lunes, 13 de abril de 2020

Privatización del derecho y lógica competencial

No hay capitalismo posible sin Estado. Es el único instrumento que puede sostener las leyes que hacen posible el mercado en su versión actual. Esa broma sin gracia de Grover Norquist, "hacer al Estado tan pequeño como para ahogarlo en la bañera" es de una falsedad absoluta. Es el ideal de esa gente acabar con el Estado asistencial, pero engordar monstruosamente sus aparatos de control al interior e intervención militar externa.

Al ser garante de la producción capitalista, lo es también de la reproducción del sistema, y no es una de las menores formas la batalla ideológica ejercida a través de la educación. Ahí el Estado colabora para construir la sociedad de mercado y el hombre que la encarne.

El pensamiento ilustrado había puesto en la soberanía del pueblo, en la "voluntad general" el fundamento del derecho. Ahora, esa voluntad general se tritura en las voluntades particulares. La libertad colectiva se descompone en libertades privadas, libertad de elección como ciudadano-consumidor. El Estado debe preservarla mediante la institucionalización del “derecho privado” como forma de sociedad que regula los vínculos humanos a través de su nuevo fundamento “universal”: la competencia.

La soberanía se convierte en “soberanía del consumidor”, la democracia en “democracia de consumo” y la libertad en “libertad de elección”.

¿Hay algún futuro sin un cambio radical de valores, cuando sabemos que, más allá de la urgencia de mi sobrevivir está (o no...) la importancia urgentísima de nuestra supervivencia?

Sigue un extracto del prólogo escrito por Marc Casanovas para el libro de Luis Bonilla “Educación Anticapitalista”, recientemente publicado por Sylone Editorial y Viento Sur.




Marc Casanovas

“Cuando un niño ve actuar a los volatineros, tocar a los músicos, traer el agua a los muchachos y rodar los carruajes, piensa que todo acontece por el puro placer y alegría de hacerlo; no puede imaginarse que esa gente también come y bebe, se va a la cama y se levanta. Pero nosotros sabemos cuál es la “realidad”. Todo es por la ganancia, que se apodera de todas las actividades como simples medios y las reduce por igual a tiempo abstracto de trabajo. La calidad de las cosas se sale de su esencia para convertirse en el fenómeno contingente de su valor. La “forma equivalente” distorsiona todas las percepciones: aquello donde ya no resplandece la luz de la propia determinación como “placer de hacerlo” [...] el desencanto del mundo visual es la reacción del sensorium a la determinación objetiva de aquél como mundo de la mercancía”

Adorno, Theodor, Minima moralia, p. 236.

(...)

Es un error concebir el neoliberalismo como un retorno al liberalismo clásico. Éste se basaba en una concepción naturalista, en la que el Estado debía retirarse de la vida social y económica para dejar emerger de forma espontánea al mercado y su “mano invisible” como reguladores de la vida y de las relaciones sociales, culturales y económicas. El mercado actuaba, pues, del mismo modo que el célebre personaje de Daniel Defoe, Robinson Crusoe, recreando espontáneamente, al naufragar en una pequeña isla desierta, “el orden natural de las cosas” (que coincidía casualmente con el clasismo y el imperialismo de la sociedad británica de su época).

El neoliberalismo, por el contrario, no es “naturalista”. El Estado y las políticas públicas no deben retirarse simplemente de la vida social y económica para permitir que emerja la auténtica “naturaleza capitalista” del hombre, sino que son intervencionistas hasta la médula; deben construir la sociedad de mercado y los tipos sociales que la impregnan. Todo esto representa una revolución en diferentes órdenes de la realidad, cuya concepción podríamos dividir en tres ejes: axiológico, antropológico y epistemológico.

A nivel axiológico: en esta nueva concepción, vemos como se produce una auténtica inversión de los valores o conceptos que habían informado la modernidad desde la Revolución francesa y del sentido de las luchas sobre las cuales se habían construido los Estados sociales. Así, según esta visión, la “soberanía” ya no debería radicar en el pueblo o los ciudadanos como fundamento del derecho público, sino en el “ciudadano-consumidor” y su “libertad de elección”, que se convierte así en la expresión genuina e irrevocable de la “voluntad general” (*). Voluntad que el Estado debe preservar mediante la institucionalización del “derecho privado” como forma de sociedad que regula los vínculos humanos a través de su nuevo fundamento “universal”: la competencia.

Resumiendo, en esta transformación conceptual, la soberanía se convierte en “soberanía del consumidor”, la democracia en “democracia de consumo” y la libertad en “libertad de elección” en un marco de atomización social y competencia de mercado generalizada que hay que construir activamente desde las administraciones públicas.

Todo esto representa un verdadero cambio de paradigma global en las políticas de gestión de los servicios públicos. Una concepción que emula los modelos de gestión de la empresa privada y ya no concibe los servicios públicos como la concreción de unos derechos fundamentales que hay que salvaguardar de la lógica depredadora del mercado, sino que, por el contrario, entiende que la obligación de las administraciones es ir descentralizando y poniendo paulatinamente dichos recursos en manos de la iniciativa privada.

(...)

Es por todo ello, y para moverse con éxito en esta nueva “utopía social”, que es necesario que desaparezcan ciudadanos, trabajadores y conflictos de clase y postular como ideal un nuevo y único proceso de subjetivación o un nuevo tipo antropológico: “el hombre-empresa” o, más eufemísticamente, “el emprendedor”. Ya sea un “pequeño emprendedor” buscándose la vida en una Favela de Sau Paulo, un rider rodando por las calles de Barcelona, un docente invirtiendo tiempo y salud para perfilarse en cursos absurdos de nuevos gurús educativos, el padre de un alumno invirtiendo en su futuro, un gerente de una gran multinacional o el “liderazgo pedagógico” de los nuevos cuerpos de dirección de los centros públicos en busca de recursos humanos y materiales en un contexto de desinversión estructural… En definitiva, todos somos “emprendedores” (o nos obligan a serlo).

Al mismo tiempo, todo este cambio axiológico y antropológico va ligado, como apuntábamos antes, a una nueva epistemología o praxeología sobre el mundo que nos rodea; en el que no importa el “qué” o el “por qué” del conocimiento; sino el “cómo” el individuo puede adquirir habilidades para conseguir informaciones y conocimientos prácticos. Habilidades y conocimientos para ser utilizados de forma provechosa para tener más ventajas que los demás en este marco de competencia generalizada que hay que preservar e impulsar en tanto que expresión más alta de la democracia y la libertad y realización “integral” del individuo. Así pues, todos somos “emprendedores” y, en caso contrario, tenemos que aprender a serlo en una escuela que debe reproducir lo más fielmente posible las condiciones de socialización que se dan bajo la “buena nueva” de la sociedad neoliberal: “El emprendedor no es un capitalista, no es un productor […] es un ser dotado de espíritu comercial, en busca de cualquier oportunidad de provecho que se le presente y de la que pueda sacar partido gracias a informaciones que posee y que los demás no tienen. Se define únicamente por su intervención específica en la circulación de mercancías” (Laval, Ch. Dardot, P. 2015. p. 146). (**)

(...)

Es decir, todas aquellas prácticas e instancias de la vida que nos definen y constituyen —creatividad, emociones, relaciones personales, conocimientos (aprender a ser, autonomía e iniciativa personal, inteligencia emocional, trabajo en equipo, convivir con los demás...)— deben ser vistas y vividas como oportunidades de revalorización de ese yo en constante competencia consigo mismo y con los demás. Oportunidades de revalorización en una nueva racionalidad que instituye, según estas pautas, la fragmentación en cápsulas práctico-instrumentales de los currículos escolares, de las formas de gobernabilidad autónoma y descentralizada de las empresas, de las administraciones públicas y de la vida social en general bajo el neoliberalismo contemporáneo.

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(*) No es extraño, pues, que Milton Friedman viera el régimen de Pinochet en Chile como el “reino de la libertad en la tierra”, pues, más allá de la forma “contingente” de dictadura fascista que lo encarnaba, garantizaba la libertad absoluta del “soberano consumidor” una vez privatizados todos los derechos básicos. 

(**) Laval, Christian y Dardot, Pierre, La nueva razón del mundo, Ed. Gedissa, Barcelona, 2015.

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