Por eso no se pueden tratar por separado la humanidad y la conservación del medio que hace posible su existencia.
Muchos "partidos verdes" están perfectamente integrados en el mismo sistema que causa los estragos que les preocupan. No pasan de propugnar un "capitalismo verde" que separa radicalmente la ecología humana de la ecología en general. No se atreven, o no quieren.
Los países emergentes, inmersos en el gran mercado mundial, se enfrentan a un difícil dilema: desarrollar sus potencialidades humanas o conservar prístino el medio natural "salvaje". Por eso sus políticas no están exentas de contradicciones. Y es muy fácil atacarlas desde la postura interesada del "capitalismo verde".
Aborda el autor unas realidades que no debemos pasar por alto:
- Los problemas medioambientales están "geográficamente democratizados" porque no entienden de fronteras.
- Pero no afectan a todos por igual.
- Los países centrales disponen de medios tecnológicos para combatirlos, y económicos para que sus necesidades básicas sigan siendo atendidas en medio de los desastres.
- Los países pobres no disponen de esos medios ni de capacidad económica para cubrir los daños (aunque algunos, como Cuba, se las apañan mejor que otros).
- Los mayores causantes de los problemas (países ricos y clases sociales acomodadas) son los que menos los sufren.
- Tanto en unos como en otros países, pero mayormente en los más pobres, las clases ricas están menos expuestas a los desastres naturales. Los menos pudientes viven en las zonas de mayor riesgo.
- El "mercado del carbono" y los diferentes incentivos para la conservación de los bosques aspiran a preservar una naturaleza idealizada, alimentando al tiempo las causas de su degradación.
- La ideología ecologista más común en el mundo desarrollado disocia los problemas medioambientales y sociales. Hay más interés (aunque realmente no tanto como dicen) por la naturaleza "salvaje" que por la "humanizada" por el modo de producción vigente.
Parque Nacional Yasuni |
Rebelión
¿Puede la naturaleza
hablar? ¿Puede la naturaleza contarnos los males que le afectan?
Descontando el lenguaje verbal creado por el ser humano, la naturaleza
no verbaliza; lo que sí tiene es una capacidad infinita de comunicar,
mediante otros lenguajes no proposicionales, un conjunto de conmociones
que la están perturbando. El calentamiento global es uno de estos
cambios dramáticos que a diario la naturaleza nos informa. Cambios
abruptos del clima, sequias en regiones anteriormente húmedas; deshielo
de glaciales, cataclismos ambientales, huracanes con fuerza nunca antes
vista, desbordes crecientes de ríos., etc., son solo unos de los cuantos
efectos comunicacionales con los que la naturaleza informa de lo que le
está sucediendo.
No obstante, la manera en que las catástrofes ambientales afectan la vida de la humanidad no es homogénea ni equitativa; mucho menos lo es la responsabilidad que cada ser humano tiene en su origen.
No obstante, la manera en que las catástrofes ambientales afectan la vida de la humanidad no es homogénea ni equitativa; mucho menos lo es la responsabilidad que cada ser humano tiene en su origen.
Clase y raza medioambiental
En la última década, se puede constatar que las catástrofes naturales
más importantes están presentes por todo el globo terráqueo, sin
diferenciar continentes o países; en ese sentido, existe una especie de democratización geográfica del cambio climático.
Sin embargo, los daños y efectos que esos desastres provocan en las
sociedades, claramente están diferenciados por país, clase social e
identificación racial. De manera consecutiva, hemos tenido en el periodo
2014-2016, los años más calurosos desde 1880, lo que explica la
disminución en el ritmo de lluvias en muchas partes del planeta. Aun
así, los medios materiales disponibles para soportar y remontar estas
carencias y, por tanto, los efectos sociales resultantes de los
trastornos ambientales, son abismalmente diferentes según el país y la
condición social de las personas afectadas. Por ejemplo, ante la escasez
de agua en California, la gente se vio obligada a pagar hasta un 100%
más por el líquido elemento, aunque esto no afectó su régimen de vida.
En cambio, en el caso de la Amazonía y las zonas de altura del
continente latinoamericano se tuvo una dramática reducción del acceso a
los recursos hídricos para las familias indígenas, provocando malas
cosechas, restricción en el consumo humano de agua y ‒especialmente en
la Amazonía‒ parálisis de gran parte de la capacidad productiva
extractiva con la que las familias garantizaban su sustento anual.
Asimismo, el paso del huracán Katrina por la ciudad de Nueva Orleans en
2005, dejó más de dos mil muertos, miles de desaparecidos y un millón
de personas desplazadas. Pero los efectos del huracán no fueron los
mismos para todas las clases e identidades étnicas. Según el sociólogo
P. Sharkey [1], el 68% de las personas fallecidas y el 84% de
las desaparecidas eran de origen afroamericano. Ello, porque en las
zonas propensas a ser inundadas, donde el valor de la tierra es menor,
viven las personas de menos recursos; mientras que los que habitan en
las zonas altas son los ricos y blancos.
En este y en todos los
casos, la vulnerabilidad y el sufrimiento se concentran en los más
pobres (indígenas y negros), es decir, en las clases e identidades
socialmente subalternas. De ahí que se pueda hablar de un enclasamiento y racialización de los efectos del cambio climático.
Entonces, los medios disponibles para una resiliencia ecológica ante
los cambios medioambientales dependen de la condición socioeconómica del
país y de los ingresos monetarios de las personas afectadas. Y, dado
que estos recursos están concentrados en los países con las economías
dominantes a escala planetaria y en las clases privilegiadas, resulta
que ellas son las primeras y únicas capaces de soportar y disminuir en
su vida esos impactos, comprando casas en zonas con condiciones
ambientales sanas, accediendo a tecnologías preventivas, disponiendo de
un mayor gasto para el acceso a bienes de consumo imprescindibles, etc.
En cambio, los países más pobres y las clases sociales más vulnerables,
tienden a ocupar espacios con condiciones ambientales frágiles o
degradadas, carecen de medios para acceder a tecnologías preventivas y
son incapaces de soportar variaciones sustanciales en los precios de los
bienes imprescindibles para sostener sus condiciones de vida. Por
tanto, la democratización geográfica de los efectos del calentamiento
global se traduce, instantáneamente, en una concentración nacional,
clasista y racial del sufrimiento y el drama causados por los efectos
climáticos.
Este enclasamiento racializado del impacto
medioambiental se vuelve paradójico e incluso moralmente injusto cuando
se comparan los datos de las poblaciones afectadas y de las poblaciones
causantes o de mayor incidencia en su generación.
La nueva
etapa geológica del antropoceno ‒un concepto propuesto por el Premio
Nobel de Química, P. Crutzen‒, caracterizada por el impacto del ser
humano en el ecosistema mundial, se viene desplegando desde la
Revolución Industrial a inicios del siglo XVIII. Y, desde entonces,
primero Europa, luego Estados Unidos, y en general las economías
capitalistas desarrolladas y colonizadoras del norte, son las
principales emisoras de los gases de efecto invernadero que están
causando las catástrofes climáticas. Sin embargo, los que sufren los
efectos devastadores de este fenómeno son los países colonizados,
subordinados y más pobres, como los de África y América Latina, cuya
incidencia en la emisión de CO2 es muchísimo menor.
