Rafael Poch de Feliu dedicó este importante artículo a la disolución endógena de la Unión Soviética. En realidad, factores endógenos y exógenos son inseparables. El triunfo de la revolución en un solo país produjo una unánime hostilidad exterior, un cerco que, unido a las inevitables diferencias en el interior, llevaba inexorablemente a soluciones autoritarias. No hay defensa posible frente a un ataque enemigo (hubo muchos y fueron terribles, como sabemos) si las energías se emplean en discutir interminablemente la estrategia.
Pero el autoritarismo apaga las críticas, conduce a la glorificación de los dirigentes y facilita conductas represivas. La disciplina impuesta a base de miedo y sospechas impide muchas correcciones necesarias, y sobre todo acaba produciendo en los dirigentes una sensación de impunidad que facilita actuaciones arbitrarias y corruptas. Es difícil distinguir la "purga" de rivales potenciales de la limpieza ejemplar de conductas ilícitas, y sin un conocimiento exacto de todos los factores concurrentes ¿quién puede establecer un juicio totalmente seguro?
Porque como decía André Gorz, ninguna conducta está libre de la influencia de todas las potencialidades objetivas concurrentes.
En todo caso, la eliminación de la disidencia propiciaba la creación de una clase dirigente que se iba separando del conjunto social, y a la que resultaba fácil autoconcederse privilegios. Pero entre estos no figuraba todavía apropiarse de lo público.
La Historia de la Iglesia, institución que ha perdurado durante milenios, nos da una pista sobre lo que puede ocurrir en estas situaciones. Frente a la privatización de las propiedades eclesiásticas, que se consumaría si las heredaban los descendientes de los clérigos, se creó la institución del celibato. No impedía que tuvieran hijos, pero los convertía en ilegítimos, legalmente inexistentes. La propiedad privada quedaba en usufructo, limitado a una generación. Era la Iglesia en su conjunto la que conservaba los bienes y los destinaba a sus fines, aunque eso no impidiera la corrupción particular de cada párroco u obispo.
(Recuerdo que los libros de religión de mi bachillerato afirmaban la existencia de dos "sociedades perfectas", inclusivas: la Iglesia y el Estado).
La parte más corrupta de la dirigencia soviética, para convertir sus privilegios en dominio absoluto, necesitaba por lo tanto destruir el Estado soviético y repartírselo, a todos los niveles posibles, como propiedad privada.
Tras la crónica periodística descrita en la disolución técnica, el autor entra más a fondo en este análisis del lento proceso degenerativo que condujo a la disolución de la URSS.
El daño fue grande, y ha retrasado durante decenios la resurrección de un movimiento anticapitalista cohesionado, hasta que la realidad de un capitalismo destructivo en términos apocalípticos está obligando a repensar vías transformadoras, necesarias y urgentes en Defensa de la Humanidad.
La disolución “degenerativa”
En su etapa final, los intereses de la propia casta dirigente soviética fueron el principal factor de disolución. Desde ese punto de vista se puede hablar de “autodisolución”.
Como grupo, en 1991, esa casta que concentraba las cinco funciones esenciales de la sociedad (el poder político, la propiedad, la ideología, la dirección y la organización), era nieta del sangriento y dinámico embrollo estalinista (1929-1953, 23 años) e hija de la relajación burocrático-administrativa que le siguió (tras la intentona regeneradora/liberadora de Jruschov) que asociamos a Brezhnev, un periodo de otros 23 años (1964-1987).
En la primera etapa de esa degeneración, la casta estaba cohesionada por el miedo y la movilización (el terror de la represión de las purgas así como las gestas y el sacrificio de los planes industriales y de la guerra), ambos unidos por la aniquilación física. El peligro, la muerte y el crimen fueron el medio ambiente de la génesis de la estadocracia estalinista.
En la segunda etapa, la cohesión se obtuvo más bien por el privilegio material administrativo-burocrático, ya sin riesgos vitales, en una época en la que la casta exultaba un deseo de tranquilidad y relajo.
El privilegio de la clase dirigente soviética era, sin embargo, incompleto. Desaparecía con el cargo, no era heredable, y carecía de “convertibilidad” con la elite internacional.
En mi libro sobre el fin de la URSS (La gran transición. Rusia, 1985-2002) lo comparo al de unas autoridades eclesiásticas administradoras pero no propietarias de las riquezas de sus diócesis y parroquias que, además, pertenecían a una secta no homologable con la Gran Iglesia global del sistema económico-social mundial que conocemos como capitalismo transnacional. Y fue en esa segunda etapa de relajación cuando maduró la profecía de León Trotski, formulada en 1936, según la cual la burocracia acabaría transformándose en clase propietaria, porque, “el privilegio solo tiene la mitad del valor si no puede ser transmitido por herencia a los descendientes”, y porque, “es insuficiente ser director de un consorcio si no se es accionista”.
Con su libertad y su descentralización del poder, la reforma de Gorbachov propició, bien a su pesar, la fase final de este proceso, de esta degeneración de casta, al liberar definitivamente todos los obstáculos para que la estadocracia se reconvirtiera en clase propietaria y homologable: para que los obispos y los clérigos se emanciparan y pudieran casarse, heredar y cruzarse.
El desorden creado por la libertad en el sistema fue el medio ambiente ideal para esta transformación social esencial de la casta dirigente, vía privatización, desfalco y “economía de mercado”. Para entendernos: para que los “obispos” se convirtieran en “burgueses”.
Vista la escena desde fuera, pudo parecer que las rebeliones de los años 1988, 1989, 1990 y 1991 en forma de grandes movimientos nacionalistas, huelgas y protestas, crearon los vacíos y las crisis de poder del periodo final de la URSS concluido en la disolución de diciembre de 1991. En realidad fue al revés: el vacío y las crisis de poder creados por las libertades fueron los que crearon las rebeliones y los desordenes.
Las reformas libertarias de Gorbachov desordenaron por completo el sistema (el partido, los principios de jerarquía y disciplina) que el secretario general quería reformar en una dirección regenerativa de “socialismo con rostro humano”. El desmoronamiento de la coerción y el reparto del poder absoluto tradicional del Zar/Secretario general inducido desde arriba, desorganizaron la producción, el abastecimiento y la lógica autoritaria de gobierno. Como explican en sus memorias tantos testigos directos de la revolución de febrero de 1917, en la sociedad se impuso algo parecido a la idea de que una vez derribada la autocracia, ya no había que trabajar. Los planes y los compromisos (entre ramos, entre repúblicas) no se cumplían. La producción caía y generaba todo tipo de reflejos egoístas territoriales. Sobre el vacío creado, surgieron las rebeliones (y no al revés).
Como cualquier político que gobierna una transición política, de un régimen a otro, Gorbachov tenía que construir un nuevo centrismo político a partir de los pedazos rescatables del antiguo régimen (el partido comunista y su mundo) y de los nuevos actores (la intelligentsia), pero en lugar de centrismo se encontró en medio de una espiral de fuerzas conservadoras de distinta radicalidad y sentido. El partido y el establishment soviético conservador se le rebeló con una intentona golpista, mientras que la intelectualidad se adhirió al aparente radicalismo de Boris Yeltsin (del neoleninismo al neoliberalismo en pocos meses), cuyas esencias autocráticas y tradicionalistas resultaban mucho más atractivas y reconocibles para la cultura política autoritaria imperante en la sociedad. Una de esas rebeliones fue la de las soberanías e independencias republicanas, resultado de las abdicaciones y desorganizaciones del poder central.
Ese fue el caótico caldo de cultivo en el que la casta dirigente, degenerada para el proyecto socialista, decidió su emancipación social de clase.
Cuando los tres presidentes se reunieron en la oscuridad del bosque de Bieloviezh para matar a la madre, ésta, sus símbolos, su ideología, sus decorados y sus realidades “socialistas” ya no eran más que impedimentos para culminar sueños de clase largamente larvados que eran más fáciles de realizar en los respectivos marcos de cada república independiente y anulando cualquier veleidad de reformar la URSS.
Ese sería el “aspecto social-degenerativo” de aquella disolución.
Hemos dado cuenta de la crónica “técnica” y del factor de la emancipación del aparato, ¿pero qué hay del sistema ideológico anclado en las mentalidades de decenas de millones de ciudadanos? Entramos aquí en el tercer punto: la disolución espiritual.
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