viernes, 7 de junio de 2019

Mostrar el camino

La idea de "izquierda" es inseparable de la intención de transformar la sociedad. Si estamos conformes con dejar las cosas como están no podemos considerarnos "de izquierdas". El término "izquierda transformadora" es tautológico, y solo lo justifica el miedo a usar el término "izquierda revolucionaria", asociado a la idea de revolución violenta. Si un partido que se pregona de izquierda es en la práctica una fuerza conservadora del orden establecido no puede encajar en el concepto así definido.

Cuando los intentos de transformación radical fracasan, aparecen las transacciones. Los partidos socialdemócratas hace mucho tiempo que abandonaron la idea de revolución. Por inercia y por conveniencia se siguen llamando así, incluso socialistas, y aún obreros, sin que manifiesten la menor inclinación hacia una sociedad socialista, ni sean los más firmes defensores de la clase obrera.

En realidad, una parte considerable de esa clase obrera no se considera tal. Nominalmente al menos, el PSOE está a la izquierda de la "clase media aspiracional" que ha perdido la noción de donde está realmente y sigue creyendo, aunque cada vez menos, en el "ascensor social".

Esas clases subalternas no se perciben como proletarias, olvidando que lo son siempre los grupos sociales que, careciendo de medios de producción, incluso poseyéndolos en una proporción ínfima como ocurre con tantos "falsos autónomos", se ven obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado laboral, porque es la única mercancía de que disponen para sobrevivir.

En estas condiciones, los partidos de izquierda participan en unas elecciones cuyo control se les escapa. Las democracias parlamentarias se apoyan en el voto popular, pero ese voto depende de las expectativas puestas en cada fuerza política. Eso desemboca en un posibilismo de bajo vuelo. La alternativa a este juego parlamentario surge en contados momentos en forma de "indignación". Entonces se pone en duda a los partidos: a todos. A unos como mantenedores del orden vigente, a otros por no saber, no querer o no poder cambiarlo. El "cambio" es una palabra que sirve para un roto y para un descosido, pero está en todas las bocas. El procedimiento en que suelen confiar los "indignados" es la participación asamblearia. Pero las asambleas son episódicas e inestables, y los que empiezan propugnando una democracia de base acaban por establecer órganos permanentes, y lo único que cambia es que de los movimientos nacen nuevos partidos.

Esos nuevos partidos, como los "viejos", necesitan de un aparato estable. Y mantenerlo. Se hace obligado participar en las elecciones. Por razones de su propia economía, pero también, sobre todo, porque desde las instituciones se hacen las leyes, las normas y las políticas concretas.

Entonces, para ganarlas, hacen concesiones ideológicas con la idea de ganar extensión entre una población mayoritariamente despolitizada y desinformada. Se desdibuja el programa, cuando lo hay, y se pierde profundidad.

Los partidos de izquierda siguen siendo imprescindibles. Pero para ser motores de cambios reales tienen que luchar al menos en tres frentes:
  • El electoral, para tener representación y relevancia política en las instituciones.
  • El de las luchas concretas, laborales y sociales, que sin una dirección clara son sectoriales y poco operativas.
  • El ideológico, con una ardua labor informativa y formativa que penetre en los sujetos del cambio y aúne los esfuerzos desperdigados para transformar de cabo a rabo (y cada vez urge más) estas sociedades, aparentemente sólidas, pero que se hallan en plena descomposición.
Todo ello manteniendo unos órganos estables a los que no se puede renunciar.

La verdadera democracia, como la amistad, como el cariño verdadero, solo se da con la igualdad de condiciones. Mientras tanto no es posible una democracia participativa sin partidos que la vertebren. El primer paso es escuchar a esos indignados, para enseñarles lo que no saben, porque se procura constantemente que no lo sepan (sé que esto puede sonar a paternalismo, pero no podemos dejar de hacerlo). Esta es una labor claramente ideológica. Los representaremos cuando les enseñemos a empujarnos, en vez de tirar inútilmente de ellos. Una política de clase necesita militantes y dirigentes surgidos de esas clases. Que sepan que existen las clases sociales y que existe la lucha de clases. Lo reconocen los poderosos, y se jactan de que la están ganando.

Los que no pertenecen a la clase dirigente tienen necesariamente que desasirse de la ideología de la clase dirigente. El primer paso de la izquierda es mostrar el camino. Y no solo teóricamente.





