Se puede hablar de sana competencia. Por saber más, por hacer las cosas mejor... mejor que uno mismo. Los demás serán una referencia, nada más. El verdadero deportista no busca superar a otros, sino superarse a sí mismo.
Para eso hay que cultivar valores. Valores más allá del valor abstracto, medido en el equivalente universal: el dinero. Al final, el dinero se gasta en símbolos.
La competencia aumenta la desigualdad. Frente a una cohorte que avanza unida, una carrera distancia a los corredores.
En esta carrera que se alimenta a sí misma, los rezagados compiten entre ellos por su propia supervivencia, pero ¿por qué compiten entre sí los aventajados cuando están más allá del límite de su capacidad de goce?
No sólo se compite por la subsistencia: el prestigio, superado cierto nivel, es lo que cuenta, a costa de lo que sea. A costa incluso del propio bienestar. Porque en último término el triunfador lo será por sacrificar su vida al alto ideal de... triunfar.
Produzcamos lo necesario, y definamos bien qué es necesario. Vivamos más despacio. El músculo sometido a descargas repetidas se tetaniza y deja de funcionar.
Georges Rouault, Le pendu (1944-48). Centre Georges Pompidou, París |
Rebelión
Uno
de los dogmas fundamentales del neoliberalismo hace de la competencia
el pilar fundamental de la organización social. Con el Mercado como
institución axial, la lógica de la competitividad se expande en todos
los campos de actividad. Es, como el capitalismo, algo más que un
sistema económico: un ethos, una forma de vida que irrumpe en
cada una de nuestras decisiones. Estamos adiestrados o, mejor dicho,
amaestrados para la competición. Representa los valores hegemónicos del éxito, liderazgo o la fórmula recurrente del capitalismo arcaico que es el culto al emprendedor: el
“empresario aventurero” que retratase Werner Sombart desde el idealismo
capitalista. Pero, es obvio que no todo el mundo puede tener éxito, ser
líder o devenir emprendedor. Todas estas nociones llevan implícita la
desigualdad de llegada que se añade a la de partida. Dicho de otra
forma, para que haya éxito competitivo es preciso que sólo unos
pocos puedan alcanzarlo. Y jamás contaremos con las mismas
oportunidades. Lo que hay que conculcar es la propia lógica de la
competición por sus implicaciones inicuas para el estar-juntos. En
las escuelas se entroniza la competencia desde la rivalidad y lucha
absurda por calificaciones que al mismo tiempo descalifican a los menos
adaptados al sistema competitivo. El propio sistema educativo se rige
por competencias. Otro tanto ocurre en las universidades, donde
profesores e instituciones luchan contra otros en procesos competitivos
que son los únicos indicadores válidos para las agencias de evaluación. Y
se refleja tal lógica en los planes de estudio de donde se eliminan las
asignaturas que “distraen” frente a las que “sirven”. Las operativas y
puramente instrumentales son las que se pliegan a formar seres
competitivos. Lo demás es superfluo, una fruslería.
Como las universidades, sus estudiantes también tendrán que someterse a las lógicas obsesivas y kafkianas de los rankings,
cuyas categorías de jerarquización nos están vedadas. Lucharán unos
contra otros porque han entrado en la partida y deben calcular sus
jugadas. No podemos cambiar las reglas del juego como si de Carroll se
tratase en su Alicia. Y no parece haber otra alternativa,
olvidando que ni Sócrates ni Platón jamás evaluaron a nadie, ni fueron
evaluados más que por la Historia Cultural.
También en el ámbito laboral reina con despotismo la competición, donde la escasez -la famosa rareté (escasez) en
Sartre, producida artificialmente por el sistema económico- violenta a
unos contra otros para lograr las gratificaciones prometidas sólo a unos
pocos. Engendra violencias cuyo resultado son algunos miembros muertos,
sobrantes para el sistema competitivo darwinista; y otros miembros
supervivientes. El film Arcadia (Costa-Gavras, 2005) lo ilustró
antes incluso de la crisis económica en el terreno de la confrontación
laboral. El discurso de la escasez era para Marx el de la ideología
burguesa que necesita naturalizar y eternizar un modo de producir que se
basa en la penuria generalizada. La ideología de la competitividad
parece haber introyectado que su lógica no es una construcción social y,
como tal, contingente: es indeleble e infranqueable así que, mejor
adaptarse que perecer.
