jueves, 9 de octubre de 2025

La derrota de Anteo según Varoufakis

Anteo, hijo de Gea, fue derrotado cuando perdió el contacto con su madre, única fuente de su fuerza. 

Griego tenía que ser quien me ha hecho recordar el mito, que como tantos otros contiene en forma simbólica verdades universales. Dice Varoufakis:

...el auge del capital en la nube, un capital mutante, significó que los mercados fueran reemplazados por feudos digitales y los beneficios por rentas de la nube. Así que este nuevo sistema comparte rasgos con el feudalismo pero, al mismo tiempo, está erigido sobre el capital, no sobre la tierra.

El capital ha ido perdiendo contacto directo con los factores primarios de la producción, la tierra y el trabajo humano. Esto no significa que el capital Big Tech haya dejado de explotarlos, pero lo hace de un modo indirecto, tan distorsionado que trastoca esas fuentes de las que bebe. Primero fue un capital ficticio, el capital financiero, basado en imaginarias expectativas de futuro que chocan con los límites que impone la realidad. Ahora se da un paso más. Ya no solo se especula con futuros fantasiosos sino que se nos sumerge en mundos artificiales construidos a conveniencia de los amos del mundo. Su juego manipula el mercado, infundiendo deseos que convierte en necesidades. Un capital improductivo, dos veces imaginario, no solo extrae plusvalía del trabajo que parcialmente paga, sino de las ganancias del capital productivo, sometido a sus propios cálculos.

El capital se acumula apropiándose de materias primas arrancadas al planeta (que no se las cobra, ¿o sí?) y de la parte no pagada (plusvalía) del trabajo necesario tanto para extraerlas como para transformarlas en productos. Las empresas tradicionales destinaban a salarios el 80% de los ingresos. En contraste, los empleados de Big Tech reciben menos del 1%, porque la mayoría del trabajo lo realizan gratis miles de millones de “siervos de la nube”.

Un trabajo que no se ve, porque escapa a la contabilidad. No es cosa nueva: desde siempre viene ocurriendo con el trabajo de cuidados, pilar del orden social, mayoritariamente realizado por mujeres "de puertas adentro" y que nunca se cuantifica al quedar fuera del mercado.

Por inmaterial que parezca su labor, estas tecnológicas consumen inmensas cantidades de energía y materiales cada vez más escasos. Igualmente material es el sustento del trabajador del circuito productivo, y también es material ese trabajo gratuito con el que todos contribuimos a enriquecer a las tenológicas.

En definitiva, es la Tierra la fuente (in)agotable de la riqueza que succiona el capitalismo de tan diversas formas. Por eso me acorde de la muerte de Anteo.

Varoufakis ha escrito el libro Tecnofeudalismo: El sigiloso sucesor del capitalismo desde una perspectiva marxista. A la pregunta de si Marx sigue ofreciendo respuestas para una economía basada en la información y la IA, responde:

Si los filósofos regresan a Platón y Epicuro para encontrar sentido a la vida hoy, no es extraño que Marx siga siendo fundamental para entender cómo se acumula el capital en la actualidad. Si acaso, Marx es más relevante en nuestro mundo tecnofeudal que nunca. Tome la IA, por ejemplo. Todos ven cómo compañías como OpenAI han violado completamente los derechos de propiedad intelectual de todos nosotros al entrenar sus grandes modelos de lenguaje. Han tomado nuestra propiedad colectiva e individual, la han devaluado y nos la venden de nuevo para cobrar rentas que no retornan al circuito circular de los ingresos. A diferencia de los socialdemócratas desorientados que proponen regulación sin tener ni idea de cómo regular compañías como OpenAI, Marx propone la única respuesta: socializar el capital en la nube, es decir, hacernos a todos accionistas iguales de este.


“Los ‘tecnolords’ controlan nuestras mentes”

El exministro de Finanzas griego advierte de los peligros de lo que llama el capital de la nube, fuerza impulsora del tecnofeudalismo

Yanis Varoufakis

Yanis Varoufakis, en Londres, en una imagen de archivo. MATTHEW LLOYD (BLOOMBERG)













05 OCT 2025

Durante la pandemia, muchas tendencias que venían en curso se dispararon sin que lo notáramos del todo. Pero en Grecia, el exministro de Economía y adalid de la izquierda Yanis Varoufakis (Atenas, 1961) observaba con atención cómo las empresas tecnológicas —las llamadas Big Tech— crecían a una velocidad vertiginosa. Con miles de millones de personas encerradas en casa, trabajando y comprando en línea, pegadas a pantallas y nubes informáticas, esas compañías se volvieron omnipresentes y todopoderosas. Un solo dato lo ilustra: en Estados Unidos, entre 2020 y 2022, hubo un incremento de 52% del tiempo en pantalla entre la población menor de 18 años.

Armadas con cantidades colosales de datos personales, gigantes como Facebook, Twitter, Google, Alibaba o Amazon lograron lo que antes era impensable: conocer a sus usuarios mejor que ellos mismos. Ya no solo detectaban patrones de conducta: los anticipaban, moldeaban y explotaban, atrapando a millones en un ciclo incesante de dependencia digital, el circuito de la cloud rent.

Varoufakis concluyó que algo fundamental había cambiado: el capitalismo, como lo conocimos durante más de dos siglos, había muerto. En su lugar surgía el tecnofeudalismo, un nuevo orden controlado por los tecnolords, un puñado de jugadores ultrarricos que extraen renta de los usuarios y subordinan a los viejos capitalistas. Su hipótesis sigue siendo polémica. Incluso irrita a la izquierda marxista a la que pertenece. Pero hoy pocos dudan de que las Big Tech han acumulado un poder sin precedentes que en los últimos meses se ha ampliado aún más al aliarse con el presidente Donald Trump. Tarde o temprano, ciudadanos y gobiernos tendrán que vérselas con ellas para definir un futuro distinto. Quien no entienda esto pronto, aceptará ser gobernado por algoritmos, sostiene Varoufakis, quien responde a las preguntas de EL PAÍS por correo electrónico.

Pregunta. Estamos presenciando una acumulación de riqueza sin precedentes. Los medios informan que Elon Musk podría convertirse en el primer trillonario, mientras la clase media global se estanca. En Estados Unidos, el ingreso real es comparable al de 1974; en China o Brasil, millones han salido de la pobreza, pero sin correspondencia con el aumento de la productividad ni los beneficios empresariales. ¿Cómo llegamos aquí y qué podemos anticipar de este escenario?

Respuesta. Hemos llegado aquí a través del proceso natural de acumulación capitalista, que orgánicamente produce crisis que, a su vez, provocan intervenciones de los agentes políticos del capitalismo. Su propósito es trasladar la riqueza hacia quienes representan, mediante políticas que liquidan activos públicos para reforzar artificialmente la tasa de retorno de los propietarios de esos activos, a costa de las clases trabajadoras y medias. Cuanto más continúa este proceso, mayor es la desigualdad y más profunda la ansiedad de los beneficiarios —los ultrarricos—, ya sea por temor a que las mayorías se rebelen contra ellos o a que el capital ficticio del que dependen colapse.

P. La crisis financiera de 2008 marcó un punto de inflexión. Poco antes, el iPhone y las redes sociales inauguraron otra etapa: el preludio del tecnofeudalismo. ¿Cuáles son sus características básicas?

R. La crisis de 2008 hundió prácticamente a todos los bancos de Estados Unidos y Europa. Para reflotarlos, los gobiernos y bancos centrales imprimieron unos 35 billones de dólares, mientras al mismo tiempo aplicaban austeridad suprimiendo salarios y beneficios sociales, entre otras cosas. El resultado fue la coexistencia de una liquidez masiva y una baja demanda, lo cual llevó a una escasa inversión en bienes y servicios. Las únicas compañías que invirtieron parte de esos 35 billones fueron las que, en un inicio desde Silicon Valley, fundaron las Big Tech, basadas en una nueva forma de capital que yo llamo capital en la nube. Así comenzó el tecnofeudalismo.

