viernes, 3 de octubre de 2025

Extraer el "buen sentido" del "sentido común"

Al decir que algo es "de sentido común", admitimos que lo acepta una amplia mayoría a la que nos sumamos con facilidad.

Se define el sentido común como la «capacidad de usar la razón para tomar decisiones y orientarse en la vida práctica». Pero al buscar su fundamento caemos en la cuenta de que se apoya «en un conjunto de intuiciones, creencias y conocimientos compartidos y ampliamente acordados dentro de una sociedad o contexto».

Se sospecha entonces que fuera de ese contexto puede haber otro sentido común, con intuiciones, creencias y conocimientos diferentes. Tal carácter social nos empuja a ir un poco más allá, analizando la estructura de la sociedad que lo comparte para encontrar su origen.

Como decía Gramsci, «las ideas y opiniones no nacen espontáneamente del cerebro de cada individuo; surgen de centros de irradiación, difusión y persuasión, de grupos de poder, que las elaboran y presentan en forma de sentido común». Así que «Las ideologías no son representaciones mentales, sino dispositivos institucionalizados y agencias prácticas harto complejas, rocosas, en no poca medida resistentes a las transformaciones económicas.»

El carácter rocoso y persistente de las ideologías lo percibió Lenin a lo largo de su experiencia revolucionaria:

«Se puede vencer políticamente en unas cuantas semanas en una época de crisis. En la guerra se puede vencer en unos cuantos mesespero es imposible vencer en el terreno cultural en ese mismo plazo. Se necesita tenacidad, perseverancia y sistematización».

Como el antagonismo socioeconómico se conforma culturalmente es decisivo en la lucha de clases dar la batalla por hegemonizar el sentido común. Que no se transmuta mágicamente en otro, sino que precisa una depuración para reformularlo críticamente. Ya lo observó Platón: «el verdadero conocimiento no se aprende por iluminación sino por confrontación dialógica».

En una sociedad capaz de compartir ese sentir y pensar en común a través del diálogo, hay que presuponer en cualquiera de sus miembros la capacidad de aprendizaje y un germen de virtud. Como sentenciaba Gramsci, «si existe en el mundo alguna cosa que tenga un valor por sí, todos son dignos y capaces de gozar de ella».

Hay que fomentar la relación dialéctica entre el análisis crítico filosófico y el sentido común, aprovechando lo que en este hay siempre de "buen sentido". Esta dialéctica fracasará si pretende pontificar y reproduce la que en el seno de la Iglesia Católica se da entre “intelectuales” y “sencillos”, porque reproduciría una escisión irreparable en la "comunidad de fieles". Lejos de mantener a “los sencillos” en una concepción primitiva del sentido común, hay que construir un bloque cultural y moral que permita el progreso intelectual de cualquier persona, sin exclusiones.

«Para que este bloque sea eficaz, o sea, hegemónico, el conocimiento racional tiene que alinearse con el sentimiento. La clave reside en que el sentido común es aquello que se nos presenta como una realidad evidente. “El elemento popular siente, pero no siempre sabe o comprende; el elemento intelectual sabe, pero no siempre comprende, y especialmente, no siempre siente”. En ausencia de tal nexo, la labor cultural es estéril».

Valgan estos comentarios para presentar un artículo de Juan Ponte y un vídeo complementario de Candela Antón.

Juan Ponte es un profesor y político asturiano. Fue concejal de cultura de Mieres entre 2015 y 2023. Desde diciembre de 2023 es director general de Agenda 2030 en el Gobierno de Asturias. Es responsable de Estrategia Política, Batalla Cultural y Formación en Izquierda Unida.

El artículo fue publicado en El Mono Azul, suplemento cultural de Mundo Obrero.

Candela Antón es antropóloga y actriz. El vídeo forma parte de una serie muy interesante que presenta en su perfil de FaceBook. Responde en él a una pregunta peliaguda:

¿Cómo es que las sociedades mantienen sistemas desiguales sin colapsar por conflicto interno constante?

 

El buen sentido

En la batalla cultural el objetivo es identificar lo que Gramsci denomina buon senso (el buen sentido), el “núcleo sano” del sentido común… pero para reformularlo críticamente

JUAN PONTE

María Teresa León interviene en la sesión celebrada en Barcelona del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura | Agustí Centellés / cultura.gob.es.

“[…] los seres pequeños, los sin nombre, los innumerables que sienten atacada hasta su pobreza”.

Memoria de la melancolía. María Teresa León

Pocas horas después del golpe de Estado del 18 de julio de 1936, la Alianza de Intelectuales Españoles para la Defensa de la Cultura manifestaba su entusiasta adhesión al gobierno del Frente Popular. El jueves 30 del mismo mes, se publicaba en la página 3 del diario madrileño La Voz el Manifiesto de la Alianza de Escritores Antifascistas para la Defensa de la Cultura. En él, escritores, artistas, periodistas e investigadores científicos (entre otros, cabe destacar a autores como Wenceslao Roces, María Zambrano, José Bergamín, Rosa Chacel, Luis Buñuel o Ramón Gómez de la Serna) se agrupaban para defender los valores de la libertad y dignidad humanas. Y no lo hacían en abstracto. Su propósito era reivindicar simultáneamente el rasgo universalista de la cultura española con su carácter popular. Innovar desde la tradición, desarrollar nuevas posibilidades en el porvenir partiendo del legado histórico, calificado por ellos como “suelo sagrado”. Contra la falsedad de los ideales patrióticos de quienes traicionaron a la República y ejercieron “una esclavitud embrutecedora y sangrienta, como la de la represión asturiana”, estos ensalzaban “la dignidad internacional de España”. Frente al levantamiento criminal instigado por militares crapulosos, rancia clerigalla y la casta aristocrática, abrazaban “la auténtica España popular”.

