda consecuencias positivas para China, que dejó de encontrarse entre los receptores del Programa Mundial de Alimentos para figurar entre los donantes, por ejemplo. China ha desbancado a EE.UU. como primera economía mundial, construido el ferrocarril más rápido y la central hidroeléctrica más grande del mundo y enviado una misión tripulada al espacio. Sin embargo, este desarrollo ha creado a su vez, como es notorio, grandes problemas, particularmente medioambientales. Por ese motivo, cuando el periodista británico Jonathan Watts tituló a su libro de investigación When a Billion Chinese Jump (Simon and Schuster, 2010), añadió de inmediato “cómo China puede salvar a la humanidad o destruirla.”
Watts no es un periodista dado a las exageraciones. Por eso la pregunta –“cómo China puede salvar a la humanidad o destruirla”– es bien real y urgente. “Para proporcionar a todo el mundo en China el estilo de vida de Shangái”, escribe, “las fábricas necesitarían producir unos 159 millones de refrigeradores extra, 213 millones de televisores, 233 millones de computadoras, 166 millones de microondas, 260 millones de aparatos de aire acondicionado y 187 millones de automóviles. Las plantas de energía tendrían que duplicar su producción. La demanda de materias primas y combustible agravaría la carga sobre el medio ambiente y la seguridad en el mundo.” Todo eso en cuanto al “estilo de vida de Shangái”. Con el estilo de vida occidental –que muchos chinos asumen como el normal en todo Occidente debido a la presión de la cultura de masas occidental, sobre todo anglo-estadounidense– las proyecciones resultan más preocupantes. El consumo de leche y carne de vacuno, por ejemplo, aumenta en China. Para criar a una vaca se requiere cuatro veces el grano necesario para criar a una gallina, y para alimentar a su ganado, China ha de importar cantidades crecientes de soja de Brasil, lo que ha acelerado la deforestación del Amazonas. Según Watts, que cita cálculos del Earthwatch Institute, si China consumiese al mismo nivel que los estadounidenses, “la producción mundial de acero, papel y automóviles tendría que duplicarse, la extracción de petróleo tendría que aumentar en 20 millones de barriles diarios, y los mineros tendrían que extraer 5.000 millones de toneladas de carbón. […] China consumiría el 80% de la producción cárnica mundial y dos tercios de las cosechas mundiales de grano.” También aumentaría en correspondencia el volumen de desperdicios: China podría alcanzar los 400 millones de toneladas de basura dentro de cinco años, el equivalente a toda la basura mundial de 1997.
¿Cómo pueden los dirigentes chinos mantener su promesa de una “sociedad moderadamente próspera” (xiaokang shei) para 2020 –ése es el objetivo oficial– para su población y, a la vez, crear un modelo sostenible de desarrollo? Muchos de sus proyectos más criticados, como la Presa de las Tres Gargantas, presentaban escasas alternativas en el contexto actual. A pesar de sus errores de diseño y el desplazamiento de población, frecuentemente criticados por los medios occidentales, la única alternativa a la Presa de las Tres Gargantas era consumir 50 millones de toneladas de carbón anuales. Y con todo, su construcción ha servido en última instancia para atraer a las industrias contaminantes en lugar de sustituirlas por otras limpias.
El motivo último de estos desequilibrios es, en efecto, la integración de China en la economía mundial. En cuanto a polución, China tiene una responsabilidad histórica menor que otras naciones, como Estados Unidos o Reino Unido, que comenzaron a contaminar mucho antes. En relación a su demografía, su huella de dióxido de carbono sobre el medio ambiente supone solamente un tercio o una cuarta parte de la de EE.UU. y Europa respectivamente, y la mayor parte de estas emisiones procede de la fabricación de productos que más tarde se exportan a los mercados occidentales. Por eso China no puede cambiar sin cambiar, a su vez, la economía mundial.
Algo parecido ocurre con la “política de hijo único”. Su objetivo era controlar el vertiginoso crecimiento de su población. La otra cara de la moneda son las distorsiones demográficas que esta política tendrá en el futuro: diez millones de hombres adultos incapaces de encontrar esposa, millones de personas que tendrán que soportar con los costes económicos de la generación anterior (dos padres, cuatro abuelos), etcétera.
