viernes, 16 de junio de 2023

Literatura y cine

No existe la obra de arte con independencia de los sujetos que la gozan o sufren. Sin el juicio del perceptor el David de Miguel Ángel es el bloque de piedra del que su autor dijo que solo tuvo que quitar lo que sobraba, porque la escultura ya estaba dentro; dentro de su mente era donde iba tomando forma. La creación es actividad y la contemplación también lo es.

La contemplación activa da sentido a cualquier manifestación artística. Contemplar es dejar fluir la información externa que procede del espacio y desarrollarla en el tiempo.

Dejando a un lado los sentidos del gusto (arte culinario) y el olfato (perfumería), son la vista y el oído los soportes de la mayor parte de las manifestaciones artísticas. Hacen que podamos hablar, simplificando un tanto, de artes visuales y artes sonoras. Artes en el espacio y artes en el tiempo. En las primeras el tiempo del espectador es libre y puede vagar por la obra a su antojo. No ocurre así en las artes sonoras como la música, que es incomprensible sin un exacto desarrollo temporal, mientras su espacio es mucho más problemático. ¿Es el de la orquesta, el disco o el aparato de radio?

La melodía y el ritmo son en la música inseparables de tiempos exactos; en la oratoria hay más libertad. El discurso puede permitirse aceleraciones, pausas y cambios de tono o de volumen sin que se destroce su sentido, pero estas matizaciones, hábilmente manejadas añaden mucha información complementaria.

La literatura oral transmitía un relato memorizado narrado en tiempo lineal. La invención de la escritura diseccionó ese tiempo en fragmentos que, fijados al espacio del texto, pueden recorrerse libremente en el tiempo del lector. De este modo el espacio dentro del tiempo férreamente recorrido en la narración oral deja paso al tiempo dentro del espacio del texto, que ahora el lector puede recorrer libremente. A cambio, de este tiempo liberado desaparecen los recursos emocionales del orador, y el escritor ha de compensar la carencia con nuevos recursos literarios. ¡Tiene ahora para eso todo el tiempo del mundo!

La conciencia de esta posibilidad la han aprovechado los autores para todo tipo de experimentos literarios, desde el relato absolutamente lineal, incluso tendente a reproducir el tiempo real (Ulises de Joyce) y aún dilatarlo (antes lo habitual era comprimirlo para no cansar al lector) hasta la fragmentación aleatoria que he comentado en la reciente entrada sobre el último libro de Julián Rodríguez Novoaquella caprichosa disección que Julio Cortázar, muy consciente del hecho, sugería a los lectores de Rayuela.

Veamos ahora la relación espaciotemporal en las artes visuales. Aunque el espectador tenga libertad para hacer su propio recorrido por la obra, el artista maneja recursos para destacar lo que le interesa. En la pintura, la dialéctica figura-fondo puede manejarse hábilmente con la gradación de contrastes y colores, la posición en el cuadro, la estructuración geométrica o el grado de dramatismo, en composiciones que van de la simplificación absoluta a la complejidad matizada. El espectador es guiado, pero nunca obligado, a hacer un recorrido que puede o no aceptar.

En la escultura estos recursos son más limitados debido a su objetiva volumetría. El espectador sólo puede manejar el punto de vista: acercarse, alejarse, elevarse o rodear el conjunto. La arquitectura, además, introduce itinerarios más complejos, exteriores e interiores.

Del mismo modo que la escritura alteró el relato, liberando el tiempo de un lector que antes fue oyente, la fotografía, mientras congelaba el instante, dejaba todo el tiempo del mundo para su contemplación. El fotógrafo dispone de recursos creativos para elegir situaciones, puntos de vista, encuadres, iluminación y posterior tratamiento de la imagen, y queda para el tiempo y el juicio del espectador valorar la obra, como en la pintura.

En esto irrumpe el cine y lo mezcla todo. Tiene la rigidez temporal de su relato, como la música y la oratoria, pero ha aprendido mucho de todas las artes visuales, incluida la escritura. Y como en ella, el autor puede elegir el tratamiento de los tiempos. Entre un recorrido absolutamente lineal y la descomposición en secuencias temporalmente dislocadas. Es el espectador quien no es libre para volver atrás a voluntad, en la película como en el concierto.

Hasta que, para liberar de esta atadura a la contemplación, aparecen en ambos, música y cine, soportes que la salvan: el disco, las cintas magnéticas de música y vídeo conceden al espectador, como antes ocurrió con la escritura, las posibilidades de flashback de que disponía únicamente el autor.

