lunes, 22 de junio de 2015

La economía del bien común

Enrique Javier Díez Gutiérrez, profesor de la Universidad de León, reflexiona sobre los mitos de la economía de mercado. El principal de ellos establece la supuesta superioridad de la competencia sobre la cooperación. En sociedades competitivas, el triunfo de unos se apoya necesariamente en el fracaso de otros, algo muy discutible y que conduce a callejones sin salida, especialmente cuando los sistemas llegan a sus límites. 

La cooperación, literalmente, no tiene buena prensa, ni puede tenerla, en un modelo social en que ascienden sobre todo personas antisociales, que resultan culturalmente “seleccionadas”. Los egoístas son los que pueden tener más éxito en este sistema capitalista. Los dueños egoístas tienen a su servicio a egoístas de menor cuantía, en cascada descendente.

Descendente... al abismo.


Rebelión

Acabo de leer el libro de La economía del bien común de Christian Felber, que me han pasado los compañeros de la biblioteca de la Facultad de Educación. Aunque no comparto el fondo de su planteamiento, anclado en un marco de una economía liberal y de un capitalismo de rostro humano, creo que hace aportaciones interesantes que debíamos tener en cuenta en el actual contexto político y económico que, a tenor de las predicciones, parece que va a cambiar radicalmente en este año.

La primera aportación interesante es recordarnos que uno de los mitos básicos de la economía de mercado que se enseña actualmente en la mayor parte de las Facultades de Economía, que “la competencia es el método más eficaz que conocemos”, consagrado por Friedrich August von Hayek, está basado en una creencia, es fruto de una ideología determinada. Es decir, que no hay ningún estudio empírico que haya demostrado jamás que la competencia sea el mejor método que conocemos. “Una de las piedras angulares fundamentales de las ciencias económicas es sólo una afirmación que cree la mayoría de los economistas. Y sobre esta afirmación se sustenta el capitalismo y la economía de mercado, que son los modelos económicos dominantes en el mundo desde hace doscientos cincuenta años”, constata Felber.

Lo sorprendente es que los estudios de psicología social, neurobiología o incluso de economía demuestran de forma contundente que la competencia no es el método más eficaz que conocemos sino la cooperación. Nadie discute que la competencia motive. Pero lo hace de manera más débil que la cooperación. Mientras la cooperación motiva basándose en las relaciones satisfactorias, el reconocimiento mutuo y la consecución de objetivos compartidos, la competencia lo hace basando el éxito de uno en el fracaso del otro. Es decir, motiva por una parte en función del miedo. Como refleja Felber “el miedo es un fenómeno muy extendido en las economías capitalistas de mercado: se teme perder el trabajo, los ingresos, el estatus, el reconocimiento social, la pertenencia. En la competición por escasos bienes hay en general muchos perdedores, y la mayoría tienen miedo de serlo”.

Por otra parte, la competencia motiva en función del deseo de triunfar, de ser mejor que los demás. Como este autor explica “desde un punto de vista psicológico se trata de un narcisismo patológico. Sentirse mejor porque los demás son peores es simplemente enfermizo”. Porque quien relaciona su propio valor con ser mejor que los demás, depende completamente de que los demás sean peores. La autoestima debería basarse en ser cada vez mejores y más capaces respecto a nosotros mismos, en aquellas acciones que nos gustara realizar. Nadie saldría perjudicado y no habría necesidad alguna de la existencia de perdedores. Si como efecto secundario y sin ser mi objetivo, explica Felber, resulta que soy mejor que otro en una actividad, no puedo valorarlo como una victoria, porque no estoy situándome en una situación de derrota-victoria hablando en términos competitivos. Si mi meta es hacer bien las cosas, entonces no es necesaria la competencia, que es justo el fundamento del mito: sin competencia no nos sentimos incentivados para ser eficientes. Además, psicológicamente, la motivación es mayor cuando es interna que cuando es externa.

El problema añadido de este modelo social basado en la competitividad es que en economía ascienden especialmente las personas antisociales. Son las que resultan culturalmente “seleccionadas”. Los egoístas son los que pueden tener más éxito en este sistema capitalista. Si en la economía y en la sociedad se recompensa sistemáticamente el egoísmo y las actitudes competitivas, si se tiene por personas exitosas a aquellas que progresan a base de emplear esta dinámica de incentivos, ese carácter capitalista es el que acaba configurando el carácter de la propia sociedad, como analiza Erich Fromm en Del Tener al Ser o Richard Sennett en su famosa obra La corrosión del carácter.

La segunda aportación interesante es la propuesta de redefinir el éxito económico, no como el resultado de las dos variables tradicionales habituales, el PIB en lo macroeconómico y el beneficio financiero de las empresas en el ámbito microeconómico. Sino como el balance del bien común conseguido. Al estilo de lo que hace Bután con su “felicidad nacional bruta”, en donde se pregunta a la población cómo ve su futuro y el de sus hijos e hijas, si confía en sus vecinos, si dispone diariamente de tiempo para hacer un descanso y meditar, etc. Felber propone aplicarlo también a las empresas preguntando si crea o destruye empleo, si la calidad de los puestos de trabajo aumenta o disminuye, si los beneficios se reparten de forma justa, si se trata y remunera igual a mujeres y hombres, si la empresa cuida o explota el medio ambiente, si produce armas o alimentos ecológicos locales, etc. “El beneficio financiero de una empresa sólo ofrece información de cómo se sirve a sí misma, pero no de cómo sirve a la sociedad”, explica.

Y la tercera propuesta que destaca es el cuestionamiento de la propiedad y la herencia. Como ha dicho Warren Buffet, uno de los más grandes especuladores financieros en el mundo, “¿encuentran eficiente que los miembros de la selección nacional de fútbol de mañana sean los hijos de los jugadores de hoy en día?, ¿lo encuentran justo?”. Por eso defiende que en una sociedad democrática toda persona debe encontrar iguales condiciones de inicio y conseguir su patrimonio a través de su propio esfuerzo e ingresos. Igualmente defiende que “ninguna persona tenga naturaleza en propiedad, sobre todo suelo”, teniendo sólo en uso aquello que vaya a trabajar sin coste alguno. Podemos usar la naturaleza, pero no la hemos creado ni tenemos derecho de propiedad sobre algo que es común. Además, alega, “la posición absoluta del derecho a la propiedad se ha convertido hoy en día en la mayor amenaza para la democracia. Gracias a la no limitación del derecho a la propiedad, algunas personas y empresas se han vuelto tan poderosas que controlan los medios y dirigen los procesos políticos hacia sus propios intereses”.

Este planteamiento le conduce a afirmar que la igualdad es un valor superior a la libertad, porque una libertad demasiado grande puede poner en riesgo la libertad del otro. La igualdad es por lo tanto un principio absoluto; la libertad, uno relativo. Existe un principio de limitación para la libertad, pero no para la igualdad. Respecto a la propiedad, esto significa que todas las personas deberían tener el mismo derecho a una propiedad limitada (lo necesario para el bienestar), pero nadie debería tener derecho a una propiedad ilimitada. Por esto, el derecho a la propiedad tiene que estar relativamente limitado, concluye.

Aportaciones interesantes, entre otras muchas, que nos ayudan a deconstruir mitos e ideologías asumidas con excesiva credulidad actualmente y que damos por asentadas, cuando sólo se basan en una colonización emocional de nuestro imaginario colectivo, mediante los medios masivos de comunicación, que nos enseñan sistemáticamente y constantemente a concebir el mundo desde el habitus capitalista, que diría Foucault. Cuando, como indica Felber, “no conozco ninguna corriente de pensamiento ni ninguna religión del mundo que pretenda educarnos en la competencia y el egoísmo. Tanto más sorprendente es que el sistema económico occidental esté basado en valores que no están respaldados por ninguna religión o ética. ¡El darwinismo social, ni la más mínima base científica, es la religión secreta de la economía!”.

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