domingo, 25 de mayo de 2014

El saqueador de momias como nihilista

Enrique Lynch cuenta en este artículo que el saqueo de tumbas en Egipto no es un fenómeno reciente. Existe allí una viejísima tradición de expolio de tumbas.

Los egiptólogos modernos, probablemente, sólo descubrieron sus hallazgos a través de  sobornos, guiados por bien remunerados chivatazos de alguna de las mafias que, desde hace siglos, controlan el expolio y posterior tráfico de las antigüedades egipcias.

Howard Carter y lord Carnarvon no habrían podido “descubrir” la tumba de Tutankamón sin la ayuda o la complicidad de las familias de saqueadores egipcios, auténticos sherpas de los egiptólogos occidentales que las historias románticas de la arqueología jamás mencionan.

Hay indicios razonables de que probablemente los mismos sacerdotes egipcios practicaron el robo desde la antigüedad.

El saqueador, entonces, no sería un bárbaro que expolia una cultura ajena, como los conquistadores españoles en
México y en Cuzco o los talibanes en Afganistán, sino uno que arrasa a consciencia su propia tradición, abomina de sus dioses y le tienen sin cuidado Osiris, Ra o Anubis.

Los antepasados de los actuales saqueadores son tan antiguos como los faraones y el saqueo es una profesión heredada por estirpes familiares, ahora constituidas en gremios.

Tenemos así un panorama de engaños sostenidos pero funcionales a la estructura de las sociedades respectivas. (El libro que enlazo aquí explica bien el éxito de muchas creencias, en momentos de la historia en que funcionaron).

Parte final del artículo, con las reflexiones del autor.



Enrique Lynch
El País

(...)

Este episodio, pues, actualiza una cuestión de considerable trascendencia: ¿hasta qué punto las elaboradas creencias egipcias en la vida de ultratumba, el Libro de los muertos, la teoría de la transmigración de las almas y el poderoso clero que las administraba formaban parte de un culto auténtico? ¿De veras era aquello una religión o, si acaso, una acendrada creencia compartida por reyes, sacerdotes y pueblo? Porque está claro que el saqueador no cree en los talismanes, ni teme las maldiciones de los faraones, ni tiene el menor respeto por las momias sagradas de unos individuos que, en vida (dícese) eran considerados dioses, sino que es un nihilista radical y, por añadidura, con varios milenios de antigüedad: un tipo mucho más duro que el más duro de los rappers del Bronx.

Similar perplejidad suscitan algunos elaborados mitos griegos caros a nuestra tradición europea, tan bellos y ricos en significados y símbolos sobre la condición humana que han inspirado la filosofía y la literatura occidentales. Como suele ocurrir con todos los mitos, las historias griegas cuentan hechos inverosímiles y hablan de seres fabulosos como el Cancerbero, describen escenarios como la Laguna Estigia o dan por hecho que las tres Medusas compartían un solo diente y un único ojo. Es posible que muchos griegos antiguos creyeran en estas historias, pero ¿de qué índole era su creencia? Más aún, ¿creía en ellas Platón, que fue uno de sus más pródigos divulgadores; o un tipo tan inteligente, realista y razonable como Aristóteles, creador de la lógica que reguló nuestros razonamientos por más de 2.000 años? El historiador Paul Veyne, que dedicó un seminario y un libro a examinar hasta qué punto los griegos creían en sus dioses, llegó a la conclusión de que por supuesto que no creían; o sí, pero del mismo modo como nuestros niños creen al mismo tiempo que los Reyes Magos existen, pese a que saben que son sus padres los que compran los regalos.

La cuestión, pues, no es nada baladí, puesto que son innumerables los contextos en que procedemos por creencia (o credulidad) mientras que otros, más o menos inescrupulosos o nihilistas, hacen como los egipcios saqueadores de tumbas; y se llevan a casa el botín. Hace unos cuantos años en las páginas de este periódico, Agustín García Calvo llamó la atención acerca del tipo de transacción que tiene lugar cada vez que un ciudadano deposita sus dineros en el banco a cambio de un insignificante resguardo. Para García Calvo esa confianza en el sistema financiero era del orden de lo mítico, es decir, fundada en creencia, puesto que de hecho no hay ninguna razón, ni prueba tangible ni certeza que abone la esperanza de que, llegado el caso, el valor de una inversión o una cuenta de ahorro serán devuelto por el banco con solo que se le presente el resguardo. La experiencia ciudadana en la España de los últimos años muestra que García Calvo no se equivocaba.

El escritor que concurre a un premio literario, ¿acaso no sabe que están casi todos amañados?

La creencia —y no la razón— sostiene la mayor parte de nuestra vida social, política y económica y no solo hace estragos cuando es manipulada por los curanderos, los mercaderes de felicidad, los tarotistas televisivos o los timadores profesionales que circulan por Internet. Una creencia sostiene el mito de la representación parlamentaria que es la base de la democracia moderna y anima el voto de los ciudadanos con objeto de que un programa sea llevado a término desde el Gobierno pese a que, una y otra vez, asistimos al mismo repertorio de transgresiones: democracias populares nacidas de una revuelta que a la postre se convierten en dictaduras, partidos autodefinidos como liberales que para salir de una crisis recurren a la subida generalizada los impuestos y algún otro, como la socialdemocracia francesa, que desmonta “conquistas” de los trabajadores promovidas por los propios socialdemócratas. ¿Por qué razón el ciudadano los sigue votando? El escritor que concurre a un premio literario, ¿acaso no sabe que están casi todos amañados? El aspirante a una plaza en la universidad, ¿cree o no cree en la limpieza del procedimiento por el cual aspira a ser seleccionado?

Hace ya muchos años, mantuve una breve (única) conversación con Jorge Luis Borges en la presentación de un libro en Buenos Aires. Yo había llegado a aquel sitio acompañado de mi madre y ella se las arregló para dejarme a solas con aquel anciano genial que recorría los círculos sociales y literarios porteños como el divino Tiresias. Abandonado delante de aquella luminaria me sentí obligado a decirle algo trascendente y se me ocurrió preguntarle si era cierto lo que había oído por ahí, que los libros de la Biblioteca de Babel, colección que entonces él dirigía, servían para probar un argumento demoniaco: la demostración de que Dios no existe. Borges hizo un gesto de estupor y me contestó: “¿De veras? No, no es cierto”; y tras un segundo de reflexión añadió: “Pero ya que me lo pregunta... ¿existe Dios? Mejor dicho, ¿hay alguien que crea de veras en Dios? Bueno, sí, el Papa probablemente cree...”. Pero casi enseguida se corrigió: “No, el Papa tampoco cree en Dios”; y acto seguido cambió de tema y se entretuvo preguntándome por un ancestro que, al parecer, su familia y la mía compartían desde los lejanos tiempos de Juan Manuel de Rosas.

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