Si el primero se recalienta, el segundo está que arde.
Poco que añadir a los argumentos desarrollados en este artículo. De un plumazo el militarismo rampante acaba con la preocupación por la cacareada sostenibilidad. Acapara recursos de todo tipo, sustrayéndolos a las de por sí menguadas posibilidades de enderezar la ruta fatal por la que esta civilización se dirige al despeñadero.
Todo ello ha sido concienzudamente preparado desde hace mucho para mantener el dominio mundial de un solo país, el más depredador. Ni siquiera eso es exacto, porque solo se trata de salvar a la élite capitalista que lo controla. La alcanzará también el problema, pero hace lo posible y lo imposible para retrasar su propio final. Pero "después de mí, el diluvio".
Cualquiera que no cierre los ojos ni el entendimiento puede enterarse que el final de la Guerra Fría acabó con la razón de ser de la OTAN, pero había que mantenerla a toda costa para justificar el gran tinglado financiero-militar-industrial que engrasa y hace huir hacia delante al capitalismo. El militarismo, además, acaba con las libertades, porque ante la amenaza de guerra todo el que se le oponga es un peligroso quintacolumnista.
Rearme versus acción climática y ecosocial
Antropólogo social, miembro de Ecologistas en Acción y escritor
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La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, habla en la Academia de Oficiales del Ejército en el Castillo de Frederiksberg, Dinamarca. Ritzau Scanpix/Emil Helms vía REUTERS |
El gasto militar de los países no ha hecho otra cosa más que crecer en las últimas décadas. El flujo de exportaciones e importaciones de armas había bajado entre 1980 y el año 2000, pero después ha crecido de forma continuada, según los datos que aporta el Instituto de Investigaciones por la Paz de Estocolmo. Cada vez se destinan más presupuestos y más recursos a la fabricación y la adquisición de armas y, no nos engañemos, ya se hacía mucho antes de la guerra de Ucrania. Pero lo que ahora estamos viviendo es un formidable impulso a la carrera armamentista.
Ese constante incremento del militarismo y el impulso que ahora se le quiere dar esconden un pavoroso desprecio a la emergencia climática. Se le dedican ingentes cantidades de dinero que deberían están invirtiéndose en la transición ecológica y se gastan enormes cantidades de recursos, como los metales críticos, que tenderán a agotarse y deberían reservarse para las tecnologías verdes. Por no hablar del gasto en combustible que suponen los ejércitos y de las emisiones de gases de efecto invernadero que ello conlleva. Unas emisiones que, por cierto, los gobiernos se empeñan en no incluir en sus compromisos de reducción. ¡Como si no existieran!
El auge de la industria militar retrae recursos de la acción climática por varias vías. Por ejemplo, como ha explicado el Centre Delàs, atrae a ingenieros e investigadores que dejan otros sectores como el de las tecnologías verdes, o resta dinero a los proyectos de I+D relacionados con el clima porque aumenta el que va a parar a la investigación armamentista. Pero aquí quiero resaltar el impacto que tiene sobre los metales críticos utilizados para la transición energética. La energía eólica requiere el uso de imanes permanentes y utiliza metales como neodimio, disprosio y praseodimio, del grupo de las tierras raras. La energía solar también necesita metales que no son abundantes, como la plata, el cadmio, el telurio, el indio, el selenio y el galio. La electrificación a gran escala requiere mucho cobre. Además, si está basada en energías renovables, necesita formas de almacenamiento de la electricidad. La principal de ellas son las baterías, y un amplio desarrollo de estas también implica una alta demanda de ciertos metales y semimetales como el cobalto, el litio y el grafito, y de otros como el manganeso y el níquel. La producción de hidrógeno verde es otra forma de almacenamiento de electricidad, pero igualmente requiere metales, como el níquel, el platino, el paladio o el iridio.
Pues bien, muchos de los metales que requieren las tecnologías verdes son los mismos que demanda la industria armamentista. Tal es el caso del cobre, necesario para el cableado eléctrico y la fabricación de radares y sistemas de comunicación; el níquel, para las aleaciones de los motores de aviones; el cobalto, para baterías y blindajes; el litio, para sistemas electrónicos y drones; o las tierras raras, para los motores eléctricos.
La Agencia Internacional de la Energía dijo en el 2021 que para la transición energética sería necesario multiplicar por grandes cantidades la minería de los metales mencionados —por ejemplo, por 42 la de litio—. Y lo que ahora se nos anuncia es que vamos a necesitar muchos más minerales que los que dijo la AIE, puesto que la carrera armamentista también los requiere a gran escala. Ya mostré, en el libro Bla-bla-bla, el mito del capitalismo ecológico, que no hay metales suficientes para el tipo de transición energética que quiere hacer el capitalismo; pero, mucho menos los habrá si la carrera armamentista los acapara.
