Pero la vigencia no desaparece en dos semanas.
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Los conflictos sociales tienen estos inconvenientes. Son conflictivos. Buena parte de los que hoy se muestran airados con las protestas de las personas indignadas, explican aún batallitas de mayo del 68 con manifiesta nostalgia. Y, si echamos de hemeroteca, las manifestaciones y los enfrentamientos con la autoridad democrática del Estado francés en el París de finales de los sesenta no fueron precisamente un baño de paz, amor y sustancias psicoactivas. En momentos convulsos y con movilizaciones como las que hemos estado viviendo lo más destacable es que un movimiento asambleario y espontáneo haya podido controlar la violencia de forma tan efectiva. La fe en la no violencia como única estrategia legítima y el convencimiento de que cualquier acto agresivo será utilizado para criminalizar las movilizaciones, ha hecho que en todas las acciones ciudadanas llevadas a cabo desde el 15 de mayo, en medio de las tensiones, las manos en alto y las voces llamando a la calma y a la resistencia pacífica se hayan convertido en la norma.
Cuando Artur Mas aparece ante los medios "visiblemente enfadado" olvida que las personas desempleadas, las familias desahuciadas, el nuevo precariado, gente joven, con estudios y capacidades pero sin estabilidad ni futuro, también tienen razones para estar enfadados pero no disponen de micrófonos y cámaras para hacer visible su indignación. Y si los políticos profesionales les preocupa que acciones pacíficas de desobediencia civil se conviertan en violentas, más los tendría que preocupar a la violencia que se está gestando en los barrios, día tras día, con el endurecimiento de la vida cotidiana de las personas y con la violencia estructural que se ejerce sobre amplios sectores de la población.
Recortar la renta mínima de inserción, único ingreso de las familias más empobrecidas del país, mientras desaparece el impuesto de sucesiones es violencia estructural. Reducir los recursos destinados a la educación pública es hipotecar el futuro de todos y todas y destruir la política redistributiva más importante de nuestra sociedad. Empujar la sanidad pública a la privatización es malvender un patrimonio de todos y de todas y convertir necesidades en lujos. Derogar un centenar de leyes de una tacada con la ley omnibus es un atropello a la democracia.
Las medidas que, sin ningún tipo de vergüenza, se presentan como inevitables profundizarán en las desigualdades sociales minando la ya deteriorada cohesión social. Y justificar las crecientes desigualdades sociales en base al trabajo, la preparación, la buena fortuna o el mérito, tiene un límite. En estos momentos, ¿quien se cree que la prosperidad económica está asociada al esfuerzo? Cuando los causantes de la crisis vuelven a ocupar sus puestos directivos cobrando salarios y bonos, ¿quien tiene la cara dura de justificar las crecientes desigualdades sociales en el mérito? Para mantener un alto nivel de tolerancia frente a las desigualdades y la injusticia social se debe garantizar que la pobreza y la exclusión son fenómenos de minorías. Pero la extensión de la precariedad y del riesgo de pobreza despierta el cuestionamiento de las bases de las desigualdades. Quizás alguien pensaba que la destrucción de nuestro modesto estado del bienestar se haría sin ruido y con la oposición de no más de diez diputadas y diputados, pero el malestar sólo acaba de empezar.
Para compensarlo, en los próximos años tendremos que ver cómo se intensifica la criminalización de las capas más desfavorecidas de la sociedad. La persecución y la estigmatización de los más vulnerables que ha comenzado con las personas inmigrantes se ampliará a otros colectivos en situaciones de marginalidad a fin de marcar la frontera entre los ciudadanos y las ciudadanas de bien y las personas caídas en desgracia por su "falta de previsión" o por su "inadaptación social y cultural". Veremos como se centra el debate público en cómo reprimir la conflictividad social derivada de la destrucción de la cohesión y de la extensión de la pobreza y, por supuesto no se aportará ninguna solución más allá de la represión, haciendo lecturas interesadas y electoralistas de la situación. Exactamente lo mismo que sucede hoy con los enfrentamientos y las acciones violentas derivadas puntualmente de las protestas. Debatir la conveniencia de la represión y sus formas no soluciona nada, sólo sirve para evitar discutir sobre los problemas centrales que han generado el movimiento.
Albert Sales i Campos es profesor de sociología de la UPF de Barcelona
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