Según datos del Banco Mundial [2],
Kenia contribuye con el 0,1% de los gases de efecto invernadero, pero
las sequías provocadas por el impacto del calentamiento global llevan a
la hambruna a más del 10% de su población. En cambio, en EEUU, que
contribuye con el 14,5%, la sequía solo provoca una mayor erogación de
los gastos en el costo del agua, dejando intactas las condiciones
básicas de vida de su ciudadanía. En promedio, un alemán emite 9,2
toneladas de CO2 al año; en tanto que un habitante de Kenia, 0,3
toneladas. No obstante, quien lleva en sus espaldas el peso del impacto
ambiental es el ciudadano keniano y no el alemán. Datos similares se
puede obtener comparando el grado de participación de los países del
norte en la emisión de gases de efecto invernadero, como Holanda (10 TM
por persona/año), Japón (7 TM), Reino Unido (7,1 TM), España 5 TM),
Francia 8% TM), pero con alta resilencia ecológica; frente a países del
sur con baja participación en la emisión de gases de efecto invernadero,
como Bolivia (1,8 TM), Paraguay (0,7 TM), India (1,5 TM), Zambia (0,2
TM), etc., pero atravesados de dramas sociales producidos por el cambio
climático. Existe, entonces, una oligarquización territorial de la
producción de los gases de efecto invernadero, una democratización
planetaria de los efectos del calentamiento global, y una desigualdad
clasista y racial de los sufrimientos y efectos de las conmociones
medioambientales.
Medioambientalismos coloniales
Si la naturaleza comunica los impactos de la acción humana en su
metabolismo de una forma jerarquizada, también existen ciertos conceptos
referidos al medioambiente, parcializados de una manera todavía más
escandalosa; o, peor aún, que legitiman y encubren estas focalizaciones
regionales, clasistas y raciales.
Como señala McGurty [3]
para el caso norteamericano en la década de los 70 del siglo XX, lo que
hizo posible que el debate público sobre las demandas sociales de las
minorías étnicas urbanas, e incluso del movimiento obrero sindicalizado,
fuera soslayado, llevando a que la “temática social” perdiera fuerza de
presión frente al gobierno, fue un tipo de discurso medioambientalista.
Un nuevo lenguaje acerca del medio ambiente, cargado de una asepsia
respecto a las demandas sociales, que ciertamente puso sobre la mesa una
temática más “universal”, pero con responsabilidades “adelgazadas” y
diluidas en el planeta; a la vez que distantes política y económicamente
respecto a las problemáticas de las identidades sociales (obreros,
población negra). Aspecto que no deja de ser celebrado por las grandes
corporaciones y el gobierno que ven encogerse así sus deudas sociales
con la población.
Por otra parte, el sociólogo francés Keucheyan [4]
subraya cómo en ciertos países como Estados Unidos, el “color de la
ecología no es verde sino blanco”; no solo por la mayoritaria condición
social de los activistas ‒por lo general, blancos, de clase media y
alta‒, sino también por la negativa de sus grandes fundaciones a
involucrarse en temáticas medioambientales urbanas que afectan
directamente a los pobres y las minorías raciales.
Al parecer,
la naturaleza que vale la pena salvar o proteger no es “toda” la
naturaleza ‒de la que las sociedades son una parte fundamental‒, sino
solamente aquella naturaleza “salvaje” que se encuentra esterilizada de
pobres, negros, campesinos, obreros, latinos e indios, con sus
molestosas problemáticas sociales y laborales.
Todo ello
refleja, pues, la construcción de una idea sesgada de naturaleza de
clase, asociada a una pureza original contrapuesta a la ciudad, que
simboliza la degradación. Así, para estos medioambientalistas, las
ciudades son sucias, caóticas, oscuras, problemáticas y llena de pobres,
obreros, latinos y negros, mientras que la naturaleza a proteger es
prístina y apacible, el santuario imprescindible donde las clases
pudientes, que disponen de tiempo y dinero para ello, pueden
experimentar su autenticidad y superioridad.
En los países
subalternos, las construcciones discursivas dominantes sobre la
naturaleza y el medioambiente comparten ese carácter elitista y
disociado de la problemática social, aunque incorporan otros tres
componentes de clase y de relaciones de poder.
En primer lugar
se encuentra el estado de auto-culpabilización ambiental. Eso quiere
decir que la responsabilidad frente al calentamiento global la
distribuyen de manera homogénea en el mundo. Por tanto, talar un árbol
para sembrar alimentos tiene tanta incidencia en el cambio climático
como instalar una usina atómica para generar electricidad. Y como en la
mayoría de los países subalternos existe una apremiante necesidad de
utilizar los recursos naturales para aumentar la producción alimenticia u
obtener divisas a fin de acceder a tecnologías y superar las precarias
condiciones de vida heredadas tras siglos de colonialidad, entonces,
para estas corrientes ambientalistas, los mayores responsables del
calentamiento global son estos países pobres que depredan la naturaleza.
No importa que su contribución a la emisión de gases de efecto
invernadero sea del 0,1% o que el impacto de los millones de coches y
miles de fábricas de los países del norte afecte 50 o 100 veces más al
cambio climático. Surge así una especie de naturalización de la acción
anti-ecológica de la economía de los países ricos, de sus consumos y de
su forma de vida cotidiana, que en realidad son las causantes históricas
de las actuales catástrofes naturales. Dicha esquizofrenia ambiental
llega a tales extremos, que se dice que la reciente sequía en la
Amazonía es responsabilidad de unos cientos de campesinos e indígenas
que habilitan sus parcelas familiares para cultivar productos
alimenticios y no, por ejemplo, del incesante consumo de combustibles
fósiles que en un 95% proviene de una veintena de países del norte,
altamente industrializados.
La financiarización de la plusvalía medioambiental
Un segundo componente de esta construcción discursiva de clase es una
especie de “financiarización medioambiental”. En los países capitalistas
desarrollados ha surgido una economía de seguros, expansiva y altamente
lucrativa, que protege a empresas, multinacionales, gobiernos y
personas de posibles catástrofes ambientales. Así, el desastre ambiental
ha devenido en un lucrativo y ascendente negocio de aseguradoras y
reaseguradoras que protegen las inversiones de grandes empresas, no solo
de crisis políticas, sino de cataclismos naturales mediante un mercado
de “bonos catástrofe” [5], volviendo al capital “resilente” al
calentamiento global. Paralelamente a ello, en los países subalternos
emerge un amplio mercado de empresas de transferencia de lo que hemos
venido a denominar plusvalía medioambiental.
A través de
algunas fundaciones y ONG, las grandes multinacionales del norte
financian, en los países pobres, políticas de protección de bosques.
Todo, a cambio de los Certificados de Emisión Reducida (CER) [6]
que se cotizan en los mercados de carbono. De esta manera, por una
tonelada de CO2 que se deja de emitir en un bosque de la Amazonía
gracias a unos miles de dólares entregados a una ONG que impide su uso
agrícola, una industria norteamericana o alemana de armas, autos o
acero, que utiliza como fuente energética al carbón y emite gases de
efecto invernadero, puede mantener inalterable su actividad productiva
sin necesidad de cambiar de matriz energética o de reducir su emisión de
gases ni mucho menos parar la producción de sus mercancías
medioambientalmente depredadoras. En otras palabras, a cambio de 100.000
dólares invertidos en un alejado bosque del sur, la empresa puede ganar
y ahorrar cientos de millones de dólares, manteniendo la lógica de
consumo destructiva inalterada.
Así, hoy el capitalismo depreda
la naturaleza y eleva las tasas de ganancia empresarial. Convierte la
contaminación en un derecho negociable en la bolsa de valores. Hace de
las catástrofes ambientales provocadas por la producción capitalista, una contingencia sujeta a un mercado de seguros. Y finalmente transforma
la defensa de la ecología en los países del sur, en un redituable
mercado de bonos de carbono concentrado por las grandes empresas y
países contaminantes. En definitiva, el capitalismo esta subsumiendo de
manera formal y real la naturaleza, tanto en su capacidad creativa, como
el mismísimo proceso de su propia destrucción.
