viernes, 21 de febrero de 2025

Educar a través del deseo

Quienes aspiran a mejorar el mundo o, más modestamente, a evitar su debacle, confían en el poder de la educación para lograrlo. Pero, por encima de la educación, los deseos gobiernan las conductas, así que comportamientos básicamente hedonistas pueden frustrar las mejoras soñadas. Con harta y alta frecuencia son los que tienen sus propios deseos y mucho poder para satisfacerlos quienes utilizan los deseos de los otros para manipularlos. Educar contra los deseos más inmediatos es difícil: resulta más fácil maleducar a través de ellos, y así lo demuestra la atractiva bazofia que circula por las redes sociales.

En vez de predicar buena conducta es mejor hacerla deseable. En esto debe consistir "hacer pedagogía", frase que se ha puesto de moda para hacernos comulgar con ruedas de molino. Sabemos que hay quienes prefieren sumergirse en un trabajo tedioso y rutinario para eludir la convivencia familiar. Muchos comportamientos persiguen dócilmente deseos dominantes, no siempre confesables.

El artículo que comento utiliza el ejemplo de la ciudad en que vivo para mostrar el camino que puede hacer deseable lo conveniente. Reducir al mínimo indispensable la circulación de vehículos es ya una necesidad, pero choca con el cómodo deseo de movilidad autónoma. Inicialmente la demostración práctica encuentra muchos obstáculos. Cuando se peatonalizaron en Pontevedra las primeras calles, los comerciantes pusieron el grito en el cielo, porque si lo coches no podían entrar tampoco lo harían los clientes que cargaban en ellos sus compras. Entonces muchos utilizaban el coche hasta para recorridos de unos cientos de metros, aunque la falta de sitio donde aparcar comenzara a ser disuasoria.

Hoy ocurre lo contrario: son los vecinos los que están deseando que "humanicen" su calle. Ver niños de dos años corretear sueltos es impensable en otros lugares, aunque ahora aparezca un peligro nuevo: son los patinetes eléctricos los que te pueden atropellar...

La fotografía que acompaña, tomada en la plaza de la Peregrina, muestra una ciudad en que lo peligroso es tropezarte con un amigo y pararte a hablar varias veces en tu trayecto. En esta ciudad pequeña hasta creo reconocer a algunos conocidos.

El artículo sugiere que para hacer popular una transformación de calado es mejor hacerla de forma brusca y radical que prudente y progresivamente, en una "terapia del shock" izquierdista. Hay que matizar que la peatonalización fue radical en el modo, pero no en la extension. Ha sido un proceso largo, que fuera del casco histórico se hizo muy poco a poco, calle a calle y tramo a tramo. Una estrategia paciente a largo plazo, unida a una táctica prudente para no crear demasiados enemigos a la vez. Y "a partir de cierta cantidad de transformación, el engorro se vuelve gesta, misión, cruzada colectiva que alimente la soberbia de los propios y la envidia de los demás".

Hagamos pedagogía a través de una utilización inteligente de la psicología.


La verdad y el deseo

13/02/2025

Peatones por el centro de PontevedraConcello de Pontevedra










¿Conocer las injusticias lleva automáticamente a la voluntad de erradicarlas? Hay quien lo cree, una izquierda que lo piensa, que siempre lo ha pensado. Su ideal consiguiente es la educación. Todo se resolverá, consideran, con más educación. José Avello ironizaba tiernamente sobre ella en la novela La subversión de Beti García a través del personaje de Volga, un fogoso revolucionario de los años treinta que vivía con el convencimiento de que, de las ideas socialistas, «su sola difusión bastaría para cambiar el mundo: ¿quién podría resistirse ante tan hermosas, justas y aplastantes verdades? La revolución era para él un problema comunicativo. Nadie con dos dedos de frente y un mínimo de corazón podría dejar de ponerse al lado de la libertad y de la justicia en cuanto conociese las nuevas ideas. Bastaba verbalizarlas para creer en ellas y bastaba creer en ellas para ponerlas en práctica. El mundo iba a cambiar, porque el único obstáculo era un mero problema de comunicación».

Los progresistas podemos ser terriblemente cándidos, y también terriblemente idealistas, por más que nuestro teórico negociado sea el materialismo. Muchos como Volga han creído, a lo largo de la historia, que bastaba con la verdad, que bastaba con la razón, que bastaba con la belleza, que era suficiente con enunciarlas para que el verbo se hiciera carne, que quién podría resistirse. Algunos pagaron cara esa ingenuidad. Otros se abocaron a la melancolía y de ahí al cinismo o el liso y llano malismo cuando vieron que ni mucho menos bastaba; que, como en la famosa viñeta, aquella gente no merecía que uno se leyera entero El capital. Los desencantos del optimismo antropológico a veces producen monstruos. Pero no tendrían por qué. Bastaría con ser realmente materialistas y comprender de verdad cuál es la materia que tenemos entre manos, y que su corazón no es el anhelo de justicia, sino el deseo. No somos ángeles, y la verdad, la razón, la belleza pueden triunfar, pero solo si se encapsulan en la promesa de un goce hedonista, egoísta; si se presentan como una pequeña satisfacción de alguna de esas cosas que la Iglesia llama pecados capitales, pero son las siete teclas del piano de nuestra especie: la ira, la gula, la soberbia, la lujuria, la pereza, la envidia, la avaricia. 

La tentación de adoptar una visión tenebrosa y socialdarwinista del género humano llega a ser fuerte en ocasiones, pero no se trata de eso. La justicia social, la paz, la sostenibilidad, todos los grandes ideales que nos animan pueden ser realizados, pero solo previo trabajo de conferirles esa palpitación dionisíaca. Alguien dijo una vez que nadie murió jamás gritando «viva el centro», y de similar modo, nadie se sumó jamás a ninguna causa justa por estricta voluntad de ser responsable. Hay siempre un apetito, una gula, una libido. Puede ser un ansia de aventura, de emociones fuertes, de gloria, de venganza, de belleza y razón también, pero solo mientras haya épica en ellas, y no templanza habermasiana. En estos tiempos en que vemos caer gobiernos municipales por la impopularidad de la peatonalización de una avenida o la imposición de un límite de treinta kilómetros por hora en toda la ciudad, uno se acuerda de Pontevedra, ciudad muy conservadora que, sin embargo, tiene desde hace más de un cuarto de siglo un alcalde del BNG que desterró todos los coches del centro de la ciudad. Se supo hacer allá de la peatonalización un homérico revolucionar por completo la ciudad en vez de practicarle una nanocirugía ecológica que no cambie lo esencial, pero sea una trastada cotidiana para quien tarde un cuarto de hora más en llegar al trabajo o regresar de él. A veces la manera de hacer popular una transformación de calado no es hacerla prudente y progresiva, sino brusca y radical, como una terapia del shock izquierdista. A partir de cierta cantidad de transformación, el engorro se vuelve gesta, misión, cruzada colectiva que alimente la soberbia de los propios y la envidia de los demás. El BNG hizo a Pontevedra y sus calles peatonalizadas famosas en todo el mundo, y esa fue la epopeya que hizo digerible una alteración tan profunda.

Nuestro tiempo está repleto de ejemplos de medidas progresistas que parecen incontestables y, sin embargo, al no ser suficientemente ambiciosas o saber hacerse objeto de deseo, se topan con una hostilidad vigorosa, dinamizada y aprovechada por una derecha que comprende mejor este asunto del diosecillo Baco que todos llevamos dentro, sin que nadie lleve dentro un pequeño Habermas, y es capaz de erotizar su rechazo. Reaccionamos a ello diciendo eso de que no hay nada más tonto que un obrero de derechas, pero quizás nada haya más tonto que un izquierdista incapaz de entender que un obrero puede tener motivos muy innobles, pero muy buenos, para ser de derechas. Somos seres deseantes, y el deseo, si nadie nos propone otro más sexi, puede ser tan poco confesable, pero tan firme, como el de ese compañero de trabajo de un amigo de este columnista, que a la propuesta de Sumar de una reducción de la jornada laboral que le permitirá regalar menos tiempo a su jefe y más a sus hijos, responde que él prefiere currar a pasar tiempo con sus hijos. Hay gente así de poco edificante, pero no arreglaremos nada negando que existe, ni diciéndole la verdad, ni con educación, ni animándola a ser racional, justa o bella. Es el deseo lo que hay que movilizar, y si no en ellos, contra ellos.

Pablo Batalla

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