viernes, 14 de febrero de 2014

Energía, materiales y socialismo

La crisis de la energía ¿reafirma el lema “socialismo o barbarie”?

Escenario estándar (BAU) en el informe Límites del Crecimiento, encargado por el Club de Roma en 1972



















Energía

Uno de los últimos libros editados en la Unión Soviética, por la editorial Mir (en ruso en 1989, en castellano en 1990), “Móvil Perpetuo antes y ahora”, de V. M. Brodianski, trata de combatir falsas ilusiones (pero esperanzas persistentes) sobre energías inagotables.
El móvil perpetuo es una ilusión, un sueño que muchos creyeron posible en el pasado.
El primer principio de la termodinámica acabó con la ilusión de un movimiento perpetuo sin gasto de energía, lo que, habida cuenta de las pérdidas por rozamiento y otras fuerzas retardatarias, no contradice el principio de inercia.
El segundo principio descarta la posibilidad de obtener energía de donde su potencial es menor. Por ejemplo, no se puede calentar aún más un cuerpo ya caliente sólo extrayendo calor de otro frío. Sí se puede lograr aportando energía del exterior.
Estas son las leyes de la termodinámica:

Principio cero:
«Si pones en contacto un objeto frío con otro caliente, ambos evolucionan hasta que sus temperaturas se igualan».
Primera ley:
«La energía no se crea ni se destruye: solo se transforma».
Segunda ley:
«Es imposible que una máquina, sin ayuda mecánica externa, transfiera calor de un cuerpo a otro más caliente» (Carnot).
«Es imposible construir un dispositivo que, utilizando un fluido inerte,
pueda producir trabajo efectivo causado por el enfriamiento del cuerpo más frío de que se disponga» (Kelvin).
«Es imposible construir una máquina que no haga otra cosa que elevar un peso y causar el correspondiente enfriamiento en una fuente térmica» (Plank).
«Ningún proceso cíclico es tal que el sistema en el que ocurre y su entorno puedan volver a la vez al mismo estado del que partieron» (la flecha del tiempo).
«En un sistema aislado, ningún proceso puede ocurrir si a él se asocia una disminución de la entropía total del sistema» (entropía: medida del desorden, lo que alude a la falta de organización de un sistema; se considera ordenado, por ejemplo, un sistema de caldera y refrigerante cuando la velocidad media de los movimientos moleculares del vapor de la caldera es superior a la existente en el refrigerante, lo que permite un flujo entre ellos y una transmisión de energía mecánica aprovechable).
Tercera ley:
«No existe ningún proceso capaz de reducir la temperatura de un sistema al cero absoluto en un número finito de pasos».
(En lo que sigue se puede prescindir de la tercera ley).

El rendimiento energético de una máquina térmica cíclica que convierte calor en trabajo, siempre será menor que la unidad, Cuanto mayor sea el rendimiento estará más próximo a la unidad y menor será el impacto en el ambiente; y viceversa.
Pero jamás el rendimiento puede alcanzar la unidad. Esto significa que siempre hay una pérdida de energía útil del sistema (se entiende un sistema aislado que no recibe aportes del exterior ni exporta fuera de sí). Esta pérdida es inexorable. Desaparece toda posibilidad de utilizar esa energía degradada en forma de calor si no hay un salto de temperatura a un nivel más frio aún.
Todas estas ideas parten de considerar los objetos de estudio como sistemas. Lo son desde el momento que implican relaciones entre partes diferenciadas. Sería un sistema estático el que mantuviese relaciones estables e inmutables entre sus partes. Pero esto es una ficción, útil únicamente para entender un estadio concreto del mismo. Esto es detener el tiempo con fines didácticos.
Los sistemas que nos interesan son dinámicos y mantienen interacciones variables entre sus partes, y entre el sistema y el exterior. Interacciones consistentes en intercambios de materiales o de energía. Antes de estudiar los intercambios entre las partes interesa averiguar los que puedan existir entre el sistema y su entorno, y se pueden dar estos casos:
Sistema aislado: no intercambia materia ni energía[] con su entorno, es decir se encuentra en equilibrio termodinámico. Un ejemplo de esta clase podría ser un gas encerrado en un recipiente de paredes rígidas lo suficientemente gruesas (paredes adiabáticas) como para considerar que los intercambios de energía calorífica[] sean despreciables y que tampoco puede intercambiar energía en forma de trabajo.