El tres veces ganador del premio Pulitzer, Thomas Friedman, escribió que “la autocracia de un solo partido tiene ciertamente sus inconvenientes. Pero cuando está dirigida por un grupo de personas razonablemente ilustradas, como en China hoy, también puede presentar grandes ventajas.” En su artículo, Friedman se refería concretamente a la aprobación de determinadas medidas que, aún siendo necesarias, el electorado de los países industriales no está dispuesto a aceptar. Ciertamente, el eslogan “consuma menos” es extremadamente difícil de “vender” a una audiencia, particularmente la occidental, donde los políticos cortejan periódicamente al electorado con promesas de unos estándares de vida cada vez más altos, y el descenso del consumo está vinculado a las crisis y el aumento de la pobreza. China, evidentemente, carece de ese problema. Las tesis de Harich merecen por lo tanto ser reconsideradas a la luz de la consolidación de China como potencia mundial y, a su vez, objeto de crítica, ya que, debido a que el Partido Comunista Chino (PPCh) carece de mandato electoral, el crecimiento económico constituye una de sus más importantes fuentes de legitimación frente a la población.
Tras el estallido de la crisis financiera de 2008, Watts recogió el siguiente chiste en las calles de Beijing:
Wolfgang Harich fue uno de los muchos intelectuales que leyó aquel informe y quedó impresionado por las advertencias del mismo. Además, la crisis ecológica obligaba a modificar por completo la teoría marxista, ya que ponía límites a la abundancia material con la que el marxismo tradicional había vinculado la libertad comunista y la consiguiente extinción (o abolición) del Estado. De aquel punto de partida salió ¿Comunismo sin crecimiento?, una larga conversación con Freimut Duve, un socialdemócrata germano-occidental.
La nueva situación trocaba las cosas por completo. Así, según Harich, “características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica.” Y con ello, aseguraba el autor, “mi creencia en la superioridad de modelo soviético de socialismo se ha hecho inquebrantable desde que he aprendido a no considerarlo ya desde el punto de vista de la –por otra parte absoluta– competencia económica entre el Este y el Oeste, sino a juzgarlo, ante todo, según las posibilidades que ofrece su estructura para sobreponerse a la crisis ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta, para salvación de la humanidad.” Según el autor, ya entonces era “posible el paso inmediato al comunismo en el estadio ya alcanzado del desarrollo de las fuerzas productivas; y, a la vista de la crisis ecológica […] urgentemente necesario.” Es más, según Harich, sólo un sistema comunista permitiría combinar medidas de emergencia como la limitación del consumo y de la población o el racionamiento de productos con el principio de igualdad. El resultado sería un comunismo sin crecimiento, homeostático (en equilibrio), que desplaza el acento del componente libertario al igualitario. En este punto en realidad Harich no se alejaba de Marx, quien nunca vio en el aumento de la producción un fin en sí mismo. El horizonte de superación de las relaciones de producción capitalistas, una vez agotadas sus potencialidades y llegados a los límites de lo que éstas pueden dar de sí en términos de desarrollo, no consistia en una abundancia per se (a pesar de la frase del Manifiesto comunista de que la riqueza brotaría como una fuente). El horizonte post-capitalista, para Marx, es aquel en el que las necesidades están en el centro de la producción, y que ésta sirve para suministrar valores de uso para cubrir las necesidades sociales e individuales en un régimen basado en la libre asociación de productores.
En este sistema, Harich proponía “distinguir selectivamente entre las necesidades que hay que mantener, que cultivar como herencia cultural o hasta que habrá que despertar o intensificar, y otras necesidades de las que habrá que desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante medidas represivas rigurosas, como, por ejemplo, la paralización de ramas enteras de la producción, acompañada por tratamientos de masas de desintoxicación ejecutados según la ley.”
Aquí es donde el realismo de Harich conduce a uno de los rasgos más polémicos de su programa ecocomunista: el autoritarismo. Pues muchas de estas medidas no podrían sino aplicarse con coerción por parte de un Estado socialista, y la grave situación de emergencia ecológica, a tenor del autor, así lo exige.
El libro de Wolfgang Harich fue ampliamente debatido en España. Sacristán –quien, como Harich, se interesó vivamente por la cuestión medioambiental– achacó a ¿Comunismo sin crecimiento? tres defectos: “en primer lugar, es inverosímil si se tiene en cuenta la experiencia histórica, incluida la más reciente, que es la ofrecida por la aristocracia de los países del llamado “socialismo real”; en segundo lugar, el despotismo pertenece a la misma cultura del exceso que se trata de superar; en tercer lugar, es poco probable que un movimiento comunista luche por semejante objetivo. La conciencia comunista pensará más que bien que para ese viaje no se necesitaban las alforjas de la lucha revolucionaria. A la objeción (repetidamente insinuada por Harich) de que el instinto de conservación se tiene que imponer a la repugnancia al autoritarismo, se puede oponer al menos la duda acerca de lo que puede hacer una humanidad ya sin entusiasmos, defraudada en su aspiración milenaria de justicia, libertad y comunidad.” Probablemente las experiencias de planificación estatal y mercado, y de redes cooperativas como las que existen en el llamado socialismo del siglo XXI (cuyos defectos no pueden abodarse aquí), con las que Harich no podía contar hace décadas, le hubieran ofrecido una salida democrática a sus ideas de fuerte planificación centralizada, del mismo modo que los avances tecnológicos de estos últimos treinta años facilitarían ese “transitar hacia el comunismo” del que hablaba en su libro.
