Ramón Molina, profesor de Historia Económica en la Universitat de les Illes
Balears (UIB), escribe en Diario de Mallorca un breve artículo. Con este agresivo título, que rememora la frase, "¡Es la economía, estúpido!", lanzada por Clinton
contra Bush, tantas veces repetida.
Siguiendo mi costumbre de machacar el hierro frío hasta que se caliente, aunque sólo sea por el efecto Joule, lo reproduzco y subrayo:
Primero nos hicieron creer que la economía era lo más importante. La frase "The
economy, stupid" se hizo muy popular en la campaña de Clinton contra Bush, y
después nuestros políticos y nuestros opinadores la repitieron hasta la náusea.
Muchos se creyeron el "mantra"; unos lo aceptaron por indigencia intelectual y
otros lo usaron por puro cinismo, pero cuando estalló la crisis, se cayó en la
cuenta de que detrás de la economía se tomaban decisiones políticas que hacían
que la economía nos afectara en un sentido o en otro según quien decidiera.
Cuando la derecha triunfante en las urnas se decidió a destruir las conquistas
sociales de más de treinta años y quedó claro que la política económica era
sobre todo política, fue la misma política la que entró en el remolino de la
desafección y la hostilidad por parte de la mayoría de la población.
Hemos llegado a un punto en que hay que pasar a una nueva fase de
desmitificación del lenguaje políticamente correcto que nos atenaza. Nadie en
sus cabales cree hoy que la economía es más importante que la política, pero por
la misma razón, tampoco es creíble una política que no ponga en cuestión
abiertamente a la economía. Una economía que nos ha recordado de forma brutal
que la lucha de clases sigue estando vigente y que, al menos la derecha no lo
olvida. El "que se jodan" gritado desde los bancos del PP en el Parlamento es
mucho más explícito y clarificador que cualquier discurso. Si los ricos pueden
pagar su sanidad, su educación y su protección policial, ¿por qué razón
deberían detraer parte de sus rentas para seguir atendiendo a una masa de
proletarios cuya principal misión en la vida debe ser producir plusvalía para
asegurar la reproducción del sistema?
La devastación que se cierne sobre los no privilegiados es similar a la que
produce una guerra. La burguesía está ganando de nuevo una guerra civil sin
necesidad de declararla abiertamente, y reforzando su conciencia de clase a base
de reducir al contrario a la impotencia: modifica leyes a su antojo, suprime
derechos, incumple promesas. La izquierda, por el contrario, al aceptar reglas
de juego comunes, deviene la imagen misma de la alienación y agiganta la
distancia que la separa de las verdaderas aspiraciones populares. Los que sufren
el paro, los desahuciados de sus casas, los que son mal y tarde atendidos en la
sanidad, los que ven que sus hijos sin formación jamás pasarán de ser carne de
cañón y mano de obra barata para el sistema, son más de cada día. Ya no se trata
de un reducto de "lumpenproletariado" en los márgenes de la sociedad; ahora ya
afecta a miles de familias que antes se sentían a salvo. El lumpen no vota ni
actúa en política, pero los afectados de hoy y de mañana sí. Empieza a
extenderse una desesperación creciente y la convicción de que mientras los
políticos no sufran al mismo nivel que la mayor parte de la población la
situación no comenzará a enmendarse. Los que ven acercarse la miseria, los que
sangran, querrían ver sangrar a los responsables.
La vigencia de la lucha de clases ha golpeado sin miramientos a todos los que
creían que ésta ya estaba superada por la historia y, aunque los ricos llevan
muchos años de ventaja porque ellos jamás dudaron de ella, el resto de la
población se verá en el imperativo, quiera o no, de buscar una salida. Que la
izquierda sea capaz de ofrecerla antes que aparezca cualquier aventurero
neofascista depende ante todo de un cambio de mentalidad, de lenguaje, de método
y sobre todo de volver a situarse en el terreno que por tradición le corresponde
en la vieja y nueva lucha de clases.
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