Sistema cerrado: puede intercambiar energía pero no materia con el exterior. Multitud de sistemas se pueden englobar en esta clase. El mismo planeta Tierra[] puede considerarse un sistema cerrado. Una lata de sardinas también podría estar incluida en esta clasificación.[]

Sistema abierto: se incluyen casi todos los sistemas que pueden observarse en la vida cotidiana. Por ejemplo, un vehículo motorizado es un sistema abierto, ya que intercambia materia con el exterior cuando es cargado, o su conductor se introduce en su interior para conducirlo, o es provisto de combustible al repostarse, o se consideran los gases que emite por su tubo de escape pero, además, intercambia energía con el entorno. Solo hay que comprobar el calor que desprende el motor y sus inmediaciones o el trabajo que puede efectuar acarreando carga.
La Tierra no es un sistema aislado porque intercambia energía. La recibe continuamente del Sol y la emite al espacio. Debido a sus movimientos cíclicos, y especialmente al de rotación, mantiene siempre zonas frías y calientes, y del intercambio entre ambas surgen los flujos que permiten los movimientos del mar y de la atmósfera y mantienen la vida. Un fenómeno feliz, la fotosíntesis, permite entre otras cosas capturar energía solar y convertirla en energía química almacenable. Todas estas energías (eólica, solar, orgánica) se renuevan constantemente.
Los intercambios de energía tienden a uniformizar sus niveles, esencialmente representados por las temperaturas. Sin la rotación terrestre, el planeta estaría muerto. Por fortuna, el momento cinético inicial tiene pocas pérdidas por rozamiento, que se reduce casi totalmente al debido a las mareas. Aunque se va frenando (y por eso hay que añadir de vez en cuando un segundo a la duración del año), el planeta tiene cuerda para rato.
En último término las energías renovables proceden de la solar, en combinación con otra, no renovable, pero enorme y de lento desgaste, que es la energía cinética de la rotación terrestre.
El uso de esa energía tiene sin embargo unos límites muy claros. En primer lugar, sólo es aprovechable una mínima cantidad. Podemos decir que el rendimiento de la máquina térmica “Tierra” es insignificante. La mayor parte de la que se recibe del Sol se reenvía al espacio.
Salvo la del viento (que no es reciente, porque hace muchos siglos que se navega a vela), la hidráulica y la nueva fotovoltaica, el resto está almacenado en la biomasa, y es renovable a un ritmo lentísimo.
Es falso decir que las energías fósiles no son renovables. Se renuevan continua y lentamente: ¡pero la producción es del orden del millón de veces más lenta que el consumo!
Hay otra fuente de energía, teóricamente inagotable: la nuclear. Se nos propone que la energía de fusión, al contrario de la de fisión actualmente desarrollada, no tendría los peligros de ésta. Pero producirla, si se lograse a escala industrial (cosa nada fácil), requeriría unos aportes de energía inviables. Sumados todos, serían con seguridad superiores a la obtenida. Lo demuestran los muy limitados logros de laboratorio, aunque los científicos interesados en experimentar con ella disimulen este hecho. 