P. ¿De verdad ha terminado el neoliberalismo, como usted sostiene, o estamos ante la superposición de dos formas de capitalismo en una nueva era tecnológica digital?

R. El neoliberalismo nunca fue una realidad. Solo era la ideología legitimadora (ni nueva ni liberal) del proceso de financiarización-globalización que comenzó después del fin de Bretton Woods a principios de los años setenta. Ahora, bajo el tecnofeudalismo, el poder pasa de las grandes finanzas a las grandes tecnológicas y, por tanto, el neoliberalismo ha finalizado incluso como ideología.

P. Una de las transformaciones más radicales es el uso de nuestra información como materia prima y mercancía en un circuito que se retroalimenta. ¿Por qué la economía de la atención es hoy tan dominante en la economía global?

R. La economía de la atención existe desde los primeros anuncios publicitarios. Pero bajo el tecnofeudalismo ocurre algo mucho más serio que simplemente capturar nuestra atención y robar nuestros datos. El capital en la nube, fuerza impulsora del tecnofeudalismo, nos entrena para que lo ayudemos a insertar deseos en nuestras mentes. Cuando lo consigue, satisface esos deseos directamente —evitando los mercados normales, enviando productos directamente a nosotros y otorgando a sus dueños el poder de extraer enormes rentas de la nube. Amazon, por ejemplo, se queda con un 30% a 40% del precio final de los productos. Una vez que estas rentas de la nube constituyen más del 20% del gasto total —y, por tanto, de los ingresos— nuestras economías ya no funcionan como se espera bajo el capitalismo. Por eso, debemos avanzar más allá de hablar solo de la economía de la atención u obsesionarnos con que nuestros datos son robados por las grandes tecnológicas para enfocarnos en lo que realmente impulsa el tecnofeudalismo: una nueva forma de capital, el capital en la nube.

P. El poder tecnofeudal va más allá de extraer rentas de la nube y moldear el mundo real, sobre todo a través de la capacidad de Big Tech de influir en los intentos regulatorios de los gobiernos. ¿Cuáles son las consecuencias sociales, políticas y medioambientales de las tecnologías digitales?

R. El capital siempre ha hecho que los gobiernos bailen a su son. El capital en la nube, que impulsa el nuevo orden tecnofeudal, tiene aún más poder: puede controlar directamente nuestras mentes en nombre de sus dueños. Por ejemplo, aunque los gobiernos europeos quisieran contener a empresas como Google o Meta, estas compañías tienen un poder inmenso sobre ellos: solo tienen que amenazarlos con suspender el acceso a YouTube o Instagram para disuadirlos.

P. ¿Cómo la promesa de intercambio libre y horizontalidad de los inicios de Internet se convirtió en un sistema corporativo que convierte la información personal en mercancía y beneficio privado?

R. Todas las tiranías empiezan con una promesa de liberación. La conversión de Internet de un bien común al reino tecnofeudal erigido sobre una enorme concentración de capital en la nube ocurrió por dos hechos cruciales. Primero, a los usuarios se les negó la oportunidad de probar su identidad en línea, lo que permitió a Google, Microsoft y al sector financiero monopolizar nuestras identidades digitales. Segundo, tras la catástrofe de 2008, los bancos privados ofrecieron a Big Tech gran parte del dinero impreso por los bancos centrales, casi sin intereses. Big Tech no tardó en usar ese dinero estatal para construir su arsenal de capital en la nube.

P. ¿Sugiere usted que Internet se ha vuelto una forma de tiranía gobernada por élites tecnofeudales, donde salirse del mundo digital es posible pero tiene un alto costo personal?

R. Internet, aunque sigue siendo útil para personas y movimientos de cambio, ha sido colonizado por las corporaciones “nublalistas” que han encerrado a enormes cantidades de personas y manteniéndolas ahí a través de los efectos de red y los costes de cambio.

P. ¿En qué medida el tecnofeudalismo es realmente distinto del capitalismo monopolista de otros periodos históricos?

R. Aunque los señores tecnofeudales, o nublalistas, pueden parecerse a los antiguos capitalistas monopolistas, son profundamente diferentes. Henry Ford y Thomas Edison, igual que Jeff Bezos y Mark Zuckerberg, también poseían grandes cantidades de capital, manipulaban a los políticos y adquirían medios para controlar la opinión pública. Pero poseían capital convencional —medios de producción como líneas de montaje y generadores eléctricos— que producían los productos que todos podían comprar. En cambio, el capital en la nube de Bezos y Zuckerberg no origina ningún producto tangible. Genera poder para sus dueños, quienes extraen rentas de clientes, capitalistas y proletarios que fabrican productos en las fábricas de los capitalistas. No puede haber diferencia más grande. ¿La razón? Una economía donde la riqueza se acumula en forma de rentas (en vez de beneficios reinvertidos en la producción de mercancías) está destinada a morir.

P. ¿Puede explicar por qué está destinada a morir?

R. Por lo mismo que un virus letal muere una vez que acaba con todos sus huéspedes. Las corporaciones tecnofeudales que manejan capital en la nube logran extraer cada vez más valor creado por trabajadores humanos en la economía capitalista tradicional en forma de rentas de la nube. Cuántas más rentas extraen, más inviable se vuelve todo el sistema.

P. En el tecnofeudalismo, trabajamos para los datalords sin siquiera saberlo, a diferencia del capitalismo clásico, donde era mucho más claro para quién se trabajaba. ¿Cómo surgió esta nueva superclase con un poder económico y político tan inédito?

R. Gracias a la última mutación del capital: el capital en la nube. Como dije, el capital en la nube no se produce mediante medios de producción. No son máquinas creadas para fabricar bienes u otras máquinas. Es un medio concebido para otorgar a sus dueños un poder exorbitante para controlar el comportamiento de los demás. ¿Es raro que estos dueños evolucionaran rápidamente en nuestra nueva clase dominante?

P. Usted aporta un dato revelador: en empresas antiguas como General Electric o Exxon-Mobil, el 80% de los ingresos se destinaba a salarios. En contraste, los empleados de Big Tech reciben menos del 1%, porque la mayoría del trabajo lo realizan gratis miles de millones de “siervos de la nube”. ¿Puede explicar esto?

R. El capital en la nube que da a Meta y Google (propietarios de Instagram y YouTube, respectivamente) el poder de extraer rentas de la nube es mucho más que solo máquinas, cables de fibra óptica. Es, principalmente, todo el contenido que los usuarios han subido y los efectos de red generados por esa masa de material, pero si, por ejemplo, abandonas Instagram, pierdes acceso a lo que otros publican y tus contenidos quedan invisibles para ellos. En definitiva, todo el trabajo que los usuarios ponen en sus publicaciones ha contribuido al capital en la nube de Meta y Google. Pero este trabajo fue, en su mayoría, gratuito. Esto explica por qué solo una ínfima parte de los ingresos de estas empresas va a salarios.

El poder de los tecnolords

P. ¿Qué significa para usted la imagen de los líderes de Big Tech y la IA —salvo Musk— cenando con Donald Trump, como ocurrió recientemente?

R. Trump tiene una relación peculiar con los señores tecnofeudales de Big Tech. Por un lado los humilla, por el otro los refuerza. Muchos comentaristas interpretaron la foto de su toma de posesión como prueba de que los tecnolords eran sus cortesanos. Yo la vi como una evidencia de su humillación. Sin embargo, al mismo tiempo, Trump los utiliza para usurpar el poder del Estado y les otorga increíbles nuevas oportunidades de lucro —por ejemplo, privatizando el dólar mediante stablecoins denominadas en dólares. Él busca que criptomonedas estables como Tether se conviertan en las monedas en las que se comercia el capital en la nube, al menos en Occidente y en países como Malasia e Indonesia. Eso es lo que quiere que las grandes tecnológicas lo ayuden a lograr.

