martes, 22 de enero de 2013

El yo y la sociedad


¿Hay algo que deba mediar entre el yo y la sociedad? ¿Hasta qué punto lo es la "forma partido"? ¿Debe ser sustituida? ¿Puede serlo?

Si las totalidades no son simples yuxtaposiciones de partes, la democracia no resultará de una suma amorfa de deseos individuales.

Rossana ROSSANDA, reflexiona a partir de la transformación del Partido Comunista Italiano en Partído Democrático, una más entre las apresuradas demoliciones que siguieron a la del "muro de Berlin".

(...) 

La desconfianza de muchos movimientos hacia cualquier forma de organización, da por descontado que el principal vicio de partidos y sindicatos se basa no en sus programas sino en sus cúpulas directivas, incluso cuando éstas son elegidas de la forma más democrática. Cualquier poder superior a otro, aun delegado y a pesar de que esté otorgado para una duración transitoria, se convierte en opresión, sostenía Bakunin contra Marx, el cual tampoco iba más allá de un sistema de consejos.

Pero esta tesis, que para Bakunin conducía a un anarquismo sistemático, hoy lleva a distintas siglas a consultar a todos de manera preliminar antes de que una mayoría tome una decisión final, como si una sociedad no fuera más que la simple suma de sus componentes. Cada uno de estos puede ser bien intencionado y sin embargo la suma de las intenciones particulares no corresponde al interés principal de la sociedad de la que estos son miembros — no se trata simplemente de una diversidad de tamaño entre el individuo y la sociedad de la que forma parte sino de la distancia entre el interés individual y el de una colectividad de iguales derechos pero no de iguales necesidades y deseos.

De aquí surge la necesidad de tener cuerpos intermedios que regulen el tránsito de las necesidades y deseos de los individuos a los del grupo, los cuales se forman — como por lo demás también ocurre en lo individual— por la trama de  intereses  materiales (de clase, de proletarios o no) e inmateriales (ideas de sociedad, ideologías, primacía de la aristocracia o de la igualdad, de una cultura laica e insertada en su tiempo, o bajo el mandato inmutable de una religión, etc.). Desde hace una treintena de años se han venido despreciando las ideas de sociedad y de justicia —catalogadas bajo las fórmulas negativa de “ideologías”— sustituyéndolas por el de la mayoría matemática de las necesidades o deseos, en lugar de una elaboración de unos y de otros; y esto está en la base de la actual confusión de lenguajes, a los que sólo les queda en común el rechazo de cualquier verificación histórica y la reducción de la democracia a la suma de las espontaneidades e inmediateces individuales. De ahí el odio al partido o al sindicato, como a cualquier forma de organización que se atribuya un mandato y unas reglas, basándose por un lado en una suma de experiencia, es decir de historia y cultura, y por otro en una escala de valores ligada a una tradición más o menos laica o religiosa, (relacionadas, pero difícilmente sincrónicas.)

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El pretendido “centralismo democrático” era detestable, sólo que no ha sido sustituido por la aplicación de reglas que ofrezcan garantía a los derechos del individuo inscrito, excepto con la vaguedad de límites y reglas de un partido de opinión; esto es, no sujeto a ningún programa preciso.

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La crítica a la forma partido ha llevado al añadido innecesario de algo que ni es el yo ni es el nosotros de un perímetro social sino un personaje construido en gran medida en el imaginario y expresión más de sensaciones y emociones que de un razonar sobre conceptos bien examinados, pensados y repensados.

 

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