Otras posibilidades que se esgrimen, como las esperanzas en la propuesta “economía del hidrógeno”, son falaces. El hidrógeno es un simple vector (y además difícil de manejar) y para producirlo hace falta energía. Todas estas “fuentes” implican consumir más energía que la obtenida.
Bien mirado, tampoco es deseable disponer de energía sin límites: ¿no alteraría esto todas las condiciones de la vida planetaria, empezando por un calentamiento global a una escala todavía mayor?
En un mundo limitado, estas energías básicamente no renovables se agotarán un día no muy lejano. Y el consumo creciente acerca ese día cada vez más.
El “sistema Tierra” es prácticamente cerrado en su intercambio de materiales. Las entradas que suponen los meteoritos son insignificantes, y las salidas, salvo las muy recientes (y mínimas) en las astronaves enviadas al espacio exterior, se reducen a la pérdida de gases en la alta atmósfera (sobre todo hidrógeno libre, el no incorporado al agua, a las rocas y a la materia orgánica).
Algunos de los elementos imprescindibles e insustituibles son muy escasos, y es más que seguro que se agotarán pronto.
Es de Perogrullo que cuando algo escasea  se obtiene con más dificultad y a mayor costo. Esto vale para todos los consumibles, sean materiales o recursos energéticos. Hacen falta cantidades crecientes de trabajo y de energía, que viene a ser la misma cosa. Esto expresa la llamada ley de los rendimientos decrecientes. La conocieron los economistas clásicos y aunque no obedezca exactamente a la misma causa, Marx la tenía presente al analizar la baja tendencial de la tasa de ganancia.
Los procesos de disminución del recurso y de aumento del trabajo necesario para su obtención (que es siempre energía) se alimentan mutuamente.
Hace siglos, el carbón mineral era muy abundante y cercano a la superficie. El que queda ahora está cada vez más escondido. Su extracción se complica. Nuevas tecnologías altamente consumidoras de energía, como la minería a cielo abierto, reducen el rendimiento de la operación. Si para obtener la misma capacidad energética hemos de emplear más energía, el cociente entre ambas, obtenida y empleada, se va reduciendo. Lo mismo ocurre con el petróleo. En vías de agotarse el “petróleo barato”, que aparecía casi en la superficie, se recurre a otro “más caro”. Y no ya en términos monetarios, sino energéticos: petróleo de aguas profundas, de zonas polares, de arenas asfálticas, ocasionan, además de un enorme destrozo del mundo, un empleo de energía creciente, ¡Precisamente para obtener la energía que va escaseando! Cada vez hay menos y por eso mismo hay que gastar más: choque de trenes.
El cociente entre la cantidad de energía producida y la consumida se llama tasa de retorno energético (TRE). Para hacer razonable la extracción tiene que ser superior a uno. Si llega a esa cifra, ya puede quedar el combustible tranquilamente en el subsuelo. Es un buen negocio comprar duros a cuatro pesetas. Lo contrario no lo es.
Las tasas de retorno energético eran muy altas cuando el petróleo, por ejemplo, hasta brotaba de la tierra en algunos lugares. Tasas de cien eran posibles. Ahora puede ser razonable una tasa de cinco. Los biocombustibles tienen tasas menores aún. A veces se sospecha que son menores que la unidad, y que constituyen una estafa global (lo son, desde luego, en términos ecológicos).
Si las TRE son mayores que la unidad, ¿no contradice esto la segunda ley, que asegura que los rendimientos son siempre menores que la unidad? Todo lo contrario.
Porque la energía que se obtiene no se extrae de la que se emplea para obtenerla, sino que ya estaba allí, acumulada por millones de años de actividad fotosintética. 