P. Su analogía entre feudalismo y plataformas digitales ha sido criticada como exagerada o meramente metafórica. ¿No corre el riesgo su tesis de oscurecer, en vez de clarificar, las dinámicas reales de poder y explotación del capitalismo contemporáneo?

R. Mis críticos a menudo cometen el error de pensar que sostengo la hipótesis de que hemos regresado al feudalismo. Ese nunca fue mi argumento. Mi argumento es que hemos pasado a una nueva estructura social basada en una mutación del capital para acumular riqueza, a diferencia del feudalismo, que dependía de la tierra. No obstante, el auge del capital en la nube, un capital mutante, significó que los mercados fueran reemplazados por feudos digitales y los beneficios por rentas de la nube. Así que este nuevo sistema comparte rasgos con el feudalismo pero, al mismo tiempo, está erigido sobre el capital, no sobre la tierra. Y, esto es crucial, como el capital en la nube no es productivo, el tecnofeudalismo es parasitario y depende totalmente de un sector capitalista tradicional cada vez más pequeño, que, sin embargo, ha perdido su predominio en la distribución de ingresos, riqueza y poder. Esta es la mejor manera de entender la dinámica de poder y explotación en las sociedades contemporáneas.

P. Para clarificar, ¿acaso la mayoría de la fuerza laboral mundial no opera aún en un sistema capitalista basado en la propiedad privada de los medios de producción y la extracción de plusvalía del trabajo asalariado, como describió Marx?

R. Sí. Pero eso no debilita mi hipótesis tecnofeudal. Todavía en 1860, la gran mayoría seguía trabajando bajo relaciones de producción feudales, no capitalistas. Y, sin embargo, el feudalismo ya estaba “muerto” y el capitalismo había tomado el trono.

P. ¿Cuál es el impacto geopolítico del tecnofeudalismo, especialmente en los países en desarrollo?

R. El auge y la concentración del capital en la nube en solo dos polos —Estados Unidos y China— están detrás de la nueva Guerra Fría entre Estados Unidos y China. Los países en desarrollo ven esto y tienden a notar que Estados Unidos está cada vez más dispuesto a arriesgar la guerra (guerras comerciales y también guerras reales) para mantener su hegemonía. Por eso, incluso países que no son aliados naturales de China están coqueteándole a Pekín.

P. ¿Puede ampliar? ¿Cómo está el tecnofeudalismo reconfigurando las alianzas entre países en desarrollo en el contexto de la rivalidad Estados Unidos-China?

R. Arabia Saudita es un gran ejemplo. Aliado incondicional de Estados Unidos, está claramente cubriéndose las espaldas, transfiriendo parte de sus recursos al sistema de “finanzas en la nube” de China. Por eso Arabia Saudita decidió unirse como miembro asociado al BRICS+ y, supongo, permitió que Pekín mediara un acercamiento con Irán.

P. Dejando a China de lado por un momento: en Occidente, varios de estos tecnolords —como Peter Thiel o Elon Musk— no solo se identifican como libertarios. Son anarcocapitalistas que buscan maximizar sus ganancias mientras propician la erosión del Estado.

R. Llamo a esta nueva ideología tecnolordismo: sustituye al individuo liberal del neoliberalismo por un HumAIn –un continuo humano-IA– amorfo y, al hacerlo, reemplaza la fe fundamentalista en el “mecanismo divino del mercado” por otra divinidad: el algoritmo, que evita el procesamiento de señales de los mercados descentralizados a favor de un mecanismo perfectamente centralizado para emparejar compradores y vendedores.

P. ¿Puede el Estado limitar este poder mediante regulación o ya es demasiado tarde?

R. Se puede limitar el poder tecnofeudal imponiendo interoperabilidad y estableciendo regulaciones sobre lo que los algoritmos pueden hacer. Sin embargo, solo en China se han implementado estas medidas, porque solo allá las instituciones políticas no están completamente en manos del capital privado.

Reflexiones sociales 

P. Marx, a quien usted regresa en su libro, Tecnofeudalismo: El sigiloso sucesor del capitalismo, fue un filósofo visionario del siglo XIX. ¿Sigue Marx ofreciendo respuestas para una economía basada en la información y la IA, o necesitamos nuevas categorías para pensar la relación entre capital, trabajo y humanidad?

R. Si los filósofos regresan a Platón y Epicuro para encontrar sentido a la vida hoy, no es extraño que Marx siga siendo fundamental para entender cómo se acumula el capital en la actualidad. Si acaso, Marx es más relevante en nuestro mundo tecnofeudal que nunca. Tome la IA, por ejemplo. Todos ven cómo compañías como OpenAI han violado completamente los derechos de propiedad intelectual de todos nosotros al entrenar sus grandes modelos de lenguaje. Han tomado nuestra propiedad colectiva e individual, la han devaluado y nos la venden de nuevo para cobrar rentas que no retornan al circuito circular de los ingresos. A diferencia de los socialdemócratas desorientados que proponen regulación pero no tienen idea de cómo regular compañías como OpenAI, Marx propone la única respuesta: socializar el capital en la nube, es decir, hacernos a todos accionistas iguales de este.

P. Su libro está dedicado a su padre, quien le enseñó sobre historia, tecnología y metalurgia como una temprana lección de materialismo histórico. Su madre, también presente, le dio su primera lección de marxismo. Estos conmovedores recuerdos apuntan a valores como justicia, igualdad y autodeterminación. ¿Qué reflexiones le surgen al poner estas enseñanzas frente al estado actual del mundo, donde tantas revoluciones acabaron en dictaduras y movimientos como los Indignados u Occupy se desvanecieron sin mayores consecuencias?

R. Su pregunta me ocupó mucho cuando terminé de escribir Tecnofeudalismo. También me pregunté qué tiene aún que enseñarnos la generación de mis padres y abuelos. Así que me senté y respondí esa pregunta en la forma de un nuevo libro, que se publica este mes en inglés (titulado Raise Your Soul). La resumo en breve: debemos desarrollar la capacidad de luchar tanto contra el autoritarismo que surge de la concentración del capital como contra el lado más oscuro en nuestro propio interior —la fuerza en las sombras de nuestra alma que hace que los revolucionarios se conviertan tan fácilmente en déspotas.

P. Usted cita al filósofo Fredric Jameson: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. ¿Dónde ve hoy fuentes de esperanza para el cambio en medio de tanta desigualdad? ¿Qué rol juega la democracia —imperfecta y amenazada— en su reflexión? ¿Hay una salida al laberinto tecnofeudalista?

R. La ironía es que, a juzgar por las reacciones airadas de muchos izquierdistas a mi Tecnofeudalismo, criticándome por atreverme a afirmar que el capitalismo ha muerto, hoy la máxima de Jameson parece aplicarse más a mis compañeros de la izquierda. ¿Dónde hallo esperanza? En la tendencia intrínseca de los sistemas explotadores, basados en el capital, a socavarse a sí mismos. Por supuesto, para aprovechar esa tendencia, los demócratas deben usar el capital en la nube y volverlo contra sus dueños, igual que los revolucionarios en el pasado tomaron las imprentas para agitar y educar. No es la primera vez en la historia que, mientras el poder estaba despiadadamente concentrado, los desposeídos lograron empoderarse. Como dijo el marqués de Condorcet, el secreto del poder no está en la mente o las armas de los opresores, sino en la mente de los oprimidos. En toda época y todo sistema de explotación, nada cambiará hasta que los ciudadanos se movilicen para convertirse en agentes de cambio en vez de simples juguetes de fuerzas sociales —sobre todo el capital— fuera de su control.

P. ¿Cómo podemos mantener el optimismo sobre la posibilidad de lograr una economía digital realmente democrática cuando la mayoría de las tendencias actuales, tanto de derechas como de izquierdas, solo justifican pesimismo o, en el mejor de los casos, escepticismo?

