¿Por qué en todos los tiempos ha estado tan duramente perseguida la falsificación de moneda? Pues porque hace crecer el instrumento de cambio sin que lo haga lo que existe para intercambiar: con más dinero para las mismas mercancías, la consecuencia es la devaluación real de la "moneda buena" en tanto que instrumento, con lo que sus poseedores se empobrecen, mientras sólo se beneficia el falsificador.
Claro que para garantizar esa estabilidad de la riqueza atesorada en forma de dinero se han creado desde siempre mecanismos, además del represivo. En primer lugar fueron los metales preciosos, en particular el oro por sus propiedades únicas: su belleza lo hace deseable, su durabilidad es prácticamente indefinida, y hay en circulación una cantidad muy estable, que no puede crecer rápida y fácilmente, (en todo caso con mucho trabajo, por lo que si aceptamos que la riqueza es trabajo acumulado para obtener algo que se demanda, el oro es riqueza).
Sabemos que además la moneda debe circular porque el Estado emisor la exige para pagar impuestos y para adquirir los bienes que administra.
La invención del papel moneda facilitó mucho los cambios, siempre que tuviera el respaldo de un Estado que garantizara su admisión, mismo para comprarle oro y recuperar el valor representado nominalmente en el papel. En la práctica nadie exigía ese intercambio, y bastaba "la garantía del Estado" y la aceptación general.
La tentación de los estados es emitir papel sin respaldo, y suele tener como consecuencia la inflación. Esta es buscada muchas veces para espolear la adquisición de bienes que se deprecien más lentamente que el dinero, lo que acelera la producción, aunque también fomenta la especulación. Aunque los estados no pueden abusar de ella, porque empobrece a todos los poseedores de dinero. En tal caso el Estado se comporta como el Gran Falsificador.
Por el contrario, la deflación retarda la compra de bienes, a la espera de que bajen de precio, y disuade de producirlos.
La tentación de recurrir abusivamente del mecanismo inflacionario se ve frenada por la soberanía de otros estados y el comercio internacional, pero ¿qué ocurrirá si existe un estado que monopoliza la creación de dinero de la nada y tiene la capacidad de imponer su circulación?
"Harto os he dicho: miradlo".
“El dólar es nuestra moneda, pero es su problema”.
John Connally, Secretario del Tesoro de Estados Unidos, 1971
“Apenas amanece y sale la luz, todos esperan sólo dinero, dinero”.
Sebastian Brant, ‘La nave de los necios’
“Con el capital a interés se perfecciona este fetiche automático, el valor que se valoriza a sí mismo, el dinero que alumbra dinero, sin que bajo esta forma se trasluzcan las cicatrices de su origen. La relación social adquiere aquí su acabada mistificación, como la relación de una cosa (dinero, mercancía) consigo misma”.
Carlos Marx
“El día en que la historia financiera del mundo cambió para siempre”. La categórica sentencia de Alejandro Nadal describe la convulsión acaecida el 15 de agosto de 1971 en Camp David, una idílica área recreativa a las afueras de Washington utilizada como residencia de verano y lugar de recogimiento por los “líderes del mundo libre”. Cerca de medio siglo después, muchos de los rasgos del capitalismo financiarizado, neoliberal y furibundamente imperialista de nuestros días podrían remontarse a aquel parteaguas. Una reducida task force, convocada de urgencia a la mansión presidencial, debate sobre la manera idónea de estabilizar las maltrechas finanzas imperiales. Negros nubarrones se ciernen sobre la otrora indisputable hegemonía estadounidense. El tío Sam atraviesa la primera crisis importante después de los “treinta gloriosos” años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Los efectos conjugados del agotamiento del “milagro” económico de posguerra, la inminente crisis del modelo productivo fordista -basado en el petróleo barato y en la preeminencia industrial de las multinacionales de Estados Unidos- y la colosal factura que suponía la empantanada aventura imperialista en Vietnam dislocaron el sistema monetario internacional creado en Bretton Woods en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Este ligaba férreamente el dólar y el oro –el montante de dólares de cualquier país podía, en teoría, canjearse por el precioso metal de las cámaras acorazadas de la Reserva Federal de Estados Unidos a razón de 35 dólares la onza- actuando de mecanismo estabilizador del comercio internacional y de dique de contención ante los crecientes abusos monetarios del país emisor: si no hay oro no hay dólares. Así que cuando el desaforado crecimiento del complejo militar-industrial –propulsado a toda máquina por la criminal intervención en el sudeste asiático- y el surgimiento de poderosos rivales económicos al otro lado del océano erosionaron la pujanza de la locomotora imperial obligando a activar la temida “impresora de billetes” sin respaldo metálico, todo el sistema amenazó derrumbe inminente. Los déficits crecientes vaciaban aceleradamente las reservas de oro de Fort Knox en paralelo a la aguda pérdida de competitividad de la gripada fábrica del mundo ante las emergentes máquinas exportadoras alemana y japonesa: los viejos enemigos “mojando la oreja” del hegemon.
