viernes, 8 de enero de 2021

Autómatas

"El humano es un autómata a merced de las influencias externas. Por muy voluntarioso y determinado que parezca, sus acciones no responden a estímulos interiores, sino a los exteriores. Es como un corcho entre las olas de un mar embravecido."
Nikola Tesla
Aunque la palabra αυτόματα signifique "que se mueve por sí mismo", la idea que nos transmite es justo la contraria. Autómata es lo contrario de autónomo, porque detrás de él siempre hay un agente, y nada hace sin que haya sido previamente programado.

Mazinger Z, el robot gigante de la serie fantástica japonesa, además de a su creador, el profesor Jūzō Kabuto, necesita un tripulante, Kōji, que desde una cabina, no por casualidad situada en su cabeza, dirige todas sus acciones.

El dualista Descartes consideraba a los animales como autómatas, con la excepción del animal humano, en el que, como tiempo después en la serie japonesa, un "alma", encarnada en la hipófisis, se sentaba en su trono de la silla turca del esfenoides, y desde allí reinaba a su libre albedrío. El error de Descartes lo señala el neurólogo António Damásio: no solo cuerpo y mente son inseparables, sino que lo son la razón y la emoción, y si parece que la primera radica en el cerebro, la segunda implica a todo el organismo, con inherentes manifestaciones físicas. Sentimos con el cuerpo. Así que la racionalidad requiere una aportación emocional. El error fue la doble separación dualista entre mente y cuerpo, entre racionalidad y emoción.

Esto mismo señala el arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa en su libro La mano que piensa, cuyo solo título habla de esa unidad integrada que constituye cada uno de nosotros, (pero también nuestro perro o nuestro gato). En nuestro caso, la mano no es solo un ejecutor fiel y pasivo de las intenciones del cerebro, sino que tiene intencionalidad y habilidades propias.

De todos modos, esta conclusión no resuelve el problema de qué demonios es ese algo evidente y esquivo que es la conciencia. Evidente para el que habla y el que escucha, el que escribe y el que lee. Esquivo porque, como cantaba Labordeta, a veces me pregunto ¿qué hago yo aquí?

Entonces, ¿qué diferencia al autómata del autónomo? ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

La aparente autonomía que tiene todo lo que se mueve (hasta el viento) genera una ilusión que lo transfigura en animado. Convertimos un automóvil, un robot, un avión de combate, en seres vivos. Cuanto más se parezca la máquina a un ser vivo más difícil será evitar la idea. Si se trata de un robot humanoide o su movimiento imita el de nuestra mano, si su conducta parece espontánea, llegaremos a pensar que hay una inteligencia artificial en él. De ahí a concederle conciencia solo hay un paso.



A la inversa, podemos ir despojando de "conciencia" a quienes no son como nosotros. De ella privó Descartes a los animales no humanos. Pero también se debatió alguna vez si tenían "alma" los salvajes, y hasta las mujeres.

Estamos llenos de prótesis, que llegan a identificarse con nosotros. La ropa que me cubre forma parte de mí, como una peluca, un diente implantado. Miembros artificiales que pueden moverse a voluntad, ¿se diferencian plenamente de los orgánicos? Realmente somos cíborgs, inseparables de nuestras partes inorgánicas, próximas o remotas.

En los imprecisos límites entre hombre y máquina, ¿dónde puede trazarse la frontera entre lo vivo y la máquina? La propuesta de Turing nos deja siempre la duda. La conciencia es inabordable si no es desde otra conciencia. Nunca estaré seguro de que la máquina inteligente sea consciente, tenga "alma".

A mi parecer, la clave es la capacidad de "sentir", que siempre conoceremos por pruebas indirectas. Esa unidad inseparable de cuerpo y mente, de razón y emoción. De todas las relaciones posibles, las afectivas son las que pueden separarnos de las máquinas.

Desde las propuestas de la ética robótica de Asimov, la máquina desprovista de sentimientos, fuera de la sexualidad, del amor y de la dominación, puede ser vista también como un ambiguo factor de liberación.

Algunas ideas, desde posiciones feministas, contenidas en este Manifiesto Ciborg:

(...) 

Un ciborg es un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción.

La realidad social son nuestras relaciones sociales vividas, nuestra construcción política más importante, un mundo cambiante de ficción. Los movimientos internacionales feministas han construido la ‘experiencia de las mujeres’ y, asimismo, han destapado o descubierto este objeto colectivo crucial. Tal experiencia es una ficción y un hecho político de gran importancia. La liberación se basa en la construcción de la conciencia, de la comprensión imaginativa de la opresión y, también, de lo posible. El ciborg es materia de ficción y experiencia viva que cambia lo que importa como experiencia de las mujeres a finales de este siglo.

Se trata de una lucha a muerte, pero las fronteras entre ciencia ficción y realidad social son una ilusión óptica.

La ciencia ficción contemporánea está llena de ciborgs -criaturas que son simultáneamente animal y máquina, que viven en mundos ambiguamente naturales y artificiales.

La medicina moderna está asimismo llena de ciborgs, de acoplamientos entre organismo y máquina, cada uno de ellos concebido como un objeto codificado, en una intimidad y con un poder que no existían en la historia de la sexualidad. El ’sexo’ del ciborg restaura algo del hermoso barroquismo reproductor de los helechos e invertebrados (magníficos profilácticos orgánicos contra la heterosexualidad). Su reproducción orgánica no precisa acoplamiento. La producción moderna parece un sueño laboral de colonización de ciborgs que presta visos idílicos a la pesadilla del taylorismo. La guerra moderna es una orgía del ciborg codificada mediante las siglas C3! -el comando de control de comunicaciones del servicio de inteligencia-, un asunto de 84 billones de dólares dentro del presupuesto norteamericano de 1984. Estoy argumentando en favor del ciborg como una ficción que abarca nuestra realidad social y corporal y como un recurso imaginativo sugerente de acoplamientos muy fructíferos. La biopolítica de Michel Foucault es una fláccida premonición de la política del ciborg, un campo muy abierto.

