lunes, 3 de mayo de 2021

Centro y periferia, o una fábrica ecijana perdida

En su trascendental obra Técnica y civilización, Lewis Mumford, distingue tres fases en la conformación de la era de la máquina: eotécnica, paleotécnica y neotécnica. Cada una de ellas está ligada al empleo de diferentes formas de aprovechamiento energético.

El desarrollo de los artefactos mecánicos es inseparable de la fuente de energía empleada para su manejo. La fuerza humana y luego la de los animales fueron durante la mayor parte de la prehistoria y aún de la historia las únicas utilizables, y las primeras máquinas solamente optimizaban su uso. Luego, los primeros aprovechamientos de la energía hidráulica y luego la eólica iniciaron la era eotécnica: la primera etapa del empleo de las energías renovables.

Fueron el empleo del carbón, y luego del petróleo, los que propiciaron el paso a las fases siguientes, de uso de energías no renovables. Con el primero se hizo factible la máquina de vapor, con el segundo, el motor de explosión.

La electricidad, que condicionó absolutamente todo el desarrollo posterior, no es una fuente, sino un vector de energía. No hay una fuente eléctrica aprovechable en la naturaleza, como ocurre con la fuerza del agua, el viento, el carbón, el petróleo. Y en todos los procesos de transporte y almacenamiento de energía eléctrica se producen grandes pérdidas. Así lo explica Antonio Turiel en el artículo que reproduzco más abajo:

...siempre que se produce una transformación de un tipo de energía a otro tipo de energía, en virtud del Segundo Principio de la Termodinámica, se tiene que pagar un peaje energético, es decir, se va a perder parte de la energía en el proceso. Esa pérdida energética es tanto mayor cuanto más diferentes sean los tipos de energía inicial y final. Por ejemplo, la transformación del impulso mecánico del viento o del río en electricidad implica pérdidas de hasta el 75% de la energía que incide en la turbina o aerogenerador. Sin embargo, si esa energía mecánica lineal del flujo de agua o aire se convierte en energía mecánica de rotación para accionar los engranajes de una fábrica, las pérdidas son mucho menores, del 20% o incluso más bajas. Quizá esto les suene un poco a ciencia ficción, pero lo cierto es que las primeras villas industriales a principios del siglo XX usaban esos procedimientos para mantener en marcha la maquinaria...

Sugiere el autor una vuelta, cada vez que sea posible, a las energías renovables empleadas directamente, sin transformaciones que tengan que pagar ese ineficiente "peaje energético".

Leyendo esto, me vino a la memoria el día en que mi padre me llevó a visitar una fábrica de harinas que hubo en Écija, movida únicamente por el agua del Genil.

Un poco más abajo del viejo puente ("la puente", como todavía recuerda el nombre de la próxima Calle de la Puente), existía, hoy bastante arruinado, un azud ("la asúa"), que reconducía el agua a la fábrica. Allí, de arriba abajo por todo el edificio, un impresionante conjunto de poleas y correas de transmisión ponían en marcha toda la maquinaria. Era una fábrica moderna, no como el molino holandés de viento que visité mucho tiempo después, y que funciona inalterado desde hace siglos.

En Pontevedra, sobre el río Lérez, se conserva una presa semejante, pero estaba destinada, ya, a producir electricidad, en una pequeña fábrica que tampoco existe hoy.

Buscando imágenes de aquella instalación encontré una estupenda colección de fotos antiguas, Écija en el recuerdo, y allí estaban la puente, la fábrica y el agua embalsada por la azuda.



Llegó el momento en que la vieja fábrica fue abandonada, sustituida por "las más eficientes" tecnologías con las que no podía competir.

Como suele ocurrir en esta sociedad de la abundancia y la miseria, se convirtió en refugio de indigentes.

La energía más primitiva, la única disponible para ellos, acabó con esta construcción en que predominaba la madera. Como el molino holandés, sería hoy un ejemplo de arqueología industrial, y quién sabe si llegaría a ser utilizada de nuevo.