El ambiente de la improvisada reunión veraniega en la mansión presidencial es pues sombrío. El establishment financiero de la superpotencia, en un delicado contexto de guerra fría –con el “oso ruso” todavía, aparentemente, en buena forma- e imparable carrera armamentística, avizora los alarmantes signos de declive que los múltiples frentes abiertos anuncian en el horizonte. La reacción de la dirigencia yanqui -en un inveterado gesto de los antiguos imperios cuando sienten que “doblan las campanas” y su tambaleante supremacía corre riesgo de colapso- es fulminante: bajo la intensa presión en la sombra de Mister Friedman (“dejad flotar libremente al dólar”) y sus adláteres de los Chicago boys -vanguardia del más fanático neoliberalismo y asesores del dictador chileno Pinochet- el gabinete de crisis, con el gobernador de la Reserva Federal y sus “amiguetes” de Wall Street en el puesto de mando, decide, en el llamado Nixon Shock, la ruptura unilateral del erosionado statu quo. En el día de autos, en un solemnemente ridículo discurso a la nación –achacando, en un dechado de originalidad que parece que ha sentado escuela, a los nefarios especuladores la responsabilidad última de la decisión- el tramposo del Watergate suspende de un plumazo –atenuando la contundencia de la fullería con un falso compromiso de temporalidad- la convertibilidad entre el dólar y el oro, dinamitando el mecanismo regulador del comercio y las finanzas internacionales. ¡El milagro de los panes y los peces de la multiplicación sin fin del dinero de papel sin respaldo de clase alguna daba comienzo! El flagrante acto de filibusterismo liberaba al billete verde de su sujeción metálica y permitía “honrar” las abultadas obligaciones financieras estadounidenses activando la sobrecalentada impresora de la Reserva Federal en una suerte de “default por devaluación masiva”. En una curiosa inversión del sueño frustrado de los viejos alquimistas, la nueva “piedra filosofal”, transmutada de su áurea materialidad original en vulgares papeles de colores, facultaba milagrosamente al poseedor del alambique a multiplicar su riqueza real empleando billetes sin valor “con la cara de los presidentes”. Como dice Paul Toynbee: “descubrimos que Ciudad Esmeralda no es sino un espejismo, gobernada por un mago, un hombre chiquito, que no sabe controlar sus propios trucos”.
La sensacional añagaza convirtió el american way of life en una maquinaria parasitaria succionadora de la riqueza mundial, sin trazas del próspero imperio considerado poco tiempo atrás la fábrica del mundo. En palabras del economista ruso Valobog: “De esa manera, USA reconoce que, en esencia, está en bancarrota y es un parásito. El país requiere dos veces más de lo que produce. América existe a cuenta de la producción del mundo. Antaño, los salvajes se regocijaban con las bagatelas de colores, entregando a cambio a los colonizadores oro y plata. Hoy, por los papeles de colores de la FED, con alegría, entregamos gas, petróleo, bosques y otros recursos”.
El extravagante mecanismo del “reciclaje” de petrodólares es el símbolo paradigmático de este privilegio exorbitante. En 1975 –después de un acuerdo inicial dos años antes con los sátrapas saudíes, a los que se ofrecía a cambio protección militar incondicional- todos los miembros de la OPEP aceptaron, con sordina, vender su petróleo sólo en dólares estadounidenses. La superpotencia se aseguraba financiación cuasi ilimitada de sus déficits gemelos (fiscal y comercial) a través de la canalización de los colosales excedentes de los países exportadores de petróleo hacia el nuevo patrón de las finanzas internacionales: los bonos del tesoro del pedigüeño Tío Sam. Cada nación importadora (en el caso español, nada menos que 34.000 millones de dólares anuales) se vio obligada asimismo a adquirir con fruición a la todopoderosa Reserva Federal sus “papelitos de colores” para financiar la adquisición del “oro negro”. El dinero del petróleo y las materias primas estratégicas del mundo fue obligado pues a fluir a través del grifo controlado por la FED -es importante señalar que no es el gobierno de Estados Unidos quien emite el dólar sino la FED, que se encuentra bajo el control de bancos privados y que presta dinero al gobierno a cambio de jugosos intereses sufragados por los impuestos de los ciudadanos; ¿muy astuto, verdad?-. En palabras de Michael Hudson: “Ante el hecho de que cerca de la mitad de los gastos discrecionales del gobierno de EE.UU. son para operaciones militares – incluyendo el mantenimiento de más de 750 bases militares en el extranjero y operaciones bélicas cada vez más costosas en países de producción y transporte de petróleo – el sistema financiero internacional está organizado de tal manera que financia al Pentágono, junto con las adquisiciones estadounidenses de activos extranjeros de los que se espera que rindan mucho más que los bonos del Tesoro en poder de los disciplinados bancos centrales”.