Rendimientos decrecientes
Aunque cueste entenenderlo, desde el punto de vista de la energía y los recursos las sociedades de cazadores-recolectores son muy eficientes: el único trabajo que necesitan para subsistir es el de la caza y la recogida de frutos silvestres, con bajo consumo de energía, casi toda ella empleada en largos desplazamientos para el merodeo. Entre ese desgaste propio y la obtención muy modesta de energía externa mantienen su equilibrio fisiológico, el proceso reproductivo de sus sociedades y las escasas necesidades de vestido y cobijo.
La agricultura y la ganadería son un paso hacia la mayor apropiación de energía y de trabajo aportado. Mayor trabajo humano y un novedoso trabajo animal se suman para obtener una mejor satisfacción de necesidades siempre crecientes. Pero si la producción crece, también lo hace la energía necesaria para obtenerla, y en una cantidad cada vez mayor, de modo que el rendimiento, entendido como relación entre la energía obtenida y la aportada, disminuye.
En las sociedades industriales, la influencia del medio ambiente parece estar a menudo subordinada a la influencia que ofrece la tecnología, pero la creencia de que las sociedades industriales se han liberado de la influencia del medio ambiente o de que, en la actualidad, nuestra especie lo domina o controla es errónea. Es verdad que se han construido réplicas de los suburbios residenciales norteamericanos en los desiertos de Arabia Saudí y en los nevados campos de Alaska, y que también se pueden construir en la Luna. Pero la energía y materiales necesarios proceden de interacciones entre tecnología y medio ambiente en minas, fábricas y granjas de diferentes regiones del mundo que están agotando reservas insustituibles de petróleo, agua, suelo, bosques y minerales metalíferos. Asimismo, en todos los lugares en los que la moderna tecnología extrae o transforma recursos naturales o en los que aparece alguna forma de construcción o producción industrial se plantea el problema de los residuos industriales, los agentes contaminantes y otros derivados biológicamente importantes. Varias naciones industriales realizan en la actualidad esfuerzos para reducir la contaminación del aire y el agua e impedir el agotamiento y envenenamiento del medio ambiente. Los costes de estos esfuerzos testimonian la continua importancia de la interacción entre tecnología y medio ambiente. Estos costos continuarán aumentando, puesto que nos hallamos simplemente en el inicio de la era industrial. En los siglos venideros, los habitantes de regiones específicas pagarán la industrialización a costes hoy por hoy incalculables.
La capacidad de sustentación y la ley de los rendimientos decrecientes
Factores como la abundancia de caza, calidad de los suelos, pluviosidad y extensión de bosques disponibles para la producción de energía fijan el límite superior a la cantidad de energía que se puede extraer de un determinado medio ambiente con una tecnología concreta de producción energética. El límite superior de la producción de energía fija, a su vez, otro límite máximo al número de seres humanos que pueden vivir en este medio ambiente. Este límite superior de la población se denomina capacidad de sustentación, de mantenimiento o soporte del medio.
La capacidad de sustentación es difícil de medir […]. Muchos rasgos enigmáticos de los ecosistemas humanos tienen su origen en adaptaciones a crisis ecológicas periódicas pero poco frecuentes, como sequías, inundaciones, heladas, huracanes y enfermedades epidémicas cíclicas de animales y plantas que requieren largos periodos de observación. Además, uno de los principios básicos del análisis ecológico afirma que las comunidades de organismos no se adaptan a las condiciones medias de sus hábitats, sino a las condiciones mínimas para el mantenimiento de la vida. Una formulación de este principio se conoce como ley del Mínimo de Liebig. Esta ley afirma que el crecimiento está limitado no tanto por la abundancia de todos los factores necesarios como por la disponibilidad mínima de cualquiera de ellos. Es probable que el observador a corto plazo de los ecosistemas humanos vea la condición media pero no los extremos, y pase por alto el factor limitador.
Con todo, ahora existe gran cantidad de evidencias de que la producción entre los pueblos preindustriales es a menudo sólo un tercio de la que podría darse si se aprovechara al máximo la capacidad de sustentación del medio ambiente mediante la tecnología existente […]. Para comprender por qué se da esa «subproducción», debemos distinguir entre los efectos de sobrepasar la capacidad de sustentación y los de rebasar el punto de los rendimientos decrecientes. Cuando se sobrepasa la capacidad de sustentación, la producción empezará a disminuir como consecuencia del daño irreversible al ambiente. El agotamiento de los suelos constituye un ejemplo de las consecuencias que tiene sobrepasar la capacidad de sustentación. Sin embargo, cuando se rebasa el punto de los rendimientos decrecientes, la producción puede mantenerse estable o incluso continuar creciendo, aun cuando se produzca menos por unidad de esfuerzo debido a la creciente escasez o empobrecimiento de uno o más factores ambientales. Un ejemplo de lo que ocurre al rebasar el punto de los rendimientos decrecientes es la actual situación de las pesquerías oceánicas en el mundo. La tasa de rendimiento por unidad de esfuerzo ha disminuido en casi la mitad, aunque la captura total de pescado ha permanecido constante […]. Una situación similar existe con respecto a la agricultura mundial y a la producción de gas y petróleo […].