En todos los casos mencionados, desde
niños se concibe a los otros como rivales en una carrera continua
promovida por la envidia y el narcisismo. Es el juego neoliberal que nos
enfrenta a unos contra otros y en el que la llamada meritocracia premia no a los más excelentes, a los aristos, sino a los que mejor saben conducirse de acuerdo con las tácticas de guerrilla competitiva.
La infelicidad en la competitividad
En 1930, Bertrand Russell publicó La conquista de la felicidad. Inspirado por el sentido común, se preguntó “¿qué hace desdichada a la gente?” No se trataba de causas externas, como enfermedades o guerras. Hay algo en la vida moderna y civilizada que nos conduce sin remisión al malestar. Russell citaba el tedio de la infelicidad byroniana, el sentimiento de pecado, el aburrimiento y la excitación desmesurada, la manía persecutoria, la fatiga, la envidia y la competencia.
En 1930, Bertrand Russell publicó La conquista de la felicidad. Inspirado por el sentido común, se preguntó “¿qué hace desdichada a la gente?” No se trataba de causas externas, como enfermedades o guerras. Hay algo en la vida moderna y civilizada que nos conduce sin remisión al malestar. Russell citaba el tedio de la infelicidad byroniana, el sentimiento de pecado, el aburrimiento y la excitación desmesurada, la manía persecutoria, la fatiga, la envidia y la competencia.
La última causa que he citado remite directamente al corazón del sistema de valores del neoliberalismo. En la educación y en los medios de comunicación como portadores de estilos de vida y modelos ejemplares, se repiten de continuo los mantras sobre el liderazgo, la competitividad, el éxito. Todos ellos son conceptos que implican la naturalización del Mercado, en sus diferentes dimensiones, como eje vertebrador de los comportamientos.
Desde la escuela hasta la universidad, la lucha de unos contra otros parece ser el denominador común. Se combate en la cotidianidad por el éxito relativo pero no por razones de extrema necesidad: “Lo que la gente teme cuando se enzarza en la lucha no es no poder conseguirse un desayuno a la mañana siguiente, sino no lograr eclipsar a sus vecinos” [i]. Siempre con una mirada de soslayo a los bienes del vecino, la envidia que era para Russell uno de los fundamentos de la democracia, se antepone a cualquier consideración altruista. Y al mismo tiempo, hace de la vida una rutina insoportable: “Por mi parte, lo que me gustaría obtener del dinero es tiempo libre y seguridad. Pero lo que quiere obtener el típico hombre moderno es más dinero, con vistas a la ostentación, el esplendor y el eclipsamiento de los que hasta ahora han sido sus iguales” [ii].
No
se trata de denostar abiertamente todo éxito. Urge comprender que no
podemos fundamentar la educación, el trabajo e incluso nuestros tratos
personales solamente en una lógica que nos violenta contra los demás,
generando lo que Pierre Bourdieu llamaba violence structurelle.
Desde el Mercado, esta violencia se propaga a cada vez más ámbitos de la
existencia. El resultado es la decadencia general de todo aquello que
no beneficie el posicionamiento estratégico en esta guerra diaria: los
actos gratuitos, el arte de la conversación, los intereses no
personales... Todo conocimiento, toda nueva “amistad” viene a confluir
en lo que André Gorz denominaba capitale immatériel. Trabajos
24/24 horas para acumular ventajas competitivas sobre los demás, desde
el aprendizaje de un nuevo idioma a habilidades sociales. ¡Es nuestra
vida entera la que se transforma en valor intercambiable en el Mercado
de afectos y competencias profesionales! Incluso el ocio ha de ser
conspicuo y exhibir obscenamente los marchamos del éxito. A fin de
cuentas, el Mercado nos inculca que la vida es una competición y que
sólo el vencedor merece respecto. La industria cultural se ha encargado
durante decenios de implantarlo en el imaginario colectivo bajo la
divisa del american way of life. Historias de losers y winners.
Lejos queda lo que para Russell era la piedra angular de una vida dichosa: “El secreto de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles” [iii].
