La añoranza de un tiempo pasado, idealizado muchas veces, hace vibrar alguna misteriosa cuerda del alma. Los recuerdos de la juventud vuelven de la mano de cualquier encuentro casual. Un libro, una fotografía, una música...
A veces es el recuerdo de algo que ya era entonces un recuerdo de otros. No podemos revivir aquel tiempo que fue, y lo recreamos, como antes lo recrearon ellos. Hallamos matices que en su momento ocultaría la hojarasca de la vulgaridad cotidiana. En cada presente se deja correr sin más lo que luego se evocará con un sentimiento de nostalgia.
Los recuerdos forman una cadena. Recordamos los que recordaban nuestros padres o nuestros abuelos. Los recuerdos originales se fueron con ellos, pero todavía vive en nosotros alguna copia desvaída. La valoramos, como lo haríamos con un precioso manuscrito.
La película Medianoche en París recoge muy bien lo que quiero decir, con sus imposibles viajes al pasado, cada vez más lejano.
La música de Francisco Tárrega me devuelve lo que sentía al escucharla hace muchos años. También él recogía frutos anteriores, como la de Fernando Sor. Y en ambos renace el saber de Esteban Daza, uno de los últimos vihuelistas del siglo XVI. Todos, como alquimistas en su laboratorio, quintaesenciaron lo popular de sus épocas, mezclando además cada uno, sutilmente, los ingredientes llegados de otras.
Cuán necesitados estamos de ese sosiego, de esos armónicos silencios, de esa calma tan sabiamente opuesta a la vorágine de nuestros días...
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