(…)

Algunas claves para entender hacia dónde vamos

Si el desastre de Madrid ha tenido una importancia enorme en el estado de opinión emocional de la izquierda, fomentado desde la mayoría de tribunas públicas de peso, sería erróneo quedarnos tan sólo en una lectura que podría acabar de ser tan superficial como autosatisfactoria. Elegir a un agente externo que desbarata los planes es propio de la mentalidad policíaca y, aunque tanto el experimento errejonista y las cloacas han dado unos resultados muy concretos, la propia izquierda tiene varios problemas de enorme gravedad que debe resolver no ya para obtener mejores resultados, sino para asegurar su supervivencia.

En lo inmediato, y aquí este artículo toma ya un fuerte cariz opinativo, creo que las peticiones de dimisión son desacertadas y tienen más que ver con asimilar un partido político a un equipo de fútbol. Ojalá todo fuera tan sencillo como que Iglesias y Garzón hicieran las maletas y se fueran a su casa. Aunque esto sucediera, un simple cambio de caras no solucionaría nada. Además, y esto suele ser una norma que funciona, aunque la dimisión de Iglesias y Garzón fuera justa nunca se puede producir con todo el aparato mediático reclamando su cabeza. Lo que se pretendería renovación tan sólo acabaría siendo una victoria de sus adversarios.

En segundo lugar hay que atender a lo concreto y no hacer más sangre de la debida: la coincidencia de tres procesos electorales a un mes de unas elecciones generales ha desmovilizado a un electorado progresista que sufrió una gran tensión por el miedo a la ultraderecha lo que precipitó su voto a la opción que interpretaron como refugio, el PSOE. Esta última cita electoral ha sido como unas elecciones en diferido, donde las tendencias, como en cualquier segunda vuelta, siempre se concentran en torno a quien ha sido percibido como el ganador, en este caso Pedro Sánchez.

En tercer lugar, y aquí ya entramos en profundidades organizativas, nadie que se presente con tres marcas diferentes en una misma jornada electoral puede obtener un buen resultado. En un ayuntamiento, en una comunidad o para el Parlamento Europeo, los electores han podido tomar la misma papeleta en el caso del PSOE, PP, Ciudadanos y Vox. En el caso de la izquierda se han visto atrapados en múltiples opciones, incluso contradictorias, que han llegado a confundir hasta al más versado en la actualidad política. La sensación, además cierta, es de división interna, falta de criterio común y enfrentamientos por los sillones más que por alguna insalvable distancia ideológica.

En cuarto lugar vivimos un final de ciclo político donde aquello que se inició con el 15M ha acabado por no dar sus frutos ni a corto ni a medio plazo. Todos los prejuicios anti-organizativos, adanistas y pre-políticos de la indignación siguieron vivos en la nueva política. Es decir, se centraron demasiados esfuerzos en lo procedimental, como las primarias, pero muy pocos en trazar estructuras estables que sirvieran de referencia en la acción más cercana. Se prescindió de un gran caudal político al laminar a todo aquel que no encajara en el estereotipo del dirigente millenial, dejando en el ostracismo algo tan importante como la experiencia. Por último lo ideológico, en el más puro estilo neoliberal, se tachó de indeseable: aún resuenan en los oídos de muchos aquella boutade de "no somos de derechas ni de izquierdas". Albert Rivera lo sigue agradeciendo a día de hoy.

Además, conceptos como transversalidad han valido como coartada para confundir llegar a mucha gente con llegar de cualquier manera, torciendo el objetivo transformador de la política de izquierdas hacia imbecilidades como el "voto bonito" o el "gobernar para todos". La cuestión no es agradar al votante medio, la cuestión es transformar al abstencionista en un cuadro político, si lo que se pretende es llegar más allá de instaurar el voto telemático para elegir entre varias opciones de reforma de una plaza. Conceptos como disciplina, unidad de acción o centralismo democrático, que se han demostrado históricamente útiles, han pasado a ser sustituidos o bien por una candidez para con el disidente egoísta, o bien con una serie de medidas coercitivas empleadas a discreción que han expulsado a demasiada gente válida.