Salvo cuando están sometidas a cierto tipo de presiones políticas, las personas intentarán evitar que la razón entre output e input caiga por debajo del punto de los rendimientos decrecientes, limitando la expansión de sus esfuerzos productivos; nadie desea, voluntariamente, trabajar más a cambio de menos. Así, la gente puede sentir la necesidad de cambiar sus rutinas e instituir innovaciones culturales mucho antes de que se alcance la capacidad de sustentación (o mantenimiento).
Expansión, intensificación y cambio tecnológico
Si se mantiene constante la tecnología, se puede incrementar la producción poniendo más gente a trabajar o haciéndoles trabajar durante más tiempo y más deprisa. Si este incremento en el input se realiza sin aumentar el área en que tiene lugar la producción de alimentos, se produce intensificación. Sin embargo, si hay un incremento proporcional en el área en la que la producción de alimentos tiene lugar, de tal forma que el input por hectárea o kilómetro cuadrado no se altera, entonces el sistema se expande o crece pero no se intensifica.
Como todos los modos de producción (en realidad, todos los modos de cualquier tipo de actividad) dependen de recursos finitos, la expansión no puede continuar indefinidamente. Más pronto o más tarde, la continuación del crecimiento de la producción tendrá que depender de la intensificación. Y la intensificación debe llevar, con más o menos rapidez, al punto de los rendimientos decrecientes, provocado por el agotamiento de recursos no renovables y una caída en la eficiencia. Si persiste la intensificación, antes o después, la producción se vendrá abajo y se reducirá a cero.
No obstante, la condición fundamental en esta situación es que la tecnología se mantenga constante. Entre los ecosistemas humanos, el cambio tecnológico constituye una frecuente respuesta a los rendimientos decrecientes. Así […], cuando los cazadores y recolectores agotan su entorno y rebasan el punto de los rendimientos decrecientes, es probable que empiecen a adoptar un modo de producción agrícola; cuando los pueblos que practican la tala y quema rebasan el punto de los rendimientos decrecientes, pueden cambiar al cultivo de campos permanentes usando fertilizantes animales; y cuando los grupos que practican una agricultura dependiente de las precipitaciones en campos permanentes agotan sus suelos, pueden cambiar a una agricultura de regadío. También cabe considerar la transformación de las formas de agricultura preindustrial en las de tipo industrial y la petroquímica como una respuesta al agotamiento y al rendimiento decreciente por unidad de esfuerzo […].
En resumidas cuentas, los cambios tecnológicos y los cambios de modo de producción constituyen «huidas hacia delante», intentando escapar del hecho de los rendimientos detenidos en el modo anterior. Pero en las sucesivas maneras de producir se constata que, en términos energéticos, lo que parece un aumento de la eficiencia ha llegado a ser un terrible empeoramiento de la misma. Marvin Harris lo expone así:
Un aspecto engañoso de los sistemas de energía de alimento industrial es la diferencia entre las mayores producciones por hectárea y la proporción de energía input y output. Como resultado del incremento de modos de producción intensivos que implican cosechas mejoradas genéticamente, y las dosis más altas de fertilizantes químicos y pesticidas, se ha mejorado constantemente le rendimiento por acre […]. Pero esta mejora sólo ha sido posible como resultado de un incremento constante en la cantidad de energía combustible invertida por cada caloría de energía alimentaria producida. En Estados Unidos se invierten 15 toneladas de maquinaria, 83 litros de gasolina, 91 kg de fertilizantes y 900 gramos de insecticidas químicos y pesticidas por acre y año. Esto representa un costo de 2.890.000 calorías de energía alimentaria por acre y año […], un coste que se ha incrementado continuamente desde el principio del siglo [se refiere al pasado siglo XX]. Antes de 1910 se obtenían de la agricultura más calorías de las que se invertían en ella. En 1970, se necesitaban 8 calorías en forma de combustibles fósiles para producir una caloría de alimentos. Hoy en día, se usan grandes cantidades de energía simplemente para procesar y empaquetar los alimentos […]. Si el pueblo de la India tuviera que emular el sistema estadounidense de producción de alimentos, todo su presupuesto energético tendría que emplearse, única y exclusivamente, en la agricultura […]. En palabras de Howard Odum:
Toda una generación de ciudadanos pensaba que la capacidad de sustentación de la tierra era proporcional a la cantidad de tierra que está bajo cultivo y que habían conseguido más altas eficiencias en el uso de la energía del sol. Esto es un triste engaño; el hombre industrial ya no come patatas hechas de energía solar; ahora come patatas hechas de petróleo […].
Para obtener el valor de los productos, la econometría integra diferentes costos de producción. Se suma el valor del trabajo humano, “trabajo vivo” (ese valor añade, al precio del trabajo, las plusvalías de él obtenidas) y el del capital aportado al proceso productivo (que no es más que trabajo acumulado, “trabajo muerto”). Pero hay otro valor que no entra en los cálculos, porque no cuesta nada, aparte de trabajo de extracción, que sí se considera, y es el que aporta la naturaleza. El “banco” que facilita los materiales a un interés nulo, pero que no está libre de la posibilidad de quiebra. Como dice Marvin Harris:
El estudio comparativo de los modos de producción implica la consideración de los aspectos cuantitativos y cualitativos de la producción energética y de las relaciones ecológicas. La mayor parte de la energía que fluye de los sistemas energéticos preindustriales consiste en energía alimentaria. No se puede alterar por capricho la tecnología de la producción energética. Ha evolucionado a través de estadios sucesivos de competencia técnica en los que el dominio de un conjunto de útiles y máquinas se basa en el dominio de un conjunto anterior. Gracias al avance tecnológico ha crecido constantemente la energía disponible per cápita. Sin embargo, la tecnología nunca existe en abstracto, sino sólo en los casos concretos donde interactúa con un entorno particular. No es el caso de que la tecnología domine o controle el medio natural. Incluso en los ecosistemas industriales más avanzados, el agotamiento y contaminación de los hábitats agrega costos inevitables a la producción y consumo de energía. La tecnología, interactuando con el medio ambiente, determina la capacidad de sustentación, que es el límite superior de la producción y, en consecuencia, el límite de la densidad demográfica humana posible sin agotamiento y daño permanente.
Cuando se rebasa la capacidad de sustentación, la producción disminuirá bruscamente. Sin embargo, el hecho de que un sistema de energía alimentaria funcione dos tercios por debajo de la capacidad de sustentación no significa que las restricciones ecológicas hayan dejado de funcionar. Los sistemas de energía tienden a detener el crecimiento antes de alcanzar el punto de los rendimientos decrecientes, definido como el punto en que el coeficiente entre output e input empieza a disminuir, manteniendo la tecnología constante. También hay que hacer una distinción entre los efectos del crecimiento y los de la intensificación. El crecimiento puede continuar durante un largo tiempo sin que lleve a una disminución en la razón entre output e input. Por el contrario la intensificación, definida como incremento de input en un área fijada puede llevar a agotamientos críticos, rendimientos decrecientes y daño irreversible a la capacidad de sustentación de los hábitats. Todos los factores de la producción han de ser abordados desde la perspectiva de la ley de Liebig, que establece que los extremos, no los términos medios, fijan los límites de la capacidad de sustentación.
Una respuesta cultural común a la disminución de eficiencia provocada por la intensificación es alterar la tecnología y, por ello, adoptar nuevos modos de producción. La caza y la recolección de alimentos fueron el modo universal de producción de alimentos hasta el final del Paleolítico.
Hasta aquí Marvin Harris.
La ley del mínimo de Liebig, que la obtuvo de sus experimentos sobre los factores que limitan el crecimiento vegetal, y que tuvo muy en cuenta Marx, afirma que "el crecimiento de una planta depende de los nutrientes disponibles sólo en cantidades mínimas". Es decir, el exceso de nutrientes no la hace crecer más si falta un solo ingrediente imprescindible, que ejerce como factor limitante.
Destacaré de nuevo que el punto de los rendimientos decrecientes no es el fin del crecimiento. La función crecimiento seguirá aumentando antes de caer, pero la tendencia se invirtió previamente. Las funciones continuas progresivamente crecientes pasan a ser progresivamente decrecientes antes de llegar a un máximo. Hay un punto de inflexión, en que la derivada alcanza un máximo y la segunda derivada se anula. Posteriormente, en el máximo de la función, la derivada se anula y la segunda derivada pasa a ser negativa.
Pido perdón a los no interesados por esta perogrullada matemática.