Con todo, conviene insistir en la idea, central en el libro de Harich, de la imposibilidad de combatir las crisis ecológicas sin una superación del capitalismo, sin superar las relaciones de producción capitalistas. Pocas cosas ejemplifican tanto este punto como los Tratados de Kioto por los que se estableció un sistema de compra-venta de derechos de contaminación. Medidas como ésta son contrarias a lo que plantea Harich por dos motivos. Por una parte, porque Harich considera, como todo marxista, que el mercado no es una institución que pueda repartir justamente la producción. Sí que sirve para distribucir mercancias y riqueza, pero de manera totalmente injusta, favoreciendo a los sectores de población capaces de adquirir más dinero, pues el hecho de que la distribución esté mediada por el dinero –característica central del capitalismo– facilita una distribución desigual. Por otra parte, la aplicación de reformas sin perturbar la dinámica de acumulación del capital es a medio término estéril. Lo único que se consigue es dificultar la obtención de rentabilidad de las inverisones, y como el capital vive de éstas, se produce un traslado de la presión al trabajo, ya sea con aumentos de la explotación o con despidos y cierres de empresas. El marco capitalista no permite entorpecer la obtención de beneficios sin que las empresas, sectores industriales o economías afectadas por las nuevas regulaciones no vena amenazadas su viabilidad. Por ese motivo, si se realmente se quiere atacar los problemas medioambientales, conviene ir más allá de una economía cuyo motor se basa en el beneficio.
Han pasado ya varias décadas desde la publicación de ¿Comunismo sin crecimiento? Hoy los pronósticos son más sombríos aún si cabe, los partidos verdes, desprovistos de mordiente social, y el debate, menos presente, desplazado actualmente por la crisis económica. Pero es insoslayable. Poco antes de morir ya lo señaló el propio Harich utilizando la metáfora del “Reloj del Apocalipsis” del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago: “no nos encontramos a cinco minutos de la medianoche, sino a cinco minutos pasada la medianoche."
China es la respuesta, pero no recuerdo la pregunta
Las ideas de Wolfgang Harich en ¿Comunismo sin crecimiento?, huelga decirlo, no sólo no han perdido actualidad, sino que la han ganado, especialmente a medida que el capitalismo alcanza, lograda ya su máxima expansión geográfica, sus límites naturales.
En 1991 se desintegró el campo socialista en Europa oriental. Como consecuencia, el resto de países socialistas terminó integrándose en mayor o menor grado en el mercado mundial, adoptando lo que oficialmente se denomina “economía de mercado orientada al socialismo” (en Vietnam) y “socialismo con características chinas” (en la República Popular China). Este socialismo de mercado particular ha tenido sin duda consecuencias positivas para China, que dejó de encontrarse entre los receptores del Programa Mundial de Alimentos para figurar entre los donantes, por ejemplo. China ha desbancado a EE.UU. como primera economía mundial, construido el ferrocarril más rápido y la central hidroeléctrica más grande del mundo y enviado una misión tripulada al espacio. Sin embargo, este desarrollo ha creado a su vez, como es notorio, grandes problemas, particularmente medioambientales. Por ese motivo, cuando el periodista británico Jonathan Watts tituló a su libro de investigación When a Billion Chinese Jump (Simon and Schuster, 2010), añadió de inmediato “cómo China puede salvar a la humanidad o destruirla.”
