Enrique Javier Díez Gutiérrez, profesor de la Universidad de León, reflexiona sobre los mitos de la economía de mercado. El principal de ellos establece la supuesta superioridad de la competencia sobre la cooperación. En sociedades competitivas, el triunfo de unos se apoya necesariamente en el fracaso de otros, algo muy discutible y que conduce a callejones sin salida, especialmente cuando los sistemas llegan a sus límites.
La cooperación, literalmente, no tiene buena prensa, ni puede tenerla, en un modelo social en que ascienden sobre todo personas antisociales, que resultan culturalmente “seleccionadas”. Los egoístas son los que pueden tener más éxito en este sistema capitalista. Los dueños egoístas tienen a su servicio a egoístas de menor cuantía, en cascada descendente.
Descendente... al abismo.
La cooperación, literalmente, no tiene buena prensa, ni puede tenerla, en un modelo social en que ascienden sobre todo personas antisociales, que resultan culturalmente “seleccionadas”. Los egoístas son los que pueden tener más éxito en este sistema capitalista. Los dueños egoístas tienen a su servicio a egoístas de menor cuantía, en cascada descendente.
Descendente... al abismo.
Rebelión
Acabo de leer el libro de La economía del bien común de Christian Felber, que me han pasado los compañeros de la biblioteca de la Facultad de Educación. Aunque no comparto el fondo de su planteamiento, anclado en un marco de una economía liberal y de un capitalismo de rostro humano, creo que hace aportaciones interesantes que debíamos tener en cuenta en el actual contexto político y económico que, a tenor de las predicciones, parece que va a cambiar radicalmente en este año.
La primera aportación interesante es recordarnos que
uno de los mitos básicos de la economía de mercado que se enseña
actualmente en la mayor parte de las Facultades de Economía, que “la
competencia es el método más eficaz que conocemos”, consagrado por
Friedrich August von Hayek, está basado en una creencia, es fruto de una
ideología determinada. Es decir, que no hay ningún estudio empírico que
haya demostrado jamás que la competencia sea el mejor método que
conocemos. “Una de las piedras angulares fundamentales de las ciencias
económicas es sólo una afirmación que cree la mayoría de los
economistas. Y sobre esta afirmación se sustenta el capitalismo y la
economía de mercado, que son los modelos económicos dominantes en el
mundo desde hace doscientos cincuenta años”, constata Felber.
Lo
sorprendente es que los estudios de psicología social, neurobiología o
incluso de economía demuestran de forma contundente que la competencia
no es el método más eficaz que conocemos sino la cooperación. Nadie
discute que la competencia motive. Pero lo hace de manera más débil que
la cooperación. Mientras la cooperación motiva basándose en las
relaciones satisfactorias, el reconocimiento mutuo y la consecución de
objetivos compartidos, la competencia lo hace basando el éxito de uno en
el fracaso del otro. Es decir, motiva por una parte en función del
miedo. Como refleja Felber “el miedo es un fenómeno muy extendido en las
economías capitalistas de mercado: se teme perder el trabajo, los
ingresos, el estatus, el reconocimiento social, la pertenencia. En la
competición por escasos bienes hay en general muchos perdedores, y la
mayoría tienen miedo de serlo”.
Por otra parte, la competencia
motiva en función del deseo de triunfar, de ser mejor que los demás.
Como este autor explica “desde un punto de vista psicológico se trata de
un narcisismo patológico. Sentirse mejor porque los demás son peores es
simplemente enfermizo”. Porque quien relaciona su propio valor con ser
mejor que los demás, depende completamente de que los demás sean peores.
La autoestima debería basarse en ser cada vez mejores y más capaces
respecto a nosotros mismos, en aquellas acciones que nos gustara
realizar. Nadie saldría perjudicado y no habría necesidad alguna de la
existencia de perdedores. Si como efecto secundario y sin ser mi
objetivo, explica Felber, resulta que soy mejor que otro en una
actividad, no puedo valorarlo como una victoria, porque no estoy
situándome en una situación de derrota-victoria hablando en términos
competitivos. Si mi meta es hacer bien las cosas, entonces no es
necesaria la competencia, que es justo el fundamento del mito: sin
competencia no nos sentimos incentivados para ser eficientes. Además,
psicológicamente, la motivación es mayor cuando es interna que cuando es
externa.
El problema añadido de este modelo social basado en la
competitividad es que en economía ascienden especialmente las personas
antisociales. Son las que resultan culturalmente “seleccionadas”. Los
egoístas son los que pueden tener más éxito en este sistema capitalista.
Si en la economía y en la sociedad se recompensa sistemáticamente el
egoísmo y las actitudes competitivas, si se tiene por personas exitosas a
aquellas que progresan a base de emplear esta dinámica de incentivos,
ese carácter capitalista es el que acaba configurando el carácter de la
propia sociedad, como analiza Erich Fromm en Del Tener al Ser o Richard Sennett en su famosa obra La corrosión del carácter.
La
segunda aportación interesante es la propuesta de redefinir el éxito
económico, no como el resultado de las dos variables tradicionales
habituales, el PIB en lo macroeconómico y el beneficio financiero de las
empresas en el ámbito microeconómico. Sino como el balance del bien
común conseguido. Al estilo de lo que hace Bután con su “felicidad
nacional bruta”, en donde se pregunta a la población cómo ve su futuro y
el de sus hijos e hijas, si confía en sus vecinos, si dispone
diariamente de tiempo para hacer un descanso y meditar, etc. Felber
propone aplicarlo también a las empresas preguntando si crea o destruye
empleo, si la calidad de los puestos de trabajo aumenta o disminuye, si
los beneficios se reparten de forma justa, si se trata y remunera igual a
mujeres y hombres, si la empresa cuida o explota el medio ambiente, si
produce armas o alimentos ecológicos locales, etc. “El beneficio
financiero de una empresa sólo ofrece información de cómo se sirve a sí
misma, pero no de cómo sirve a la sociedad”, explica.
Y la tercera
propuesta que destaca es el cuestionamiento de la propiedad y la
herencia. Como ha dicho Warren Buffet, uno de los más grandes
especuladores financieros en el mundo, “¿encuentran eficiente que los
miembros de la selección nacional de fútbol de mañana sean los hijos de
los jugadores de hoy en día?, ¿lo encuentran justo?”. Por eso defiende
que en una sociedad democrática toda persona debe encontrar iguales
condiciones de inicio y conseguir su patrimonio a través de su propio
esfuerzo e ingresos. Igualmente defiende que “ninguna persona tenga
naturaleza en propiedad, sobre todo suelo”, teniendo sólo en uso aquello
que vaya a trabajar sin coste alguno. Podemos usar la naturaleza, pero
no la hemos creado ni tenemos derecho de propiedad sobre algo que es
común. Además, alega, “la posición absoluta del derecho a la propiedad
se ha convertido hoy en día en la mayor amenaza para la democracia.
Gracias a la no limitación del derecho a la propiedad, algunas personas y
empresas se han vuelto tan poderosas que controlan los medios y dirigen
los procesos políticos hacia sus propios intereses”.
Este
planteamiento le conduce a afirmar que la igualdad es un valor superior a
la libertad, porque una libertad demasiado grande puede poner en riesgo
la libertad del otro. La igualdad es por lo tanto un principio
absoluto; la libertad, uno relativo. Existe un principio de limitación
para la libertad, pero no para la igualdad. Respecto a la propiedad,
esto significa que todas las personas deberían tener el mismo derecho a
una propiedad limitada (lo necesario para el bienestar), pero nadie
debería tener derecho a una propiedad ilimitada. Por esto, el derecho a
la propiedad tiene que estar relativamente limitado, concluye.
Aportaciones interesantes, entre otras muchas, que nos ayudan a deconstruir mitos e ideologías asumidas con excesiva credulidad actualmente y que damos por asentadas, cuando sólo se basan en una colonización emocional de nuestro imaginario colectivo, mediante los medios masivos de comunicación, que nos enseñan sistemáticamente y constantemente a concebir el mundo desde el habitus capitalista, que diría Foucault. Cuando, como indica Felber, “no conozco ninguna corriente de pensamiento ni ninguna religión del mundo que pretenda educarnos en la competencia y el egoísmo. Tanto más sorprendente es que el sistema económico occidental esté basado en valores que no están respaldados por ninguna religión o ética. ¡El darwinismo social, ni la más mínima base científica, es la religión secreta de la economía!”.
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