R. Encuentro esperanza en una visión dialéctica del mundo en que vivimos. Desde esta perspectiva, la realidad nunca es armónica, sino que está construida sobre contradicciones: la coexistencia de cosas que no deberían poder existir al mismo tiempo pero, sin embargo, lo hacen. La luz, como mostró Einstein, es a la vez partículas y ondas. La humanidad podría alimentar a todos, pero vivimos en un mundo de hambre extendida. Así que cualquier realidad en la que estemos está marcada por contradicciones que acabarán resolviéndose. Todo, en otras palabras, puede ser distinto. Y como el tecnofeudalismo es quizá la mayor contradicción de todas, decido permanecer optimista.

sábado, 4 de octubre de 2025

El futurismo, antesala del ideal fascista

Esto ocurría hace un siglo y se repite hoy dramáticamente. El vértigo del progreso conducía a una disyuntiva trágica. Ante el avance acelerado de la ciencia todo lo imaginable parecía posible. A un esperanzado futuro utópico se enfrentaba otro distópico, y lo que a media humanidad le entusiasmaba horrorizaba a la otra mitad.

En tal dilema, ¿qué hacemos, avanzar o dar marcha atrás? A esas propuestas las solemos llamar "progresistas" y "reaccionarias". En ambos casos, sobre el futuro que se desea sobrevuela el fantasma de un ayer idealizado. La obsesión por el pasado acecha, paradójicamente, en todos los momentos revolucionarios, científicos o políticos. Espartaco fue el héroe glorificado por la fracasada revolución alemana. Ese pasado que nunca pasa planeaba también en el lado opuesto:

«Luditas y mecanólatras, rendir culto a la Máquina o desguazarla, una tesis y su antítesis, diríase que irreconciliables y de las que, sin embargo, una síntesis abracadabrante acabará pergeñándose: la extremosidad pasadista y la futurista unidas, amalgamadas, en la imagen de un jinete genial que embrida al caballo desbocado del progreso y, embridado, vuelve a azuzarlo, pero a azuzarlo con fustas viejas, con órdenes milenarias. La síntesis del fascismo: aceptar y celebrar la tecnología y sus adelantos, pero consagrar éstos, no a la forja del hombre nuevo, sino a la resurrección del remoto».

Anticipando esta idea aparece el profeta Marinetti.

Cuando Filippo Tommaso Marinetti escribió su testosterónico Manifiesto Futurista pudo parecer la provocación de un artista que como tantos otros de su tiempo (los de ahora también lo intentan, aunque les cueste más "épater les bourgeois") buscaba su lugar en la Historia del Arte.

A pocos años vista, lo que entusiasmaba a este provocador había cristalizado en el fascismo. Este texto no era, aunque pudiera parecerlo, la broma de un artista excéntrico, y cuando la ideología que propugnaba aquí se encarnó en un partido se afilió con entusiasmo:

Manifiesto del Futurismo

I. Queremos cantar el amor al peligro, a la fuerza y a la temeridad.

II. Los elementos capitales de nuestra poesía, serán el coraje, la audacia y la rebelión.

III. Contrastando con la literatura que ha magnificado hasta hoy la inmovilidad de pensamiento, el éxtasis y el sueño, nosotros vamos a glorificar el movimiento agresivo, el insomnio febriciente, el paso gimnástico, el salto arriesgado, las bofetadas y el puñetazo.

IV. Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera con su vientre ornado de gruesas tuberías, parecidas a serpientes de aliento explosivo y furioso... un automóvil que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia.

V. Queremos cantar al hombre que es dueño del volante cuyo eje ideal atraviesa la Tierra lanzada sobre el circuito de su órbita.

Vl. Es necesario que el poeta se desviva, con ardor, con fuego, con prodigalidad por aumentar el fervor entusiasta de los elementos primordiales, su ignición.

Vll. No hay belleza más que en la lucha. No debe admitirse un jefe de escuela si no tiene un carácter recalcitrantemente violento. La poesía debe ser un asalto agresivo contra las fuerzas anónimas y desconocidas para hacerlas que se inclinen ante el hombre.

VlIl. ¡Estamos sobre el promontorio extremo de los siglos! ¿A qué mirar detrás de nosotros, que es como ahondar en la misteriosa alforja de lo imposible? El Tiempo y el Espacio han muerto. Vivimos ya en el Absoluto, puesto que hemos creado la celeridad omnipresente.

IX. Queremos glorificar la guerra—única higiene del mundo—el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas que matan y el desprecio a la mujer.

X. Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias.

XI. Cantaremos a las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, el placer o la rebeldía, las resacas multicolores y polífonas de las revoluciones en las capitales modernas: la vibración nocturna de los arsenales y de los almacenes bajo sus violentas lunas eléctricas, las estaciones ahítas, pobladas de serpientes atezadas y humosas, las fábricas suspendidas de las nubes por el bramante de sus chimeneas; los puentes parecidos al salto de un gigante sobre la cuchillería diabólica y mortal de los ríos, los barcos aventureros olfateando siempre el horizonte, las locomotoras en su gran chiquero, que piafan sobre los raíles, bridadas por largos tubos fatalizados, y el vuelo alto de los aeroplanos, en los que la hélice tiene chasquidos de banderolas y de salvas de aplausos, salvas calurosas de cien muchedumbres.

Poco importa que el tiempo haya vuelto ridículamente paleotécnicos los admirativos elogios que dedica a aquella cacharrada hoy obsoleta: nuevos artilugios del progreso tecnológico los han sustituido, pero hoy como entonces la entusiástica fuga futurista de tanto loco desbocado nos lleva al mismo punto.

Pablo Batalla Cueto escribe sobre el desconcierto social ante la revolución tecnológica y las transformaciones radicales de la vida por ella desatadas como una de las causas del fascismo, señalando paralelismos inquietantes entre la eclosión fascista de hace un siglo y la actual.

La Victoria de Samotracia en coche de carreras

Fascismo, futurismo y primitivismo (1921-2021)

Giulino di Mezzegra / Pablo Batalla Cueto

Glorificación de la velocidad










No soñábamos con otra cosa más que con la Ilustración y creíamos que la luz de la razón iluminaría el mundo con tanta claridad que ya no se vería por ningún lado ni la ilusión engañosa ni el fanatismo. Pero ahora, cuando vemos desde el otro lado del horizonte, empieza ya a caer la noche con todos sus fantasmas y todos sus demonios. Lo más espantoso es que el mal esté tan vivo y tenga tanta fuerza. La ilusión engañosa y el fanatismo actúan, mientras que todo lo que puede hacer la razón es hablar.

Moses Mendelssohn, en carta a Johann Georg Zimmermann

Léon Bloy detestaba el progreso hasta tal punto que llegó a celebrar el hundimiento del Titanic, «bâtiment diabolique», construcción diabólica, una entre tantas en un tiempo de estrepitosas novolatrías, que derramaba cotidianamente sobre el mundo inventos desconcertantes, fáusticos artilugios que transformaban la vida, que todo lo sólido en el aire desvanecían a ojos vistas. Furibundo, vitriólico, Bloy vomitaba bilis sobre todos los baales dorados de la segunda revolución industrial. Contra el automóvil, en él detectadas «vileza y fealdad, como en todas las cosas modernas», una «máquina odiosa y homicida, que lo mismo destruye inteligencias que cuerpos y que convierte nuestras carreteras en avenidas del infierno». Contra el teléfono, «mecanismo infernal» de «origen tenebroso», causante de una «horrible distorsión de los sonidos humanos», y la máquina de escribir, agente exterminador de la gracilidad de la mano sapiens, ambos un ultraje ignominioso de la belleza seráfica del humano lenguaje.

El mundo se licuaba; sus órganos derretía una suerte de fiebre hemorrágica despiadada. Toda certidumbre vieja se derruía ante los ojos confusos de una sociedad acelerada de cuya alma una angustia sorda se iba adueñando. Prendía por doquier la zozobra de este personaje de una novela de Wenceslao Fernández Flórez:

«De repente, el mundo ha cambiado. Surgen formas de gobierno con las que no contaba y a las que mis profesores no me han dicho si debía amar o aborrecer; la valía de las monedas se achica y el poder del dinero crece; las mujeres nos ofrecen cigarrillos; aparecen danzas que yo no sé bailar; una música incomprensible, una literatura extraña, una pintura indescifrable, me rechazan como a un hombre del cuaternario; súbitamente también, el aire se puebla de aviones, la tierra se cuaja de automóviles; se exige una actividad para la que no estoy apercibido; no he olvidado las últimas diligencias, con su estrépito de ventanillas mal ajustadas, cuando se me invita a volar; me enseñaron a conmoverme con Bécquer para decirme ahora que el amor no es más que una de nuestras necesidades fisiológicas; una juventud sin sombreros, uniformada con gabardinas, innúmera, epidérmica, insolente, brota de cada poro de la tierra, tan desligada de lo anterior, tan lejana del próximo ayer, como si no hubiese tenido padres humanos».

Dios había muerto, atropellado por el metro o por un bólido de Le Mans, o ahogado en un trasatlántico sin botes salvavidas partido por la mitad por un iceberg, o arrojado desde un avión; y, ausente el gato, los ratones bailaban. Dios había muerto y todo estaba permitido; todo era posible y a media humanidad le entusiasmaba, todo era posible y a la otra media le horrorizaba. Y en aquel mareo de luces centellantes y percusiones metálicas, en aquella ebriedad de humo de chimeneas y tubos de escape, una enajenación maligna fue prosperando; una histeria diversa y contradictoria, glotonería fanática, frente al vértigo remolínico del presente, ya de pasado, ya de futuro. Bloy se aferra al pretérito y fantasea con un imposible Medievo resurrecto y un ilímite redivivo de la auctoritas gloriosa de la Iglesia católica: dinamitar los talleres, las fábricas, los túneles, los ferrocarriles de la modernidad demoníaca y restaurar «una época en la que los hombres descuidaron la Cantidad para dirigirse exclusivamente a la Calidad», se maldecía «toda música que no tenga como objeto alabar a Dios» y no era posible el hombre de negocios chicagüense que un día le dijera: «En París tienen ustedes la Venus de Milo, pero en Chicago matamos cien mil cerdos al día». Pero hay la voracidad opuesta de un Marinetti, un futurismo loco, convencido de que «un automóvil de carreras que ruge es […] más bello que la Victoria de Samotracia», partidario —partidario literalmente— de colmatar de hormigón los canales de Venecia y ahogar la luz de la Luna en la de las bombillas de Edison: que «la electricidad logre apagar con sus rayos de yeso deslumbrantes a la antigua reina verde de los amores».

Luditas y mecanólatras, rendir culto a la Máquina o desguazarla, una tesis y su antítesis, diríase que irreconciliables y de las que, sin embargo, una síntesis abracadabrante acabará pergeñándose: la extremosidad pasadista y la futurista unidas, amalgamadas, en la imagen de un jinete genial que embrida al caballo desbocado del progreso y, embridado, vuelve a azuzarlo, pero a azuzarlo con fustas viejas, con órdenes milenarias. La síntesis del fascismo: confluencia, como escribe José-Carlos Mainer, de «modernidad y tradición, conservadurismo y revolución, vértigo y certeza». No destruir el telar, pero ponerlo a tejer banderas arcaicas y sogas para ahorcar a enemigos antediluvianos. Desbocarse hacia atrás, hacia el pasado, reconquistarlo con tanques y bombas atómicas, con crematorios, con quirófanos del doctor Mengele. Aceptar y celebrar la tecnología y sus adelantos, pero consagrar éstos, no a la forja del hombre nuevo, sino a la resurrección del remoto; no a contactar con los marcianos, sino con los germanos de Arminio y los arios de Tule.

Máquinas nuevas para conquistar mundos viejos. La paradoja aparente de una revolución tecnológica instrumentalizada por fuerzas nostálgicas no era en absoluto una novedad bajo el Sol, sino que hacía parte de un fenómeno viejo: la obsesión por el pasado que circunda contraintuitivamente a todos los momentos revolucionarios, científicos o políticos; el fascinante juego doble por el cual la desencadenan tanto como son desencadenados por ella. Toda revolución genera siempre un termidor, todo terror rojo un contraataque de terror blanco, pero la propia revolución nace pretendiendo, no instaurar, sino restaurar; no erigir una jauja, sino reconstruirla. De las dos que inauguran la contemporaneidad, los norteamericanos y los franceses que a través de ellas asaltan los cielos del Antiguo Régimen no lo hacen espoleados por la quimera de un mundo inédito, sino alzando el estandarte de la racionalidad grecorromana frente a la irrazón, el disparate y las arbitrariedades del absolutismo. Como «frenesí trágico de la libertad que sobrecogió un día al viejo mundo trastornado por los recuerdos de la antigüedad clásica, cuya virtud lo embriagó todo cual si hubiera bebido un vino añejo» describía la Revolución francesa nuestro Emilio Castelar. Los revolucionarios se rebautizaban con nombres como Catón, Bruto o Graco; incluso la ciudad de Saint-Marcellin cambia en 1793 su nombre a Termópilas; Saint-Just proclama que «el mundo está vacío desde los romanos; y su memoria lo llena y profetiza más la libertad». «No podían —escribe en 1869 Jacobo Bermúdez de Castro

«[…] inspirarse de las sagradas páginas esos revolucionarios franceses, ateos en general y materialistas; pero, acosados por un fanatismo clásico y un pedantismo excusable cuando más en colegiales, estaban prontos á remedar á los Griegos y Romanos, cuyos nombres imponían á sus hijos, en vez de los consignados en el calendario. Así, objetos eran de su entusiasmo los homicidas Harmodio y Aristogiton, Timoleon el fratricida, Bruto y Manlio, verdugos de sus propios hijos, la madre feroz de Pausánias, en una palabra, cuantos crímenes rechaza la conciencia humana, con tal que estos crímenes fuesen narrados en griego ó en latín».

Del vestimiento de lo nuevo con los ropajes de lo viejo no habla menos el momento revolucionario que había inaugurado la edad anterior: la Reforma protestante, prédica, no de un credo nuevo, sino del desbrozamiento del viejo; del rescate de los dogmas sencillos del cristianismo primitivo del fondo de la maraña de añadidos desvirtuadores posteriores, perpetrados por curias avaras y corruptas. En un mundo que acababa de inventar la imprenta, de confirmarse esférico y de descubrirse más extenso de lo que se creía, y del que sus habitantes también sentían que cambiaba vertiginosamente, los choques de la época eran colisiones entre concepciones distintas de la reverencia al pasado en la que todos creían; formas divergentes de misoneísmo, de rechazo de la novedad que se acusaba a los adversarios de representar. Los protestantes —escribe Jean Delumeau

«no tenían en modo alguno el deseo de innovar. Su objetivo era volver a la pureza de la primitiva Iglesia y desembarazar la Palabra divina de todos los disfraces que la traicionaban. Había que evacuar, aunque fuera por la fuerza, tantos añadidos idólatras y supersticiosos que los hombres, engañados por Satán habían «introducido», «inventado», «forjado» en el curso de los siglos a expensas del mensaje de salvación. […] Pero las poblaciones estaban habituadas a las imágenes, a las ceremonias, a los siete sacramentos, a la jerarquía, a la organización católica. Por eso los protestantes parecieron en muchos casos audaces innovadores y debido a esto se les juzgó peligrosos; suprimían la misa, las vigilias, la cuaresma, ya no reconocían al Papa; repudiaban en bloque el sistema eclesiástico que estaba asentado desde hacía siglos y la institución monástica; devaluaban el culto de la Virgen y de los santos. La verdad es que introducían en el corazón mismo de lo cotidiano cambios verdaderamente inauditos. […] » 
Los conflictos confesionales del siglo XVI pueden, por tanto, considerarse como un choque dramático entre dos rechazos de las novedades. Los unos querían desterrar las escandalosas adiciones papistas bajo cuya acumulación la Iglesia romana había sepultado progresivamente la Biblia. Los otros se aferraban al culto tal como lo habían conocido en su infancia y tal como lo habían practicado sus antepasados. Todos miraban hacia el pasado. Ninguno habría querido ser un innovador. El cambio constituía para los hombres de antaño una perturbación del orden; lo inhabitual era vivido como un peligro […]».

