...y unas horas para intentar frenar la caída. La apasionante aventura imaginada por Julio Verne es toda una metáfora de lo que nos está ocurriendo. Comenzando por la fantasía tecnológica (un globo de hidrógeno que puede expansionarse a voluntad por medio de un peligrosísimo aparato dilatador), siguiendo por la no muy velada apología de la "misión civilizadora" del imperialismo (con su toque final de chauvinismo), y culminando en la inevitable caída al río, pese a que un final feliz muy previsible coloca a una patrulla francesa en el lugar correcto y en el instante preciso.
Lo más instructivo y actual de la aventura es ese final, en que para "salvar" el globo hay que arrojar por la borda todo su contenido y agarrarse finalmente al cordaje, cuando ya se ha perdido hasta la barquilla, símbolo de su habitabilidad.
Nuestro globo y su barquilla aún resisten, mal que bien, pero ya se está sacrificando a las poblaciones para retrasar la caída inevitable de este sistema "globalizado". ¿Qué pasará si el capital llega a eliminar a esta "pobre barquilla mía"? ¿a qué cordaje podrá aferrarse? Efectivamente, esta construcción es cosa de locos. Con toda la lógica de los locos.
Por eso he colocado un extracto de la agonía del "Victoria" al final del artículo de Rafael Poch, tan claro y lúcido como de costumbre (para mí es una rareza que siga escribiendo en La Vanguardia, una concesión que seguramente le hacen "mientras no te metas con la casa", porque estas colaboraciones prestigian al medio).
Primero sigue el manicomio europeo. Luego, el remate de esas cinco semanas que simbolizan cinco siglos de capitalismo. Interesante y curiosa la temprana aparición de... ¡los talibanes!
Los gestores del europeismo no saben cómo salir del manicomio
La Vanguardia
¿Qué es el europeísmo? Obviamente ya no es lo que los eurócratas venían diciendo. Para el sentido común de la gente normal “Europa” ya es sinónimo de deterioro de las condiciones de vida (recortes del estado social y precariedad) y de la impotencia que se deriva de la ausencia de soberanía nacional. Si quieres cambiar las cosas, es inútil actuar en tu país porque las decisiones vienen de “Europa”, una instancia inapelable y situada más allá de todo voto y soberanía.
La primacía del derecho europeo sobre el derecho nacional es una curiosa prisión. “No puede haber opción democrática contra los tratados europeos”, dijo el año pasado Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión. Es una construcción legal, pero no legítima porque fue establecida por el propio derecho europeo. Es un golpe de mano autocrático que ha sido tejido a lo largo de décadas entre la general indiferencia del público y que se impone sobre edificios nacionales que, con todas sus imperfecciones son resultado de ese juego institucional que llamamos “democrático”, es decir basado en la división de poderes, la elección, etc.
Hoy toda la construcción europea es una casa de locos. El europeismo se ha vuelto loco. Nadie, ni en la izquierda ni en la derecha, sabe cómo salir del enredo del euro, cómo salir de la austeridad que conduce, en el mejor de los casos, a un estancamiento deflacionario a la japonesa, así que se sigue con lo mismo. ¿Cómo salir de la gran irracionalidad de este manicomio? Claro que hay una lógica en esta irracionalidad: maximizar el beneficio, supeditar lo político a lo financiero y demás, pero es obvio que no es sostenible. Es una lógica loca.
La analogía con los años setenta en la URSS, cuando se sentaron las bases de la autodesintegración del superestado de matriz rusa, es directa. Por más que la eurocracia no sueñe en secreto con ningún socialismo, como era el caso de aquella podrida estadocracia soviética que soñaba con privatizar sus dominios y hacerse con patrimonios heredables, la cuestión de la sostenibilidad de todo el asunto es manifiesta. ¿Cómo se ha podido llegar a eso? Treinta años nos contemplan. Salvo contadas excepciones, dos generaciones de periodistas y expertos en Bruselas han sido incapaces de explicarlo.
Todo esto viene a cuento de la actual revuelta francesa contra el proyecto de reforma laboral que el gobierno francés quiere imponer por decreto, a falta de mayoría en la sociedad y en el Parlamento.
Fue el 12 de septiembre del año pasado. Recién derrotada Grecia, que acababa de tragarse, en julio, algo mucho peor que lo que su gallardo referéndum había rechazado con el 62% de los votos. Y lo dijo en París el ex ministro griego Yanis Varufakis, en la Fiesta de l´Humanite: “Grecia es un laboratorio de la austeridad donde el memorándum se ha puesto a prueba antes de ser exportado. Todo lo que se ha experimentado con Grecia tiene en realidad a Francia en el punto de mira. La estrategia del gobierno alemán es alcanzar el dominio supremo sobre el presupuesto francés”, dijo.
El contenido de la reforma laboral francesa es trabajar más, cobrar menos, precarizar, dar más poder a las empresas y menos a los sindicatos. La indignación se dirige contra el gobierno francés, pero en realidad, Hollande y Valls, no hacen más que aplicar la lógica del europeísmo; la loca lógica de los tratados europeos, de la llamada “estrategia de Lisboa” y del euro.
Todo lo que la reforma laboral francesa contiene se desprende, literalmente, de directivas europeas, como ha explicado Coralie Delaume en un blog de Le Figaro, Las Grandes Orientaciones de Política Económica (GOPE) y otros documentos de la Comisión marcan para la Francia del 2016; el “exceso de sus costes salariales” (cuando aquí en la seguridad social y en la enseñanza se gana menos que en España en términos reales) y de las cotizaciones patronales; el exceso del salario mínimo, la necesidad de reducir las “rigideces” del mercado de trabajo, etc., etc.
“La reforma del derecho laboral deseada e impuesta por el gobierno de Valls es lo mínimo que hay que hacer”, dice ahora Jean-Claude Juncker. Así lo impone el derecho ilegítimo de los tratados europeos, cuyo mandato ha sido tres veces rechazado en las urnas; en Francia y Holanda en 2005, y en Grecia en julio de 2015.
De todo esto se deduce que a la actual protesta francesa le falta poner el acento en una cosa a la que los franceses son, seguramente, los más sensibles de Europa: la reivindicación de la soberanía nacional robada, que es uno de los principales ingredientes del latente malestar francés. Solo recuperando las diversas soberanías nacionales, podría replantearse el “proyecto europeo” sobre bases ciudadanas, en caso de que valga la pena, es decir en caso de que pueda aportar algo a los retos del siglo.
Sea cual sea el resultado de la actual contestación francesa, las raíces estatales-nacionales de la libertad y la democracia, particularmente fuertes en Francia, hacen muy difícil que el robo de soberanía que practica el europeísmo no tenga consecuencias rebeldes.
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"El final de la escapada"
-Y ahora -dijo el doctor-, que el Cielo nos conduzca a donde le plazca.
-¡Con tal de que sea al oeste! -replicó Kennedy.
-¡Bah! -exclamó Joe-. No me asustaría aunque se tratase de volver a Zanzíbar por el mismo camino o de atravesar el océano hasta América.
-No podríamos, Joe.
-¿Qué nos falta para ello?
-Gas, Joe. La fuerza ascensional del globo disminuye sensiblemente, y tendremos que llevar mucho cuidado para conseguir que nos lleve hasta la costa. Voy a verme obligado a echar lastre. Pesamos demasiado.
(...)
Pero no hubo un momento de sosiego. El Victoria bajaba sensiblemente, y fue preciso arrojar multitud de objetos más o menos útiles, sobre todo en el momento de salvar el pico o cresta de un cerro. Y así anduvieron por espacio de más de ciento veinte millas, sin parar de subir y bajar; el globo, nuevo peñasco de Sísifo, descendía incesantemente; las formas del aeróstato, poco hinchado, se alargaban, y el viento formaba bolsas en sus paredes.
Kennedy no pudo evitar comentario.
-¿Tiene el globo alguna fisura? -preguntó.
