lunes, 8 de abril de 2013

Historia de amor

Carlos Buiza llegó al gran público español con "El asfalto", adaptación para Televisión Española de un cuento suyo del mismo título. El film, dirigido por Narciso Ibáñez Serrador, ganó en Montecarlo, 1967, los premios "Unda" y "La ninfa de Oro".

En 1972 la revista Triunfo publicó un número especial dedicado a la ciencia ficción. Es el mismo número (489, de 12 de febrero de 1972) donde encontré el cuento de Anatoli Dneprov "Los cangrejos corren por la isla", que reproduje en este blog, en la sección de ecología política. Lo repartí en 12 partes, por su longitud y para no desvelar la intriga en una entrega.

Allí encontré este cuento, más corto, de Carlos Buiza.

Me ha vuelto a la memoria al leer en internet una hipótesis sobre asesinatos científicos que plantea Wayne Madsen en "Aporrea". Se añade a las sospechosas, y algunas ya probadas, muertes de Pablo Neruda, Alexander Litvinenko o Yasser Arafat.

Entonces me acordé del cuento.

De perversidades semejantes son capaces los verdaderos dueños del mundo, señores de vidas y haciendas.

Ilustración de A. Azpiri



Historia de amor

Los inviernos de Polkj son largos y fríos. No se parecen en nada a los cálidos inviernos de la Tierra. Allí hay sol en medio mundo, mientras el otro medio se cubre de blanca nieve; es como si la noche y el día durmieran juntos, abrazándose. Aquí todo Polkj se hiela. Durante cien años terrestres permaneceremos dormidos, aletargados, sin vivir; después nos levantamos más viejos, más gordos, más cansados. Comenzamos nuestro nuevo turno de vida con inquietud, inseguros al principio... Así transcurren otros cien años.

Es triste haber conocido la Tierra sabiendo que nunca más podré volverla a ver. Fue un sueño, una ilusión materializada por algún milagro. Algo increíble. ¡Qué bella era! Y los terrestres, los queridos terrestres, con sus menudos y ágiles cuerpos, con sus despiertas mentes en sus amplios cerebros, ¡qué bellos son!

La bendición de las estrellas, los reyes de la Creación... ¡cómo los quiero!

Oigo el cierzo de Polkj soplar enfurecido fuera de la cueva. No se parece en nada al tiempo que hacía en la Tierra. Este es maligno, infernal; es un clima asesino. Por eso hemos de permanecer cien años en este entierro. Se parece al frío sideral.

El espacio... Otra maravilla que desde aquí nunca podremos contemplar. Nuestra maldita atmósfera está rodeada por nubes amarillas y grises, que la luz de nuestro Sol nunca logrará atravesar; sólo penetran a su través las radiaciones que nuestros cuerpos necesitan cuando están despiertos. El espacio... Mi viaje fue inexplicable. ¡Qué amables fueron los terrestres! Ahora rememoro su llegada en aquella inmensa nave que parecía un mundo pequeño; su llegada, tan lejana, que parecen haber transcurrido mil millones de siglos desde entonces. Sólo en dos horas, en dos cortas horas de la Tierra, pudieron hablarme y pude comprenderles: por una parte, nuestras mentes receptivas; por otra, su complicado y efectivo cono de la memoria. Así pude oír sus voces agradables, sus palabras que se formaron como cataratas de cristal y de sonido, que compusieron arabescos de luz sólida, trayendo belleza y tranquilidad a mi espíritu.

¡Cómo os añoro, queridos terrestres!

Durante el largo viaje -que a mí se me hizo muy corto-, ellos me fabricaron unas vestiduras especiales, muy ligeras y muy seguras, para cuando llegásemos a la Tierra. Mi cuerpo no está hecho para soportar el clima terrestre. Es natural. Se supone fácilmente en cuanto se nos ve: tengo un cuerpo feo, monstruoso, lleno de arrugas y cráteres; parece un pergamino. El color también es feo, como el color de Polkj, amarillo y gris, y por las noches despide una fosforescencia horripilante. Tampoco su olor es agradable: hasta los perros terrestres rehuían su proximidad. Su fétido olor parecía filtrarse a través del hermético traje. Por eso, ¿cómo iba a poder estar sin protección en un mundo lleno de belleza?

De pronto, una mañana -tenía que ser una mañana-, apareció la Tierra en las pantallas de los visores. Cuando la vi, del tamaño de una manzana, brillando como una increíble gema en el negro espacio, mi interior se detuvo. Era un milagro en el cielo. Sus mil reflejos me invadieron como una ola de amor... Porque desde el principio la amé, inmensa fuerza con que sólo a las cosas sublimes se puede amar. Quise comunicaros todas mis sensaciones, pero el cono de la memoria no estaba ya sobre mi cabeza y nadie pudo comprenderme. Me llevasteis a mi departamento para que descansase... como si yo pudiera descansar sabiendo qué maravilla estaba a punto de contemplar... ¡Pisar la Tierra!

Parece que el viento es más fuerte. Estamos todos apretados en la cabaña, unos contra otros, y nuestros rústicos corpachones no despiden casi calor. El sueño tarda en llegar esta vez. Por una parte, lo deseo: así podré pensar en vosotros; pero también es un martirio, porque sé que jamás podré veros de nuevo.

Llegamos. Un sol radiante invadía todos los rincones. Ni un solo lugar estaba a la sombra. ¿Cómo podría explicar esto a los míos? Lo he intentado un millón de veces, sin resultados; no podrían entenderlo aunque les estuviese hablando hasta la eternidad... Parecía un río de oro que discurriese junto a mí, sobre mí, arriba y abajo. Hubísteis de notar mi maravilla porque me atásteis a un vehículo sobre el cual recorrimos una gran distancia. Gracias, amigos, por el espectáculo; fue corto, pero mereció la pena. Vosotros estábais a mi lado mirándome, queriéndome, vigilando de vez en cuando mis correajes, no fuera a caerme. Os lo agradezco una vez más.

Después de subir una gran cuesta entramos en el Palacio de Cristal. Todo allí era transparente, brillante, limpio. Había mesas blancas y aparatos hechos con blandos metales. Muchos de vosotros íbais de un lado para otro enfundados en trajes también blancos. Los que me miraban, corrían, posiblemente para comunicar la novedad a los demás. Yo hubiera querido hablaros y que me pusiéseis de nuevo el cono de la memoria, o al menos poder oír nuevamente vuestras voces. Mas no supe haceros ver mis deseos; mi mente no encontró la fórmula. Pero aún recuerdo las palabras que oí la primera vez. Jamás podrán olvidárseme.

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- La cosa está clara -dijo el comandante-. Un planeta superpoblado... si pueden ser considerados estos engendros como población; cien años al frío y otros cien al calor; una masa de nubes que filtra gran número de radiaciones y una estrella madre que fácilmente puede ser hidrogenada en cuanto nos dé la gana. Así, el planeta se revitalizará, desaparecerán las nubes y se convertirá en la segunda Tierra que tanto hemos buscado.

- Pero los cien años de frío... -dijo, confuso, el regidor total.

- Desaparecerán, Excelencia. El frío no guarda relación con la órbita del planeta, ni con su rotación axial, se debe a las puntuales reacciones de la atmósfera. Desaparecidas las nubes, una vez hidrogenado el sol, las estaciones se distribuirán en dos básicas: invierno y verano, y la temperatura se estabilizará entre los cero y los treinta grados.

- ¡Al fin! -exclamó el regidor total, pasándose la lengua por los labios-. Y esos bichos...

- Solucionado también, Excelencia -intervino el biólogo de la expedición-. Esas cosas se pasan durmiendo los cien años de frío, aletargados. Fuera, todo se cubre de hielo, desaparece toda vegetación; no existe ningún recurso de supervivencia. ¿Se figura qué les pasaría si no pudiesen dormir?

- Morirían de hambre.

- Exacto, Excelencia, se devorarían los unos a los otros.

- ¿Entonces?

- Entonces, señor, teniendo en cuenta los diez años que la estrella invertirá en el proceso de hidrogenación y teniendo en cuenta que la droga se propagará totalmente en cinco, tardarán en eliminarse más o menos el mismo tiempo que el proceso dure. Cuando éste acabe, no existirá con vida ninguno de ellos. Nos ahorrarán un trabajo inmenso.

- El resultado, pues, será positivo -pronosticó el regidor total, por decir algo.

- ¡Sin duda, Excelencia! Ya le hemos inyectado. En cuanto le dejemos en su mundo comenzará el contagio... Y puedo asegurarle que será rápido.

- Bien, señores -exclamó el regidor total levantando su copa-, brindemos por nuestra buena estrella...

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¡Cuánto tardamos en dormirnos esta vez! Los míos parecen intranquilos; noto sus despiertas mentes incapaces de conciliar el sueño. Les habré contagiado mi nerviosismo... No es para menos, amigos, porque aunque sufra, espero no haberme olvidado de vosotros dentro de cien años, cuando despierte. No pude advertiros que nuestro invierno durará cien años... Aunque no creo que nos hagáis más visitas. Pero si venís entre tanto, yo no lo sabré y no sufriré por no haberos visto.

...Todo el exterior se hiela, toda vegetación desaparece, todo se duerme..., incluso nosotros, la única vida animal inteligente, la única especie de Polkj.

He de dormir... Empiezo a tener hambre. Me concentraré... Pero mi último pensamiento será para vosotros, queridos terrestres.

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