Capitalismo
He detenido el relato de Harris antes de que aborde el Neolítico. Se identifica este momento con el comienzo de la revolución agrícola, respuesta al agotamiento del anterior proceso de expansión e inicio de otro de intensificación.
En realidad, la expansión y la intensificación no están sucesivamente separadas, porque ambas se solapan e imbrican sucesivamente a lo largo de la historia humana. Tendencialmente predomina una u otra. Cuando se frena la posibilidad de expansión, se recurre a la intensificación, y cuando ésta agota sus posibilidades se intenta una nueva expansión.
En todo caso, y en términos absolutos, el crecimiento ha sido la constante por una y otra vía. Hasta acercarnos a los límites, esos sí que “absolutamente absolutos”, de la escala planetaria.
El hombre es un ser con memoria del pasado y proyección hacia el futuro. Por eso puede anticipar los problemas, y la experiencia de la escasez incita a la acumulación. Los excedentes son necesarios para sobrevivir en los malos tiempos. Cuando la tecnología los hace posibles, generan riqueza, que plantea nuevos problemas de custodia y distribución. Quienes controlen la producción y su reparto se constituirán en clase dominante, poseedora real. Para mantener su dominio y la permanencia de la estructura social se crea el estado.
El capitalismo es hasta ahora la última etapa de desarrollo de las sociedades humanas, en su lucha por superar los rendimientos decrecientes. Expansión e intensificación se hacen simultáneas, con sus correlatos de imperialismo y progreso técnico. Se suele considerar que esta etapa abarca aproximadamente el último medio milenio. Pero ahora toca a su fin. Los límites están aquí mismo.
No es motivo de esta charla el análisis de la economía capitalista. Bastará exponer algunos puntos indiscutibles:
  • No hay capitalismo sin aumento del capital. ¿Qué propietario de bienes inmuebles se conformará con no cobrar renta?  ¿Qué industrial con no ganar algo a fin de temporada? ¿Qué financiero prestará sin interés? Pues para todo esto el capital de valor 100 necesita valer más de 100 al terminar el año. Esto supone crecimiento, que al final se traduce en más bienes materiales. Es falso que el crecimiento capitalista pueda ser inmaterial.
  • Un factor de crecimiento mayor que la unidad, por mínimo que sea, duplica el capital en cierto número de años. Un modestísimo 1%, en 70 años, un módico 2%, en 36, un “razonable” 3% (mínimo, según los economistas, que garantiza mantener el empleo actual), lo hace en 24, un 8%, disparatado, pero real en muchos casos, en menos de 10. Eso supone que en 140, 72, 48 o 20 años, respectivamente, se multiplicaría por cuatro. Y en 280, 144, 96, o 40, lo haría por ocho. Es a todas luces imposible. ¡Sólo para mantener el actual nivel de paro, multiplicarse ocho veces en menos de un siglo!
  • La expansión se hace imposible por los propios límites planetarios, y por una huella ecológica ya insostenible.
  • Queda la intensificación. La vía tecnológica tiene sus propios límites termodinámicos ya comentados. La vía del aumento de la explotación del trabajo los tiene en las propias limitaciones humanas, incluido el imposible aumento de la jornada más allá de un punto. Y al final, jornadas más largas se traducen en rendimiento menor, y trabajo más intenso, en mayores errores, accidentes y pérdida de productividad.
  • El último cartucho es la financiarización de la economía, con capitales ficticios y ganancias ficticias, que sólo implican redistribución, y no precisamente tendente a la nivelación. En cada vez menos manos, más capital. 
  • En esta etapa, las crisis equivalen a la destrucción de capitales para comenzar de nuevo el proceso de acumulación. Autofagia, de la que son víctimas los mismos capitalistas que van quedando en la cuneta. El nuevo comienzo cada vez se hará en condiciones más difíciles y con un mundo más pequeño.
  • Seguramente esto tienen en mente los grandes maquinadores. Su salida, un mundo menor, con menos población y menos riqueza, pero con los mismos ricos, por lo menos igual de ricos, si no más.
  • Seguramente ya calculan cuánta población van a necesitar, y con una distribución de papeles más parecida a la de los antiguos imperios, o a la del feudalismo, que a la del capitalismo moderno que hemos conocido. Para mantener su equilibrio, tantos “guerreros” que mantengan su orden, tantos “sacerdotes” que sostengan su ideología, tantos “siervos” que produzcan su excedente…
  • Y, desde luego, un “ejercito industrial de reserva” que amanse a los trabajadores y mantenga entre ellos una pugna interna por los escasos puestos de trabajo. Eso sí, un ejército menos numeroso que el actual, para evitar que su sociedad ideal sea puesta en peligro por grandes “turbas” desesperadas. Es fácil ver cuál es el destino previsto para los sobrantes. Como mínimo, que se destruyan entre sí. 