-No -respondió el doctor-; pero sin duda, con el calor, la gutapercha se ha reblandecido o derretido, y el hidrógeno se escapa por el tejido del tafetán.
-¿Y cómo impedir que se escape?
-De ninguna manera. No podemos hacer más que aligerar peso; arrojemos fuera de la barquilla. cuanto podamos arrojar.
-Pero ¿qué hemos de arrojar? -preguntó el cazador, recorriendo con su mirada la barquilla, ya muy desprovista.
-Desprendámonos de la tienda que pesa bastante.
(...)
El globo se había elevado algo, pero enseguida resultó evidente que no perdía su tendencia a descender.
-Bajemos -dijo Kennedy- y veamos qué se puede hacer con la envoltura.
-Te lo repito, Dick, aquí no hay medio de repararla.
-¿Cómo nos las arreglaremos, pues?
-Sacrificaremos todo lo que no sea absolutamente indispensable. Quiero evitar a toda costa un alto en estos sitios. Los bosques sobre los cuales pasamos en este momento, tocando casi la copa de los árboles, no tienen nada de seguros.
(...)
-No caeremos -dijo Joe-, aunque para elevar el Victoría tengamos que sacrificar hasta nuestros zapatos.
-No estamos lejos del río -dijo el doctor-; pero me temo que nuestro globo no podrá llevarnos más allá.
-Lleguemos a la orilla -replicó el cazador- y eso habremos ganado.
-Es precisamente lo que intentamos hacer -dijo el doctor-. Pero me inquieta una cosa.
-¿ Cuál?
~Tendremos que salvar montañas, y resultará muy difícil, ya que no puedo aumentar la fuerza ascensional del aeróstato ni siquiera, produciendo el mayor calor posible.
-Aguardemos a ver qué ocurre -dijo Kennedy.
(...)
Aquellos obstáculos tan peligrosos parecían acercarse con extrema rapidez, o, mejor dicho, el viento que era muy fuerte, precipitaba al Victoria hacia los agudos picos. Era preciso elevarse a toda costa; de lo contrario, se estrellarían.
-Vaciemos la caja de agua -dijo Fergusson-. Conservemos tan sólo el líquido estrictarriente necesario para un día.
-¡Ya está! -dijo Joe.
-¿Sube ahora el globo? -preguntó Kennedy.
-Algo, unos cincuenta pies -respondió el doctor, que no apartaba la vista del barómetro-. Pero no es suficiente.
Parecía, en efecto, que las altas cumbres salían al encuentro de los viajeros para precipitarse contra ellos. Éstos se hallaban muy lejos de dominarlas; todavía les faltaban más de quinientos pies. También arrojaron la provisión de agua del soplete, de la cual no se conservaron más que algunas pintas; pero todavía no fue suficiente.
Y sin embargo, hemos de pasar -dijo el doctor.
-Echemos las cajas, ya que las hemos vaciado -dijo Kennedy.
-Echémoslas.
-¡Ya está! -gritó Joe-. ¡Qué triste es desaparecer trozo a trozo!
(...)
«Dentro de diez minutos -se dijo el doctor-, nuestra barquilla se habrá estrellado contra las rocas si no logramos elevarnos lo suficiente.»
-¿Qué hacemos, señor? -preguntó Joe.
-Guarda sólo la provisión de pemmican y arroja toda la carne, que es lo que más pesa.
El globo se desprendió de otras cincuenta libras de peso y se elevó muy sensiblemente, lo que de nada le servía si no conseguía situarse sobre la línea de montañas. La situación era espantosa. El Victoria corría con una rapidez suma e iba a hacerse trizas. El choque no podía dejar de ser terrible.
El doctor registró la barquilla con la mirada.
Estaba prácticamente vacía.
-¡Por si acaso, Dick, disponte a sacrificar tus armas!
-¡Sacrificar mis armas! -respondió el cazador, conmovido.
-Amigo Dick, no te lo pediría si no fuese necesario.
-¡Samuel! ¡Samuel!
-¡Tus armas y tus municiones pueden costarnos la vida!