Watts no es un periodista dado a las exageraciones. Por eso la pregunta –“cómo China puede salvar a la humanidad o destruirla”– es bien real y urgente. “Para proporcionar a todo el mundo en China el estilo de vida de Shangái”, escribe, “las fábricas necesitarían producir unos 159 millones de refrigeradores extra, 213 millones de televisores, 233 millones de computadoras, 166 millones de microondas, 260 millones de aparatos de aire acondicionado y 187 millones de automóviles. Las plantas de energía tendrían que duplicar su producción. La demanda de materias primas y combustible agravaría la carga sobre el medio ambiente y la seguridad en el mundo.” Todo eso en cuanto al “estilo de vida de Shangái”. Con el estilo de vida occidental –que muchos chinos asumen como el normal en todo Occidente debido a la presión de la cultura de masas occidental, sobre todo anglo-estadounidense– las proyecciones resultan más preocupantes. El consumo de leche y carne de vacuno, por ejemplo, aumenta en China. Para criar a una vaca se requiere cuatro veces el grano necesario para criar a una gallina, y para alimentar a su ganado, China ha de importar cantidades crecientes de soja de Brasil, lo que ha acelerado la deforestación del Amazonas. Según Watts, que cita cálculos del Earthwatch Institute, si China consumiese al mismo nivel que los estadounidenses, “la producción mundial de acero, papel y automóviles tendría que duplicarse, la extracción de petróleo tendría que aumentar en 20 millones de barriles diarios, y los mineros tendrían que extraer 5.000 millones de toneladas de carbón. […] China consumiría el 80% de la producción cárnica mundial y dos tercios de las cosechas mundiales de grano.” También aumentaría en correspondencia el volumen de desperdicios: China podría alcanzar los 400 millones de toneladas de basura dentro de cinco años, el equivalente a toda la basura mundial de 1997.
¿Cómo pueden los dirigentes chinos mantener su promesa de una “sociedad moderadamente próspera” (xiaokang shei) para 2020 –ése es el objetivo oficial– para su población y, a la vez, crear un modelo sostenible de desarrollo? Muchos de sus proyectos más criticados, como la Presa de las Tres Gargantas, presentaban escasas alternativas en el contexto actual. A pesar de sus errores de diseño y el desplazamiento de población, frecuentemente criticados por los medios occidentales, la única alternativa a la Presa de las Tres Gargantas era consumir 50 millones de toneladas de carbón anuales. Y con todo, su construcción ha servido en última instancia para atraer a las industrias contaminantes en lugar de sustituirlas por otras limpias.
El motivo último de estos desequilibrios es, en efecto, la integración de China en la economía mundial. En cuanto a polución, China tiene una responsabilidad histórica menor que otras naciones, como Estados Unidos o Reino Unido, que comenzaron a contaminar mucho antes. En relación a su demografía, su huella de dióxido de carbono sobre el medio ambiente supone solamente un tercio o una cuarta parte de la de EE.UU. y Europa respectivamente, y la mayor parte de estas emisiones procede de la fabricación de productos que más tarde se exportan a los mercados occidentales. Por eso China no puede cambiar sin cambiar, a su vez, la economía mundial.
Algo parecido ocurre con la “política de hijo único”. Su objetivo era controlar el vertiginoso crecimiento de su población. La otra cara de la moneda son las distorsiones demográficas que esta política tendrá en el futuro: diez millones de hombres adultos incapaces de encontrar esposa, millones de personas que tendrán que soportar con los costes económicos de la generación anterior (dos padres, cuatro abuelos), etcétera.
El tres veces ganador del premio Pulitzer, Thomas Friedman, escribió que “la autocracia de un solo partido tiene ciertamente sus inconvenientes. Pero cuando está dirigida por un grupo de personas razonablemente ilustradas, como en China hoy, también puede presentar grandes ventajas.” En su artículo, Friedman se refería concretamente a la aprobación de determinadas medidas que, aún siendo necesarias, el electorado de los países industriales no está dispuesto a aceptar. Ciertamente, el eslogan “consuma menos” es extremadamente difícil de “vender” a una audiencia, particularmente la occidental, donde los políticos cortejan periódicamente al electorado con promesas de unos estándares de vida cada vez más altos, y el descenso del consumo está vinculado a las crisis y el aumento de la pobreza. China, evidentemente, carece de ese problema. Las tesis de Harich merecen por lo tanto ser reconsideradas a la luz de la consolidación de China como potencia mundial y, a su vez, objeto de crítica, ya que, debido a que el Partido Comunista Chino (PPCh) carece de mandato electoral, el crecimiento económico constituye una de sus más importantes fuentes de legitimación frente a la población.
Tras el estallido de la crisis financiera de 2008, Watts recogió el siguiente chiste en las calles de Beijing:
1949: sólo el socialismo podrá salvar a China.1979: sólo el capitalismo podrá salvar a China.1989: sólo China podrá salvar al socialismo.2009: sólo China podrá salvar al capitalismo.
La pregunta hoy es, ¿podrá China liderar en algún punto del siglo XXI
el cambio hacia un comunismo sin crecimiento y salvar, así, al mundo?
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