La inercia de seguir haciendo las cosas "según costumbre" no nos deja ver que hemos de replantearnos la forma de hacerlas. Volver, de alguna forma, a una industria eotécnica, menos concentrada, como las energías de las que se dispondrá siempre, mientras exista el planeta como lo conocemos.

Industria que puede hoy aprovechar mucho mejor los conocimientos adquiridos, porque no se trata de recrear el molino holandés o la fábrica ecijana. Los nuevos "barcos de vela", por ejemplo, no serán carabelas ni galeones.

En un futuro eotécnico, las grandes concentraciones de actividad y de población no podrán sostenerse. Pero eso no significa necesariamente una pérdida en la calidad de vida. Os aseguro que se vive bien en ciudades como Écija o Pontevedra. Quizá en el futuro habrá que dispersarse un poco más...

Habrá que darle dos vueltas al tema, porque la alternativa de colapsar de mala manera solo puede devolvernos al barranco de Olduvai.



Centro versus periferia

Una de las mayores dificultades para articular una transición energética adecuada y eficaz reside en ciertas ideas preconcebidas de cómo debe ser esta transición. Esas ideas, adecuadas para aprovechar las características de los combustibles fósiles mientras éstos han sido abundantes, nos llevan ahora a intentar aprovechar la energía renovable de una manera que no solo no es la más eficaz, sino que es tan mala que puede ser hasta incompatible con una sociedad funcional. Pero cuando señalamos esta incompatibilidad, y antes de que se nos permita explicarnos mejor, habitualmente nos encontramos con un muro: un muro de incomprensión y un muro de oposición cerril, el cual desdeña nuestros argumentos porque los toma como un ataque a la única salida al grave problema de sostenibilidad actual, sin darse cuenta de que en realidad hay muchas más salidas. Tal es la cerrazón que, cuando se les muestra la imposibilidad lógica de "su" solución, creen que lo que estamos diciendo es que "estamos perdidos" o que queremos "condenar a la Humanidad a volver a las cavernas" (sin ir más lejos, estos dos comentarios me los han dicho en la última semana). Me sorprende encontrarme con gente que de nada me conoce que cree que me gusta ser catastrofista o que piensa que digo que no podremos tener ni luz ni agua corriente (dos ejemplos reales también recientes).

La realidad no puede ser más lejana. No es que no haya solución. Al contrario, sí que hay soluciones alternativas, más de una. Pero son soluciones muy diferentes a las que ellos sueñan, aunque no peores. De hecho, en realidad son mejores, empezando por el simple hecho de que son posibles.

Comencemos por el principio. Entendamos cuál es el paradigma actual, y hasta qué punto es prisionero de la mentalidad de los combustibles fósiles.

Los combustibles fósiles tienen una característica que los hace muy interesantes: tienen una gran densidad energética. Contienen mucha energía concentrada en un volumen pequeño. Eso favorece que se pueda transportar la energía extraída en un punto para consumirla en otro punto, aunque sea muy lejano, y con un gran aprovechamiento. En el caso concreto del petróleo, se añade otra gran ventaja: es un líquido, como también son los combustibles que de él se derivan. Eso hace muy fácil su manipulación: para trasvasar grandes cantidades de energía de un recipiente a otro simplemente se deja fluir y en cuestión de pocos minutos el depósito se ha llenado de una cantidad inaudita de kilovatios·hora. Además, al ser líquido es más fácil de hacerlo reaccionar químicamente para sacar un alto rendimiento. El carbón tiene una manipulación un poco más difícil, pero también se puede transferir grandes cantidades de energía gracias a él. Y el gas natural es el más difícil de manipular de los tres, pero aún con él tenemos un increíble saldo energético en las operaciones de transferencia.