La competitividad como pecado mortal
Viajamos de 1930, un año después de la Gran Depresión, a 1973, con la crisis del petróleo. El diagnóstico sobre los males del mundo le corresponde en esta ocasión al zoólogo Konrad Lorenz. Escribe acerca de Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, desde su perspectiva naturalista. La competencia del hombre contra el hombre acaba por castrar las fuerzas activas y creadoras:
Viajamos de 1930, un año después de la Gran Depresión, a 1973, con la crisis del petróleo. El diagnóstico sobre los males del mundo le corresponde en esta ocasión al zoólogo Konrad Lorenz. Escribe acerca de Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, desde su perspectiva naturalista. La competencia del hombre contra el hombre acaba por castrar las fuerzas activas y creadoras:
“Todo
lo que es bueno y útil para el hombre, lo mismo como especie que como
individuo, ha quedado olvidado ya bajo la presión de esa competencia
entre los hombres. La abrumadora mayoría de los hombres de hoy percibe
como valor únicamente lo que resulta exitoso y apropiado en la
despiadada competencia para superar a su prójimo. Cualquier medio que
sirva a ese propósito aparece engañosamente como un valor” [iv].
Por
un lado el afán de lucro, el de ganar dinero que mide el éxito es uno
de los vectores de la competitividad. Se trata de una de las señas de
identidad del país capitalista por antonomasia: Estados Unidos. Y por
otra, que advierte Lorenz del mismo modo, la prisa. El mundo se acelera
cada vez más impulsado por esta suerte de dromocratie -gobierno de la velocidad-, en términos de Paul Virilio. El desgobierno absoluto. La premisa parece ser llegar antes que los demás. Como una scoop periodística.
Estamos obligados a atesorar más episodios de vida en cada vez menos
unidades de tiempo, como nos diría el sociólogo Harmurt Rosa. La
competencia devastadora rechaza los tiempos lentos, destierra la vida
tranquila tan querida para Russell; abole los ritmos pausados y
sedimentarios del artesano explicados con maestría por Richard Sennett.
El miedo a ser superado nos introduce de lleno en esa carrera
vertiginosa que cada uno emprende desde su vehículo sin frenos. Es el
impulso que junto a la codicia nace del pavor y la vergüenza de no ser
reconocido porque en un sistema competitivo, la visibilidad solo la
obtienen los primeros en arribar a las metas ocasionales. Con la prisa y
la rapidez, se nos priva de esa base innata del aprendizaje que es la reflexión. Y
también de la curiosidad que siempre ha impulsar el conocimiento cabal
de nuestro mundo. Se está tan ocupado, preocupado y distraído por la
competición que no nos olvidamos incluso de pensar en nosotros mismos al
no soportar la soledad:
“Una de las más perniciosas
repercusiones de la prisa ansiosa -o quizá del miedo que genera esa
prisa- es la confesa incapacidad de los hombres modernos para estar
solos consigo mismos, aunque sea por breves momentos. Evitan toda
posibilidad de introspección y de recogimiento con una diligencia
angustiosa, como si temieran que la reflexión fuera a ponerles delante
de una imagen de sí mismos poco agradable” [v].
La
lógica de la competitividad llevada hasta sus últimas consecuencias
supone la vía segura hacia la desintegración social e individual. Como
ya advirtiera Russell, es una de las causas directas de la infelicidad
del hombre moderno. Lorenz la concebía como el camino seguro hacia el
aumento hipertrófico de la presión arterial y el consecuente desgaste de
nervios. Las lógicas de la cooperación, los tiempos lentos y las
filosofías que se sitúan más allá del utilitarismo extremo en forma de
actos gratuitos contraponen resistencias y microutopías a un mundo
desbocado que ni tan siquiera toma conciencia de sí mismo.
_______________
Notas
[i] Russell, B., La conquista de la felicidad, DeBolsillo, 6ª edición, Barcelona, 2013, p. 48.
[ii] Idem.
[iii] Ibídem, p. 135.
[iv] Lorenz, K., Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, RBA, Barcelona, 2011, p. 43.
[v] Ibídem, p. 46.
No hay comentarios:
Publicar un comentario