miércoles, 2 de diciembre de 2020

Los límites de la democracia

Un individuo aislado es una abstracción. O una desgracia, cuyo ejemplo palmario es la que padece el náufrago en una isla desierta. Si Robinson Crusoe está fuera de la sociedad, al menos hasta que los caníbales visitan la isla, en El señor de las moscas otros náufragos enfrentan desde el principio la difícil construcción de una sociedad.

Robinsonadas aparte, las sociedades estables en el tiempo son conjuntos de relaciones, de cooperación o de confrontación, que deben ser reguladas, para lo que se necesitan órganos de debate y resolución de conflictos.

El ideal de cualquier grupo humano es la autogestión. Solamente los grupos de estructura relacional simple, como las tribus aisladas de cazadores recolectores, son organizaciones totalmente autogestionarias. Cuando las poblaciones crecen y los grupos entran en contacto, las relaciones se hacen más y más complejas, y las estructuras incipientes cristalizan en formaciones de carácter político.

La autogestión es inseparable de la autosuficiencia. De ahí la dificultad de llegar a una sociedad ideal de comunas autogestionadas, que reproducirían entre ellas las relaciones potencialmente conflictivas de cooperación y confrontación. Toda sociedad compleja (y todas lo son) necesita establecer mecanismos de articulación y de resolución de conflictos.

La democracia surge en las sociedades como un método regulador de las relaciones entre sus miembros. La democracia ideal supone igualdad de derechos y obligaciones, y presupone igualdad de intereses, al menos hasta cierto punto, un análogo nivel de información y capacidad crítica, valores y metas compartidos. Y además, exige el compromiso de que todos respeten los acuerdos tomados por la mayoría de los miembros de la sociedad en cuestión.

Las democracias actuales están lejos de esa igualdad de condiciones entre sus miembros, por otra parte muy difícil de conseguir en toda su plenitud. Las actuales democracias representativas, aunque lo pretendan, no pueden representar por igual a todos. Surge así la idea de la democracia participativa, directa, que funciona a escalas relativamente bajas, pero que necesariamente salta a un escalón más alto en que los que debaten son otra vez representantes.

Hay además otra dificultad: son más operativos en lo inmediato los sistemas claramente mayoritarios porque simplifican en favor de quien obtiene la mayoría la resolución de los conflictos. A mayor "eficacia" en la gestión, menor calidad en la representación. Se excluye a muchos y literalmente se los arrolla. Llega un momento en que la democracia, casi sin sentir, se convierte en oligarquía.

Democratizar la sociedad se convierte en una lucha permanente y desigual por la igualdad real de sus miembros. Otra cosa es engañarse.



Centralismo democrático, consenso y compromiso

En esencia, el centralismo democrático es el método universal de práctica política sana. Tras un debate suficiente entre participantes con análogo nivel de información y de capacidad crítica, que compartan valores y metas, la decisión tomada por mayoría se convierte en mandato para todos.

No puede ser de otra forma, siempre que se den las condiciones señaladas. Si el debate es insuficiente, la información no es igualmente compartida y no todos los participantes tienen el mismo nivel de conocimientos e intenciones compartidas, el mecanismo fallará, conduciendo a un centralismo burocrático o, peor aún, autocrático.

Pero ello no quita que en la práctica de cualquier formación y a cualquier nivel, el voto deba decidir y la decisión obligue a los disidentes. La alternativa es acatar o abandonar el grupo, postura esta muy respetable, siempre que la participación sea libre.

Pero no siempre se es libre para abandonar. En una comunidad de vecinos no se puede desobedecer el mandato de la mayoría, salvo que uno se vaya del edificio, excepto cuando lo acordado conculque las normas de convivencia de la comunidad. Tampoco puede abandonarse un país quedándose en él. El único recurso es expatriarse. Hay un espacio, el planetario, del que no se puede salir: sáquense las conclusiones.

Es en estos casos de obligado cumplimiento cuando la democracia, que siempre incluye una fuerte dosis de centralismo democrático, cobra toda su importancia. El ideal democrático se da entre iguales, con intereses compartidos y participación de todos.

No a todos los niveles es posible una democracia plenamente participativa. En la práctica, al aumentar el número de participantes en el debate disminuye radicalmente la proporción de intervinientes. No pueden hablan cien, ni mil; si fuera posible que lo hicieran el proceso sería interminable y, aún peor, confuso. Al final alguien, un individuo o una comisión, tendrá que sintetizar, aunque eso se puede hacer mejor o peor. En ese momento habrá que votar y acatar el voto.

Cuando el número de participantes crece no queda otra que jerarquizar las reuniones: establecer niveles. No se trata de una mala práctica, sino de una necesidad objetiva.

Entonces, aunque en cada uno de los niveles se practique la máxima participación, cualquier democracia participativa en un nivel se convierte en representativa en el escalón superior. Hay que elegir representantes, guste o no.