Y lo que es peor: la conjunción de la transición energética con la carrera armamentista conlleva un enorme desarrollo de la minería, algo que es muy inquietante, porque la minería es un proceso industrial que comporta daños enormes al medio ambiente. Tales daños se han ido cargando sobre los países del Sur Global, y lo que ahora se pretende es hacerlo a mayor escala. En estos últimos días se ha dicho que la Comisión Europea quiere que las minas de nuestro territorio provean de los metales críticos que necesitamos, pero no es eso lo que ha dicho en su reciente documento sobre proyectos estratégicos; lo que ha dicho exactamente es que quiere que lleguemos a producir el 10 % de ellos. Por tanto, los impactos medioambientales de la minería seguirán siendo sufridos por los países empobrecidos que han sido sometidos por el capitalismo global al rol de proveedores de materias primas.
La carrera armamentista no dirige a la humanidad hacia las transformaciones que tenemos que hacer para evitar el colapso ecosocial, sino que la encamina justamente en la dirección contraria. Las acciones necesarias para afrontar la emergencia climática, como son la cooperación internacional y el mutuo apoyo, la concentración de los recursos en la mitigación y la adaptación, las transformaciones de nuestros sistema productivo y de consumo, o la gestión cooperativa de los desplazamientos humanos, se dejan de lado en pro de un rearme que sigue concentrando la riqueza en las élites, avanza hacia la extinción de unos recursos que son claramente finitos y continúa con el modelo de crecimiento económico que nos ha traído hasta aquí.
¿Tiene algún sentido esta apuesta por acelerar la carrera armamentista? Para el capitalismo, parece que sí. Es un recurso para el mantenimiento del sistema cuando las crisis se agudizan o el crecimiento económico se resiste. Es una huida hacia adelante para una nueva fase de desarrollo económico basada en la industria de la guerra; una apuesta por el armamento como impulsor de nuevas oportunidades de negocio y crecimiento económico. Es una forma de desviar fondos públicos hacia la élite capitalista, tanto hacia el capital financiero, que compra la deuda pública utilizada para la adquisición de las armas, como hacia el capital de la propia industria armamentista, como hacia las tecnológicas que proveen de inteligencia artificial, ciberseguridad, etcétera. No importa que la carrera se lleve por delante al gasto social y la acción climática.
El desarrollo del militarismo es también la forma que utiliza el capitalismo para enfrentarse a los conflictos, presentes y venideros, pues trata de asegurarse de que, en última instancia, podrá sofocar las revueltas una tras otra. Precisamente, la emergencia climática y la crisis ecosocial encierran la amenaza de que se produzcan situaciones muy conflictivas, y lo que hace la carrera armamentista es prepararse para resolverlas a base de exterminios. Todo ello nos anuncia un futuro muy violento.
La carrera armamentista llevaba tiempo en auge cuando Trump sacó de golpe a Europa de su ensoñación. Esta había sido fiel a los intereses estadounidenses y había alimentado la guerra de Ucrania, ¡resiste Ucrania, que estamos contigo!, mientras le interesó a los Estados Unidos y proveyó de las armas, pero de repente eso cambió, y de ahí ha derivado el actual programa de rearme europeo.
ReArm Europe es un plan armamentista de grandes dimensiones. Se justifica aduciendo a la «amenaza rusa», es decir, a la posibilidad de que Rusia, animada por una paz diseñada por Trump que la beneficia, opte por seguir invadiendo países europeos, algo que cualquier analista que no se haya dejado obcecar por la propaganda belicista puede ver que no tiene sentido alguno. Rusia, después de tres años de guerra, ni siquiera había logrado conquistar todo el Dombás, una región cuya población era prorrusa, y es por tanto descabellado suponer que quiera embarcarse en una aventura bélica de mucha mayor envergadura —contra la UE y contra la OTAN—. No hay el más mínimo indicio de que Rusia tenga planes para la invasión de países de la Europa occidental, por más que la nueva propaganda belicista que nos abruma nos lo anuncie a todas horas.
Pero, ¿qué es, exactamente la «amenaza rusa»? Se trata de un constructo que ha estado cocinándose durante tres décadas por parte del bloque atlantista, o sea que no es nuevo. Y su objetivo siempre fue dar aliento a la carrera armamentista. Rusia, tras la desaparición de la Unión Soviética, buscó —se podría decir que imploró— ser admitida como amiga en el bloque occidental. Yelsin impuso el programa neoliberal, siguiendo las indicaciones del FMI y del Banco Mundial, y esperó las ayudas correspondientes. Pero estas nunca llegaron. ¿Por qué? Porque Estados Unidos había elegido otro destino para Rusia. Estaba contenido en lo que se llamó la «doctrina Bush» —hablamos de los tiempos de Bush padre— que había elaborado Paul Wolfowitz, el que después sería Secretario de Defensa, pero que desarrollarían sobre todo Dick Cheney y Colin Powell. El destino elegido para Rusia era el de mantener la «amenaza rusa», ahora que había desaparecido la «amenaza comunista», única manera de seguir justificando la existencia de la OTAN. Esta organización era muy importante para el mantenimiento de la hegemonía mundial de los Estados Unidos, pero, una vez disuelto el Pacto de Varsovia, había perdido su razón de ser. Sin embargo, la cosa cambiaba si se provocaba lo suficientemente a Rusia como para que reaccionara de forma hostil.
