Los egiptólogos modernos, probablemente, sólo descubrieron sus hallazgos a través de sobornos, guiados por bien remunerados chivatazos de alguna de las mafias que, desde hace siglos, controlan el expolio y posterior tráfico de las antigüedades egipcias.
Howard Carter y lord Carnarvon no habrían podido “descubrir” la tumba de Tutankamón sin la ayuda o la complicidad de las familias de saqueadores egipcios, auténticos sherpas de los egiptólogos occidentales que las historias románticas de la arqueología jamás mencionan.
Hay indicios razonables de que probablemente los mismos sacerdotes egipcios practicaron el robo desde la antigüedad.
El saqueador, entonces, no sería un bárbaro que expolia una cultura ajena, como los conquistadores españoles en México y en Cuzco o los talibanes en Afganistán, sino uno que arrasa a consciencia su propia tradición, abomina de sus dioses y le tienen sin cuidado Osiris, Ra o Anubis.
Los antepasados de los actuales saqueadores son tan antiguos como los faraones y el saqueo es una profesión heredada por estirpes familiares, ahora constituidas en gremios.
Tenemos así un panorama de engaños sostenidos pero funcionales a la estructura de las sociedades respectivas. (El libro que enlazo aquí explica bien el éxito de muchas creencias, en momentos de la historia en que funcionaron).
Parte final del artículo, con las reflexiones del autor.
Enrique Lynch
El País
(...)
Este episodio, pues, actualiza una cuestión de considerable
trascendencia: ¿hasta qué punto las elaboradas creencias egipcias en la
vida de ultratumba, el Libro de los muertos, la teoría de la
transmigración de las almas y el poderoso clero que las administraba
formaban parte de un culto auténtico? ¿De veras era aquello una religión
o, si acaso, una acendrada creencia compartida por reyes, sacerdotes y
pueblo? Porque está claro que el saqueador no cree en los talismanes, ni
teme las maldiciones de los faraones, ni tiene el menor respeto por las
momias sagradas de unos individuos que, en vida (dícese) eran
considerados dioses, sino que es un nihilista radical y, por añadidura,
con varios milenios de antigüedad: un tipo mucho más duro que el más
duro de los rappers del Bronx.
Similar perplejidad suscitan algunos elaborados mitos griegos caros a
nuestra tradición europea, tan bellos y ricos en significados y
símbolos sobre la condición humana que han inspirado la filosofía y la
literatura occidentales. Como suele ocurrir con todos los mitos, las
historias griegas cuentan hechos inverosímiles y hablan de seres
fabulosos como el Cancerbero, describen escenarios como la Laguna
Estigia o dan por hecho que las tres Medusas compartían un solo diente y
un único ojo. Es posible que muchos griegos antiguos creyeran en estas
historias, pero ¿de qué índole era su creencia? Más aún, ¿creía en ellas
Platón, que fue uno de sus más pródigos divulgadores; o un tipo tan
inteligente, realista y razonable como Aristóteles, creador de la lógica
que reguló nuestros razonamientos por más de 2.000 años? El historiador
Paul Veyne, que dedicó un seminario y un libro a examinar hasta qué
punto los griegos creían en sus dioses, llegó a la conclusión de que por
supuesto que no creían; o sí, pero del mismo modo como nuestros niños
creen al mismo tiempo que los Reyes Magos existen, pese a que saben que
son sus padres los que compran los regalos.
La cuestión, pues, no es nada baladí, puesto que son innumerables los
contextos en que procedemos por creencia (o credulidad) mientras que
otros, más o menos inescrupulosos o nihilistas, hacen como los egipcios
saqueadores de tumbas; y se llevan a casa el botín. Hace unos cuantos
años en las páginas de este periódico, Agustín García Calvo llamó la
atención acerca del tipo de transacción que tiene lugar cada vez que un
ciudadano deposita sus dineros en el banco a cambio de un insignificante
resguardo. Para García Calvo esa confianza en el sistema financiero era
del orden de lo mítico, es decir, fundada en creencia, puesto que de
hecho no hay ninguna razón, ni prueba tangible ni certeza que abone la
esperanza de que, llegado el caso, el valor de una inversión o una
cuenta de ahorro serán devuelto por el banco con solo que se le presente
el resguardo. La experiencia ciudadana en la España de los últimos años
muestra que García Calvo no se equivocaba.
La creencia —y no la razón— sostiene la mayor parte de nuestra vida
social, política y económica y no solo hace estragos cuando es
manipulada por los curanderos, los mercaderes de felicidad, los
tarotistas televisivos o los timadores profesionales que circulan por
Internet. Una creencia sostiene el mito de la representación
parlamentaria que es la base de la democracia moderna y anima el voto de
los ciudadanos con objeto de que un programa sea llevado a término
desde el Gobierno pese a que, una y otra vez, asistimos al mismo
repertorio de transgresiones: democracias populares nacidas de una
revuelta que a la postre se convierten en dictaduras, partidos
autodefinidos como liberales que para salir de una crisis recurren a la
subida generalizada los impuestos y algún otro, como la socialdemocracia
francesa, que desmonta “conquistas” de los trabajadores promovidas por
los propios socialdemócratas. ¿Por qué razón el ciudadano los sigue
votando? El escritor que concurre a un premio literario, ¿acaso no sabe
que están casi todos amañados? El aspirante a una plaza en la
universidad, ¿cree o no cree en la limpieza del procedimiento por el
cual aspira a ser seleccionado?
Hace ya muchos años, mantuve una breve (única) conversación con Jorge
Luis Borges en la presentación de un libro en Buenos Aires. Yo había
llegado a aquel sitio acompañado de mi madre y ella se las arregló para
dejarme a solas con aquel anciano genial que recorría los círculos
sociales y literarios porteños como el divino Tiresias. Abandonado
delante de aquella luminaria me sentí obligado a decirle algo
trascendente y se me ocurrió preguntarle si era cierto lo que había oído
por ahí, que los libros de la Biblioteca de Babel, colección que
entonces él dirigía, servían para probar un argumento demoniaco: la
demostración de que Dios no existe. Borges hizo un gesto de estupor y me
contestó: “¿De veras? No, no es cierto”; y tras un segundo de reflexión
añadió: “Pero ya que me lo pregunta... ¿existe Dios? Mejor dicho, ¿hay
alguien que crea de veras en Dios? Bueno, sí, el Papa probablemente
cree...”. Pero casi enseguida se corrigió: “No, el Papa tampoco cree en
Dios”; y acto seguido cambió de tema y se entretuvo preguntándome por un
ancestro que, al parecer, su familia y la mía compartían desde los
lejanos tiempos de Juan Manuel de Rosas.
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