-¡Nos acercamos! -exclamó Joe-. ¡Nos acercamos!
¡Diez toesas! La montaña todavía superaba al Victoria en diez toesas.
Joe cogió las mantas y las tiró; y, sin decir una palabra a Kennedy, tiró también algunos paquetes de balas y perdigones.
(...)
El doctor Fergusson determinó su posición por la altura de las estrellas; se encontraban a veinticinco millas escasas del Senegal.
-Todo lo que podemos hacer, amigos míos -declaró, después de examinar el mapa-, es pasar el río; pero como en él no hay ni puentes ni barcas, lo hemos de cruzar en globo a toda costa, y al efecto debemos aligerarlo aún más.
-Pues no sé cómo lo haremos -replicó el cazador, que temía por sus armas-, a no ser que uno de nosotros se decida a sacrificarse, a quedarse atrás... Y, en esta ocasión, yo reclamo esa gloria.
(...)
-Eso es lo mejor -dijo Joe-. Un paseíto no nos vendría mal.
-Pero, antes -repuso el doctor-, echaremos mano de un último medio para aligerar nuestro Victoria.
-¿Cuál? -preguntó Kennedy-. Estoy en ascuas deseando conocerlo.
-Debemos desprendernos de las cajas del soplete, de la pila de Bunsen y del serpentín que nos obligan a arrastrar por los aires novecientas libras.
-Pero, Samuel, ¿cómo obtendrás luego la dilatación del gas?
-De ninguna manera; nos las arreglaremos sin ella.
-Pero...
-Oídme, amigos: he calculado muy exactamente lo que nos queda de fuerza ascensional, y es suficiente para transportarnos a los tres con los pocos objetos que llevamos. No pesaremos más de quinientas libras, incluidas las anclas, que tengo interés en conservar.
(...)
-Os repito, amigos míos, que aunque reconozco la gravedad de la determinación, hemos de sacrificar nuestro aparato.
-¡Sacrifiquémoslo! -replicó Kennedy.
-¡Manos a la obra! -dijo Joe.
(...)
-¿Qué vamos a echar? -preguntó Joe.
-Todo el pemmican que queda. Serán treinta libras menos de peso.
-¡Pues allá va! -dijo Joe, obedeciendo las órdenes de su señor.
La barquilla, que casi llegaba al suelo, subió entre el griterío de los talibas; pero, media hora después, el Victoria volvía a bajar rápidamente.
El gas se escapaba por los poros de sus paredes.
(...)
-Joe, echa nuestra reserva de aguardiente -ordenó el doctor-, nuestros instrumentos, todo lo que pese, por poco que sea, y también el ancla.
Joe arrancó los barómetros y los termómetros; pero todo eso suponia muy poco, y el globo, que subió momentáneamente, no tardó en volver a tocar el suelo Los talibas corrían tras ellos y no estaban ya más que a doscientos pasos.
-¡Echa las dos escopetas! -exclamó el doctor.
(...)
-¡El Cielo nos abandona! -dijo Kennedy-. ¡Vamos a caer!
Joe no respondió, no hacía más que mirar a su señor.
-¡No! -dijo éste-. Aún podemos desprendernos de más de ciento cincuenta libras.
-¿Dónde están? -preguntó Kennedy, pensando que el doctor se había vuelto loco.
-¡La barquilla! -respondió éste-. Colguémonos de la red. Las mallas nos sostendrán y
llegaremos al río. ¡Pronto! ¡Pronto!
Y aquellos hombres audaces no vacilaron en intentar semejante medio de salvación. Se colgaron de las mallas de la red, tal como había indicado el doctor, y Joe, sosteniéndose con una mano, cortó con la otra las cuerdas de la barquilla, la cual cayó en el momento preciso en que el aeróstato iba a desplomarse definitivamente.
(...)
De repente, después de haber pasado la colina, el doctor exclamó:
-¡El río! ¡El río! ¡El Senegal!