Cuanto mayor sea el grupo de representantes, más rico será el debate, aunque también más complejo. Si se elige un único representante, representará peor la riqueza y pluralidad de posiciones.

Así ocurre en los sistemas electorales mayoritarios. En ellos, el territorio se divide en distritos, y en cada uno se elige un único representante. En un sistema presidencialista puro, un territorio indiviso elegirá un único representante. De no haber mecanismos de control y contrapesos, se estará eligiendo a un dictador. Cuanto mayor sea el número de distritos, mejor representada estará la pluralidad de intereses e intenciones.

Imaginemos el caso ideal de una división en distritos de igual población, con iguales niveles de riqueza y distribución de la misma y con intereses absolutamente compartidos. Aun así, si en todos ellos ganase por la mínima diferencia una opción política, todas las demás quedarían sin representación.

Esta desigualdad se acentúa si las poblaciones son numéricamente diferentes, el nivel de riqueza y su distribución son desiguales, se contraponen los intereses de grupos diversos y las circunscripciones han sido diseñadas para favorecer a quien ya ocupa el poder. Por desgracia este caso es frecuente.

Por eso, los sistemas mayoritarios tienden a perpetuar y acrecentar las desigualdades. Los sistemas proporcionales, al menos, permiten la reproducción al nivel superior de las contradicciones que se dan en la base. El debate se traslada entonces más cerca de donde se toman las decisiones.

Cuando un grupo en el poder es hegemónico y se instala en niveles de gobierno, los intereses de los demás estarán infrarrepresentados. La democracia se enturbia, pero el sistema se refuerza. Como los conflictos lo hacen inestable, se procura estabilizar la gobernanza. Palabra especialmente atractiva para quien ejerce el poder.

Entre la elección directa y la mediada, la proporcional y la mayoritaria, hay muchos sistemas con características intermedias. Uno de los más curiosos es el de Estados Unidos. Dada su estructura federal, no parece mala idea el escalón intermedio que suponen los colegios electorales, con votos proporcionales a la población de cada Estado. Pero ¿por qué los votos correspondientes a cada Estado no se reparten y el vencedor por la mínima se los lleva todos? Claramente es una forma de consolidar un corrupto bipartidismo.

Con una representación proporcional, la cámara de representantes reproduce los conflictos en el escalón superior y obliga a transacciones equilibradoras. Esquemáticamente, los que no ocupan el gobierno constituirán la oposición, mejor o peor organizada, más o menos de acuerdo. En los sistemas mayoritarios, como vimos,  esta oposición solo tiene posibilidades de gobernar algún día si se organiza como un partido, o como una coalición suficientemente estable, que en muchos casos reproducirá la forma de partido. Por eso estos sistemas se deslizan siempre al bipartidismo. Un partido conservador frente a otro suavemente reformista.

Pensamos la coalición como una agrupación de partidos. Esta sería una coalición política. Pero los electores, cuando se ven obligados a elegir entre pocas opciones, constituyen también coaliciones sociales. Su voto aparentemente unánime oculta razones muy diversas. Es un “voto útil” que se concentra en el grupo gobernante o en el opositor.

En ausencia de una conciencia de clase desarrollada, el aglutinante puede ser la indignación, por un lado, y el temor, por otro. La primera suele ocasionar un consenso coyuntural, sin que a la larga produzca un movimiento con un nivel firme de compromiso. El temor, por otra parte, puede obedecer a razones sólidas o a amenazas imaginarias, y estimulado por gente sin escrúpulos provoca situaciones muy peligrosas.

Estas situaciones no solo se dan en el nivel del gobierno de los Estados. En cualquier agrupación humana, de la familia al club de fútbol, aparecen conflictos que se resuelven tomando decisiones. Es esta toma de decisiones la que obliga a organizar su discusión y el mecanismo adecuado para resolverlos.

Merecería la pena sistematizar estas ideas, comenzando por distinguir:

Coaliciones políticas:

  • electorales
  • de gobierno

Coaliciones sociales:

  • de intereses
  • ideológicas

Una coalición política será tanto más sólida cuanto más se corresponda con una coalición social. A su vez, esta última se consolidará cuando aúne los intereses con la ideología. Los intereses desideologizados son cambiantes e inestables, cuando no éticamente peligrosos. Y las ideologías que no se apoyen en intereses reales compartidos son fantasías e ilusiones vanas.

(Intereses, no lo olvidemos, jerarquizados, comenzando por los planetarios y terminando en los puramente individuales. En una estructura socioeconómica de clases, el interés de clase no meramente coyuntural ni fraccional es el más coherente. En el horizonte debe estar siempre el interés por la humanidad y por la vida).

En todos los casos coalición implica consenso y compromiso. Consenso interno, diferente del consenso heterogéneo entre intereses de clase opuestos, como el que hubo que aceptar durante la transición de nuestro país a esta democracia llena de defectos (de los que ninguna está exenta), y que ha desprestigiado dramáticamente la palabra.

Juan José Guirado


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