domingo, 25 de mayo de 2014

Rusia, el ogro ideal

Lo que se dice aquí es cierto, salvo en alguna cosa:

La izquierda verdadera, la izquierda crítica, no cae ahora tan fácilmente como antes en esas trampas ideológicas. Si Rusia no es ya más que otro país capitalista, no será peor ni mejor que los demás. Pero el tema no es ese.

El tema es que Rusia, China y los otros "demonios" son un contrapeso, el único real, a quienes nos están machacando aquí, y como tales, sólo alguien muy desinformado puede considerarlos nuestros enemigos.

Esas izquierdas europeas que "están haciendo el juego y bailando al son que marcan las tendencias mediáticas de Occidente". Esas "tan puristas y estrictas con las ideologías ajenas que son incapaces de ver más allá de los clichés secundarios que conforman imágenes estereotipadas de los líderes y sistemas políticos nominados como adversarios de la opulencia capitalista", sencillamente ya no son izquierdas.


Armando B. Ginés
Rebelión

El régimen capitalista mundializado necesita enemigos o adversarios para seguir alimentando su existencia. Con el derrumbe de las estructuras políticas de la URSS y otros países de corte similar, el capitalismo y EE.UU. se quedaron sin referencia opositora ideológica. El neoliberalismo empezó su andadura en completa libertad, inundando todo el espectro social e implementando a placer sus medidas de choque contra la clase trabajadora y lo público, con resistencias muy puntuales en algunas zonas geográficas de la denominada globalización.

La izquierda en su conjunto entró en barrena fruto de la desorientación que provocó el desmembramiento de las repúblicas soviéticas. El capitalismo campaba a sus anchas al no tener un opositor que mediatizara sus ideas y programas políticos, mientras las clases populares tuvieron que adoptar por obligación una actitud defensiva a ultranza.

Someter a la clase trabajadora fue el primer hito del neoliberalismo económico, actitud beligerante de las elites que también alcanzó de lleno a las capas medias de las sociedades del bienestar. La intranquilidad social fue en aumento, deteriorándose las condiciones de vida en Occidente de forma paulatina y sostenida. El surgimiento de las tendencias posmodernistas vinieron a dar sustento y soporte ideológico al neoliberalismo a través de discursos blandos que hablaban de un futuro radiante donde la individualidad autorrealizativa iba a ser el final feliz de las disputas ideológicas y la lucha de clases.

La cruda realidad desmintió con hechos palpables y demoledores el relato idílico de las derechas neoliberales y de las socialdemocracias afines al capitalismo. La pobreza y la precariedad vital acrecentaron su intensidad súbitamente y el edificio basado en el neoliberalismo posmoderno mostró sus carencias y fauces reaccionarias sin tapujos.

Las inquietudes en las sociedades occidentales tomaron cuerpo en protestas y movilizaciones masivas. Y el régimen globalizado capitalista no tuvo más remedio que inventar nuevas fórmulas para polarizar la tensión acumulada hacia fantasmas políticos creados a propósito para canalizar y desviar la atención del descontento popular.

La guerra contra el terrorismo internacional fue el estreno de esta estrategia o molde para anular y desvirtuar las movilizaciones en marcha. Todos teníamos ya un enemigo común, el terror yihadista musulmán, táctica que sirvió para apretar las tuercas legales y restringir los derechos de reunión, expresión y en materia civil básica. Todo por la seguridad era el lema repetido hasta la saciedad.

Cuando el fenómeno terrorista se atenuó en los medios de comunicación, el enemigo maléfico cambió de protagonista estelar, buscando adversarios ideológicos en las experiencias más o menos revolucionarias latinoamericanas de Venezuela, Ecuador y Bolivia. En estos tres países se buscaban mecanismos originales y radicales para hacer frente al expolio neoliberal, y además con la sanción mayoritaria de las urnas. Demasiado para las elites hegemónicas.

El peligro que suponían las trayectorias lideradas por Chávez, Correa y Morales había que contrarrestarlo de modo fulminante, comenzando una marea orquestada a escala universal contra sus políticas progresistas de reparto de la riqueza y de nacionalización de los recursos principales de carácter natural o económico.

Caracas, Quito y La Paz se transformaron en diablos comunistas que había que combatir de manera expeditiva, no fuera a ser que el efecto contagio y el éxito de sus programas llegaran a calar en la izquierda de otros lares, sobre todo en Europa. La desestabilización política de los tres países citados pasó a convertirse en asunto prioritario en la agenda de EE.UU. y la Unión Europea.

Ahora mismo, estamos en la tercera fase ideológica del imperio neoliberal posmoderno. El capitalismo no puede vivir sin un opositor fuerte que valide sus discursos derechistas y sus flagrantes injusticias sociales y de todo orden. Rusia reúne todos los requisitos para tomar el relevo del terrorismo, Venezuela, Ecuador y Bolivia en el imaginario popular de demonio político malvado, recurrente y sin ninguna arista positiva en sus determinantes esenciales constitutivos.

Con inteligencia y parsimonia calculada, se ha ido llevando el conflicto internacional a los aledaños domésticos de Moscú. Crear problemas financieros y de seguridad a Rusia es la táctica actual para así impedir que el enorme país pueda resolver sus cuitas internas de modo pacífico al tener que reservar y destinar ingentes cantidades de recursos humanos y económicos a la defensa de sus fronteras e intereses geoestratégicos.

Llevar la guerra a Moscú es el factor clave de la situación que hoy vivimos entre una telaraña mediática bien urdida que presenta unilateralmente a Putin y Moscú como agresores ficticios de una conflagración diseñada por el Pentágono y el estamento multinacional y militar de Washington.

Las controversias de la actualidad nada tienen que ver con un enfrentamiento entre la libertad capitalista y los supuestos delirios de grandeza de Rusia, antes al contrario se trata de una estrategia del neoliberalismo para seguir dominando en la esfera mundial lastrando las capacidades autóctonas de las izquierdas trasformadoras de los países capitalistas.

Se pretende que Rusia aglutine los miedos provocados por el capitalismo, una estrategia ideológica de largo recorrido que neutralice desde su raíz el descontento social por el desmantelamiento de los estados del bienestar y la precariedad laboral existente ahora. Inducir el odio emocional a Rusia es el santo y seña de la nueva fase imperialista para lograr coyunturas favorables al statu quo capitalista.

Construir y difundir nuevos pánicos irracionales logrará desactivar en gran medida la operatividad de la izquierda más radical comprometida con una sociedad más justa, democrática y equitativa. Hay un sedimento cultural contra Rusia larvado durante muchas décadas muy similar a los nacionalismos de impulso sentimental o a los rifirrafes cotidianos por cuestiones deportivas, principalmente en el campo futbolístico.

De momento, las izquierdas europeas está haciendo el juego y bailando al son que marcan las tendencias mediáticas de Occidente. Son tan puristas y estrictas con las ideologías ajenas que son incapaces de ver más allá de los clichés secundarios que conforman imágenes estereotipadas de los líderes y sistemas políticos nominados como adversarios de la opulencia capitalista.

Putin tiene muchos defectos y tics autoritarios, dicen las malas lenguas. Chávez era un populista, al igual que lo son Correa y Morales. De estas imágenes construidas ad hoc son incapaces de salir las izquierdas occidentales. Tienen miedo a pensar por sí mismas y a romper el escudo ombliguista de superioridad que les afecta como un virus desde el fin del mundo bipolar surgido tras la segunda guerra mundial.

Si la actual estrategia del neoliberalismo mete en cintura a Rusia, todos padeceremos las consecuencias de la nueva situación internacional. Una victoria hipotética de las tesis de Washington afianzaría las políticas de recortes y de privatización generalizada. Los mercados se sentirían más fuertes y la clase trabajadora más débil.

La edición tercera de la guerra universal es una quimera para generar pánico instrumental en los países occidentales. Habrá escaramuzas bélicas, sin duda alguna, pero todo terminará con pactos más o menos diplomáticos. El aislamiento de Rusia frente a las huestes fascistas de Ucrania financiadas por Wall Street y Bruselas, hará que Moscú tenga que dialogar a la baja para salvar un conflicto mayor. Si las izquierdas occidentales fueran capaces de realizar un análisis más complejo, independiente, libre y crítico de la situación actual, Washington, la Unión Europea y los mercados tendrán que domeñar sus intereses y entrar al diálogo con Rusia menos envalentonados y seguros de sí mismos.

Muy difícil que la izquierda europea se sacuda sus complejos históricos de inferioridad con las derechas transnacionales. Existe demasiado lastre acumulado en renuncias para que de bote pronto surja una actitud plural más valiente y decidida.

Putin no es dios ni encarna un mundo nuevo más solidario que el actual. El neoliberalismo, menos aún. Pero Rusia sí es un contrapeso contra los designios arbitrarios de Obama y la OTAN. Callar y ponerse a las órdenes del capitalismo no es la mejor solución ni la única posible.

Rusia es el enemigo ideal para concitar adhesiones acríticas y sentimentales a la explotación capitalista, un adversario formidable para que las políticas neoliberales sigan su curso en los próximos años hasta el advenimiento de un nuevo enemigo que tome el testigo de Moscú. El capitalismo tiene que inventarse opositores ficticios, tanto internos como externos, para colonizar las mentes de las masas populares menos politizadas con binomios excluyentes que las haga pensar en guerras de las galaxias virtuales y de aventuras infinitas.

Mientras se piensa en guerras, los problemas cotidianos pasan a un segundo plano. Las penas con religión o ideología maniqueísta parecen menos penas. De esta forma, el pensamiento crítico se va deslavazando hasta quedar en mero residuo inocuo y desechable. Rusia es para Occidente lo que el Barcelona para los madridistas y el Real Madrid para los culés: el ogro que necesitan para evadirse de su cruda realidad social.

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