Con la “pistola humeante” de la sempiterna “diplomacia de las cañoneras” asegurando la sumisión de los más renuentes – que el dólar y el Pentágono son la clave de bóveda de la geopolítica imperial lo prueba la última escalada de la “guerra global contra el terror” en Oriente Medio que arranca, precisamente, en el momento en que Sadam Husein cometió la “insolencia” de abandonar la moneda del enemigo en las transacciones petroleras poco antes de que los tanques y los marines desencadenaran una nueva “Tormenta del desierto” para derrocarle- la América de hoy recuerda a un terrible dinosaurio herido pero cada vez más despiadado (ahí están los asesinatos “selectivos” de los asépticos drones para corroborarlo) que, por debajo de su huera retórica de “guardián del mundo libre”, pugna por mantener su demediada hegemonía a través de la bota dura y firme de su descomunal fuerza militar.
Las réplicas sísmicas del acto de prestidigitación monetaria pergeñado por los lobbistas de Wall Street fueron fabulosas: los circuitos financieros internacionales se vieron inundados de dólares “basura” (mientras la oferta de dólares-oro creció apenas un 55 por ciento entre 1945 y 1965, para el periodo 1970-2001, ya sin el “rigor externo” del dorado elemento, la expansión de la masa de dólares-papel en circulación fue del ¡2 mil por ciento!) imprescindibles en el comercio de todas las fuentes de energía y materias primas estratégicas. Como dice el economista francés Delhommais: “Estados Unidos jamás habría podido vivir como lo ha hecho, por encima de sus posibilidades, jamás habría podido drenar tres cuartas partes del ahorro y la riqueza mundiales si no hubiera tenido la moneda de referencia en los mercados de capitales, del petróleo, de los metales y del comercio mundial. Si no hubiera tenido ‘ese privilegio desorbitado’ (Giscard d’Estaing, ministro de finanzas de De Gaulle dixit) que le permite endeudarse sin lamentarlo”.
Con el pinochetista Friedman en el puente de mando, los gurús neoliberales del Consenso de Washington recetaban con sádica delectación la ortodoxia de la austeridad al depauperado prójimo tercermundista a través de los programas de ajuste del FMI –la famosa ‘doctrina del shock’ de Naomi Klein- mientras hacían la vista gorda en el corazón del imperio ante el festín de deuda y exuberancia irracional de las finanzas especulativas que se estaba desarrollando ante sus narices: “todo el espíritu monetarista abrazó una relación de dependencia con el billete verde en un espíritu fetichista y lascivo (sic) que generó tres décadas de desenfreno, consumismo y endeudamiento”. Verbigracia: la deuda pública de la superpotencia era en 1971 de 436 mil millones de dólares. Hoy, esa deuda, sin el más mínimo propósito de ser saldada, rebasa ampliamente los 18 billones de dólares.
Así, a partir de los años 80, en pleno ocaso definitivo del capitalismo fordista de posguerra y ante la creciente incapacidad de desatar un nuevo ciclo de acumulación basado en actividades productivas, la nueva estructura del sistema monetario internacional facilitó la masiva creación de “dinero ficticio” y de artificios especulativos que crearon “nichos” de rentabilidad extra para los anémicos capitales. La argamasa de abstrusas “virguerías” de ingeniería financiera paridas por los redivivos alquimistas de Wall Street pugnaba por sostener una expansión artificial de la demanda que sortease la caída de la tasa de ganancia del capital en EE.UU. Esa fue la función real del Nixon Shock: abrir las compuertas a riadas de liquidez que facilitaran el desarrollo de la nueva matriz de la acumulación de capital.
Sin embargo, la colosal “superestructura” financiera creada para insuflar respiración asistida al resquebrajado entramado capitalista no podía expandirse con completa independencia de su base; de ahí la creciente frecuencia del estallido de burbujas especulativas que -cual fumarolas que anuncian la erupción del volcán- culminó en la crisis sistémica de 2007, cuya virulencia reconfiguró las placas tectónicas de la geopolítica mundial y dio una vuelta de tuerca a las actuales dinámicas de explotación y barbarie.
Mientras tanto, en la opulenta residencia presidencial de Camp David -un paraíso terrenal bautizado como Shangri-la por su primer ocupante (Franklin Delano Roosevelt)- la apacibilidad de los estanques y la solemne quietud de los magnificentes salones no se verán en absoluto perturbadas por los profundos efectos “colaterales” y el enorme daño objetivo que las decisiones tomadas en su interior producen.
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