Por último, el colonialismo ambiental recoge de su alter ego del norte
el divorcio entre naturaleza y sociedad, con una variante. Mientras que
el ambientalismo dominante del norte propugna una contemplación de la
naturaleza purificada de seres humanos ‒su política de exterminio de
indígenas le permite ese exceso‒, el ambientalismo colonizado, por la
fuerza de los hechos, se ve obligado a incorporar en este tipo de
naturaleza idealizada, a los indígenas que inevitablemente habitan en
los bosques. Pero no a cualquier indígena porque, para ellos, el que
cultiva la tierra para vender en los mercados, el que reclama un
colegio, hospital, carretera o los mismos derechos que cualquier
citadino, no es un verdadero sino un falso indígena, un indígena a
“medias”, en proceso de campesinización, de mestización; por tanto, un
indígena “impuro”. Para el ambientalismo colonial, el indígena
“verdadero” es un ser carente de necesidades sociales, casi camuflado
con la naturaleza; ese indígena fósil de la postal de los turistas que
vienen en busca de una supuesta “autenticidad”, olvidando que ella no es
más que un producto de siglos de colonización y despojo de los pueblos
del bosque.
En síntesis, no hay nada más intensamente político
que la naturaleza, la gestión y los discursos que se tejen alrededor de
ella. Lo lamentable es que en ese campo de fuerzas, las políticas
dominantes sean, hasta ahora, simplemente las políticas de las clases
dominantes. Por eso, aun son largos el camino y la lucha que permitan el
surgimiento de una política medioambiental que, a tiempo de fusionar
temáticas sociales y ecológicas, proyecte una mirada protectora de la
naturaleza desde la perspectiva de las clases subalternas, en lo que
alguna vez Marx denominó una acción metabólica mutuamente vivificante
entre ser humano y naturaleza [7] .
[1]
P. Sharkey, “Survival and death un New Orleans: an empirical look at
the human impact of Katrina”, en Journal of Black Studies, 2007; 37;
482. En:
[2] Databank-Banco Mundial 2013.
[3] E. McGurty, Transforming Environmentalism, Rutgers University Press, New Brunswick, 2007.
[4] R. Keucheyan, La naturaleza es un campo de batalla, Clave Intelectual, España, 2016.
[5]
Banco Mundial, “Seguro contra riesgo de desastres naturales: Nueva
plataforma de emisión de bonos de catástrofes”, en
[6] BID/ BALCOLDEX, “Guía en Cambio Climático y
Mercados de Carbono”, en
[7] Marx, El Capital, Tomo III; Ed. Siglo XXI, pág. 1044, México, 1980.
"Un súbito e irrefrenable amor por la naturaleza a irrumpido en los tiernos corazones de políticos, financieros y empresarios. Todos ellos, sin excepción, tienen entre sus más urgentes prioridades la de preservar el medio ambiente “para disfrute y bienestar de las generaciones futuras” (¡Ja!). Hoy no hay discurso ni producto, ya sea político, industrial o financiero, que no incluya el muy responsable y no menos enternecedor marchamo de “ecológico” y “natural”. Todo es ecológico hoy en día: el AVE, las autovías, los campos de golf, la industria del automóvil, la urbanización de las costas… Tras enormes esfuerzos y fabulosas inversiones, se ha logrado salvar de la extinción a un buen número de linces, pandas, cacatúas, lobos y tortugas. Pero dicha inversión, claro está, hay que rentabilizarla mediante una variada mercadotecnia, bien sazonada por la publicidad del generoso y desinteresado patrocinador de turno, rentabilidad que abarca exenciones fiscales, subvenciones, documentales, fascículos coleccionables, zoológicos, reservas, parques temáticos, etc., etc. Y todo ello, claro está, utilizado como reclamo turístico por la abominable industria del ocio ('turs operators', hoteles, restaurantes…). De la ecología, como del marrano, los amos del capital aprovechan hasta el rabo."
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