Hallo en el último libro que sobre la conciencia han publicado Juan Luis Arsuaga y Juan José Millás una interesante información sobre cuándo y cómo surge en el niño la concepción del YO. Según Jacques Lacan, entre los seis y los dieciocho meses el niño comienza a entender que la imagen que ve frente al espejo es la suya propia. Esta capacidad de autopercepción, de la que carecen casi todos los mamíferos, implica el reconocimiento de que soy uno más entre otros que también se reflejan allí. La identificación de mí mismo como "otro más" introduce la categoría de "mis semejantes" y entiendo que si pueden actuar como yo lo hago deben poseer motivaciones y sentimientos como los míos.
Así surge la chispa que enciende la posibilidad de comprender al otro y ponerse mentalmente "en su lugar": la empatía:
La empatía es la capacidad que tiene una persona de comprender las emociones y los sentimientos de los demás, basada en el reconocimiento del otro como similar, es decir, como un individuo similar con mente propia. Por eso es vital para la vida social. Además consiste en entender a una persona desde su punto de vista en vez del propio, o en experimentar indirectamente los sentimientos y percepciones del otro.
Salvo algún psicópata a tiempo completo, todos empatizamos en algún grado con los que consideramos nuestros semejantes. La identificación con otros, sin embargo, no se produce de forma automática, y depende de la proximidad, no únicamente física, que percibamos en ellos. El abstracto concepto de "prójimo" encubre el hecho concreto de que unos me son más "próximos" que otros.
Por eso no todo nos conmueve igualmente. La afinidades culturales e ideológicas facilitan la identificación con otros. Muchos se identifican con las figuras del famoseo y se apasionan, sufren y gozan con ellas. También podemos sufrir con las víctimas de una tragedia, pero en este caso el "principio del placer" funciona apartando pronto de nuestra mente esa identificación dolorosa que poco tiene que ver con el "sufrimiento" mucho menos real con que nos distraemos viendo los programas "del corazón".
La distancia física y la lejanía cultural hacen más soportable el sufrimiento de los gazatíes que el de las víctimas de la DANA o el producido por el último asesinato machista.
Para entender mejor por qué ocurre esto debemos volver al YO.
El YO no existe sin la percepción del conjunto de relaciones que el individuo establece consigo mismo y con el exterior. Los "cinco" sentidos que por tradición llamamos "corporales" nos informan del exterior. Los verdaderamente corporales, que nos informan de nuestro propio cuerpo, conforman la propiocepción.
Así percibimos la situación de las diferentes partes de nuestro cuerpo, incluso de aquellos órganos que no controlamos voluntariamente. También la posición en el espacio, tanto del cuerpo como conjunto, gracias al sistema vestibular, como de cada una de sus partes móviles. En cada momento puedo ser consciente de dónde está mi mano y lo que hace.
He aquí el punto de apoyo de cualquier interacción con el exterior. A partir de él nuestro YO se expande, abarcando con diferente intensidad diferentes entornos. Prolongo mi piel con mi vestido, mi mano con los utensilios que maneja, y en general todo lo que poseo empieza a formar parte de un "yo extendido". Mi espacio, mi familia, mis amigos y los grupos de afiliación con que me identifico.
También los objetos que necesito y aprecio, con los que establezco una relación importante, sea de utilidad o sentimental, se integran en este nuevo YO, y su pérdida puede constituir un desgarro importante de mi personalidad.
A través de una pesadilla imaginaria, este artículo de Monedero nos pone en el lugar de esos gazatíes a los que el inhumano proceder del ejército de Israel obliga a abandonarlo todo en un brevísimo tiempo, a mutilar su YO, sin ninguna esperanza de recomposición futura. Esta gente no forma parte de nuestro entorno habitual, de nuestra "mente extendida", Para comprender cabalmente su angustia hemos de entrar en su conciencia y hacerla nuestra. Como el niño que, ante el espejo, se ve a sí mismo como uno más entre los otros.
Una inmensa lluvia de tristeza y vergüenza
Imagina que te dicen que tienes treinta minutos para abandonar tu casa. Van a bombardear el edificio. Desde hace horas pasan rasantes los aviones. No lo puedes entender. Hace nada todo estaba tranquilo y tus preocupaciones eran tu trabajo, tu familia, tus afectos. Todo se ha desmoronado tan deprisa... Como si alguien con mucho poder moviera los hilos de tu vida.