Ni siquiera Nicolás Copérnico se sentía heraldo de una novedad cuando desalojaba a la Tierra del centro del Universo, sino redentor de una verdad más antigua, y por lo tanto más cierta, que el geocentrismo de Ptolomeo: un heliocentrismo que atribuía a Pitágoras. El giro copernicano era darse la vuelta y mirar hacia atrás. Pero todo esto —la Reforma de la Iglesia, la del cosmos mismísimo—, hambre como era de un pasado dorado a recuperar, lo debía todo a un invento novísimo; a un fuego de Prometeo sólo recientemente arrebatado a los dioses: la imprenta, por nadie aprovechadas sus posibilidades mejor que por los protestantes, que estampaban con tipos móviles en libelos antipapistas copiados industrialmente aquel anhelo restaurador; el mismo que, más tarde, transportaría a sectas puritanas y rigoristas a reconstruir el Edén en los espacios vírgenes de América. Quienes allá, después, llegarían a rechazar toda innovación tecnológica como pecaminosa arribaban al Nuevo Mundo en filibote: una nave larga y liviana inventada por los holandeses en los últimos años del siglo XVI, más barata de construir que naves anteriores y que, requiriendo un número menor de tripulantes, ofrecía tarifas de flete hasta un cincuenta por ciento más económicas que las de otros cargueros.

Las mismas revoluciones norteamericana y francesa no se explican completamente sin las previas revoluciones técnicas de su siglo, de la máquina de vapor al perfeccionamiento de los relojes mecánicos y el sentamiento de bases para la unificación mundial de la medida del tiempo, pasando, claro, por otro artefacto al que los franceses llegarán a llamar la Máquina, con la inicial mayúscula de los dioses: la guillotina. Los cambios tecnológicos corrían paralelos a, y de algún modo generaban, alimentaban, cambios mentales y a la postre políticos. «La tecnologíaescribe Otto Mayres tanto una causa como una consecuencia de los valores de la sociedad en que se desarrolla. La tecnología es tanto una fuerza como un producto social». La máquina de vapor y su suministro constante, estable, de energía había independizado al ser humano de los ritmos veleidosos de la naturaleza; del caudal variable de los ríos, la fuerza tornadiza del viento, el hambre y el descanso de los caballos: ¿no podía sujetarse la polis a una Constitución también ella estable, fija, desprendida del capricho del monarca absoluto? Los relojes mecánicos daban la buena hora por sí mismos, sin consultársela a los astros: ¿no podía la ley regular la vida y efectuar sus indicaciones sin consultárselas al Rey Sol?

La retórica de la época se llenaba de metáforas mecánicas no menos que de referencias al clasicismo: Dios pasaba a ser el Gran Relojero del Universo; el hombre, una máquina él mismo, la más perfecta entre todas. «¿No retrocede tu cuerpo aterrado cuando se topa con un precipicio inesperado? ¿No se te cierran los párpados automáticamente ante la amenaza de un golpe? ¿No funcionan tus pulmones automáticamente como fuelles?», escribía un amigo en 1740 al ingeniero Vaucanson, creador del primer robot y del primer telar completamente automatizado. Y en aquel tiempo nacía también una ideología antimecanicista, característica, sobre todo, del mundo anglosajón, y no sólo de los trabajadores precarizados por el telar, devotos del Rey Ludd, sino también de intelectuales como los Milton, Lord Halifax, John Locke, David Hume, Adam Smith o William Penn, quienes al republicanismo francés oponían un liberalismo defensor de la autorregulación, pero este concepto, metaforizando en el reloj cuanto detestaba, no dejaba de echar mano de su propia alegoría mecánica: la balanza. Las máquinas, lo mecánico, su ruido de engranajes y pistones, percutían las meninges de todos.

A una nueva revolución tecnológica asisten nuestros días, y un terremoto nuevo desata en todos los órdenes que trastoca la economía, la política, las costumbres, la vida misma, y abre grietas en el sarcófago que el año cuarenta y cinco tendió encima del Chernóbil de las esvásticas. Siniestros anticuarismos, futurismos perturbados, vuelven a aullar su aullido en la noche del Antropoceno. El siglo XXI tiene bloys: trovadores adoloridos de la nación moribunda, la fe abandonada, la familia tradicional, el obrero fabril, los Tercios de Flandes, las procesiones de Semana Santa, el hombre masculino, la mujer-mujer. Tiene también marinettis: dataístas, transhumanistas, tecnócratas, muyahidines del Alá del algoritmo omnisciente, afrancesados de un Bonaparte californiano. Un abismo entre ambos y un puente sin embargo: todos odian la democracia realmente existente y ambos suspiran por un cirujano, ya de hierro, ya de silicio, que la abra en canal. Aunque principalmente de los primeros, de ambos es, y también de los segundos, una semblanza involuntaria e inquietante esto que Rüdiger Safranski escribe, en su biografía de Heidegger, sobre cierta clase de criaturas funestas que fueron características de la República de Weimar:

«Es sabido que los mandarines, acuñados por una tradición apolítica o antidemocrática, sólo en contados casos entablaron amistad con la democracia de Weimar. Ellos despreciaban lo que pertenecía a la democracia: los partidos políticos, la multiplicidad de opiniones y estilos de vida, la relativación alternante de las llamadas verdades, el término medio y la normalidad sin heroísmo. En estos círculos, el Estado, el pueblo, la nación, se consideraban como valores en los que pervivía una substancia metafísica en decadencia. Desde ese punto de vista, el Estado está por encima de los partidos y opera como idea moral que purifica el cuerpo del pueblo; y las personalidades directoras, los carismáticos, dan expresión al espíritu del pueblo. En el año en que apareció Ser y tiempo tronaba el rector de la Universidad de Múnich, Karl Vossler, contra el resentimiento antidemocrático de sus colegas: «Siempre bajo nuevas transformaciones la antigua sinrazón: un politizar metafísico, especulativo, romántico, fanático, abstracto y místico… Se pueden oír sollozos acerca de lo sucios e incurablemente mancillados que son todos los negocios políticos, sobre lo falsos que son la prensa y los gobiernos, sobre lo malos que son los parlamentos, etcétera. Los que así gimen, presumen con tono de importancia de ser demasiado elevados y espirituales para la política»».

El futurismo de nuestros futuristas es por cierto equívoco, como lo era en realidad el de Marinetti, un fanático de la modernidad que lo que quería de ésta y de sus adelantos era que diesen a luz una suerte de neopaleolítico; una era guerrera, visceral, brutal, tiránica de la ley del más fuerte, desenfrenadamente violenta. Aquel enemigo de las góndolas de Venecia y la luz de la Luna también lo era de los cubiertos: una humanidad sana, viril auténticamente, debía comer, decía, con los dedos. La barbarie era para Marinetti la civilización verdadera; y hay una genealogía tortuosa, pero la hay, entre él y las mentes maravillosas del Valle del Silicio que en este siglo, mientras inventan Google y el iPod, se entregan a paleodietas, a terapias alternativas, a estafas herbolarias, se hacen budistas o devotos de la Pachamama y se mueren, como Steve Jobs, de tratar con homeopatía un cáncer de páncreas.

De que los dos caudales del antipresentismo y sus direcciones opuestas, pasadista la una, futurista la otra, autoritaria aquélla, sedicente libertaria ésta, pueden confluir en un torrente único, y éste abatir su masacre frenética contra los parlamentos aborrecidos, el año que corre se estrenó ofreciéndonos —por si no nos acordáramos de los tecnócratas del franquismo y Augusto Pinochetuna espeluznante prueba literal: un asalto al Capitolio estadounidense entre cuyas fuerzas las había de los dos tipos, mezclando sus enseñas en un despliegue multicolor de contradictoria pancartería. Banderas unionistas y confederadas, de Gadsden y fascistas, loas ondeadas o vestidas a los campos de exterminio nazis y el Estado de Israel. Asaltantes con armas de ultimísima generación y un caudillo con cuernos de bisonte que, en la cárcel, se negará a comer alimentos no ecológicos. No hay tantas diferencias entre la derecha autoritaria y la libertaria —¡dennos cursivas más inclinadas!—, como apunta Elliot Gulliver-Needham en un artículo certerísimo en el que reflexiona sobre «Por qué los libertarios viran hacia la extrema derecha». Señala por ejemplo Needham que «lo mismo en la derecha libertaria que en la autoritaria, se aprecian fuertemente las ideas de fortaleza. Las personas desempleadas se caracterizan por ser estúpidas, perezosas o débiles. Si alguien es explotado por su empleador, debe lidiar con ello y continuar trabajando sesenta horas a la semana. Si uno sufre el racismo institucional, debe simplemente ignorarlo». Ha habido libertarios rigoristas como Murray Rothbard que han defendido el derecho inalienable de un propietario a discriminar a los negros o los judíos en su negocio, y hasta de un padre a dejar morir de hambre a sus hijos; y los hay —y es una corriente que crece, como muestran algunos éxitos editoriales recientes, así el Contra la democracia de Jason Brennan— que rechazan el sufragio universal como un intolerable mecanismo de igualación de lo desigual, defendiendo, en cambio, una sociedad estratificada, gobernada por una casta meritocrática, aupada por un libremercado completamente desembridado.

Del asalto al Capitolio, nada se explica sin el rol crucial de una nueva invención revolucionaria, Internet, invento convulsivo entre los inventos, que en un solo seísmo formidable amalgama todos los previos: la imprenta que industrializara la producción de tratados, pero también de libelos; el tren, el automóvil, el avión que amenguaran las distancias del mundo, posibilitando el traslado rápido de un confín al otro del orbe; el teléfono que nos permitió conversar con los distantes; los relojes que nuestras vidas acompasaron. Internet y sus foros caldean e irradian teorías de la conspiración, diseñan nuevas banderas; en Internet se conocen y amigan los sitiadores; en Internet abominan del mundo moderno; trazan sus planes, reclutan prosélitos, programan sus revueltas en Internet. Y ellos mismos se parecen a Internet: se organizan en red, son superficiales, hablan el lenguaje de las imágenes más que el de las palabras, son variopintos como las pestañas dispares abiertas en un navegador, son la diversidad carnavalesca de la que abjuran, una diversidad reaccionaria, espejo tenebroso de la progresista, un desfile del Día del Orgullo Derechista, serio y jolgorioso al mismo tiempo, ordenado y desordenado, un ejército golpista sin militares cuyo paso de la oca consiste en que cada uno camine como le venga en gana, pero todos en la misma dirección, sin coordinación pero sin obstaculizarse, componiendo una caricatura siniestra del «sé tú mismo» neoliberal: mientras uno de los asaltantes es él mismo sacándose selfis en el atril del Congreso o poniendo los pies en la mesa de un congresista, otro lo es, a su lado, disparando y matando a un guardia.

«España necesita un capitán», dice una criminóloga falangista en un vídeo que se ha hecho viral mientras estas líneas se escriben, y un déjà écouté nos acomete. Lo dejó advertido Primo Levi: «Ocurrió. Por ende, puede volver a ocurrir». Bertolt Brecht era más prosaico: «Señores, no estén tan contentos con la derrota [de Hitler], porque aunque el mundo se haya puesto de pie y haya detenido al bastardo, la puta que lo parió está caliente de nuevo». Tenía razón el genial dramaturgo, pero esa calor de parto es la de un servidor informático. Hoy la lucecita de El Pardo que la propaganda decía que Francisco Franco mantenía prendida para leer informes hasta altas horas de la madrugada sería la del ordenador en el que consultase los sondeos de Metroscopia. Las leyes de Núremberg se publicarían en un hilo de Twitter con muchos emoticonos. Y el Holocausto se pagaría a través de un crowdfunding en Kickstarter. Todo ha cambiado, sí. Pero todo sigue igual.


viernes, 3 de octubre de 2025

Extraer el "buen sentido" del "sentido común"

Al decir que algo es "de sentido común", admitimos que lo acepta una amplia mayoría a la que nos sumamos con facilidad.

Se define el sentido común como la «capacidad de usar la razón para tomar decisiones y orientarse en la vida práctica». Pero al buscar su fundamento caemos en la cuenta de que se apoya «en un conjunto de intuiciones, creencias y conocimientos compartidos y ampliamente acordados dentro de una sociedad o contexto».

Se sospecha entonces que fuera de ese contexto puede haber otro sentido común, con intuiciones, creencias y conocimientos diferentes. Tal carácter social nos empuja a ir un poco más allá, analizando la estructura de la sociedad que lo comparte para encontrar su origen.

Como decía Gramsci, «las ideas y opiniones no nacen espontáneamente del cerebro de cada individuo; surgen de centros de irradiación, difusión y persuasión, de grupos de poder, que las elaboran y presentan en forma de sentido común». Así que «Las ideologías no son representaciones mentales, sino dispositivos institucionalizados y agencias prácticas harto complejas, rocosas, en no poca medida resistentes a las transformaciones económicas.»

El carácter rocoso y persistente de las ideologías lo percibió Lenin a lo largo de su experiencia revolucionaria:

«Se puede vencer políticamente en unas cuantas semanas en una época de crisis. En la guerra se puede vencer en unos cuantos mesespero es imposible vencer en el terreno cultural en ese mismo plazo. Se necesita tenacidad, perseverancia y sistematización».

Como el antagonismo socioeconómico se conforma culturalmente es decisivo en la lucha de clases dar la batalla por hegemonizar el sentido común. Que no se transmuta mágicamente en otro, sino que precisa una depuración para reformularlo críticamente. Ya lo observó Platón: «el verdadero conocimiento no se aprende por iluminación sino por confrontación dialógica».

En una sociedad capaz de compartir ese sentir y pensar en común a través del diálogo, hay que presuponer en cualquiera de sus miembros la capacidad de aprendizaje y un germen de virtud. Como sentenciaba Gramsci, «si existe en el mundo alguna cosa que tenga un valor por sí, todos son dignos y capaces de gozar de ella».

Hay que fomentar la relación dialéctica entre el análisis crítico filosófico y el sentido común, aprovechando lo que en este hay siempre de "buen sentido". Esta dialéctica fracasará si pretende pontificar y reproduce la que en el seno de la Iglesia Católica se da entre “intelectuales” y “sencillos”, porque reproduciría una escisión irreparable en la "comunidad de fieles". Lejos de mantener a “los sencillos” en una concepción primitiva del sentido común, hay que construir un bloque cultural y moral que permita el progreso intelectual de cualquier persona, sin exclusiones.

«Para que este bloque sea eficaz, o sea, hegemónico, el conocimiento racional tiene que alinearse con el sentimiento. La clave reside en que el sentido común es aquello que se nos presenta como una realidad evidente. “El elemento popular siente, pero no siempre sabe o comprende; el elemento intelectual sabe, pero no siempre comprende, y especialmente, no siempre siente”. En ausencia de tal nexo, la labor cultural es estéril».

Valgan estos comentarios para presentar un artículo de Juan Ponte y un vídeo complementario de Candela Antón.

Juan Ponte es un profesor y político asturiano. Fue concejal de cultura de Mieres entre 2015 y 2023. Desde diciembre de 2023 es director general de Agenda 2030 en el Gobierno de Asturias. Es responsable de Estrategia Política, Batalla Cultural y Formación en Izquierda Unida.

El artículo fue publicado en El Mono Azul, suplemento cultural de Mundo Obrero.

Candela Antón es antropóloga y actriz. El vídeo forma parte de una serie muy interesante que presenta en su perfil de FaceBook. Responde en él a una pregunta peliaguda:

¿Cómo es que las sociedades mantienen sistemas desiguales sin colapsar por conflicto interno constante?

 

El buen sentido

En la batalla cultural el objetivo es identificar lo que Gramsci denomina buon senso (el buen sentido), el “núcleo sano” del sentido común… pero para reformularlo críticamente

JUAN PONTE

María Teresa León interviene en la sesión celebrada en Barcelona del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura | Agustí Centellés / cultura.gob.es.

“[…] los seres pequeños, los sin nombre, los innumerables que sienten atacada hasta su pobreza”.

Memoria de la melancolía. María Teresa León

Pocas horas después del golpe de Estado del 18 de julio de 1936, la Alianza de Intelectuales Españoles para la Defensa de la Cultura manifestaba su entusiasta adhesión al gobierno del Frente Popular. El jueves 30 del mismo mes, se publicaba en la página 3 del diario madrileño La Voz el Manifiesto de la Alianza de Escritores Antifascistas para la Defensa de la Cultura. En él, escritores, artistas, periodistas e investigadores científicos (entre otros, cabe destacar a autores como Wenceslao Roces, María Zambrano, José Bergamín, Rosa Chacel, Luis Buñuel o Ramón Gómez de la Serna) se agrupaban para defender los valores de la libertad y dignidad humanas. Y no lo hacían en abstracto. Su propósito era reivindicar simultáneamente el rasgo universalista de la cultura española con su carácter popular. Innovar desde la tradición, desarrollar nuevas posibilidades en el porvenir partiendo del legado histórico, calificado por ellos como “suelo sagrado”. Contra la falsedad de los ideales patrióticos de quienes traicionaron a la República y ejercieron “una esclavitud embrutecedora y sangrienta, como la de la represión asturiana”, estos ensalzaban “la dignidad internacional de España”. Frente al levantamiento criminal instigado por militares crapulosos, rancia clerigalla y la casta aristocrática, abrazaban “la auténtica España popular”.

A finales de agosto del 36 los miembros de la Alianza de Intelectuales Españoles para la Defensa de la Cultura sacan “El mono azul”, nombre tomado del uniforme que usaban los milicianos

A finales de agosto del 36 los miembros de la Alianza ya disponían de una hoja semanal que bautizaron como “El mono azul”, cuyo nombre era tomado del uniforme que usaban los milicianos en el frente de guerra. En ella firmaban como responsables María Teresa León, José Bergamín, Rafael Dieste, Lorenzo Varela, Rafael Alberti, Antonio Luna, Arturo Souto y Vicente Salas Viu (El Mono Azul, nº 1, pág. 8). Como es sabido, la revista se publicó en Madrid de una manera muy irregular a lo largo de 47 números desde agosto de 1936 hasta febrero de 1939, apareciendo la mayor parte de ellos entre 1936 y 1937. En 1975 vería la luz la reproducción facsimilar íntegra de la revista, auspiciada por el editor alemán Detlev Auvermann. En 2018, El Mono Azul comenzará felizmente una nueva singladura como suplemento de Mundo Obrero, retomando el testigo de la lucha por la emancipación social desde el “campo de batalla” de la cultura, promoviendo así la conversión de la reflexión intelectual en fermento revolucionario.

Como manifestó Gramsci, las ideas y opiniones no nacen espontáneamente del cerebro de cada individuo; surgen de centros de irradiación, difusión y persuasión, de grupos de poder, que las elaboran y presentan en forma de sentido común

Como manifestó Gramsci, las ideas y opiniones no nacen espontáneamente del cerebro de cada individuo; surgen de centros de irradiación, difusión y persuasión, de grupos de poder, que las elaboran y presentan en forma de sentido común. Siendo fedatarios de la afirmación de Guicciardini, podemos afirmar que estas son tan absolutamente necesarias para la vida de un Estado como las armas. No hay coacción sin convicciones compartidas; no hay fuerza que no embride afectos. Las ideologías no son representaciones mentales, sino dispositivos institucionalizados y agencias prácticas harto complejas, rocosas, en no poca medida resistentes a las transformaciones económicas. Son, de hecho, como el sistema de trincheras de la guerra moderna, sostiene el sardo. Con ellas ocurre como cuando en un ataque encarnizado parece que hemos destruido todo el sistema defensivo del adversario, pero en realidad únicamente hemos desfigurado la superficie exterior del entramado. Razón por la cual resulta infantil presentar toda fluctuación ideológica como un mero reflejo de la estructura económica. Algo que, sigue diciendo Gramsci, debe ser combatido teóricamente como un ejemplo de “infantilismo primitivo”.

Esto es lo que permite entender plenamente, a nuestro juicio, la aguda reflexión de Lenin: «Se puede vencer políticamente en unas cuantas semanas en una época de crisis. En la guerra se puede vencer en unos cuantos meses, pero es imposible vencer en el terreno cultural en ese mismo plazo. Se necesita tenacidad, perseverancia y sistematización» (“La nueva política económica y las tareas de las Secciones de Educación Política”, 17 de octubre de 1921). Dicho de otro modo: el antagonismo socioeconómico se conforma culturalmente y, como venimos argumentando, se libra en la lucha por hegemonizar el sentido común.

Descartado el bizantinismo de enfrentar los debates teóricos como si tuvieran valor por sí mismos, independientemente de la práctica, tampoco es cuestión de adaptarse a los sistemas de creencias establecidos. Debemos basarnos en el sentido común, pero para reformularlo críticamente. El objetivo es identificar lo que el pensador italiano denomina buon senso (el buen sentido), el “núcleo sano” del sentido común. Por eso, en la batalla cultural no se trata de introducir ex novo conocimiento científico en unas masas que se supone completamente pasivas y cretinizadas. Ya lo señaló Platón: el verdadero conocimiento no se aprende por iluminación, “como si le diesen la vista a unos ojos ciegos” (Libro VII, República), sino por confrontación dialógica. Es por eso que hay que presuponer capacidad de aprendizaje y un germen de virtud en cualquiera. O como sentenciaba Gramsci: “si existe en el mundo alguna cosa que tenga un valor por sí, todos son dignos y capaces de gozar de ella”.

Y justo aquí es donde debe intervenir la verdadera política marxista —sin que ello signifique que esta sea la política verdadera—: garantizando la relación dialéctica entre el análisis crítico filosófico y el sentido común. Una relación que no ha de reproducir aquella que se da entre “intelectuales” y “sencillos” en el seno de la Iglesia Católica, porque eso sería tanto como reconocer una escisión irreparable en la “comunidad de fieles”. La posición de la “filosofía de la práctica” —nuevamente en términos de Gramsci— debe ser antitética de la católica: esta no debe consistir en mantener a “los sencillos” en una concepción primitiva del sentido común, sino que, por el contrario, exige construir un bloque cultural y moral que permita el progreso intelectual de cualquier persona, sin exclusiones.

Para que este bloque sea eficaz, o sea, hegemónico, el conocimiento racional tiene que alinearse con el sentimiento. La clave reside en que el sentido común es aquello que se nos presenta como una realidad evidente. “El elemento popular siente, pero no siempre sabe o comprende; el elemento intelectual sabe, pero no siempre comprende, y especialmente, no siempre siente”. En ausencia de tal nexo, la labor cultural es estéril. Y la relación de la organización política que la emprende con el pueblo al que supone representar, insufrible sacerdocio. Un sacerdocio que transparenta impotencia.