El negacionismo, ese desafío permanente a la salud que sabotea la lucha contra una enfermedad tan peligrosa y contagiosa, no bebe de una única fuente. Confluyen en él los intereses de sectores dañados tanto por la pandemia como por las medidas que se toman para frenarla, con otros de pugna política a corto plazo, y también un libertarismo que identifica la libertad con el mantenimiento de hábitos y costumbres que chocan con esta realidad.
El malestar es el elemento común, que conduce a una indignación desenfocada, incapaz de identificar las causas reales del mismo. Hábilmente manejado por aventureros políticos, es una de las alternativas de que disponen los que concentran riqueza y poder, cuando fallan otras, como cortafuegos para frenar el incendio que puede acabar con su situación privilegiada.
Publicado originalmente en la revista digital de vella a bella, ofrezco aquí la traducción al castellano de este breve artículo.
Todas las revoluciones de la Historia han seguido a grandes crisis. El malestar es el fermento de la rebeldía. Pero no todas las rebeldías conducen a la revolución. En nuestro tiempo, en medio de esta pandemia que azota a todos los países, con sus consecuencias trágicas que no solamente se traducen en contagios y muertes, se recrudece el fenómeno variopinto de la indignación.
En su base se halla el malestar económico. En él coinciden los propietarios que pierden sus negocios con sus empleados, unidos contra restricciones inevitables. Todo lo que se basa en los viajes y el turismo sufre los diversos confinamientos, sean domiciliarios o perimetrales, por países enteros o en espacios menores. La hostelería se resiente y muchas empresas van a la ruina. Aún las tímidas restricciones horarias o de aforo son percibidas como un dogal que amenaza su supervivencia. Este y otros sectores se rebelan contra las medidas que se les imponen.
Si estos se oponen por razones económicas, otros lo hacen porque “se coarta su libertad”. Para ellos la libertad es el cachondeo. Para mí, la libertad es otra cosa.
A unos les va literalmente la vida. A otros, la diversión. Pero hay un cemento que unifica fácilmente todas las protestas, y es la ideología. Algo tenían en común los que asaltaron el Capitolio. Era en este caso la defensa grupal de unas ventajas, reales para algunos, imaginarias para la mayoría, que les confiere la raza, unidas a una historia mitificada.
También había un componente ideológico, conciencia de clase alta, en los que se manifestaban hace meses en Núñez de Balboa. En este caso estaba clara la intención de tumbar a un gobierno que no les gustaba, y bien sabían por qué…
A lo largo de todo el año se han producido extrañas confluencias políticas. Recordemos el pulso quincenal que obligaba al gobierno a juegos malabares para prolongar el estado de alarma. Esta táctica de acoso y derribo de unos, el chalaneo permanente de otros, actuó como un cable de parada, ese mecanismo que se emplea en los portaaviones para frenar una aeronave que aterriza. La fuerza inicial se quedó por el camino, y finalmente las comunidades autónomas recuperaron sus competencias y actuó cada cual como mejor le parecía. Siempre por detrás de los acontecimientos, nunca anticipándose realmente a ellos.
Pasan los meses, ahora la cosa no está tan clara, la preocupación es mayor. Comunidades que rechazaban el confinamiento ahora lo exigen. Pero el gustillo de la protesta permanece en mucha gente, porque su pensamiento liberal se opone a cualquier freno, con el único límite del miedo insuperable a una fuerte represión. Probablemente haya algo de “kale borroka”, de la emoción de sentirse heroicos, en algunos de los que protestan. Rebeldes sin causa, o con causa difusa y diversa.
Negacionismo es el término impreciso que unifica a esos protestantes de rebaño. Niegan sobre todo la realidad. No la ven porque no la quieren ver. A cambio, imaginan imposibles conspiraciones, absurdas, mantenidas “en secreto” por chinos, rusos y americanos, por los Estados y las farmacéuticas (con independencia de que estas hagan sin comerlo ni beberlo el negocio del siglo), las multinacionales, la prensa, los extraterrestres, si hace falta. Ese cemento imaginario que ven en el origen y el desarrollo de la pandemia refleja el que los une a ellos en la protesta.
Si la rebelión sigue a la crisis es de esperar que la rebeldía crezca más y más al agravarse. Ahora mismo, en España, por término medio, aunque con muchas diferencias por regiones o barrios, una de cada cuatro personas con las que te cruces por la calle será un pobre. Una de cada nueve, un pobre de solemnidad.
Con las crisis crece la desigualdad. Una minoría aumenta su riqueza, aprovechando las necesidades de la mayoría que se empobrece. Siempre se espera que todo pase, ver “la luz al final del túnel”. Pero cuando esta situación pase, la recuperación será difícil, porque ya están aquí la crisis climática, la de los residuos y la contaminación, la de la energía y los minerales, la deforestación. Y a causa de todas ellas, otras pandemias en las que se producirán nuevas rebeldías.
Un movimiento guiado exclusivamente por la indignación, común a gentes muy diversas en sus ideas e intereses, que imaginan ser un cuerpo coherente, conduce a fenómenos patológicos como el trumpismo, que ha venido para quedarse, y otros muchos movimientos de extrema derecha que se consolidan por doquier. Son espoleados por sectores influyentes, que los ven como una barrera contra otras rebeliones, igual que un fuego bien manipulado puede servir de cortafuegos en un incendio.
La situación se parece, por encima de diferencias de época y coyuntura histórica, a la vivida hace un siglo con el auge del fascismo, teñido también de rebeldía popular.
Este fascismo, incipiente pero ya vigoroso, puede adoptar incluso una ideología ecofascista, porque en este planeta menguante “no cabemos todos”. Claro que sin una “retirada ordenada” de las posiciones crecentistas inherentes al capitalismo, que respete los derechos de los que se pretende excluir a la mayoría de la humanidad, la guerra desatada de todos contra todos conducirá a un declive aún más abrupto.
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