Tu casa, todas sus habitaciones, toda la planta con los vecinos, todos los pisos de la vivienda van a ser convertidos en ruinas. Tienes treinta minutos para hacer una mudanza vertiginosa, para coger lo que quieres salvar. Nunca has hecho una lista tan importante. ¿Estás sola? ¿Tienes hijos? ¿Hay alguien enfermo en la casa? ¿Vives con más gente? Treinta minutos. Ya han pasado cinco. Piensas en cosas que tienes en otros lados, en casa de tus padres, en la casa de los abuelos. No hay tiempo. Está demasiado lejos. No te distraigas.
¡Ropa! No es lo más caro ni debes escoger la más cara. Pero la ropa es lo más importante. Afuera hace frío. Hay días que llueve. No es la ropa para el viaje de vacaciones. Es lo que vais a llevar las próximas semanas, quizá meses. No son importantes las marcas, lo más elegante, lo que conservas con cariño porque te trae recuerdos. No es momento de nostalgias. Coge lo más útil.
Necesitas el teléfono. Bueno, los teléfonos cuando sois varios. Y los cargadores. Y los ordenadores. Pero solo los que sean portátiles o las tabletas. Los ordenadores son demasiado grandes. ¿Por qué no hiciste nunca una copia en un disco duro? Un disco duro te lo podrías llevar. Ya no hay tiempo. Todas tus fotos. ¡Las escrituras, los papeles legales que tengas! Documentos de identidad, pasaporte si tienes, los registros de propiedad…Si pierdes esos documentos pierdes quién eres y nadie te va a hacer caso. Sin papeles no eres nadie. Van a pensar que mientes, que no eres quien dices ser, no puedes demostrar de dónde eres. Si tienes que cruzar fronteras, ya no eres nadie porque tu identidad no eres tú, sino ese documento que no encuentras. Y un sin papeles es uno o una más del pelotón de los últimos, de los abandonados, de los que se atiende cuando ya no se quiere atender a nadie.
Ni se te ocurra llevarte la guitarra ni el violín de los niños. Guardas corriendo una flauta, con su funda. Lo haces con cuidado. ¿Por qué se te ha ocurrido meter en esa maleta urgente una flauta? Ves algunas fotos en la pared que arrancas terminante doblándolas y también las guardas. Miras los libros. Se te pasa por la cabeza la estupidez del libro que te llevarías a una isla desierta. ¿Qué libro te llevarías cuando van a bombardear tu casa? No. Lorca decía “dadme medio pan y un libro”. Pero los libros que más te gustan son muy voluminosos. Le quita el espacio a una bufanda para la niña, para otro pañal, para un par de camisetas. Ves los libros que tienes empezados en la mesilla. Ahí se van a quedar para siempre. Cuando está muriendo tanta gente, la verdad es que da igual quién es el asesino en un pequeño pueblo en algún lugar del norte de Europa o los sueños de un loco que se creía un caballero andante.
¡Las medicinas! Coges todas las medicinas que tienes. Las que estáis usando y las que ya están caducadas. Atisbas a ver que en la calle, en el destierro de quienes han perdido su tierra, en un campo de refugiados, en una carretera camino de la nada, con gente herida, enferma, mal alimentadas, embarazadas, niños de meses, ancianos, tanta gente sin rumbo ni certidumbre, van a hacer falta muchas medicinas.
Guardas un cuchillo. No sabes para qué te va a hacer falta. Pero lo guardas. Uno ni tan grande que no sirva para cortar un trozo de pan ni tan pequeño que no sirva para defenderte. Y un par de cucharas. Y un par de tenedores. Cuántos cacharros ahora inservibles. Intentas guardar una olla. Es demasiado grande. ¿Pero dónde vamos a cocinar, a calentar agua? Los minutos derrapan. ¿Ya habrán pasado quince minutos? ¿Veinte? Los aviones dejan su estela sucia en el cielo todo el rato. ¿Cuál será el que suelte las bombas? Has sacado a todo el mundo de la casa. Te esperan fuera. Sigues pensando qué meter en esas dos maletas que puedes llevar, una en cada mano. Se han llenado demasiado pronto. Coges una más grande y vacías en ella la otra más pequeña. No sabes cómo vas a llevar una maleta tan grande. Pero más de dos es imposible. Los niños ya llevan su mochila. Piensa, piensa, piensa. ¡Hay que meter algo de comida! Y empiezas a mirar en la nevera, en el congelador, entre las latas… Sin agua y sin comida ¿a dónde vamos? Nunca imaginé cuando volvía de la compra con las bolsas llenas que tuviera que meter comida en una maleta. Piensa.
Quitas una lata y metes una radio y un paquete de pilas que por suerte tienes ahí. Recuerdas una película donde el protagonista se lleva siempre su maceta cuando cambia de casa. Tienes que dejar tus plantas. ¿Qué vas a hacer con tu perro, ya viejo y cansado? Ya verás más adelante. Pero no hay perros cuando te destierran. No hay comida para los seres humanos, ¿cómo va a haber comida para los perros? “Los perros vamos a ser nosotros”, pasa fugazmente por tu cabeza.
Te parece oír una explosión. Tienes que salir corriendo. Ves la aspiradora en el rincón. Haría falta una aspiradora gigante que nos aspirara a todos y nos sacara de ahí. Ni la escoba ni el recogedor ni la tabla de la plancha ni el tendedero de la ropa ni las pinzas hacen falta. ¡Una pinza para el pelo! Y unas tijeras. Y una pinza para depilar. ¿He cogido las medicinas? ¡Las gafas! Cómo se te podían haber olvidado las gafas… ¡Y el dinero suelto que tengas por la casa! ¡Y la tarjeta! ¿Servirán las tarjetas? Los anillos, una cadena que te regalaron de niña, broches, arras, colgantes, los relojes… Todo lo que se pueda cambiar por un plato de comida.
Tomas un cuaderno y un par de bolígrafos y un lapicero. Igual hay que apuntar cosas. Metes también un viejo listín de teléfonos que hace años que no usas. Quién sabe si no habrá que regresar a antiguos nombres. Además, no conoces ya ningún teléfono. ¿Cuándo dejamos de aprendernos los teléfonos? Aspirinas, paracetamol, ibuprofeno, Enantyum… “Nos va a doler la cabeza”. Y yodo para las heridas. Tiritas. Y una crema para las rozaduras. Si nos faltan medicinas todo se va a complicar. La gente que necesite medicación diaria, insulina, fármacos para la hipertensión, antidepresivos… Qué harán… Todos vamos a estar depresivos. Nos curaremos entre nosotras y nosotros. ¿Y los niños? Metes en la maleta un peluche que no encontraba tu hijo. Ha salido a la calle llorando. Un solo peluche para los niños. Que lo compartan.
Se te acabó el tiempo. No has cerrado las ventanas. No has recogido la ropa tendida. Te pones otro abrigo encima del abrigo. ¿Coges las llaves de la casa? Es inútil, pero las coges. Ves de refilón una vieja foto de tu madre y tu abuela ya muertas. La metes también en la maleta y expulsas de tu cabeza la idea de que es una maleta de muerte. Qué inútil parece todo lo que abandonas. Un sacapuntas, un pequeño atril, un costurero, una pluma y sus cartuchos de tinta, la máquina de coser, los posavasos, las servilletas, los altavoces, esa televisión tan grande, el vino que estabas guardando para un día especial, la comida en el congelador, limas para las uñas, tazas de recuerdo, perfumes y cremas, una tostadora de pan, paraguas… Un paraguas en una marcha de refugiados sería como un payaso con la cara pintada de blanco y los ojos con brillos huyendo de las bombas.
Suena el despertador. Piensas si debes llevarte un despertador. Pero es la alarma del teléfono. Dudas unos instantes. Era una pesadilla. ¿Era una pesadilla? ¿Tan real? Vas reconociendo tu alcoba. Sabes que, al lado de tu habitación, en el baño, te espera una ducha caliente. Casi huele a café. El dormitorio está cálido y empieza a entrar tímidamente la luz por la ventana. Trump y Netanyahu han dicho que todos los palestinos tienen que salir de Palestina. Quieren hacer en la franja de Gaza un balneario de lujo para ricos. Mientras entras en la ducha te cae una inmensa lluvia de tristeza y vergüenza.
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