La permanente oscilación entre dos extremos tan inalcanzables como indeseables (una objetividad pretendidamente absoluta y una expresividad desbocada fuera de todo límite) ha llevado la historia del arte por los caminos, sucesivamente trillados hasta el cansancio, de lo apolíneo y lo dionisíaco. Periodos clásicos y barrocos se han sucedido sin cesar en ciclos cada vez más cortos, hasta una actualidad que parece haber pasado ya por todo, aunque nunca falten ejemplos que demuestren que un autor creativo puede romper las ataduras de formas no previstas.

Un mismo autor puede atravesar estos ciclos, como es el caso de Juan Ramón Jiménez, como él mismo escribió. En su rechazo al barroquismo, Antonio Machado fue aún más contundente. Habla el profesor Juan de Mairena:

—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa».
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle».
Mairena. —No está mal

Claro que también por aquellos tiempos los poetas del 27 reivindicaban al muy barroco Góngora.

Defenderé hasta cierto punto la expresividad frente a la objetividad estricta, a través de esta rima de Bécquer:

 Del salón en el ángulo oscuro,
 de su dueño tal vez olvidada,
 silenciosa y cubierta de polvo
 veíase el arpa.

 ¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
 como el pájaro duerme en las ramas,
 esperando la mano de nieve
 que sabe arrancarlas!

 ¡Ay! -pensé-. ¡Cuántas veces el genio
 así duerme en el fondo del alma,
 y una voz, como Lázaro, espera
 que le diga: «Levántate y anda!»

Traduzcámosla al lenguaje poético de Mairena:

El arpa se veía silenciosa y cubierta de polvo en el ángulo oscuro del salón, tal vez olvidada por su dueño. 

Las notas dormían en sus cuerdas como si estuvieran esperando que una blanca mano las supiera arrancar. 

Y pensé que el genio duerme de la misma manera en el fondo del alma, a la espera de que una voz le diga, como a Lázaro, «¡Levántate y anda!».

No es únicamente la rima lo que ha desaparecido. Se conserva el pensamiento original, pero el hipérbaton del poeta dice mucho más que la correcta construcción gramatical. Apreciemos ante todo la presentación del escenario. El arpa, aunque sea el objeto que protagoniza la escena, no aparece hasta hallarla en un rincón oscuro, después de que nuestra mirada explore el salón, y antes de nombrarla se nos adelanta que hace tiempo fue abandonada por su dueño y nadie la toca, como demuestra el polvo que la cubre. Una puesta en escena digna del tratamiento cinematográfico, aunque por razones cronológicas sea el cine el que se ha aprovechado de los recursos de la literatura.

El perspicaz y documentado Suso Novás nos ha presentado recientemente en el Vicerrectorado del Campus de Pontevedra dos películas que no veréis en los circuitos comerciales. El cine es un arte total que ha bebido de todas las disciplinas visuales y sonoras, y algunos filmes han experimentado su relación con todas las demás. 

La primera fue la titulada El Molino y la Cruz, reproducción filmada del vasto escenario representado en el lienzo La Procesión al Calvario. Doblemente sorprendente, por la escrupulosa transposición al espacio escénico del espacio pictórico y por dotar de vida el contenido del cuadro, incluyendo la intencionada crítica de Brueghel al terror que provocó en los Países Bajos la monarquía de los Austrias.

La procesión al Calvario. Pieter Brueghel el Viejo













Con claro propósito alegórico mezcló el pintor los espacios y los tiempos de la pasión de Cristo y la brutal represión de los tercios de Flandes. Intención fielmente trasladada a la gran pantalla. La simultaneidad que aparece en el cuadro la sustituye necesariamente el orden temporal que impone el guión. La importancia del enigmático molino que desde su altura contempla el vasto escenario es aquí destacada, con su continua y panorámica aparición. 

La otra película fue India Song, obra doblemente literaria y cinematográfica de Marguerite Duras. Hierático cine en estado puro adosado a literatura comprometida. Interesante experimento, en que cada uno de los contenidos va por su lado. Las imágenes, por sí solas, sugerirían distanciamiento e indiferencia, o tal vez nostalgia. El texto, por su parte, dice mucho de las vivencias de su autora en una sociedad colonial. La miseria que nunca aparece en las imágenes es continuamente evocada, especialmente por su clamorosa ausencia, dentro del mundo de lujo decadente y permanente ocio de las sedes diplomáticas. La guerra, el hambre y la explotación, el calor sofocante del trópico, no aparecen nunca en las imágenes, y ello hace su no-presencia doblemente ominosa. 

Y nada más por hoy. Dentro de un momento iré a la Casa das Campás, a ver otra película.

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