Dadas las características de los combustibles fósiles, y particularmente del petróleo, se ha podido llevar la lógica de las economía de escala hasta prácticamente su límite físico. El principio de la economía de escala es aumentar el volumen de producción de un objeto hasta el máximo rendimiento económico. Cuando ponemos una fábrica, debemos hacer una gran inversión para crear el edificio, comprar la maquinaria, tener las infraestructuras necesarias, etc., y esa inversión es prácticamente la misma hasta un cierto volumen de producción; por tanto, es mejor producir ese máximo volumen que cualquier cantidad inferior, porque así el coste por unidad producida será menor. Incluso, una vez hecha la inversión inicial, aumentar la producción partiendo de la fábrica inicial suele comportar un incremento de costes menor que poner una nueva fábrica en otro sitio, porque ciertas infraestructuras (carreteras, líneas eléctricas, etc.) no necesitan ser ampliadas porque pueden aumentar su capacidad. Así que la lógica de la economía de escala se basa en aumentar la producción de una fábrica hasta su máximo rentable.

La gran cantidad de energía concentrada en los combustibles fósiles, y su gran abundancia, ha favorecido que se creen grandes centros de producción, que en algunos casos abastecen el mercado global. Concentrar más y más la producción en pocos lugares ha seguido siendo beneficioso, hasta que en algunos productos se abastece el mundo con una o unas pocas fábricas. La lógica de la hipercentralización de la producción ha sido una consecuencia del petróleo abundante y barato, en suma.

Por contraste, la producción de energía renovable es por definición muy distribuida y de pequeña densidad energética. Además, es difícil de manipular y transportar  a grandes distancias. El viento sopla aquí, y las zonas más insoladas están allá, y tomar esa energía y llevarlo para otro lado no es nada simple. Se pueden crear sistemas de aprovechamiento renovable que tomen esas fuentes de energía renovable y las conviertan en electricidad. En el proceso, se aprovecha solamente entre el 15% y el 20% de la energía renovable disponible; y luego el transporte comporta pérdidas adicionales, más el hecho de que la disponibilidad de la red eléctrica hace que no siempre se pueda aprovechar la energía producida o producible. Se puede intentar soslayar ese problema convirtiendo la electricidad en hidrógeno, pero entonces se tienen que añadir otro 30-50% de pérdidas adicionales en la producción del hidrógeno, y encima, si se intenta utilizar en un motor, habrá de nuevo un recorte del 50% de la energía, de modo que al final se habrá aprovechado solamente un 4% o menos del flujo renovable inicial. La alternativa es usar baterías u otros sistemas como el bombeo inverso, con pérdidas mucho más pequeñas (del orden del 10-15%) pero con un alto coste económico y energético en materiales escasos o en limitaciones de localización, con lo que encima tampoco se puede garantizar que estarán disponibles a gran escala.

La pregunta es: ¿y no se puede aprovechar esa energía renovable de una manera mejor? Y la respuesta es que sí.

Ya comentamos al hablar de la entropía que siempre que se produce una transformación de un tipo de energía a otro tipo de energía, en virtud del Segundo Principio de la Termodinámica, se tiene que pagar un peaje energético, es decir, se va a perder parte de la energía en el proceso. Esa pérdida energética es tanto mayor cuanto más diferentes sean los tipos de energía inicial y final. Por ejemplo, la transformación del impulso mecánico del viento o del río en electricidad implica pérdidas de hasta el 75% de la energía que incide en la turbina o aerogenerador. Sin embargo, si esa energía mecánica lineal del flujo de agua o aire se convierte en energía mecánica de rotación para accionar los engranajes de una fábrica, las pérdidas son mucho menores, del 20% o incluso más bajas. Quizá esto les suene un poco a ciencia ficción, pero lo cierto es que las primeras villas industriales a principios del siglo XX usaban esos procedimientos para mantener en marcha la maquinaria; yo siempre comento el caso de las fundiciones de la villa de Olot, ciudad perdida en la montaña de Gerona y que no tenía precisamente buenas comunicaciones terrestres con el resto del país, y que sin embargo tenía una gran capacidad industrial precisamente por ese tipo de aprovechamiento mecánico de la energía hidráulica de los abundantes saltos de agua de la zona.