¿Cómo podía lograrse tal cosa? Muy sencillo: acercando la OTAN a la frontera rusa. En 1999 se unieron a la OTAN Polonia, Hungría y la República Checa. Putin, que llegó a la presidencia rusa en ese mismo año, lo primero que hizo fue pedir el ingreso de Rusia en la OTAN. Le dijeron que no. Pidió también algún tipo de asociación económica con la Unión Europea. Le dijeron que no. En cambio, en el 2004, entraron en la OTAN Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia, países que habían formado parte de la Unión Soviética o del Pacto de Varsovia. Putin dijo que no consentiría que la OTAN siguiera acercándose a sus fronteras y, en la 43ª Conferencia de Política de Seguridad celebrada en Múnich, en el 2007, marcó una línea roja: Ucrania y Georgia. Pero lo que la OTAN quería era reforzar la confrontación, así que, en el 2008, invitó a esos dos países a unirse a la organización. Ucrania cambió su constitución en el 2019 para poder pedir la adhesión a la OTAN, y en el 2021 la OTAN declaró esa futura adhesión, aunque sin fijar una fecha.
Desde que acabara la Guerra Fría, el bloque occidental —EEUU, UE, OTAN— ha estado promoviendo el auge armamentista y buscando todo tipo de excusas para justificarlo. En el año 2002, Estados Unidos abandonó unilateralmente el Tratado de Misiles Antibalísticos, dando la patada al sistema que se había construido para la no proliferación de armas nucleares. Después, inició la instalación de su sistema antimisiles en la Europa del Este, un sistema de lanzadores que su presentó como defensivo, pero que podía reconvertirse fácilmente en ofensivo, ya que puede disparar misiles de crucero Tomahawk. En el 2019, Estados Unidos también abandonó unilateralmente el Tratado sobre Armas Nucleares de Medio Alcance. Resumiendo, Estados Unidos, más que ninguna otra potencia mundial, ha sido el gran impulsor de la carrera armamentista. ¿Cómo si no su gran industria militar podía seguir haciendo negocio?
¿Justifica eso la invasión rusa de Ucrania? En absoluto. Pero sí nos dice algo sobre el reparto de responsabilidades sobre lo que ha pasado. Y, sobre todo, nos muestra cómo se ha construido el relato sobre la «amenaza rusa». Una amenaza que ahora se vuelve a invocar para dar un nuevo impulso a la carrera armamentista.
Pero, ¿hay realmente algún tipo de amenaza rusa? Desde luego que sí: la que representa el fuerte apoyo que Putin da a la extrema derecha europea. Putin es un autócrata nacionalista de extrema derecha que tiene un considerable apoyo popular derivado de la humillación a la que Rusia ha sido sometida por parte del bloque atlantista. Putin y su gobierno son una amenaza para la democracia, qué duda cabe, pero es la misma amenaza que tenemos dentro de la Unión Europea. Es la amenaza que representa la extrema derecha. Sin embargo, se trata de una amenaza que no puede resolverse comprando armas, porque si a alguna opción política favorece la carrera armamentista es a la derecha y más aún a la extrema derecha.
El armamentismo incide en la conciencia colectiva afianzando el pesimismo sobre el futuro, ya que la paz y el entendimiento dialogado entre países parecen inalcanzables, y eso es caldo de cultivo para las opciones políticas más centralizadoras y autoritarias. El ardor armamentista deteriora la democracia, porque se asocia con poderes fuertes. Todos los contextos belicistas han traído siempre consigo la pérdida de libertades y derechos. La extrema derecha ve en esos contextos reforzados sus planteamientos autoritarios. La creación del enemigo exterior —en este caso, la «amenaza rusa»— incentiva la euforia nacionalista: el pueblo ha de unirse contra ese enemigo y así quedan en segundo plano los conflictos sociales. ¡Todo por la patria!
La extrema derecha aprovecha siempre su crecimiento para poner trabas a la acción climática y, lamentablemente, tiene bastantes éxitos en ese empeño. Pero, para concluir, quiero también resaltar que el auge del armamentismo refuerza el discurso belicista que utiliza la extrema derecha cuando habla sobre inmigración, ya que incluye propuestas como la militarización de las fronteras o la utilización del ejército contra la entrada de inmigrantes. Y va contra los avances del feminismo, porque la sociedad igualitaria y de cuidados que este propugna se ve retraída frente a la fuerza de las armas, la política de la guerra y la imposición de las acciones de gobierno por la violencia.