En efecto, a una distancia de dos millas fluía una extensa corriente de agua. La orilla opuesta, baja y fértil, ofrecía una retirada segura y un lugar favorable para el descenso. -Un cuarto de hora más -dijo Fergusson-, y a salvo.
Pero, desgraciadamente, el globo vacío caía poco a poco sobre un terreno casi enteramente desprovisto de vegetación, compuesto de largas pendientes y llanuras pedregosas, donde no se velan mas que algunos matorrales y una hierba espesa que el ardor del sol había secado. El Victoria tocó varias veces el suelo y volvió a elevarse; pero sus saltos disminuían en extensión y altura, y en el último se quedó enganchado por la parte superior de la red a las altas ramas de un baobab aislado, único árbol en medio de aquel terreno desierto.
-¡Todo ha concluido! -exclamó el cazador.
-Y a cien pasos del río -dijo Joe.
Los tres desdichados saltaron a tierra y el doctor condujo a sus dos compañeros hacia el Senegal.
(...)
-Como no tenemos gas, cruzaremos el río utilizando aire caliente.
-¡Ah, mi querido Samuel! -exclamó Kennedy-. ¡Eres verdaderamente un gran hombre!
Joe y Kennedy pusieron manos a la obra y en un momento reunieron una enorme pila de hierba junto al baobab.
Entretanto, el doctor había agrandado el orificio del aeróstato cortando su parte inferior, tras haber hecho salir por la válvula el poco hidrógeno que aún pudiera contener; despues amontono cierta cantidad de hierba seca bajo la envoltura y le prendió fuego.
No hace falta mucho tiempo para hinchar un globo con aire caliente. Una temperatura de 1800, es suficiente para disminuir a la mitad, enrareciéndolo, el peso del aire que contiene, de manera que el Victoria empezó a recobrar sensiblemente su forma redondeada. La hierba abundaba; el doctor activaba el fuego y el volumen del aeróstato aumentaba visiblemente.
(...)
Diez minutos después, unas sacudidas indicaron la tendencia del globo a elevarse. Los talibas se acercaban; estaban apenas a quinientos pasos.
-Agarraos bien -exclamó Fergusson.
-¡No tema, señor, no!
Y el doctor, con el pie añadió más hierba a la hoguera.
El globo, totalmente dilatado por el aumento de temperatura, se elevó rozando las ramas del baobab.
(...)
Gritos de rabia imposibles de reproducir acompañaron la ascensión del globo, que subió cerca de ochocientos pies. Se apoderó de él un viento fuerte que le hizo oscilar de manera alarmante, mientras el intrépido doctor y sus dignos compañeros contemplaban bajo sus pies el abismo de las cataratas.
Diez minutos después, sin haber hablado una palabra, los intrépidos viajeros descendian poco a poco al tiempo que se acercaban a la otra orilla.
Allí, sorprendido, maravillado, atónito, había un grupo de unos diez hombres con uniforme francés. júzguese cuál sería su asombro al ver elevarse aquel globo en la margen derecha del río. Casi creyeron en un fenómeno celeste. Pero sus jefes, que eran un teniente de Marina y un alférez de navío, conocían por los periódicos de Europa la audaz tentativa del doctor Fergusson y al momento comprendieron el suceso.
El globo, deshinchándose poco a poco, descendía con los atrevidos aeronautas colgados de su red; pero era muy dudoso que pudiese llegar a tierra, por lo que los franceses se echaron al río y recibieron en sus brazos a los tres ingleses en el momento de bajar el Victoria a algunas toesas de la orilla izquierda del Senegal.
-¡El doctor Fergusson! -dijo el teniente.
-El mismo -respondió tranquilamente el doctor-, y sus dos amigos.
Los franceses llevaron a los viajeros a la orilla del río, mientras que el globo, medio deshinchado y arrastrado por una corriente rápida, fue a sepultarse como una inmensa burbuja, con las aguas del Senegal, en las cataratas de Gouina.
-¡Pobre Victoria! -exclamó Joe.
El doctor no pudo reprimir una lágrima; abrió los brazos, y sus dos amigos se precipitaron hacia él profundamente conmovidos.
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