Lo cierto es que existen tecnologías apropiadas que requieren materiales y procesos constructivos mucho más sencillos que las renovables eléctricas, que son mucho más fáciles de instalar y mantener, y que son entre 2 y 3 veces más eficientes que producir electricidad. Con la ventaja añadida de que la energía se puede aprovechar de manera más final, además.

Yendo al caso de España, las posibilidades son infinitas. En las zonas con mayor insolación, como Andalucía, Extremadura o el sur de Castilla- La Mancha, la energía solar se puede concentrar para cocer ladrillos y, más concentrada aún, para fundiciones metalúrgicas. En el norte de España, la proliferación de saltos de agua proporciona una potencia mecánica que permite la instalación de muchas industrias donde se requiera; y de manera similar las regiones con viento intenso. En cuanto a las praderas que ocupan las mesetas, pastizales y paja proporcionarían una fuente inmensa de compuestos para la síntesis de química orgánica, y  semejantemente los bosques.

¿Cuál es el inconveniente de esta aproximación? Que la producción se vuelve distribuida. Pero eso es lógico: es que se está intentando aprovechar una energía, la renovable, que ya es de suyo distribuida, que se encuentra repartida por todo el territorio, y no precisamente en los actuales centros de consumo. Con estos modelos no eléctricos de aprovechamiento renovable, que tienen una eficiencia mucho más alta que la de las renovables eléctricas, en vez de tener grandes fábricas en pocos sitios, la economía de escala asociada a una energía muy distribuida haría proliferar muchas pequeñas fábricas, con mucho menor impacto y presión ambiental sobre su entorno, asegurando además la riqueza y el empleo local. La introducción de la renovable no eléctrica es por tanto más vertebradora y redistributiva.

¿Por qué hay, entonces, esta obsesión con electricidad? Porque no se ha abandonado el paradigma fosilista, y se sigue queriendo llevar la energía desde los lugares de generación energética a los actuales centros de producción industrial. Por este motivo, el debate sobre la transición renovable está viciosamente y erróneamente centrado en la producción de electricidad, de modo que hemos llegado a un punto en el que la gente cree que las renovables son para producir electricidad, y que el actual discurso político pretende alcanzar la descarbonización con un 100% eléctrico renovable. Poco importa a ese discurso que la electricidad sea solo el 20% del total de energía final consumida, que lleve décadas así sin que se vea como aumentar ese porcentaje, y que se sepa que hay una parte que no puede ser electrificado. Y poco importa, como hemos visto, que el aprovechamiento eléctrico sea altamente ineficiente en la transformación energética.

La centralización de la producción industrial durante los dos últimos siglos ha llevado a una centralización del poder político, y se usa ese centralismo para intentar forzar que la transición renovable también sea centralista. Pero a la Naturaleza no se la puede contradecir, y si la energía renovable es distribuida, no será posible centralizarla. Encabezonarse en hacer algo imposible no logrará hacerlo, pero sí que nos puede hacer colapsar como sociedad.

La fijación de la agenda en la renovable eléctrica y el completo ninguneo de las alternativas renovables no eléctricas (hasta el punto de que son un no tema, y que hasta las organizaciones ecologistas adoptan la agenda eléctrica renovable) es una manera de mantener el centralismo imposible en la época del descenso energético. Por eso, no nos equivoquemos: la renovable eléctrica busca apuntalar los centros de consumo/producción frente a la periferia de generación energética. Es un modelo de expolio del territorio, es un modelo colonial intramuros y extramuros.

La transición renovable, la verdadera, la posible, debe basarse en el aprovechamiento local y eficiente de la energía renovable. Un aprovechamiento que hará renacer al territorio. Renacer del territorio que debe ser a costa del abandono del centralismo metropolitano. Ceterum censeo Metropolem esse delendam (*).

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(*) "Pienso por demás que las grandes metrópolis deben ser abandonadas"

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