A finales del siglo XX -nuestra era, un tiempo mítico-, todos somos quimeras, híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en unas palabras, somos ciborgs. Éste es nuestra ontología, nos otorga nuestra política. Es una imagen condensada de imaginación y realidad material, centros ambos que, unidos, estructuran cualquier posibilidad de transformación histórica. Según las tradiciones de la ciencia y de la política ‘occidentales’ -tradiciones de un capitalismo racista y dominado por lo masculino, de progreso, de apropiación de la naturaleza como un recurso para las producciones de la cultura, de reproducción de uno mismo a partir de las reflexiones del otro-, la relación entre máquina y organismo ha sido de guerra fronteriza. En tal conflicto estaban en litigio los territorios de la producción, de la reproducción y de la imaginación. El presente trabajo es un canto al placer en la confusión de las fronteras y a la responsabilidad en su construcción. Es también un esfuerzo para contribuir a la cultura y a la teoría feminista socialista de una manera postmoderna, no naturalista, y dentro de la tradición utópica de imaginar un mundo sin géneros, sin génesis y, quizás, sin fin. La encamación del ciborg - situada fuera de la historia de la salvación- no existe en un calendario edípico que tratara de poner término a las terribles divisiones genéricas en una utopía simbiótica oral o en un apocalipsis post edípico. En Lacklein, un manuscrito inédito sobre Jacques Lacan, Melanie Klein y la cultura nuclear, Zoé Sofoulis dice que los monstruos más terribles y, quizás, más prometedores en mundos de ciborgs se encuentran encarnados en narrativas no edípicas con una lógica distinta de la represión, que necesitamos entender para poder sobrevivir.

El ciborg es una criatura en un mundo post genérico. No tiene relaciones con la bisexualidad, ni con la simbiosis preedípica, ni con el trabajo no alienado u otras seducciones propias de la totalidad orgánica, mediante una apropiación final de todos los poderes de las partes en favor de una unidad mayor. En un sentido, no existe una historia del origen del ciborg según la concepción occidental, lo cual resulta ser una ironía ‘final‘, puesto que es también el terrible telos apocalíptico de las cada vez mayores dominaciones, por parte de occidente, del individuo abstracto. Es, para terminar, un ser no atado a ninguna dependencia, un hombre en el espacio. Según el sentido humanístico occidental, una historia que trate del origen depende del mito de la unidad original, de la plenitud, bienaventuranza y terror, representados por la madre fálica de la que todos los humanos deben separarse.

Las tareas del desarrollo individual y de la historia son los poderosos mitos gemelos inscritos para nosotros con fuerza inusitada en el psicoanálisis y en el marxismo. Hilary Klein ha argüido que tanto el uno como el otro, a través de sus conceptos del trabajo, de la individuación y de la formación genérica, dependen del argumento de la unidad original, a partir de la cual debe producirse la diferenciación, para, desde ahí, enzarzarse en un drama cada vez mayor de dominación de la mujer y de la naturalezaEl ciborg elude el paso de la unidad original, de identificación con la naturaleza en el sentido occidental. Se trata de una promesa ilegítima que puede conducir a la subversión de su teleología en forma de guerra de las galaxias.

(...) 

Visto siempre desde el sentimiento de quien presuntamente posee esa capacidad, la relación del humano con el el androide puede imaginarse, sea verdad o mentira, como una relación afectiva. Nos deja una sensación confusamente tierna, como ocurre con los relatos de ficción, un documental como el visto recientemente en el cineclub de Pontevedra:

La inteligencia artificial y la entrada de los robots en los hogares de todo el mundo ha afectado a la vida de las personas. Ese es el eje sobre el que gira el documental Robots. Las historias de amor del futuro, de la documentalista alemana Isa Willinger.

Estos robots, desde hace años, ya trabajan en los mostradores y recepciones de empresas, en los centros comerciales o como chefs, pero ahora, humanoides con inteligencia artificial han comenzado a introducirse en nuestros hogares y en nuestras vidas privadas.

Willinger aborda este asunto a través de casos reales como el de Chuck, que tiene un robot como pareja; o de una abuela japonesa que adquiere otro para que le haga compañía.

El documental cuenta además con los testimonios de personas que trabajan en el sector de la robótica. Desde sus laboratorios dan a conocer algunos aspectos clave de la inteligencia artificial y en qué punto nos encontramos en el desarrollo de máquinas en las que podamos volcar nuestras emociones.



1 comentario:

  1. EL TRABAJADOR Y LA HERRAMIENTA

    De forma general, el mundo de las cosas es sentido como una decadencia. Arrastra la alienación de quien lo ha creado. Es un principio fundamental: subordinar no es solamente modificar el elemento subordinado, sino ser uno mismo modificado. La herramienta cambia juntamente a la naturaleza y al hombre: somete la naturaleza al hombre que la fabrica y la utiliza, pero une al hombre a la naturaleza avasallada. La naturaleza se convierte en la propiedad del hombre, pero deja de serle inmanente. Es suya a condición de estarle cerrada. Si él pone al mundo en su poder, es en la medida en que olvida que él mismo es el mundo: niega al mundo, pero es él mismo quien resulta negado. Todo lo que está en mi poder anuncia que he reducido lo que me es semejante a no existir
    por su propio fin, sino por un fin que le es extraño.

    Georges Bataille, Teoría de la Religión.

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