Socialismo
Cualquiera puede ver ahora la realidad de aquella disyuntiva de Rosa Luxemburgo. “Socialismo o barbarie”. Ya es indudable que esta sociedad del crecimiento sin límites y la competitividad a ultranza, si no desemboca en el uno lo hará en la otra.
El capitalismo es la desembocadura final de la lucha de todos contra todos, que además de darse entre los individuos dentro de cada clase social para mantenerse dentro de la misma y no ser expulsados, se da especialmente entre las clases. Y al acentuarse la desigualdad se manifiesta cada vez más esta lucha de clases. Que en este momento, (“por ahora”, como dijo Hugo Chávez) van ganado los ricos (como dijo Warren Buffet). Si los mecanismos capitalistas, por su propia naturaleza, son incapaces de otra evolución que no sea la reafirmación de su sociedad como “la menos mala posible” (y ya vemos en que ha consistido aquella refundación del capitalismo de que hablaba “el pequeño Nicolás”), habrá que probar, bajo pena de muerte en caso contrario (y creo que no exagero), otra vía. Necesariamente no capitalista, no basada en el fetichismo de la mercancía, el fetiche del dios dinero y los intercambios desiguales que retroalimentan la desigualdad. A eso lo llamamos socialismo.
Socialismo es la sustitución de la propiedad privada de los medios de producción por la colectiva, y su control por los productores asociados. Control necesario, que se ha de ejercer a todos los niveles y en todas las estructuras de la sociedad. Y en el conjunto de todas las sociedades que componen la humanidad, que ya es la única humanidad.
Control a ejercerse por la vía de la participación, que requiere la corresponsabilidad, y una moralización colectiva más allá de la individual que propugna un cierto buenismo. Entre todos, con toda la transparencia de que seamos capaces (y perdón por emplear esta palabra desgastada, y que no hemos desgastado nosotros).
Cada uno debe responsabilizarse de la vigilancia del mantenimiento de “lo público”. Uno a uno, podemos ser poco cumplidores y poco fiables. Todos juntos, y con mecanismos adecuados, pensados y establecidos entre todos, evitaremos las desviaciones de las conductas individuales.
“Lo público no es de nadie y nadie se preocupa de mantenerlo” es una idea equivocada. Además de producir entre todos, el consumo colectivo de una gran cantidad de bienes, frente al consumismo individualizado, nos puede permitir vivir mejor en un mundo necesariamente más pequeño, con menos cosas más compartidas y mejor cuidadas.
La revolución imprescindible (y ojalá que llegue a ser inevitable) debe ser también una revolución de las mentes y de las conductas.
O eso, o…
 Juan José Guirado


____________________

(*) Mis citas corresponden a la 6ª edición revisada, 4ª reimpresión, de 2002, de Alianza Editorial, más reciente que la del enlace. ISBN 84-206-8174-1. Págs. 318 a 321 y 333 a 336.

1 comentario: