jueves, 19 de junio de 2014

La unidad popular

Mal que nos pese, hay una barrera ideológica, levantada cuidadosamente desde hace décadas por los "dueños del adjetivo", que lastra los intentos de esa izquierda a la que por eso mismo describimos muy genéricamente como "transformadora" para conectar con las grandes mayorías.

La cultura popular, el imaginario colectivo, es una construcción social aceptada y deglutida con facilidad por las mayorías, siempre que esas mayorías obtengan un grado de satisfacción que consideren aceptable en su vida cotidiana. Se puede afirmar que ese medio social "aceptable" constituye en la práctica toda su vida cotidiana.

Así que las posibles ventajas de cualquier alternativa alarmante para el sistema consolidado se presentan como vagas ilusiones y propuestas irrealizables y demagógicas, pero se publican clamorosamente sus fallos, reales a veces, otras falsificados a conciencia.

El mecanismo falla cuando esas clases que consideraban aceptable su situación pasan a verla como intolerable. Entonces el sistema recurre a ese imaginario colectivo que preparó desde siempre para neutralizar las alternativas.

Claro que esas vacunas, esos anticuerpos ideológicos, contra los enemigos tradicionales del sistema no pueden abarcar todo el amplio espectro de infecciones, de virus nuevos que lo atacan cuando se presentan complicaciones a su salud. Nuevos antígenos, contra los que aún no han elaborado anticuerpos, pueden ser importantes para acabar con el bicho.

Claro que las nuevas propuestas y el lenguaje flexible no pueden traicionar los contenidos. Habrá que ir reintroduciendo muchos viejos conceptos olvidados. La buena pedagogía es imprescindible, y jamás se puede dejar de decir la verdad, aunque no sea siempre popular (otra palabra que ya no significa lo que dice decir...).

Todo esto lleva su tiempo, y no tenemos mucho.

Naturalmente, es deseable la conjunción planetaria de todas las fuerzas transformadoras, construyendo mayorías bien articuladas. Y, sin abandonar el rigor conceptual, es necesario que esas mayorías, en vez del preocupante 1 + 1 = 1, produzcan el imprescindible 1 + 1 = 10.

José López tampoco es absolutamente categórico en su análisis. Como yo, no tiene la bola de cristal. Por eso mismo lo reproduzco.

¡Ay, si los demagogos fueran tan honestos como en este chiste de El Roto!










(...)

Está claro que la izquierda tradicional no ha sabido evolucionar, se ha quedado estancada en los tiempos de Marx y Lenin. Cuando no se ha vendido descaradamente al sistema (una parte de ella). Tampoco ha seguido una de las principales lecciones que nos enseñaron los revolucionarios clásicos: la estrategia debe adaptarse al espacio y al tiempo, al lugar y a la época. 

Y la época actual es distinta en algunas cosas (no en todas, pero sí en algunas críticas) a la época de Marx y Lenin. Ahora las palabras “socialismo”, “comunismo”, incluso en parte “izquierda”, están muy desprestigiadas frente a la mayoría ciudadana, frente al proletariado. La falsa conciencia de clase se ha impregnado en las mentes de muchos trabajadores. Además del derrotismo y del pensamiento único. La hegemonía cultural capitalista, lograda con el control de los medios de comunicación fundamentalmente, pero también facilitada enormemente por los errores y la pasividad de la izquierda, ha triunfado. Sin embargo, las grandes e irresolubles contradicciones capitalistas hacen, tarde o pronto, acto de presencia. El capitalismo se cuestiona a sí mismo mientras la izquierda despistada sigue en las nubes. El problema es que el capitalismo no caerá mientras su principal enemigo sea él mismo. A diferencia de la época de los revolucionarios clásicos, ahora el enemigo en la guerra ideológica puede decir que el socialismo no funciona porque así lo demuestra la caída de la URSS y todos sus países satélites. Cualquiera que hable con cualquier trabajador de cualquier empresa de cualquier sector de la economía se encontrará con esa (falsa) idea. Esto debía de haber provocado una profunda reflexión en la izquierda, una reformulación de la teoría revolucionaria. Es verdad que se han hecho algunos intentos, pero han resultado claramente insuficientes.

La prueba más palpable de esto que digo es que la izquierda clásica no ha sido capaz en ningún lugar del viejo continente, y más allá, de comenzar a liderar cambios sistémicos. En Latinoamérica una nueva izquierda lo logró distanciándose del “viejo” socialismo. El socialismo del siglo XXI no quería repetir los errores del “socialismo” del siglo anterior. Es un socialismo cuya teoría se ha ido construyendo sobre la marcha, a medida que se practicaba. Con el peligro que ello conlleva. Pues si bien es cierto que no se puede tener todo planificado de antemano, que todo proceso revolucionario es un proceso de aprendizaje, que no tenemos un manual de instrucciones para seguir al pie de la letra, sí teníamos y seguimos teniendo una guía para la acción revolucionaria, como así denominaban Marx y Engels a su doctrina. ¡Pero esa guía debe ser depurada, corregida, completada, actualizada, enriquecida! Existe también una tendencia en cierta parte de la izquierda a dejarlo todo (o demasiado) en manos de la práctica, de la improvisación (dado que se piensa que la teoría ya no vale), pero tan erróneo es prescindir de toda teoría como no hacerla evolucionar. En la ciencia revolucionaria debemos intentar tener todo lo más pensado y preparado posible de antemano (de ahí la importancia de la teoría) pues en dicha ciencia los experimentos prácticos no se hacen en las mejores condiciones, todo lo contrario, dichos experimentos son hostigados continuamente por los capitalistas, cualquier error se paga muy caro por mucho tiempo. Muchas veces dichos experimentos no se pueden repetir, o sólo mucho más tarde. Afortunadamente, en el socialismo del siglo XXI se ha comprendido que la democracia es esencial, que el socialismo necesita la democracia como el ser humano el oxígeno. Como decía Chávez muy acertadamente, el socialismo es democracia sin fin. De hecho, ya dijo Lenin en su día que la lucha por la democracia era la lucha por el socialismo. Sus errores no invalidan sus aciertos. Reformular una teoría no significa necesariamente rehacerla por completo, sino, la mayor parte de las veces, retomar de ella sus aciertos y corregir sus errores, superar sus carencias, refinarla, darle más coherencia.

La cuestión clave que debemos afrontar en la España del siglo XXI (y en muchas cosas todo lo dicho aquí también vale para otros países del mundo) es cómo ganar la guerra ideológica teniendo en cuenta la situación ideológica actual de la gente, es decir, teniendo en cuenta los prejuicios impregnados en las mentes de la mayor parte de los trabajadores. Muchos izquierdistas de la vieja izquierda siguen usando un lenguaje y una simbología que espantan a sus hermanos de clase porque, precisamente, se olvidan del hecho fundamental a tener en cuenta en la lucha ideológica: la existencia de prejuicios. El enemigo no se ha quedado de brazos cruzados. No es posible luchar contra los prejuicios realimentándolos, obviando su existencia. Quien defienda en la actual España capitalista, impregnada de pensamiento burgués por todos sus poros, abiertamente el socialismo o el comunismo, desgraciadamente para él y sobre todo para la causa de superar la sociedad capitalista, predicará en el desierto y fracasará. Por el contrario, quien intente explotar al máximo una de las grandes contradicciones del capitalismo, a saber, la necesidad de evitar la auténtica democracia y al mismo tiempo aparentarla, tendrá alguna posibilidad de convencer a las masas, como mínimo poniendo en evidencia al sistema, ayudando a que la gente empiece a cuestionarlo. Asimismo, la única manera de superar los prejuicios es centrándose en las ideas y prescindiendo de las etiquetas, de los símbolos, de las banderas, por lo menos de los que ya no sirven. La derecha, para seguir dominando ideológicamente, procura en su discurso demonizar y criminalizar al enemigo con el uso intensivo, obsesivo, de ciertas palabras “mágicas”, de ciertas etiquetas (como “marxistas”, “comunistas”, “socialistas”, “anarquistas”, “bolivarianos”, “chavistas”,…) que despierten los prejuicios incrustados en las mentes de muchos ciudadanos. Los guardianes ideológicos del sistema establecido no necesitan usar muchas palabras, les basta con unas pocas. Los prejuicios hacen el resto del trabajo. Ellos juegan con la ventaja de una propaganda hecha durante décadas. La izquierda, por el contrario, debe argumentar, concretar, prescindir de etiquetas ideológicas y centrarse en las ideas, en los contenidos. Además de dar ejemplo. 

Teniendo en cuenta todo lo anterior, entre otras cosas, no es muy difícil comprender por qué IU se estanca (o no crece todo lo que debiera) y Podemos irrumpe con fuerza y “amenaza” con convertirse en la fuerza hegemónica de la izquierda en este país. La nueva izquierda, adaptada a los tiempos actuales, simplemente supera a la vieja, acomodada, burocratizada y despistada izquierda. La vieja izquierda parece tener un techo que deberá ser superado por la nueva izquierda. Ese techo tiene mucho que ver con los prejuicios ideológicos de gran parte de la ciudadanía, con los viejos discursos que ya no funcionan (incluso que son contraproducentes), pero también con la vieja manera de hacer política.

Cabe, pues, preguntarse si una posible coalición entre IU y Podemos sería útil o no para la causa de la unidad popular. Yo reconozco que no lo tengo claro. En un principio uno piensa que las distintas fuerzas de la izquierda deben unirse para evitar los problemas de una ley electoral que castiga mucho la dispersión de voto, pero también es cierto que muchos trabajadores, muchos ciudadanos, con muchos prejuicios, no parecen dispuestos a votar a IU, incluso si ésta corrige sus errores y contradicciones. Dicho sea de paso que corregir tales errores tras unas elecciones y sólo cuando se ve amenazada por su izquierda no da mucha credibilidad, suena más bien a oportunismo político. Como mínimo, se puede acusar a IU de ir por detrás de los acontecimientos históricos, de lo que pide la parte más consciente y movilizada de la sociedad. Aun así, cabe la posibilidad de que si se produce dicha coalición (la cual no debe ser diseñada desde arriba de las organizaciones, sino desde abajo) muchos ciudadanos se decidan, por fin, a votar y a votarla. Yo pienso que aún hay mucha gente que no vota porque no ve suficiente unidad y posibilidad de éxito. Pero también cabe la posibilidad de que mucha gente dispuesta a votar a Podemos deje de votar a dicha coalición por el lastre (sobre todo ideológico) que podría suponer IU. Las posibles alianzas electorales deben por tanto pensarse mucho, además de hacerse de determinada manera, para que sean útiles, para que 1+1 sea 5 o 10. 

Está claro que hace falta la unidad popular, pero no está tan claro cómo lograrla, qué forma debe adoptar el instrumento político para lograrla. Tenemos la suerte de que antes de las elecciones generales habrá unas elecciones municipales, las cuales pueden servir de ensayo. Tal vez Podemos sea ese instrumento político que permita la tan imprescindible unidad popular, o tal vez no y sea necesario construir un amplio frente electoral. Creo que tanto en IU como en Podemos, como en otras organizaciones de la izquierda, tarde o pronto (pero no muy tarde), debería plantearse seriamente este debate a las bases, a la ciudadanía. Quizás nuestras dudas las disipen los militantes, los simpatizantes, los ciudadanos. Demos voz también a la gente para ayudarnos a diseñar mejores estrategias. Si queremos saber cómo la ciudadanía desea concentrar el voto del cambio debemos preguntarle por los instrumentos políticos para hacerlo. No olvidemos nunca que un partido político es un instrumento, un medio, y no un fin en sí mismo. En el momento en que no valga habrá que proveerse de otro instrumento. El objetivo esencial es concentrar el voto de la mayoría social descontenta, desconfiada, desanimada y asqueada. Sólo así logrará la izquierda real alcanzar el poder para empezar a cambiar las cosas radicalmente, que falta hace. Lo más importante es la unidad popular.

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