La supervivencia de la izquierda

En primer lugar la izquierda debe comprender que no se pueden sembrar lechugas y esperar recoger tomates. Cuando acuñé el concepto de clase media aspiracional, el objetivo era poder nombrar con agilidad a un fenómeno típico de las sociedades europeas de los últimos diez años, que se ha dado con especial incidencia en España. Esto es, aquella clase trabajadora que por el acceso a ciertos productos de consumo, tanto materiales como intelectuales, cree pertenecer a un segmento social diferente al que realmente pertenece. O cómo personas que tienen trabajos a un paso de la precariedad son capaces de sentirse privilegiadas por elegir estilos de vida pretendidamente sofisticados en su escaso tiempo libre.

El objetivo de nombrar a la clase media aspiracional no es la crítica moral, esa cantinela ceniza contra el consumo e incluso contra lo lúdico y lo hedonista, ni mucho menos contra la aspiración lícita de todo ser humano de vivir mejor que las generaciones precedentes, sino identificar la gran estafa cultural que oculta la precariedad laboral, la carestía de la vivienda y el recorte de servicios públicos bajo coartadas coloristas.

Esta clase media aspiracional no se crea en el PAU, en aquellos barrios de construcción reciente que escinden las comunidades, sino que el PAU es la expresión perfecta del tipo de capitalismo que ha engendrado a este segmento sociocultural, es decir, un sistema económico neoliberal que ha roto el ascensor social y las certezas para sustituirlas por ensoñaciones tan efímeras como intangibles.

El hecho que no podemos pasar por alto es que la izquierda, incluyendo a los votantes del PSOE en la ecuación, ha retrocedido entre diez y quince puntos desde comienzos de siglo XXI en muchas zonas obreras donde el dominio del color rojo era indudable. Lo paradigmático es que el voto de esa segunda juventud que se extiende hasta más allá de los cuarenta años, así como la alta participación, ya no tienen que significar obligatoriamente un buen resultado para la izquierda. Si se quiere quebrar esta tendencia hacia lo menguante se deben poner todos los esfuerzos en subvertir este estado de las cosas que hasta ahora se contempla con estupefacción, incapacidad o incluso simpatía adaptativa.

Ha de asumirse el papel esencial de las organizaciones políticas, y sindicales, en la creación de dotar a las contradicciones que se dan en sociedad de un cauce ideológico, es decir, el de servir como articuladores de algo que supere la tendencia al individualismo. Y para esto no son suficientes las acciones comunicativas más o menos efectivas, sino la implantación por todo el territorio de sistemas organizativos estables que vinculen la acción política con lo cotidiano. Una guerra asimétrica ineludible que vaya mucho más allá de una política-internet que se ha demostrado ineficaz para competir con los medios de comunicación tradicionales. En twitter se habla de lo que habla la tele.

Y es justo, a la hora de reclamar más estabilidad organizativa, donde Podemos e Izquierda Unida deben tener claro hacia dónde quieren ir y cómo quieren hacerlo. La confluencia se ha limitado a la acción coordinada en el Parlamento, pero no ha pasado de ahí. Nadie ha comprendido cómo, un mes después de que Iglesias y Garzón aparecieran codo con codo en los mítines, sus partidos se presentaran separados e incluso enfrentados en comunidades y ayuntamientos. Ir más allá de la confluencia, ir a la unidad popular, significa dar un paso adelante, valiente y definitivo, que reconozca que presentar por separado a Podemos e IU es sinónimo de fracaso, pero que hacerlo juntos, en estas condiciones, tampoco es señal de avance. Que seguramente haga falta un espacio superador que vuelva a incluir a muchos de los que la reciente historia ha ido dejando por el camino.

La unidad, el consenso y el cambio son tres palabras que, a día de hoy, pueden significarlo todo y no significar nada. Frente a los populistas y neoliberales que se sienten cómodos en esta situación de promiscuidad semiótica, algunos propugnamos por volver a la dignidad de lo unívoco: las palabras, como la ideología, tienen un significado muy claro que es la tabla de salvación para los que no pueden jugar en el casino global. La clase trabajadora está a punto de perder las cuatro cosas que ganó a lo largo del siglo XX y, pese a su aplastante mayoría e importancia en esta sociedad, pasar a ser un espectro que no se recuerda ni a sí mismo. Los trabajadores no se pueden permitir renunciar a su identidad, a sus partidos, ni a sus sindicatos. Lo contrario sería renunciar a ser ellos mismos.

Quedan cuatro años por delante para las siguientes elecciones. El plazo para llevar adelante estas tareas no está definido, pero no es ni mucho menos infinito si no queremos llegar a los últimos días de la izquierda.

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