A finales de agosto del 36 los miembros de la Alianza de Intelectuales Españoles para la Defensa de la Cultura sacan “El mono azul”, nombre tomado del uniforme que usaban los milicianos

A finales de agosto del 36 los miembros de la Alianza ya disponían de una hoja semanal que bautizaron como “El mono azul”, cuyo nombre era tomado del uniforme que usaban los milicianos en el frente de guerra. En ella firmaban como responsables María Teresa León, José Bergamín, Rafael Dieste, Lorenzo Varela, Rafael Alberti, Antonio Luna, Arturo Souto y Vicente Salas Viu (El Mono Azul, nº 1, pág. 8). Como es sabido, la revista se publicó en Madrid de una manera muy irregular a lo largo de 47 números desde agosto de 1936 hasta febrero de 1939, apareciendo la mayor parte de ellos entre 1936 y 1937. En 1975 vería la luz la reproducción facsimilar íntegra de la revista, auspiciada por el editor alemán Detlev Auvermann. En 2018, El Mono Azul comenzará felizmente una nueva singladura como suplemento de Mundo Obrero, retomando el testigo de la lucha por la emancipación social desde el “campo de batalla” de la cultura, promoviendo así la conversión de la reflexión intelectual en fermento revolucionario.

Como manifestó Gramsci, las ideas y opiniones no nacen espontáneamente del cerebro de cada individuo; surgen de centros de irradiación, difusión y persuasión, de grupos de poder, que las elaboran y presentan en forma de sentido común

Como manifestó Gramsci, las ideas y opiniones no nacen espontáneamente del cerebro de cada individuo; surgen de centros de irradiación, difusión y persuasión, de grupos de poder, que las elaboran y presentan en forma de sentido común. Siendo fedatarios de la afirmación de Guicciardini, podemos afirmar que estas son tan absolutamente necesarias para la vida de un Estado como las armas. No hay coacción sin convicciones compartidas; no hay fuerza que no embride afectos. Las ideologías no son representaciones mentales, sino dispositivos institucionalizados y agencias prácticas harto complejas, rocosas, en no poca medida resistentes a las transformaciones económicas. Son, de hecho, como el sistema de trincheras de la guerra moderna, sostiene el sardo. Con ellas ocurre como cuando en un ataque encarnizado parece que hemos destruido todo el sistema defensivo del adversario, pero en realidad únicamente hemos desfigurado la superficie exterior del entramado. Razón por la cual resulta infantil presentar toda fluctuación ideológica como un mero reflejo de la estructura económica. Algo que, sigue diciendo Gramsci, debe ser combatido teóricamente como un ejemplo de “infantilismo primitivo”.

Esto es lo que permite entender plenamente, a nuestro juicio, la aguda reflexión de Lenin: «Se puede vencer políticamente en unas cuantas semanas en una época de crisis. En la guerra se puede vencer en unos cuantos meses, pero es imposible vencer en el terreno cultural en ese mismo plazo. Se necesita tenacidad, perseverancia y sistematización» (“La nueva política económica y las tareas de las Secciones de Educación Política”, 17 de octubre de 1921). Dicho de otro modo: el antagonismo socioeconómico se conforma culturalmente y, como venimos argumentando, se libra en la lucha por hegemonizar el sentido común.

Descartado el bizantinismo de enfrentar los debates teóricos como si tuvieran valor por sí mismos, independientemente de la práctica, tampoco es cuestión de adaptarse a los sistemas de creencias establecidos. Debemos basarnos en el sentido común, pero para reformularlo críticamente. El objetivo es identificar lo que el pensador italiano denomina buon senso (el buen sentido), el “núcleo sano” del sentido común. Por eso, en la batalla cultural no se trata de introducir ex novo conocimiento científico en unas masas que se supone completamente pasivas y cretinizadas. Ya lo señaló Platón: el verdadero conocimiento no se aprende por iluminación, “como si le diesen la vista a unos ojos ciegos” (Libro VII, República), sino por confrontación dialógica. Es por eso que hay que presuponer capacidad de aprendizaje y un germen de virtud en cualquiera. O como sentenciaba Gramsci: “si existe en el mundo alguna cosa que tenga un valor por sí, todos son dignos y capaces de gozar de ella”.

Y justo aquí es donde debe intervenir la verdadera política marxista —sin que ello signifique que esta sea la política verdadera—: garantizando la relación dialéctica entre el análisis crítico filosófico y el sentido común. Una relación que no ha de reproducir aquella que se da entre “intelectuales” y “sencillos” en el seno de la Iglesia Católica, porque eso sería tanto como reconocer una escisión irreparable en la “comunidad de fieles”. La posición de la “filosofía de la práctica” —nuevamente en términos de Gramsci— debe ser antitética de la católica: esta no debe consistir en mantener a “los sencillos” en una concepción primitiva del sentido común, sino que, por el contrario, exige construir un bloque cultural y moral que permita el progreso intelectual de cualquier persona, sin exclusiones.

Para que este bloque sea eficaz, o sea, hegemónico, el conocimiento racional tiene que alinearse con el sentimiento. La clave reside en que el sentido común es aquello que se nos presenta como una realidad evidente. “El elemento popular siente, pero no siempre sabe o comprende; el elemento intelectual sabe, pero no siempre comprende, y especialmente, no siempre siente”. En ausencia de tal nexo, la labor cultural es estéril. Y la relación de la organización política que la emprende con el pueblo al que supone representar, insufrible sacerdocio. Un sacerdocio que transparenta impotencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario